sábado, 15 de diciembre de 2012

Como un rio

Torrente nacido en la agreste montaña, cristalina agua que corre libre entre los surcos de la tierra, entre las rocas, nieve que el sol calienta en agua, sangre mía se convierte. Al fin encuentro un cauce por el que discurrir mis días.

Mi lecho lleno de guijarros, arrancados de la montaña virgen,  mi agua pura como está, escasa pero limpia, corre con prisa gritando ingenuamente su monótona estrofa.

Con el tiempo mi fuerza he perdido, he notado el peso de un caudal que se hace cada vez mayor. Crecen a mis orillas arboles frondosos. Yo soy un mundo. Estoy vivo porque en mí viven otros.

Alguien, una muchacha,  refleja su bello rostro sobre mi lecho. Quisiera arrastrarla conmigo hacia lugares donde jamás ojos humanos han llegado. Más ella sigue mirando impasible, de pie. De pronto ha arrojado una piedra y su rostro se ha distorsionado y ha desaparecido, pero la piedra ha caído lentamente al fondo, mientras todo el lecho se estremecía en circulares ondas.

Mientras tanto llegarán las lluvias, llegaron ya torrenciales, golpeando con fuerza, aumentando más y más mi caudal pero revolviéndolo todo, enturbiando el cristalino seno.

El lodo se apodera de mis orillas, nadie puede ya reflejarse como en un espejo, no podré tampoco contemplar a aquella muchacha, esos arboles, ese cielo azul... Todo está oscuro y gira turbio sobre y dentro de mí. Hasta cuando? Hasta que las tormentas pasen.

Quisiera anegar todo, quisiera cubrir la tierra toda con mi agua...más no, me perdería, prefiero mi profundo cauce y el remanso de esos arboles. Es más cómodo. Está hecho.

Sin embargo llegará un día, el estío y secará mi cauce y dejará al descubierto mis entrañas y me moriré sin esa agua que me cubra, prefiero la inundación!

Pasará el tiempo y un día encontraré mi fin: un mar sin límites, un vacío enorme en el que me diluyo y me confundo más seguiré vivo mientras la nieve de la montaña regenere mi caudal. Seguiré lleno de vida.

Simple historia la mía. Solamente quiero ser un río tranquilo, apacible, limpio al pie de una frondosa arboleda, bajo un cielo azul o una noche estrellada, sintiendo las gotas de lluvia, como una caricia, escuchando el canto de los pájaros, del viento contemplando ese rostro que en mí se refleja con el deseo de que en ninfa se convirtiera...

Más el peligro acecha, espera en cualquier recodo, en cualquier momento. Negros seres de negras mentes pretenden envenenar mi sangre quieren quesea como sus oscuras cloacas, refugio de ratas inmundas, paraíso de la muerte quieren que forme parte de la red de colectores de su sistema. No lo consentiré. La vida morirá en mí pero ellos también conmigo.

Pamplona. Agosto 1982

jueves, 13 de diciembre de 2012

Muere la vida

Muere la vida lentamente, con penoso esfuerzo pasan los días y después que estos se pierden en el recuerdo, ¡que breves me parecen!. La luz de la bombilla fúlgida brilla como una estrella  que me quema las pupilas. La voz de alguien que por la radio habla me suena hueca, grave, fría. La habitación duerme atravesada por un gélido halo que me estremece. Todo está tan quieto. ¿Existo?

Si, la tinta corre por la pluma y emborrona las cuartillas pero... no, no es suficiente, es necesario algo más. Estoy aquí, frías las manos, la mente turbia, gris. En mis oídos bulle un monótono canto, es la música de la vida, como una vulgar opereta. Silencio, deseo. Me siento: mi corazón late. Pienso: No, no es suficiente

La vida dormita en esas montañas de mi infancia, en esas largas avenidas asfaltadas, en esos libros un día leídos, hoy olvidados entre el polvo y la palidez de sus páginas amarillentas, en esas habitaciones vacías, llenas de soledad, en esos largos pasillos, en esas tardes heladas, en esos rostros, en sus miradas, en esos recuerdos

Las ventanas de las casas cerradas están... pero a través de los cristales miran oscuras sombras que brillan reflejadas en la superficie pulida y transparente, iluminadas por la palidez cetrina de sus rostros. Fantasía

Gotean pesada, regularmente los grifos, como otra muestra del paso del tiempo. Tic, tac, cloc, cloc como si ese lento caer de la gota se hubiera transformado en otra extraña forma de medir nuestra vida. El grito está roto. El agua seguirá cayendo. El tiempo...

