sábado, 15 de diciembre de 2012
Como un rio
jueves, 13 de diciembre de 2012
Muere la vida
Pamplona. Octubre 1982
Azul cielo, blanquecina espora
Se estremecen las oscuras cuevas con el fuego sanguíneo de las madrugadas silenciosas
Las columnas tiemblan, se quiebran, se abren cautas, derrumbándose ante el violento grito
que surge de las profundidades
Arde la ciudad. Los edificios caen pesados, estrepitosamente humeantes
Emergen sobre la extensa superficie llana de la mar onduladas olas que crecen y se elevan
y de pronto desaparecen en gigantescas cataratas
Los montes se levantan y erigen en su cumbre un monolito pétreo, todo un símbolo.
Duermen los espejos verdes, ciegos, bajo una cortina negra
La luna ríe, la luna llora y se refleja orgullosa sobre el espejo verde en la aurora
Azul cielo, pétalo rojo abierto a la luz del alba que se eriza en vibrante escalofriante la frescura del rocío de la mañana
La yerba entredorada en el amanecer soñado humo blanquecino exhala,
De la noche fría aterida surge la yerba negra, oscura convertida, cuando la luna rie .
Una espada cae al abismo entre brumas escondido, desconocido, profundo
Arde el bosque. Las chispas encendieron el fuego rojo
El sol va muriendo y la sangre riega las praderas verdes
Mientras tanto las avispas gigantescas picotean el agua de las charcas y penetran en las profundas simas donde el rio fluye y oculto mece el cristal de agua, que en un hilo cae transparente
La sima sin sueño acoge oscura los efluvios de la noche sin límites
Abiertas las heridas, abierto el corazón que palpita sin cesar, la sangre no encuentra cauce por donde correr y en catarata se estrella contra las rocas
El sol ha muerto, la oscuridad de nuevo
La sima sin sueño acoge en su seno el último rayo de luz
Las nubes enturbian los espejos verdes haciendo llorar a la luna y las amapolas marchitas desaparecen
Azul cielo, blanquecina espora que vuela libre por el espacio infinito, perdiéndose en ese abismo neblinoso, onírico, hermoso del sueño, de la imaginación de...
Imagenes
Pamplona. Octubre 1982
domingo, 9 de diciembre de 2012
El miedo
La infancia se pierde atrás, olvidada entre el polvo de los juguetes que nunca más se usarán. Nos hacemos mayores, pero el miedo no desaparece, se multiplica en cada minuto de nuestra existencia.
Una figura nos persigue a altas horas de la madrugada por una calle desierta. Los latidos se aceleran, la sangre corre más rápida y ese sudor frío...
Pamplona. Noviembre 1982
sábado, 8 de diciembre de 2012
Bajo tierra
Pamplona. Noviembre 1982
Deja que el tiempo pase
que las hojas del calendario se las lleve el viento
como esas del otoño amarillento
volando por el espacio
de lo que es y no puedo tocarlo
de lo que vivo y sin embargo no veo
de todo aquello a lo que me dirijo y deseo.
Deja que los años transcurran
que las imagenes del pasado
en el foso de los recuerdos dormiten
como esos fantasmas de los sueños
que vienen y que van
escribiendo en mi mente un extraño e irreal cuento
Deja que tu vida pase
que el tiempo queme
esas horas
esos días
esos años
tantos momentos que hubieras querido apresar para siempre
pero que huyeron para nunca regresar.
Dejalo, ya que es imposible detener la acelerada marcha
de lo que existe, envejece y muere
ya que es imposible hacer algo para que no ocurra
¿Sonries?.
Conformismo ante la fatal evidencia de lo que somos
Si. No digas deja
di toma, vive, coge
no sea que volviendo la vista atrás no veas nada
De tan estoica manera de existir
suele quedar el vacio y la inutilidad de lo que desconocemos:
el rumbo de nuestra propia vida.
Pamplona. Septiembre 1983
Mirando hacia atras
jueves, 6 de diciembre de 2012
La cinta roja
¡Qué infinita tristeza la de
aquella gélida tarde de diciembre! El día había discurrido, como casi siempre, con una monotonía parda, sin suceso
ni color. Al caer la tarde encendí el fuego de la chimenea y, a ciegas, elegí
un volumen cualquiera de entre los muchos que coronaban la vasta biblioteca del
salón. Abajo, junto a la escalera, el viejo reloj de pared marcaba con
testaruda puntualidad su tic-tac, tic-tac; solo ese latido de madera y bronce
rompía el silencio de la casa. El fuego crepitaba con un gozo que no contagiaba
a nadie.
La luna, redonda como una
moneda de cal, dejaba entrever su blancura tras el paso errante de unas
nubecillas de relieve extraño, que cruzaban su faz y se perdían, a intervalos,
en la bóveda tenebrosa de donde habían surgido. El aire, abochornado en los recodos,
crujía de pronto con ráfagas frías, como si un gigante invisible soplara contra
los postigos.
¿Dónde estaba? ¡Qué desolado
paraje! Ni una estrella, ni un canto, ni un rescoldo de vida. Silencio. Todo
parecía envuelto en un halo de irreal fantasía. ¿Era un sueño? Llevé la mano a
mis ropas: las sentí, sí; pero entonces…
Sin saber cómo me vi andando
por un camino retorcido que hendía un bosque espeso, tan solitario como aquel
trozo de luna, tan callado como una tumba. El ruido seco de mis pasos, el
vaivén mismo de mi respiración, despertaron en mí un nerviosismo primero, una
ansiedad después, una angustia inenarrable al cabo. Me detuve. Quise detener
asimismo los latidos del corazón para escuchar el absoluto, el silencio sin
grietas. Fue entonces cuando creí percibir, a mi espalda, un rumor extraño. No
quise volver la cabeza; mas una fuerza, súbita y arrebatadora, me obligó a
hacerlo. Respiré, aliviado: nada. El camino se perdía a lo lejos, como si se
borrara solo.