Relámpago ciego como culebra brillante que retorcida te estrellas y conviertes en erial la tierra y sin dejar rastro marchas. Símbolo imposible: luna, sol, atardecer, soledad, I... palabras, sensaciones, ilusión, esperanza- Quien?, Cuando?, Dónde?, Cómo?. Demasiadas preguntas...

La vida sigue muriendo inexorable. No, no es suficiente esperar. Vivir  nunca es suficiente. No he encontrado todavía la  respuesta. La búsqueda es larga, difícil. Las avenidas silenciosas me  acogen bajo la penumbra rojizo amarilla de una noche fría, de un otoño lluvioso.

No se adonde voy. Destino incierto. Estoy aquí: la mente oscurecida por la sombra gigantesca de mi figura reflejada en la pared, iluminado el rostro por esa bombilla fúlgida que me quema las pupilas. Estoy cansado. Los parpados se cierran y el sueño cubre con un espeso velo todos mis pensamientos. La tinta ha dejado de correr... Silencio.

Pamplona. Octubre 1982 

Azul cielo, blanquecina espora

Azul cielo, blanquecina espora que cae por entre los rayos, soñando una noche sin límites, resurgiendo luego en increible alborada

Se estremecen las oscuras cuevas con el fuego sanguíneo de las madrugadas silenciosas

Las columnas tiemblan, se quiebran, se abren cautas, derrumbándose  ante el violento grito
que surge de las profundidades

Arde la ciudad. Los edificios caen pesados, estrepitosamente humeantes

Emergen sobre la extensa superficie llana de la mar onduladas olas que crecen y se elevan
y de pronto desaparecen en gigantescas cataratas

Los montes se levantan y erigen en su cumbre un monolito pétreo, todo un símbolo.

Duermen los espejos verdes, ciegos, bajo una cortina negra

La luna ríe, la luna llora y se refleja orgullosa sobre el espejo verde en la aurora

Azul cielo, pétalo rojo abierto a la luz del alba que se eriza en vibrante escalofriante la frescura del rocío de la mañana

La yerba entredorada en el amanecer soñado humo blanquecino exhala,
De la noche fría aterida surge la yerba negra, oscura convertida, cuando la luna rie .

Una espada cae al abismo entre brumas escondido, desconocido, profundo

Arde el bosque. Las chispas encendieron el fuego rojo

El sol va muriendo y la sangre riega las praderas verdes

Mientras tanto las avispas gigantescas picotean el agua de las charcas y penetran en las profundas simas donde el rio fluye y oculto mece el cristal de agua, que en un hilo cae transparente

La sima sin sueño acoge oscura los efluvios de la noche sin límites

Abiertas las heridas, abierto el corazón que palpita sin cesar, la sangre no encuentra cauce por donde correr y en catarata se estrella contra las rocas

El sol ha muerto, la oscuridad de nuevo

La sima sin sueño acoge en su seno el último rayo de luz

Las nubes enturbian los espejos verdes haciendo llorar a la luna y las amapolas marchitas desaparecen

Azul cielo, blanquecina espora que vuela libre por el espacio infinito, perdiéndose en ese abismo neblinoso, onírico, hermoso del sueño, de la imaginación de...

Imagenes

Pamplona. Octubre 1982 

domingo, 9 de diciembre de 2012

El miedo

Temible, sombrio, el miedo nos atenaza en cualquier momento de nuestra vida. Nacemos con él, indefensas criaturas, en el mismo instante en que vemos el primer rayo de luz, en ese instante en que rompemos a llorar, ante ese mundo hostil y extraño.

Nos acosa en la infancia, en esas noche oscuras de insomnio, cuando la penumbra encierra un secreto fantasmal y terrible que acecha junto a nuestra cabecera, cuando se desata el viento en la atronadora tormenta y crujen los cristales y los arboles se agitan como gigantescas figuras, trazando ante la ventana, tétricas sombras que se reflejan en la pared de la habitación, cuando el silencio oscuro de la casa solitaria nos inquieta y quisiéramos oir, de pronto, la voz de algún familiar que regresa. 

La infancia se pierde atrás, olvidada entre el polvo de los juguetes que nunca más se usarán. Nos hacemos mayores, pero el miedo no desaparece, se multiplica en cada minuto de nuestra existencia. 

Una figura nos persigue a altas horas de la madrugada por una calle desierta. Los latidos se aceleran, la sangre corre más rápida y ese sudor frío...

El timbre suena como un grito desgarrador, pero al otro lado de la puerta no se oye ninguna voz familiar. Silencio

La tierra tiembla bajo nuestros pies. Todo parece querer desplomarse. Muerte. Miedo. Espanto. Terror.

Es la amenaza constante que pende, como Espada de Damocles, sobre nuestras cabezas. El daño, el peligro que, tarde o temprano nos atrapará en esa telaraña gigantesca.

El tiempo corre y el monstruo negro se abalanzará sobre nuestros cuerpos. Mientras tanto la percepción viva del peligro que nos acecha nos sobrecogerá el ánimo, nos erizará los cabellos y casi sin darnos cuenta estos se volverán grises o tal vez blancos.

Ya en la edad senil las arrugas surcando el rostro, lacerando aquel que, en otro tiempo, fue terso y suave, nos avisarán de que ELLA llegará pronto.

El tiempo se hace odioso: nos empuja con parsimoniosa tranquilidad hacia ese corredor oscuro y sin retorno.

El miedo se agiganta, se agita como aquellos arboles de nuestra infancia... Soledad, angustia... Y un día cualquiera, en una noche de insomnio, extraña y oscura, -el día habrá sido como otro día cualquiera-, alguien, algo se acercará junto al lecho sí, como en aquellos años, sintiendo esta vez, de verdad, su helada presencia... Y todo habrá acabado...hasta ese miedo.

Somos miedo hecho carne. Moriremos de miedo porque vivimos con él hasta el fin.

Pamplona. Noviembre 1982 

sábado, 8 de diciembre de 2012

Bajo tierra

La noche descubre su velo negro y lo extiende sobre la tierra. El cielo centellea en mil puntos: las estrellas, que se encienden y se apagan brillando, como el cirio, en aquella casa negra, tras las ventanas polvorientas donde una sonata monótona de voces susurrantes repite una mortecina estrofa.

Pedazos de nubes blancas en el oscuro azul. El rio silencioso calla. Un viento helado atraviesa lo campos y sacude las hojas de los arboles.

La casa negra enmudece. El cirio se ha apagado. Un sollozo ahogado rasga la quietud de la casa negra

La estrofa mortuoria se eleva por entre las ventanas cerradas hasta los arboles,  hasta el río, hasta las nubes que revolotean en el azul oscuro

La noche ha muerto. El sol brilla de nuevo en una mañana blanca, blanca luz, blanca casa... los arboles y el rio brillan con un tono blanquecino.

De la casa blanca sale una triste comitiva. En la noche negra murió  la niña del alba. Del color de las almendras eran sus ojos, como los rayos del sol, rubios sus largos cabellos eran, cayéndole sobre la blanquecina cara. Blanco es también hoy el manto que a su última morada lleva

Al cerro de los muertos van, cruzando el camino rojo, ya la llevan a enterrar

Los pájaros no cantan, el río escucha, los arboles callan.

Ya cae el polvo sobre el féretro blanco, pero por más que quieren cubrirla con la tierra
el aire, el viento, a la luz de la mañana muestra de nuevo la blanca caja

Bajo la tierra al fin está. La negra muerte se la ha llevado en la fría noche. Aquí su cuerpo dejó bajo la tierra. Dormirán sus helados huesos  un sueño sin fin entre la nada.

Pamplona. Noviembre 1982

Deja que el tiempo pase

Deja que los días huyan
que las hojas del calendario se las lleve el viento
como esas del otoño amarillento
volando por el espacio
de lo que es y no puedo tocarlo
de lo que vivo y sin embargo no veo
de todo aquello a lo que me dirijo y deseo.

Deja que los años transcurran
que las imagenes del pasado
en el foso de los recuerdos dormiten
como esos fantasmas de los sueños
que vienen y que van
escribiendo en mi mente un extraño e  irreal cuento

Deja que tu vida pase
que el tiempo queme
esas horas
esos días
esos años
tantos momentos que hubieras querido apresar para siempre
pero que huyeron para nunca regresar.