Y, sin embargo, ante mí me
aguardaba otra sorpresa. El sendero desembocaba en un claro abierto sobre una
colina. En la cumbre, erguida con orgullosa desolación, una construcción
dibujaba su oscura silueta contra el cielo más negro aún. Un murmullo, sofocado,
me rozó el oído. Sentí un sudor frío, y el corazón se me contrajo como en puño.
La angustia dio paso al miedo, y mis piernas, ya sin voluntad, temblaron como
espigas al capricho del viento. Aquella mole de piedra, horadada por agujeros
que querían parecer ventanas, agrandaba mi pavor con solo existir. El ansia de
lo desconocido me empujó a acercarme a aquel torreón; mas, extrañamente, no
hallé puerta alguna. Los vanos, dispuestos sin concierto, se abrían muy por
encima del suelo.
De pronto el cielo se
encendió. Una claridad breve, lechosa, iluminó cuanto alcanzaban mis ojos, y,
tras ella, el más hondo de los silencios. Otra vez la blancura de tormenta sin
descarga barrió el páramo. Permanecí inmóvil, mirando cómo la piedra verdinegra
parecía encenderse por un instante. Juraría que vi, fugaz, una silueta asomarse
a uno de aquellos vanos. ¿Fantasmagorías de mi imaginación? Dudaba aún cuando,
de súbito, entre el hueco de una de esas oquedades, brillaron los dientes
afilados del más feroz de los perros. Forcejeaba por ensanchar el agujero;
metía sus patas negras entre las piedras como si la roca, por compasión o por
horror, fuera a ceder.
Se me heló la sangre. Quedé
clavado, testigo impotente de los nerviosos movimientos de aquel ser gigantesco
y siniestro que luchaba por liberarse, por precipitarse sobre mí. En sus
pupilas —dos carbones húmedos— se reflejaba la pálida luna. ¿Cómo decir lo que
sentí? Un terror sin nombre me habitó de pronto, y con todo no había salido del
estupor cuando mis ojos asistieron a la visión más fantasmal que jamás han
visto ojos humanos. De otros vanos, en contraste luminoso con la profundidad
oscura de la piedra, comenzaron a escurrirse unos brazos amarillentos,
cadavéricos. Venían de lo profundo, de los avernos que no figuran en los mapas.
No pude más. Quise correr, pero mis piernas no me obedecían. El animal, al fin,
consiguió desclavarse del hueco y se lanzó como una sombra. No sé de dónde
saqué bríos, pero eché a correr sin rumbo, con la torpeza del pánico.
Sobre unos riscos —en el
horizonte, tenebroso— emergió la figura del perseguidor. Dondequiera que
volviera la vista, allí estaba: lóbrego y fiel a su condena, guardián de
infiernos y de insomnios. Torné al bosque, que me tragó con sus sombras, y
entonces, por un instante, una visión tan dulce que parecía mentira me lavó de
espanto.
Entre los troncos añosos
apareció una joven hermosísima. Llevaba un vestido blanco, finísimo, casi un
susurro. Sus cabellos, dorados, parecían luciérnagas; sus ojos, verdes, daban
luz a su rostro. Una cinta rojiza ceñía uno de sus pies desnudos y humedecidos
por la hierba. La delicadeza de su talle contrastaba con el tronco rugoso al
que se apoyaba. Caminé hacia ella con prisa de náufrago, y cuando casi rozaban
mis manos el aire que la envolvía, se desvaneció como niebla al sol. Quedé
solo.
Mas volvió a aparecer, allá,
sobre las agudas crestas de los riscos. Su mirada parecía llamarme. De
perseguido me vi hecho perseguidor. En mi cabeza brotaron pensamientos que no
eran míos, maquinaciones, deseos sin nombre. De pronto, sin saber cómo ni por
qué, la vi nítida como nunca, sentada en el brocal de un pozo, silenciosamente
hermosa.
Mis pies, por fin seguros, se
encaminaron hacia ella como la alimaña a su presa cuando ya no hay escapatoria.
No era un fantasma: el palpitar de sus pechos delataba la carrera reciente.
Llegué. Mis manos, mansas, se extendieron. Una sonrisa, entre ingenua y
maligna, se dibujó en su rostro, y entonces sentí cómo su talle se quebraba con
brusca decisión; se dejó caer en el pozo y, en su caída, arrastró mis manos.
Perdí el equilibrio. Caí en un abismo sin fin.
La oscuridad de la estancia
era casi absoluta, rota tan solo por las brasas agonizantes de la chimenea. El
libro yacía en el suelo. En mi mente confusa giraba un pensamiento único:
¿había sido un sueño? Las llamas ya no proyectaban mi sombra en las paredes. En
la oscuridad habría querido sentir una presencia… ¡Deseo inútil! Al fin y al
cabo, un sueño, me dije. Me incliné para recoger el volumen y, cuando iba a
cerrarlo, vi —entre sus páginas amarillentas, oxidadas de tiempo— brillar, con
la suavidad de la seda, una cinta de color rojizo.
Un escalofrío me recorrió
entero. Era la primera vez que veía aquella cinta. Se me anudó la garganta; un
sudor frío me perló la frente. El reloj de la escalera, con la dureza de un
juez, dio tres campanadas: sonoras, secas, frías, eternas.
No quise mirar la ventana. Me
pareció —o quise creerlo— que un resplandor blanquecino, parecido al de la luna
cuando decide no marcharse, cruzó el cristal. Cerré el libro, y la cinta,
obediente, quedó aprisionada dentro. El tic-tac volvió a erguir su pobre
consuelo. En el hogar, una brasa se quebró con un gemido.
Aún hoy no sé si aquella noche viví o soñé. Pero cuando, días después, bajé al jardín y me detuve frente al viejo brocal, vi, en el verdín húmedo de la piedra, el rastro leve de unos pies descalzos… y, en el borde, como olvidada por una mano ausente, otra cinta igual, rojiza, que el viento no se atrevía a llevarse.