Dejalo, ya que es imposible detener la acelerada marcha
de lo que existe, envejece y muere
ya que es imposible hacer algo para que no ocurra

¿Sonries?.
Conformismo ante la fatal evidencia de  lo que somos

Si. No digas deja
di toma, vive, coge
no sea que volviendo la vista atrás no veas nada

De tan estoica manera de existir
suele quedar el vacio y la inutilidad de lo que desconocemos:
el rumbo de nuestra propia vida.

Pamplona. Septiembre 1983 

Mirando hacia atras

...Mis recuerdos son como luces en la noche tras las que se esconde una imagen borrosa tomada, empañada por el frio  del presente, tras  haber salido, de repente,  del acogedor calor del pasado

Entro en una habitación de la casa y pienso: "Es la misma, el mismo lugar visto tal vez 10 o 12 años atrás pero... ¿Soy yo... el que hoy como ayer me asomo a esta puerta  y miro...con esa mirada perdida
hacia mi interior, hacia adentro, hacía ese ayer... buscando esa otra mirada de un niño, un niño que iba creciendo poco a poco, ascendiendo azulejo tras azulejo de la cocina, un niño al que le quedaban enormemente grandes todas las cosas de la casa, aquel niño, aquel "enano" que asomaba la cabeza sobre la mesa, a la hora de comer y que colgaba los pies, balanceándolos en la silla?

Soy yo el que recuerdo, pero soy tan distinto que creo ser otro.

Esas sensaciones ahora recreadas son el único lazo de unión con aquel otro que se me pierde,
al que confundo pareciéndome tan lejano, diferente y extraño

Pero me veo, me palpo y soy el mismo, quizás un poco más viejo, más cansado...

El tiempo pasa y como tú el paisaje se transforma: un árbol, ayer arbusto, se erige hoy alto y sereno hacia el cielo, una casa antigua se ha convertido en árido solar vacío o en un gigante frío de acero y cristal, un niño ayer, hoy un joven, un viejo, hoy quizás muerto y olvidado

Todo se somete al imparable mandato del tiempo

Cambiamos...pero somos los mismos

Pamplona. 1984 

jueves, 6 de diciembre de 2012

La cinta roja

¡Qué infinita tristeza la de aquella gélida tarde de diciembre! El día había discurrido, como casi siempre, con una monotonía parda, sin suceso ni color. Al caer la tarde encendí el fuego de la chimenea y, a ciegas, elegí un volumen cualquiera de entre los muchos que coronaban la vasta biblioteca del salón. Abajo, junto a la escalera, el viejo reloj de pared marcaba con testaruda puntualidad su tic-tac, tic-tac; solo ese latido de madera y bronce rompía el silencio de la casa. El fuego crepitaba con un gozo que no contagiaba a nadie.

La luna, redonda como una moneda de cal, dejaba entrever su blancura tras el paso errante de unas nubecillas de relieve extraño, que cruzaban su faz y se perdían, a intervalos, en la bóveda tenebrosa de donde habían surgido. El aire, abochornado en los recodos, crujía de pronto con ráfagas frías, como si un gigante invisible soplara contra los postigos.

¿Dónde estaba? ¡Qué desolado paraje! Ni una estrella, ni un canto, ni un rescoldo de vida. Silencio. Todo parecía envuelto en un halo de irreal fantasía. ¿Era un sueño? Llevé la mano a mis ropas: las sentí, sí; pero entonces…

Sin saber cómo me vi andando por un camino retorcido que hendía un bosque espeso, tan solitario como aquel trozo de luna, tan callado como una tumba. El ruido seco de mis pasos, el vaivén mismo de mi respiración, despertaron en mí un nerviosismo primero, una ansiedad después, una angustia inenarrable al cabo. Me detuve. Quise detener asimismo los latidos del corazón para escuchar el absoluto, el silencio sin grietas. Fue entonces cuando creí percibir, a mi espalda, un rumor extraño. No quise volver la cabeza; mas una fuerza, súbita y arrebatadora, me obligó a hacerlo. Respiré, aliviado: nada. El camino se perdía a lo lejos, como si se borrara solo.

Y, sin embargo, ante mí me aguardaba otra sorpresa. El sendero desembocaba en un claro abierto sobre una colina. En la cumbre, erguida con orgullosa desolación, una construcción dibujaba su oscura silueta contra el cielo más negro aún. Un murmullo, sofocado, me rozó el oído. Sentí un sudor frío, y el corazón se me contrajo como en puño. La angustia dio paso al miedo, y mis piernas, ya sin voluntad, temblaron como espigas al capricho del viento. Aquella mole de piedra, horadada por agujeros que querían parecer ventanas, agrandaba mi pavor con solo existir. El ansia de lo desconocido me empujó a acercarme a aquel torreón; mas, extrañamente, no hallé puerta alguna. Los vanos, dispuestos sin concierto, se abrían muy por encima del suelo.

De pronto el cielo se encendió. Una claridad breve, lechosa, iluminó cuanto alcanzaban mis ojos, y, tras ella, el más hondo de los silencios. Otra vez la blancura de tormenta sin descarga barrió el páramo. Permanecí inmóvil, mirando cómo la piedra verdinegra parecía encenderse por un instante. Juraría que vi, fugaz, una silueta asomarse a uno de aquellos vanos. ¿Fantasmagorías de mi imaginación? Dudaba aún cuando, de súbito, entre el hueco de una de esas oquedades, brillaron los dientes afilados del más feroz de los perros. Forcejeaba por ensanchar el agujero; metía sus patas negras entre las piedras como si la roca, por compasión o por horror, fuera a ceder.

Se me heló la sangre. Quedé clavado, testigo impotente de los nerviosos movimientos de aquel ser gigantesco y siniestro que luchaba por liberarse, por precipitarse sobre mí. En sus pupilas —dos carbones húmedos— se reflejaba la pálida luna. ¿Cómo decir lo que sentí? Un terror sin nombre me habitó de pronto, y con todo no había salido del estupor cuando mis ojos asistieron a la visión más fantasmal que jamás han visto ojos humanos. De otros vanos, en contraste luminoso con la profundidad oscura de la piedra, comenzaron a escurrirse unos brazos amarillentos, cadavéricos. Venían de lo profundo, de los avernos que no figuran en los mapas. No pude más. Quise correr, pero mis piernas no me obedecían. El animal, al fin, consiguió desclavarse del hueco y se lanzó como una sombra. No sé de dónde saqué bríos, pero eché a correr sin rumbo, con la torpeza del pánico.

Sobre unos riscos —en el horizonte, tenebroso— emergió la figura del perseguidor. Dondequiera que volviera la vista, allí estaba: lóbrego y fiel a su condena, guardián de infiernos y de insomnios. Torné al bosque, que me tragó con sus sombras, y entonces, por un instante, una visión tan dulce que parecía mentira me lavó de espanto.

Entre los troncos añosos apareció una joven hermosísima. Llevaba un vestido blanco, finísimo, casi un susurro. Sus cabellos, dorados, parecían luciérnagas; sus ojos, verdes, daban luz a su rostro. Una cinta rojiza ceñía uno de sus pies desnudos y humedecidos por la hierba. La delicadeza de su talle contrastaba con el tronco rugoso al que se apoyaba. Caminé hacia ella con prisa de náufrago, y cuando casi rozaban mis manos el aire que la envolvía, se desvaneció como niebla al sol. Quedé solo.

Mas volvió a aparecer, allá, sobre las agudas crestas de los riscos. Su mirada parecía llamarme. De perseguido me vi hecho perseguidor. En mi cabeza brotaron pensamientos que no eran míos, maquinaciones, deseos sin nombre. De pronto, sin saber cómo ni por qué, la vi nítida como nunca, sentada en el brocal de un pozo, silenciosamente hermosa.

Mis pies, por fin seguros, se encaminaron hacia ella como la alimaña a su presa cuando ya no hay escapatoria. No era un fantasma: el palpitar de sus pechos delataba la carrera reciente. Llegué. Mis manos, mansas, se extendieron. Una sonrisa, entre ingenua y maligna, se dibujó en su rostro, y entonces sentí cómo su talle se quebraba con brusca decisión; se dejó caer en el pozo y, en su caída, arrastró mis manos. Perdí el equilibrio. Caí en un abismo sin fin.