Pamplona. 1981. (Revisada en Octubre de 2025)
Tarde otoñal
Pamplona. 1981
Gato negro
Pamplona. 1982
Silencio en la noche
Había llegado a aquella mansión pocos antes del 1 de noviembre, en los sombríos días del mes de octubre. La aureola de leyendas que escondía aquel lóbrego y apartado lugar, unido a un cierto deseo de descanso y meditación me había llevado a tomar aquella decisión. No oculto que una cierta morbosidad inherente a mi extraño carácter había sido el detonante para que abandonara, sin pensarlo mucho, las comodidades y lujos de la ciudad, su mundanal ruido y el monótono quehacer diario.Por fin las primeras luces del alba comenzaron a alumbrar la oscura estancia e hicieron que me despertase. Abrí los ojos. El temor había desaparecido. La noche había felizmente pasado...o tal vez no?. El silencio inquietante, entre los rayos de la aurora, me hizo recordar, de nuevo, los temores de la pasada noche. Un silencio que sin embargo, ahora, era roto monotonamente por un pausado gotear. Cloc, Cloc, Cloc...Instintivamente alcé los ojos al techo: un gota oscura se filtraba entre las rendijas de los pesados y largos tablones. Mi corazón volvió a acelerar su pulso. Un terrorífico presentimiento había inmovilizado mis musculos. A pesar de ello, me incorporé sobre el lecho y me aproximé hacia el lugar, a los pies de mi cama. Un sudor frio, helado me recorrió el cuerpo, mis ojos se abrieron desmesuradamente. Sobre el suelo se estaba formando un charco de sangre. Algo terrible habia debido pasar aquella noche, pensé. Mi cabeza daba vueltas y más vueltas. Todo giraba a mi alrededor e insistentemente veía dibujadas en sangre las palabras MUERTE. Un golpe seco. De nuevo el silencio. Oscuridad total. Todo había acabado. Silencio en la noche.
Pamplona. 1982
martes, 4 de diciembre de 2012
Cuando ya nada se espera
en los profundos surcos de su cara,
surcos de cansancio,
de dolor,
de frustración,
de engaño,
de trabajo.
El tiempo hizo de sus negros cabellos
sedosos hilos de plata.
Las cuencas de los ojos hundidas,
el andar pausado,
la mirada triste
Se sentó en un banco de la solitaria plaza
rumiando su soledad
observando con infinita angustia
cada persona
cada arbol
cada edificio
Y pasó largo tiempo...
Y el viejecito seguía sentado en el banco amarillo
de la cada vez más solitaria plaza
Y comenzó a llover
Y el anciano no se movía
Hacía frio
Ya nadie pasaba
La noche llegó oscura
a la solitaria plaza
Noche de largo viento en la plaza vacía.
Al día siguiente alguién deparó en aquel anquilosado ser
y comprobó que el frio glacial de la muerte le había sorprendido la mañana anterior.
Rigido se mantuvo, como sentado
relegado con indiferencia en su lenta y silenciosa agonía
Soledad en el último tramo del camino.
La vejez nos sorprende
arrancando nuestra ilusión,
nuestra fuerza juvenil, física y mental
nuestro idealismo,
Todo
Retornando a la dependencia de la infancia,
convertidos en un estorbo inservible para la familia
en un ser improductivo
en una carga para la sociedad.
Hombres que han trabajado,
que han dado toda su vida para esa familia
que han construido en parte el bienestar de esa sociedad
reciben como recompensa la soledad y el desprecio: ¡¡¡Viejo!!!
El pobre anciano comprueba con increible tristeza como, sin darse cuenta,
se le ha escapado el tiempo de las manos
Su mundo, su único mundo es el de los recuerdos
recuerdos que comparte con los amigos de su edad
recuerdos que glorifica, que añora
a los que cubre de una especial nostalgia.
Es lo único que posee, lo único que no le pueden arrebatar.
Alguno rumiara solo, como el viejecito descrito,
con la mirada perdida en no se sabe donde,
esos recuerdos
esa agonía de aquellos que como él saben que no tienen futuro
esperando con temor ese momento trágico.
Temor a enfrentarse con la nada
teniendo esa misma nada detrás, en tu propia vida.
Trágico ser:
Nace, vive sin saber porque y paraqué
y sin saber vivir le llega la muerte demasiado pronto
como para darse cuenta de su inevitable pérdida de tiempo.
Crueles e imbeciles los que hoy marginan a nuestros mayores.
No saben que mañana serán ellos los rechazados, los olvidados
Pamplona. 1983
miércoles, 28 de noviembre de 2012
El espantapajaros
Me saludabas con tu silueta silenciosa y ese gesto de crucificado.
Sobre los campos florecidos de espigas sobresalía tu alargada figura.
Un día, alguien te puso una escoba en la mano...como queriendo incrementar tu dormida naturaleza de madera y trapo.
Te miraba todos los días y alguna vez creí ver como te movías y desaparecías entre aquel mar amarillo,
cansado de tu eterna vigilancia,
huyendo del sol implacable y la lluvia,
de las pedradas de los chicos,
de la mofa de aquellos a los cuales debías ahuyentar.
Los pájaros no volaban asustados;
se acercaban hasta tí
y se posaban burlones sobre tu sombrero de paja,
picoteándole con cruel avidez, hasta dejarlo medio agujereado, lleno de calvas y huecos;
Otras veces encima de tus brazos estirados
descansaban tranquilos, bajo la sombra que tu figura les daba
y luego se lanzaban sobre los campos amarillos para llenar sus buches.
El sol declinaba en el atardecer
y tu quedabas solo, recortándose tu negra silueta en el horizonte blanco rojizo.
El tiempo fue pasando
y los trapos envejecieron
y la escoba desapareció
y el sombrero sólo era una grotesca apariencia de lo que fue (como tú).
Los pajaros del anochecer anidaban en tus entrañas
y picoteaban ahora en lo que un día les asustó
luego les causó curiosidad
y al que más tarde se acostumbraron.
Tus ojos negros, cuencas vacíos sin fondo (amarillo calavera)
no lloraron, porque sobre tus pupilas
yacía el cádaver de un pajarillo atrapado.