La oscuridad de la estancia era casi absoluta, rota tan solo por las brasas agonizantes de la chimenea. El libro yacía en el suelo. En mi mente confusa giraba un pensamiento único: ¿había sido un sueño? Las llamas ya no proyectaban mi sombra en las paredes. En la oscuridad habría querido sentir una presencia… ¡Deseo inútil! Al fin y al cabo, un sueño, me dije. Me incliné para recoger el volumen y, cuando iba a cerrarlo, vi —entre sus páginas amarillentas, oxidadas de tiempo— brillar, con la suavidad de la seda, una cinta de color rojizo.

Un escalofrío me recorrió entero. Era la primera vez que veía aquella cinta. Se me anudó la garganta; un sudor frío me perló la frente. El reloj de la escalera, con la dureza de un juez, dio tres campanadas: sonoras, secas, frías, eternas.

No quise mirar la ventana. Me pareció —o quise creerlo— que un resplandor blanquecino, parecido al de la luna cuando decide no marcharse, cruzó el cristal. Cerré el libro, y la cinta, obediente, quedó aprisionada dentro. El tic-tac volvió a erguir su pobre consuelo. En el hogar, una brasa se quebró con un gemido.

Aún hoy no sé si aquella noche viví o soñé. Pero cuando, días después, bajé al jardín y me detuve frente al viejo brocal, vi, en el verdín húmedo de la piedra, el rastro leve de unos pies descalzos… y, en el borde, como olvidada por una mano ausente, otra cinta igual, rojiza, que el viento no se atrevía a llevarse.

Pamplona. 1981. (Revisada en Octubre de 2025)

Tarde otoñal

La plaza está vacía. Ya no se oye el rumor de los pájaros desde los altos aleros de las casas de piedra, piedra bañada por mil vientos, dura y tosca como la de la fuente de verdín cubierta sobre la que resbala silenciosa la cristalina agua.

Desde el cielo blanquecino, casi gris un pequeño pajarillo ha caído sobre el frío suelo de la plaza. Monotonía en el ambiente. Una suave lluvia ha empezado a caer. Las gotas golpean su frágil cuerpecillo cubierto de plumas.

Quejumbroso se arrastra con el pico entreabierto sin fuerzas para gritar entre la creciente maraña de amarillentas hojas agolpadas bajo las mustias copas.

El agua sigue cayendo imperturbable sobre la fría roca. La tarde parece expirar un gélido aire. Por entre los hayedos del cercano monte un olor a fresco, a humedad perfuma cada rincón del pueblo.

Pronto saldrán los niños de la pequeña escuela y romperán el silencio monótono de la tarde parda otoñal con la algaraza de sus voces infantiles.

Un caminante ha llegado al pueblo. Entre los soportales de la plaza contempla con aspecto cansino la triste tarde. Desde la cercana taberna un olorcillo a recio aguardiente le sacude los sentidos, Sin pensarlo apenas,  vuelve sobre sus pasos y entra en la taberna

La plaza vacía está, suena una campanilla. Tumulto de voces que bajan por la estrecha calleja y sus cantos y sus risas y sus voces rompen la monotonía de la tarde y del ambiente y el agua de la fuente ya no resbala silenciosa y acelera su pulso y la lluvia ha dejado de caer y allá junto a un árbol se amontonan en corro un grupo de niños, Uno de ellos sostiene entre sus manos al pequeño pajarillo

Al poco tiempo, en la plaza solo queda el silencio, el rumor de las hojas del agua de la fuente y allí, en la lejanía, el murmullo de unos niños que a su casa marchan

Ha dejado de llover y entre el blanquecino cielo se ha abierto un claro, un ancho claro, por entre el que se escurren plomizos unos tímidos rayos de sol.

Pamplona. 1981 

Gato negro

Eres tú, oscura silueta, una imagen que me persigue a través de los lugares y el tiempo: Tras la ventana, quieto, imperturbable. Observas curioso e impasible lo que en el interior de la casa bulle o tal vez dormita.

Enigmático, misterioso, caminas silencioso por alguna calle desierta de la ciudad
y de vez en cuando te detienes ante un montón de basuras, y hurgas y escarbas y vuelves a andar y te pierdes en la lejanía, detrás de aquella esquina

O en ese pueblo perdido, sigiloso sobre las tapias, en la noche más oscura, en el silencio más profundo reflejando en tus brillantes pupilas la blanca y pálida figura de la luna

Sobre la arena de la playa, en la hora de la medianoche observando con temor las aguas del mar. Entre las rocas, saltando veloz, subiendo escarpadas paredes

Si el día te sorprende esquivo, huidizo, huraño te muestras y a la búsqueda de tu negro escondrijo corres

Eres tú, extraño animal, la noche hecha vida, el misterio, el temor, la superstición, la muerte

Siempre en la penumbra, bajo la tenue luz de las bombillas amarillas, de la luna
o de los atardeceres, en la oscuridad de los lúgubres días grises.

Oh, gato negro, símbolo de algo que no acierto  a desentrañar pero que me sigue entre la penumbra, el crepúsculo, el temor de mi propia vida,

Pamplona. 1982 

Silencio en la noche

Había llegado a aquella mansión pocos  antes del 1 de noviembre, en los sombríos días del mes de octubre. La aureola de leyendas que escondía aquel lóbrego y apartado lugar, unido  a un cierto deseo de descanso y meditación me había llevado a tomar aquella decisión. No oculto que una cierta morbosidad inherente a mi extraño carácter había sido el  detonante para que abandonara, sin pensarlo mucho, las comodidades y lujos de la ciudad, su mundanal ruido y el monótono quehacer diario.

La mansión, al verla, me pareció sólidamente construida. Debía ser de finales del siglo XVIII, pues guardaba algunas reminiscencias clásicas, sobre todo en el portal de entrada, flanqueado por sendas columnas de inspiración jónica. Las ventanas eran grandes. El interior del edificio estaba sobriamente decorado por algunos escasos muebles. Se respiraba una atmósfera de recogimiento, que desprendían tanto aquella mole de piedra como  sus taciturnos y escasos habitantes, con los cuales  apenas hable: el dueño, un viejo y solitario aristócrata venido a menos y su criado. El anciano había accedido, por consejo de algunos amigos, a convertir su mansión en una especie de residencia para quien deseara encontrar un lugar de descanso por una pequeña  temporada. Tal fue mi caso. Asi pues yo me encontraba allí en calidad de huesped. Y en estos días otoñales yo era el único huesped de la lóbrega mansión, o al menos eso creía.

Había llegado al caer la tarde de un grisaceo día. Apenas cené y temprano me retiré a mi habitación. Más el sueño inexplicablemente no me llegaba y el tiempo transcurría lenta, muy lentamente. Por más que quería tranquilizar mi espíritu,  el temor a algo desconocido se acrecentaba y creía oir vagos sonidos, como de pisadas, ora en el piso de arriba, ora en el de abajo; o de pronto el silencio de la noche, afuera, quebrado por el pisar de alguien sobre la hojarasca. Quería pensar que lo que sentía en aquellos momentos era fruto del ambiente de aquella casa, pero mis esfuerzos por tranquilizarme eran inútiles. En la oscura tiniebla de mi habitación aplicaba cada uno de mis sentidos, como queriendo corroborar la inexistencia de motivos de peocupación, pero cuando a punto estaba de convencerme volvían los sonidos, las voces, murmullos o  el mismo silencio, todavía más mortificante si cabe. Mi corazón latía con violencia, por momentos. Y el silencio estaba lleno de extraños rumores. Tembloroso me incorporé sobre el lecho y me asomé por entre la cortinilla de la ventana. Oscuridad profunda en la medianoche.

Con suavidad abrí  la ventana y el chirrido de los goznes se escapó suavemente, debido tal vez a su poco uso como la mayoría de las cosas que había en aquella casa. Un halo de aire frio golpeó de improviso mi cara. Atisbé una luna roja entre los arboles y un fugaz resplandor. Luego nada, silencio de otoño en las hojas secas, caidas. Más tranquilo cerré la ventana, Me quedé inmovil  durante un rato cuando comenzaron a sonar, allá en la lejanía, en el campanario de la iglesia del pueblo, las doce de la noche, doce campanadas lentas, sordas...Y entre ellas, de nuevo, el vago y confuso sonido de la noche de difuntos. Terribles leyendas corrían por estos lugares a propósito de este día. De pronto, en mi enfebrecida mente surgió la idea de leer algún libro, ya que de lo contrario, iba  a ser dificil que pudiera conciliar el sueño. Y así, con paso no muy firme, me encaminé hacia la biblioteca, con el corazón encogido por el miedo. Un sudor frio recorría mi frente. La mansión dormía en el más sepulcral de los silencios. De nuevo, en mis aposentos, bajo la temblorosa luz de una vela, sentado sobre el lecho, comencé a leer, entre nervioso y  y preocupado las páginas de aquel  libro amarillento por el paso del tiempo. Sin darme cuenta, mis ojos se  cerrarón y  entré en un profundo sueño. Las horas habían pasado lánguidas, pesadas, lentas en la noche.