Un día de verano te quise mirar desde el borde del camino
y no te encontré.
Me quedé mirando un rato por si, como ayer, habías huido
pero el vacío había ocupado tu lugar.
Caminé hacia un calvero, entre el mar amarillo
y allá yacían tus restos.
Una bandada de pájaros elevó su vuelo, sobre el cielo azul brillante,
perdiéndose en el horizonte.
Un mueca de horror se dibujó ne mi rostro;
Sobre el suelo aparecía el cádaver de un hombre carcomido,
picoteado hasta la desesperación.
Corrí lejos, muy lejos
mientras una palabra recorría mi mente
¡Dios mio! EL ESPANTAPAJAROS
Pamplona, agosto de 1984
sábado, 22 de septiembre de 2012
Demasiado oscuro
No tenía ganas de levantarse. Sabía que afuera le aguardaba el frió, la lluvia... y la escuela, pero también sabía que si aguardaba unos minutos y se hacía el remolón no tardaría en escuchar el grito de su madre, acercándose por el pasillo.
Se levantó a pesar de la pereza, y a pesar también del desagrado que le produjo sentir el contacto de sus pies con las heladas baldosas de la habitación. Se vistió con cierta rapidez, rapidez más debida al ambiente glacial que reinaba en toda la casa que a su posible diligencia.
En la cocina blanca, azulejada hasta el techo, humeaba el desayuno. Estaba demasiado caliente. Aquel tazón de leche no le sentaría bien en el estomago vacio,-pensaba-. Lo sabía por otras veces. Sopló a intervalos regulares, con el fin de enfriar algo aquel líquido hirviente y lo hizo de forma inconsciente, pues mantenía la mirada fija en un punto indeterminado del cristal de la ventana, aquel cristal gris, oscurecido por el vaho de la noche, donde miles de gotas perlaban la transparente superficie que ahora sólo era translúcida.
Bebió a pequeños sorbitos, y lo hizo de forma igualmente inconsciente, como un autómata. Estaba tomando el desayuno mientras su madre deambulaba de un lado a otro de la casa, pero le acuciaba una indefinible sensación de angustia que a buen seguro era la razón de que no tuviera ninguna gana de acabar el tazón de leche, como tampoco la había tenido de levantarse, y lo peor de todo es que esa sensación de angustia y desasosiego se repetía cada mañana, antes de ir a la escuela.
Prometió y se prometió a si mismo no volver a hacerlo...sin embargo hoy creía estar bastante mal. Sentía que unos escalofríos le recorrían todo el cuerpo. Le dolía la cabeza, y le parecía que se le iba a mover el vientre, como otras veces, pero esta mañana quizás estuviera mal de verdad.
En el patio, justo enfrente del cuerpo central del edificio, y asentado sobre una tapia, se erigía un pequeño barracón de apenas diez metros de largo por cinco de ancho. Dicha construcción tenía dos puertas, una frontal y otra lateral. La primera daba paso a unas letrinas inmundas, donde el fétido olor de los orines y las heces golpeaba como un latigazo caliente y húmedo, penetrando por las narices hasta provocar casi la nausea. La vaharada era tan profunda que, a menudo, los chicos hacían acopio de aire a la entrada y aguantaban la respiración hasta que acababan. Por eso, si casualmente se les agotaba el aire dentro, era mejor cortar el hilillo y salir sin perdida de tiempo al exterior, so pena de revolver el estomago, agriar el desayuno o padecer algunas incomodidades digestivas que, previsiblemente, degenerarían en un repentino vomito mañanero, en mitad de la clase de Matemáticas.
El hombre de la cara de cerdo se dirigió al barracón con un pequeño trote, con pasos breves pero rápidos, y abrió las puertas de las letrinas. Aquel acto era uno más del cotidiano ritual de la entrada a la escuela. Siempre, cinco minutos antes de que dieran las 9, el portero abría los servicios para que los chavales evacuaran, pues estaba terminantemente prohibido salir de la clase hasta la hora del recreo.
Mientras tanto, mantenía su mirada perdida en el umbral de la puerta, con una mueca inocente, candida, como la de un corderillo, camino del matadero. Un chico rubio y esmirriado, sorbiqueaba junto a él, y su sonrisa bobalicona le daba un apacible tono al rostro.
Sentía los empujones que le propinaban, a veces involuntariamente, por la inercia de la avalancha, pero también sentía ese empujón a propósito, ese pisotón largo... Y el dolor le hacía lagrimear, a pesar de que se esforzaba por contener la rabia. Las lagrimas surgían sin querer, y se limpiaba con el borde de la muñeca del jersey, con disimulo, para que no le vieran... ellos.
Apartó el pie y buscó la salida, fuera de aquel grupo de caras hostiles. Un chico más alto, y mayor que él, le siguió los pasos y le alcanzó cuando se hallaba en medio del patio. Le agarró por el hombro y obligándole a volverse le arreó una sonora patada en la espinilla, al tiempo que le decia entre las mofas y las risas de los que se habían juntado en torno a ellos: "Roberto, mamerto, nenica y cobardica".
El que le había insultado, era Jaime y tenía nueve años, dos más que él. Jaime vestía un jersey marrón y un pantalón gris, largo. En la escuela era de los pocos que llevaba pantalón largo. La mayor parte de los otros niños vestían pantalón corto.
Aquel circulo de caras sonrientes disfrutaban con cruel satisfacción del espectáculo. Aquel circulo de cabezas peinadas a flequillo, que exhibían en toda su extensión unas grandes orejas, aquel circulo se iba cerrando, y sentía como si le faltaba el aire, como si un nudo corredizo se estrechara alrededor de su cuello. Era tanto una sensación física como mental, asi es que no pudo soportarlo más y empujando a uno de aquellos bultos anónimos que le cerraba el paso, rompió el cerco, huyendo en medio de un gemido ahogado.
Detras suya, una voz recriminó a otra que al aprecer invitaba a cortarle el paso y a darle un escarmiento ejemplar. Quizás, su previsible agresor fuera el chico que había sido empujado por él. Tal vez, pero no lo vio, solo oyó una frase que se hundió en sus entrañas como una ráfaga de aire helado, al mismo tiempo que quemaba su rostro como una llama de vergüenza, producto de la humillación infingida:¡Anda! ¡Dejale que es tonto!.
Debía alejarse de ellos, de lo contrario se encontraría en peligro; pero ¿cómo hacerlo si debía regresar cada mañana a la escuela?, ¿Ysi se apartaba de todos...? No todos eran malos y crueles, pero acabarían riéndose de él, como ellos. ¿Y si se enfrentaba?. No. Le harían daño. Tenía miedo. Le harían mucho daño. Jaime era mayor que él y mucho más fuerte. Cuentan que una vez se peleó con un chico de 12 años y acabó dándole una soberana paliza. No tenía ninguna posibilidad. Si se enfrentaba acabaría destrozado, tal vez desfigurado y además todo seguiría igual o quizás peor.
Allá dentro, cuarenta cuerpos, rígidos en sus pupitres, esperaban, contenían el aliento, aunque solo uno de ellos tameblaba como lo hacían las llamas, dentro de la estufa, en una de las esquinas de la clase.
Roberto temblaba porque el miedo le hacía estremecerse. Tenía miedo, mucho miedo; miedo a que la señorita se fijara en él y le obligara a contestar una pregunta sin respuesta, miedo a salir a la pizarra y ser objeto de las ávidas miradas de esos pequeños buitres, atentos a cualquier movimiento, a una duda o al derrumbamiento casi inevitable, miedo a que el acoso de aquellos matoncillos como Jaime se prolongara en el aula. Pero ¿acaso no tenía miedo a vivir, incluso? Era tan difícil romper el circulo de su miedo...Por eso estaba él así, quieto como los otros, pero trémulo, pálido, esperando... .
La voz de la señorita sonó hueca, como si saliera de un largo y estrecho corredor, hueca y profunda y parecía que ese cuerpo del que surgía la voz estuviese tan vacio como lo pudiera estar una cripta oscura y abandonada. La voz comenzó a deshilacharse en llamadas guturales. Estaba pasando lista. El papel le temblequeaba entre los largos dedos. La mano huesuda se perdía en una manga grisácea, ancha y el hueco de su brazo parecía lleno de sombras.
La señorita había llegado hasta Roberto y le estaba mirando con unos ojos turbios yfrios. Una sonrisa muda, casi imperceptible se filtró entre sus dientes largos y amarillos. Tal vez ni siquiera sonrió. Estaba terminando de pasar lista. Cada llamada debía ser contestada con un enérgico "presente", al tiempo que uno se levantaba del pupitre y miraba al frente, con ademan castrense, esto es, recto, rígido, sin desgarbaduras.
Oyó su nombre y se levantó, pero quizás no lo hizo con la suficiente rapidez, tal vez no elevó su voz lo suficiente para que fuera oida con toda nitidez. Y ella volvió a repetir, esta vez lenta, odiosamente recalcada cada silaba, su nombre y sus apellidos. Miró al frente, allá donde colgarán impertérritos, con sus poses marciales, los "salvadores de la patria". Acompañaban en la diestra y en la "siniestra" a un austero crucifijo de madera.
Después de pasar lista, la señorita se volvió de espaldas y comenzó a escribir en la pizarra. Enseguida se inició un pequeño murmullo que fue creciendo, haciéndose cada vez más denso, más espeso, como un zumbido. La señorita giró sobre sus pies y miró desafiante a la diminuta concurrencia. Su voz se tornó áspera y chirriante como el ruido de una tiza que resbala por la pulida pizarra negra. La voz se había convertido en un chillido gutural y desde la última fila su aspecto recordaba el de una rata gris, con los ojillos oscuros cerrados en una mueca iracunda, las estrechas patas delanteras alzadas a la altura de la cabeza, sosteniéndose tan solo sobre las traseras. Aquel chillido provocaba desazón y escalofríos. Cuando el silencio mudo se apoderó de la clase, aquella masa gris se dio la vuelta y su silueta se confundió sobre la brillante pizarra.
Volvería el rostro y le miraría fijamente a la cara, -pensó Roberto-, Había sido Jaime, ¿Quien otro, sino?. Le lanzaría una mirada de odio y le escupiría en la cara. No. No era capaz de hacerlo. Seguiría con la vista perdida en la pizarra, sordo ante los murmullos y las risitas apagadas que surgían de la última fila. Ahora estaba mucho más rígido, más tenso aunque, al mismo tiempo, seguía temblando imperceptiblemente, como si su cuerpo estuviera latiendo, contrayéndose y expandiéndose en un espasmo, amenazando con estallar en mil pedazos, cada uno de ellos convertidos en mortíferos dardos sanguinolentos. Estaba a punto de explotar.
Roberto sintió esos ojos fijos en él, percibió las medias sonrisas, las muecas estupidas, los rostros vacíos. Volvió la cara hacia la última fila y reconcentró todo su dolor y su dignidad herida en una mirada de odio y la rabia le subió a la cabeza como una oleada de sangre, esa sangre que le latía en las sienes, esa sangre que sentía en las orejas coloradas, esa sangre que teñía sus mejillas en un sofoco agobíente; Y la ira estalló al fin, y de su boca surgió una voz, que incluso el creyó irreconocible y de ningún modo como propia. Fue una voz extraña, enroquecida, áspera ()
La señorita había escuchado la frase de Roberto, al igual que había observado antes, con toda claridad, la agresión de Jaime, como otros días, como cada mañana. El rictus de la señorita se endureció. Apretó las mandíbulas y sus ojos se encendieron como dos tizones enrojecidos, dos tizones que avivaban las brasas de un odio maligno. Se acercó por entre los pupitres, en silencio, y antes de que llegara hasta Roberto le ordenó que se levantase. Roberto lo hizo, muy lentamente, como si cada movimiento le costase un gran esfuerzo, como si aquella muestra de arrojo y valor le hubiese absorbido toda su energía. Cuando llegó a erguirse, la señorita se encontraba ya delante de él, y sin previo aviso le arreó una sonora bofetada que casi le hizo perder el equilibrio.