Por fin las primeras luces del alba comenzaron a alumbrar la oscura estancia e hicieron  que me despertase. Abrí los ojos. El temor había desaparecido. La noche había felizmente pasado...o tal vez no?. El silencio inquietante, entre los rayos de la aurora, me hizo recordar, de nuevo, los temores de la pasada noche. Un silencio que sin embargo, ahora, era  roto monotonamente por un pausado gotear. Cloc, Cloc, Cloc...Instintivamente alcé los ojos al techo: un gota oscura se filtraba entre las rendijas de los pesados y largos tablones. Mi corazón volvió a acelerar su pulso. Un terrorífico presentimiento había inmovilizado mis musculos. A pesar de ello, me incorporé sobre el lecho y me aproximé hacia el lugar, a los pies de mi cama. Un sudor frio, helado me recorrió el cuerpo, mis ojos se abrieron desmesuradamente. Sobre el suelo se estaba formando un charco de sangre. Algo terrible habia debido pasar aquella noche, pensé. Mi cabeza daba vueltas y más vueltas. Todo giraba a mi alrededor e insistentemente veía dibujadas en sangre las palabras MUERTE. Un golpe seco. De nuevo el silencio. Oscuridad total. Todo había acabado. Silencio en la noche.

Pamplona. 1982 

martes, 4 de diciembre de 2012

Cuando ya nada se espera

El tiempo marcó sus huellas
en los profundos surcos de su cara,
surcos de cansancio,
de dolor,
de frustración,
de engaño,
de trabajo.

 El tiempo hizo de sus negros cabellos
sedosos hilos de plata.
Las cuencas de los ojos hundidas,
el andar pausado,
la mirada triste

Se sentó en un banco de la solitaria plaza
rumiando su soledad
observando con infinita angustia
cada persona
cada arbol
cada edificio

Y pasó largo tiempo...
Y el viejecito seguía sentado en el banco amarillo
de la cada vez más solitaria plaza
Y comenzó a llover
Y el anciano no se movía
Hacía frio
Ya nadie pasaba
La noche llegó oscura
a la solitaria plaza
Noche de largo viento en la plaza vacía.

Al día siguiente alguién deparó en aquel anquilosado ser
y comprobó que el frio glacial de la muerte le había sorprendido la mañana anterior.
Rigido se mantuvo, como sentado
relegado con indiferencia en su lenta y silenciosa agonía


Soledad en el último tramo del camino.
La vejez nos sorprende
arrancando nuestra ilusión,
nuestra fuerza juvenil, física y mental
nuestro idealismo,
Todo
Retornando a la dependencia de la infancia,
convertidos en un estorbo inservible para la familia
en un ser improductivo
en una carga para la sociedad.

Hombres que han trabajado,
que han dado toda su vida para esa familia
que han construido en parte el bienestar de esa sociedad
reciben como recompensa la soledad y el desprecio: ¡¡¡Viejo!!!

El pobre anciano comprueba con increible tristeza como, sin darse cuenta,
se le ha escapado el tiempo de las manos
Su mundo, su único mundo es el de  los recuerdos
recuerdos que comparte con los amigos de su edad
recuerdos que glorifica, que añora
a los que cubre de una  especial nostalgia.
Es lo único que posee, lo único que no le pueden arrebatar.

Alguno rumiara solo, como el viejecito descrito,
con la mirada perdida en no se sabe donde,
esos recuerdos
esa agonía de aquellos que como él saben que no tienen futuro
esperando con temor ese momento trágico.

Temor a enfrentarse con la nada
teniendo esa misma nada detrás, en tu propia vida.

Trágico ser:
Nace, vive sin saber porque y paraqué
y sin saber vivir le llega la muerte demasiado pronto
como para darse cuenta de su inevitable pérdida de tiempo.

Crueles e imbeciles los que hoy marginan a nuestros mayores.
No saben que mañana serán ellos los rechazados, los olvidados

Pamplona. 1983