Roberto notó esa mano dura, fría, huesuda; sintió ese golpe sobre la misma mejilla que había sido herida antes y percibió un dolor penetrante en el oido, luego un zumbido, y enseguida una perdida momentánea de la audición, acompañada de un mareo del que salió de repente cuando volvió a sentir esa mano, que le golpeaba, esta vez en la otra mejilla, y ahora sí, se derrumbó sobre su pupitre; aquel pupitre de color verdinegro, duro y brillante, demasiado duro...
En el trayecto, Roberto vislumbró, en medio de un tenso y expectante silencio, aquellos rostros que se le quedaban mirando a su paso. Tenía una extraña sensación de irrealidad. Por un momento creyó que nada de lo que veía estaba sucediendole, que todo era, que todo debía ser un mal sueño, solo un mal sueño y que pronto despertaría en su cama, en aquella habitación fría, para marchar como cada mañana a la escuela; sin embargo estaba allí, en la escuela. Eso era lo que había temido. Todo era real, a pesar de que las bofetadas le habían aturdido un poco.
Antes de llegar a la puerta, Roberto reparó en Jaime. El inicial gesto de sorpresa, tras su inesperado arrebato había sido sustituido por una mueca de arrogancia, si bien parecía más un gesto de autodefensa que de ataque o de desprecio.
Intuía que el cuarto en el que había sido encerrado era el de la limpieza o tal vez el lugar donde se amontonaban los trastos viejos. Sabía que allí no había nada especial, tan solo un montón de cacharros inservibles y un cúmulo de confusos olores que comenzaban a hacerse presentes, aunque todavía seguían siendo difícilmente identificables.
Pasados varios minutos, los ojos de Roberto se fueron acostumbrando a la oscuridad y ésta se fue aclarando poco a poco, dejando que algunos rayos de luz se filtraran cuan hilos dorados o platinos, surcando el vacio de penumbra como una pequeña telaraña temblequeante. Alguien cerró una ventana y algunos hilos desaparecieron. Al final, solo una hebra blanquecina quedo suspendida en el aire a la altura de su cabeza: era el ojo de la cerradura.
Nunca se había sentido tan solo. Estaba encerrado en un cuarto extraño y oscuro, demasiado oscuro, solo con sus miedos. Nadie podía ayudarle, aunque también pensaba que nadie podría hacerle daño allí dentro, al menos no aquellos que se encontraban afuera, en la clase, sobre la tarima, aquellos no. Por primera vez en su vida tendría que valerse por sus propios medios. Debía resistir si quería sobrevivir.
Una vez Roberto se hubo acostumbrado a la oscuridad comenzó a explorar lentamente cada rincón de la estancia. Había permanecido inmóvil, en medio del cuarto, a unos cuarenta centímetros de la puerta. Roberto se acercó a ésta y miró a través del ojo de la cerradura. El largo pasillo se hallaba silencioso y vacio. Una luz grisácea se filtraba por los ventanales abiertos en las paredes, muy cerca del techo.
Tenía una extraña sensación, como esa que se tiene cuando uno es vigilado en silencio por una presencia no física, algo carente de forma pero que se hace sentir a través de cada uno de los sentidos: se le intuye, se le oye, se huele su aliento e incluso podría decirse que es posible adivinarle con las yemas de los dedos, pero apenas se muestra un instante, desaparece.
Se alejó de las sillas rotas y miró hacia la puerta. Parecía que ésta se encontrara mucho más lejos, alia al fondo, como si las proporciones del cuarto se hubiesen dilatado. Veía el hilo de luz que atravesaba el ojo de la cerradura: aquel era el único cordón umbilical que le unía al mundo exterior. Llegó hasta la puerta y de nuevo, como unos segundos antes clavó su ojo en el irregular orificio con forma de llave. El pasillo seguía estando silencioso y vacio.
Detrás del arcón había varias cajas de madera, apiladas unas encima de las otras. Entre estas y las dos sillas rotas se escondía una pizarra semiemborronada. Cuando se estaba acercando a ella, la puerta se volvió a cerrar sumiéndole en la penumbra habitual.
Efectivamente, en ese cuarto amontonaban los trastos viejos: sillas, pizarras, suponía que también alguna mesa y un interminable conjunto de objetos inservibles, rotos por el uso.
Roberto permaneció unos instantes en aquella postura, de espaldas a la puerta. Sintió en ese momento que le llegaba un aroma débil pero insistente. Olía a clase, con todo ese maremagnum de olores entremezclados: el del libro viejo o el del nuevo recien comprado, los cuadernos, la caja de los lapiceros de colores, la goma de borrar blanca, de nata. ¡Cuantas veces había aspirado aquella fragancia y se había olvidado del tiempo, en clase!. ¡Como ahora!. Su ensimismamiento se rompió cuando escuchó unos pasos en el pasillo. Miró a través del ojo de la cerradura.
Roberto alcanzó a ver el rostro de aquella figura, pero no podía dar crédito a sus ojos. Distinguía un rostro porcino, sí, como el del portero, pero aquello no podía ser real. La mascara que tenía por cara rezumaba degeneración y abandono. Los ojos amarillentos y vidriosos estaban desprovistos de cualquier rasgo humano. Las narices habían desaparecido casi y, en su lugar, dos agujeros negros se abrían por encima de la boca, una boca que sonreía en una mueca miasmática y que dejaba al descubierto unos dientes puntiagudos y sarrosos, cubiertos de manchas oscuras.
Cuando hubo cerrado la puerta de la clase, aquella siniestra criatura hizo ademán de dirigirse al cuarto. Roberto se alejó de la puerta y se acurrucó en la oscuridad, junto a los trastos polvorientos. Durante un tiempo que a Roberto le pareció interminable, el cuarto quedó totalmente a oscuras. Algo se había colocado frente al ojo de la cerradura. Roberto contuvo la respiración, temiendo que la cosa que acechaba detrás de la puerta le oyera y quisiera entrar. Y así permaneció un largo rato, e incluso, cuando el ojo de la cerradura dejó pasar de nuevo el blanquecino hilo de luz siguió allí, hecho un ovillo.
El paso del tiempo
Aquel grito hubiera sido capaz de poner en alerta a toda la escuela, pero, aparentemente, nadie había abierto, ni siquiera una puerta. Todo el edificio permanecía en el más absoluto silencio. ¿Pero estaba realmente despierto?. ¿Y si gritaba de nuevo, aunque solo fuera para comprobar que estaba vivo y despierto?. Debía romper el negro silencio, para al mismo tiempo sacudirse el miedo y la angustia. No podía dejar que el cuarto tomase vida propia y le absorbiera, conviniéndole en un objeto más de la estancia, un objeto inerte y vacio como el arcón, las sillas, o las cajas de madera. Gritó, pero el grito fue seco, corto y sin ecos. Un grito y el silencio como respuesta. En el exterior nadie daba señales de vida. En el interior, el silencio y como un susurro, su propia voz.
De vez en cuando, se detenía ante la puerta y, con un gesto casi mecánico, se agachaba ante el ojo de la cerradura y escrutaba el pasillo que, invariablemente, aparecía solitario y ahora algo oscurecido, como si la negrura del cuarto se desbordara, filtrándose a través de cada rendija de la puerta. Volvió a dar vueltas alrededor de la habitación. Había perdido la noción del tiempo.
Varias veces se había adormilado e ignoraba cuanto tiempo había transcurrido. La habitación ya no le interesaba lo más mínimo. Sólo quería salir pronto de allí y cuanto antes mejor. Un ruido interrumpió sus pensamientos. Corrió hacia la puerta. En el pasillo había dos figuras: una era la de la vieja señorita y ¿la otra? No. No era posible. ¡Era su madre!. Su madre estaba preguntándole algo a la señorita, y como única contestación esta negaba una y otra vez con la cabeza, para luego pronunciar varias palabras.
¿Imagen verdadera?
Un horrible presentimiento
Una oleada de luz, que procedía de las clases, atravesó la puerta del cuarto e inundó la oscuridad convirtiéndola en semipenumbra. En el fondo de la habitación, Roberto divisó un armario. Junto a éste había algo más. Se acercó al rincón, después de haber apartado las desvencijadas sillas y la semiemborronada pizarra.
Al lado del armario, que estaba cerrado, y sin ninguna llave a la vista, colgaba de un gancho una bata, una bata de niño, con sus rayas azules y blancas. ¿De quien era aquella bata?. Roberto se aupó sobre las puntas de los pies y descolgó la prenda que al parecer pesaba más de lo que debiera. En efecto, en uno de los bolsillos había un pedazo de pan mordisqueado. Roberto sintió como sus dedos se pringaban de una sustancia pegajosa y oscura. Se olió las yemas manchadas. Era crema de chocolate, una crema con un cierto olor a rancio, a pasado. En ese momento comenzaron a hormiguearle los dedos hasta tal punto, que dejó caer el tarugo de pan al suelo.
El cuarto se había llenado de un indefinible olor a niño y a orín húmedo y fuerte como el de las letrinas del patio. También olía a sudor. ¿Era la bata o la habitación?. A bocadillo, ¿Acaso sus manos, la bata o el cuarto?. Cada sensación se amplificaba y penetraba en sus sentidos con toda su crudeza. Recordó el olor de la leche, acida; la leche que cada tarde llegaba a la escuela dentro del Plan Nacional de Alimentación. Quizás la bata le había sugerido aquella indefinible gama de olores, quizás esaprenda despedía, en realidad, esa amalgama.
Si. Iba a su clase. Ahora se acordaba de como la vieja señorita les había dicho en cierta ocasión que Zacarías no podría venir durante algún tiempo por encontrarse enfermo. Como, entonces, ¿estaba su bata allí?. Nadie sabía que le hubieran expulsado de clase. Era un chico callado que no se metía con nadie: un buen compañero. Jamás se habría dejado la bata en la escuela. Sempre iba y venía con ella puesta y en todo caso si se la hubiera dejado, la bata debería haber estado colgada en alguno de los percheros de la clase, pero no aquí. Además, si estaba enfermo, se habría llevado la bata a casa. No. No era posible. Había algo que no encajaba y no sabía el qué. La señorita mentía. ¿Por qué estaba aquí su bata?. ¿Había estado Zacarías en el cuarto, como él ahora?. Tal vez.
En su reflexión, a Roberto se le había resbalado la bata de entre las manos y ésta había caído al suelo. Se agachó y al recogerla para colgarla del gancho, algo cayó. La curiosidad le empujó a querer conocer que era. Tanteó el frió suelo y al fin dio con el objeto. Era duro, compacto, rugoso y quebradizo en sus bordes, pequeño como un diente. Sin embargo al momento le pareció áspero y su textura le recordó la de una tiza.
La increíble visita
Había transcurrido un tiempo indefinido, minutos o tal vez horas. Roberto dormitaba, daba vueltas alrededor del perímetro de la habitación, pensaba, gimoteaba de rabia, temía, esperaba, sobre todo esperaba, y todo ello lo hacía a intervalos, sacudido por ráfagas de sensaciones, olores, sonidos, pensamientos. Escuchó las voces de los niños en el pasillo y luego el silencio; El crujir de los muebles en el cuarto y el silencio de nuevo y más tarde un ruido como el de una rata que se arrastra. A veces oía el susurro de su monologo interrumpido por una voz extraña e irreconocible, como una llamada, pero no podía, no quería saber ni conocer el origen de la voz-Había transcurrido demasiado tiempo y Roberto se había cansado de mirar por el ojo de la cerradura, de dar vueltas, de dormir y soñar, de esperar. Por eso, cuando escuchó un rumor de pasos en el exterior, un rumor que se hacía mas cercano e intenso, escrutó con rapidez el pasillo, ya que tal vez juera la señorita que venía para sacarle de su interminable encierro.
Desconocía quien era aquella anciana, pero sin embargo, sus facciones, esos ojos...eran los de su madre. Aquella anciana era su madre. Había visto su mirada, la última mirada antes de que la señorita negara enérgicamente con la cabeza. Su madre preguntaba por él. ¿Donde esta mi hijo? Era esa la frase que repetía una y otra vez. Había venido a la escuela, aunque tal vez demasiado tarde. Roberto sabía también cual había sido la contestación de la señorita, aquellas palabras: ¡Aquí no está! .¡Aquí no está!
Estaba soñando. No daba crédito a sus ojos. ¿Cuántos años llevaba encerrado en aquel cuarto?. Su madre había envejecido. La señorita, en cambio, seguía igual, como él. No comprendía nada. Todo era demasiado absurdo, demasiado horrible para ser real.
La invisible amenaza
El cuarto olía a decrepitud, a decadencia, a corrupta putrefacción. El polvo acumulado durante decenas de años penetraba en sus narices. Percibía la cercana presencia de la vieja señorita. ¿Acaso estaba dentro, allí, con él?. De pronto, le invadió un terror ciego. Intentó golpear la puerta y chilló, pero allí donde debiera estar la puerta no había nada. La puerta no tenía fondo. Veía el ojo de la cerradura y la oscuridad palpable y solida de la puerta, pero no alcanzaba a tocarla. Viró hacia atrás y le sucedió lo mismo, hacia un lado y hacia otro, y no pudo hallar un límite a su locura.
¿Donde estaba? Se quedó quieto, inmóvil, como danto tiempo a su mente a recobrar la cordura y la realidad, a expulsar aquella pesadilla, como si se estuviera convenciendo de que todo aquello era una ilusión pasajera, producto de un sueño febril, y que ahora despertaría y se encontraría en casa, en su cuarto o en clase o, a lo sumo, en un simple cuarto del que pronto, muy pronto saldría.
En ese empeño había cerrado los ojos y, al abrirlos, pasó de la oscuridad a una negrura aún mayor, una negrura cerrada, donde percibió la presencia de algo indefinible, una amenaza que se encontraba cada vez más cerca. Sentía que se hallaba sobre una especie de trampilla que se abriría al vacio de un momento a otro, y que colgaría de una cuerda hasta la muerte. Ahora no era producto de su imaginación. Aquella sensación era real. Estaba escuchando el ruido de una cuerda que oscilaba sobre si misma, y el crujido de los travesanos por el peso de un cuerpo. Podía incluso vislumbrar una sombra semidibujada bajo la penumbra, allá sobre las cajas de madera.
Una corriente de aire frió le azotó el rostro, mientras algo salado flotaba en el ambiente. Un nuevo sonido se había unido al de la cuerda. Un sonido como el ruido de un grifo mal cerrado en la noche, que gotea. Una gota cada tres o cuatro segundos. Así escuchaba Roberto, el lento goteo... el golpeteo sobre el suelo, muy cerca de él...y cada gota parecía marcar el discurrir del tiempo, el tiempo, o la diferencia que hay entre la vida y la muerte, la cordura y la locura. Algunas imágenes atravesaban la mente de Roberto como dedos huesudos y marfileños que le empujaban, un poco más hacia uno de los rincones de la estancia: la cuerda presta a romperse, la cabeza quebrada o el cuello degollado. Allí, junto a los cajones de madera, sobre ellos, oscilaba algo, una cuerda de cáñamo atada a uno de los travesanos, vacía...esperando.
Jamás saldría de allí. Estaba emparedado, enterrado vivo. No. No podía morir. No estaba preparado. Todavía no, aunque tal vez no fuera tan doloroso. Todo era mejor que seguir encerrado para el resto de sus días.
Roberto había acelerado el paso y no reparaba ni en los charcos, ni en los surcos, ni en las piedras, de modo que tropezó varias veces e incluso estuvo a punto de caer. Sólo quería llegar pronto a casa, su refugio, su único refugio. El paso rápido se convirtió, primero en un trote y luego en una carrera. No quería mirar atrás. No volvería a la escuela. No deseaba volver pero tendría que hacerlo. No. No lo haría. Seguro que le comprenderían. Les contaría lo sucedido y ellos le comprenderían. De pronto comenzó a llorar. Tenía necesidad de desahogarse. Debía expulsar el dolor y el miedo acumulado. Se acercaba a casa. Bien pensado podría resultar provechosa aquella estrategia. Su madre se enternecería y le preguntaría que le había ocurrido, le abrazaría como sólo lo pueden hacer las madres con sus hijos más pequeños y él le contaría aquella horrible historia.
¿Que te ha pasado?. ¿Cómo es que llegas tan tarde a casa? ¡Hace más de dos horas que salieron los chicos de la escuela! ¡Ya verás cuando llegues a casa! . ¡Como te va a reñir tu madre!. ¡Pobre mujer!. Varias veces ha bajado a buscarte. ¡Dios!. ¡No dais mas que disgustos!
Roberto no contestó, se limitó a esbozar una media sonrisa y siguió adelante, hacia el portal. Deseaba olvidarlo todo, pero como hacerlo si mañana podía repetirse, o aun peor...podría quedar encerrado para siempre, como Zacarías. No. A Zacarías le debió suceder algo malo....
En medio de esos lúgubres pensamientos había llegado al portal de su casa. Esto hizo que olvidara rápidamente el episodio de la mañana. Subió las escaleras, de dos en dos, con la alegría desbordándole el pecho, pero se detuvo en seco, en el último tramo cuando escuchó a dos personas que estaban conversando. Una de ellas era, sin lugar a dudas, su madre, pero ¿y la otra?. No lograba identificar su voz. Tal vez fuera algún vendedor de libros. Roberto espió con sigilo tras el barandado del primer piso.
