sábado, 15 de diciembre de 2012
Como un rio
jueves, 13 de diciembre de 2012
Muere la vida
Pamplona. Octubre 1982
Azul cielo, blanquecina espora
Se estremecen las oscuras cuevas con el fuego sanguíneo de las madrugadas silenciosas
Las columnas tiemblan, se quiebran, se abren cautas, derrumbándose ante el violento grito
que surge de las profundidades
Arde la ciudad. Los edificios caen pesados, estrepitosamente humeantes
Emergen sobre la extensa superficie llana de la mar onduladas olas que crecen y se elevan
y de pronto desaparecen en gigantescas cataratas
Los montes se levantan y erigen en su cumbre un monolito pétreo, todo un símbolo.
Duermen los espejos verdes, ciegos, bajo una cortina negra
La luna ríe, la luna llora y se refleja orgullosa sobre el espejo verde en la aurora
Azul cielo, pétalo rojo abierto a la luz del alba que se eriza en vibrante escalofriante la frescura del rocío de la mañana
La yerba entredorada en el amanecer soñado humo blanquecino exhala,
De la noche fría aterida surge la yerba negra, oscura convertida, cuando la luna rie .
Una espada cae al abismo entre brumas escondido, desconocido, profundo
Arde el bosque. Las chispas encendieron el fuego rojo
El sol va muriendo y la sangre riega las praderas verdes
Mientras tanto las avispas gigantescas picotean el agua de las charcas y penetran en las profundas simas donde el rio fluye y oculto mece el cristal de agua, que en un hilo cae transparente
La sima sin sueño acoge oscura los efluvios de la noche sin límites
Abiertas las heridas, abierto el corazón que palpita sin cesar, la sangre no encuentra cauce por donde correr y en catarata se estrella contra las rocas
El sol ha muerto, la oscuridad de nuevo
La sima sin sueño acoge en su seno el último rayo de luz
Las nubes enturbian los espejos verdes haciendo llorar a la luna y las amapolas marchitas desaparecen
Azul cielo, blanquecina espora que vuela libre por el espacio infinito, perdiéndose en ese abismo neblinoso, onírico, hermoso del sueño, de la imaginación de...
Imagenes
Pamplona. Octubre 1982
domingo, 9 de diciembre de 2012
El miedo
La infancia se pierde atrás, olvidada entre el polvo de los juguetes que nunca más se usarán. Nos hacemos mayores, pero el miedo no desaparece, se multiplica en cada minuto de nuestra existencia.
Una figura nos persigue a altas horas de la madrugada por una calle desierta. Los latidos se aceleran, la sangre corre más rápida y ese sudor frío...
Pamplona. Noviembre 1982
sábado, 8 de diciembre de 2012
Bajo tierra
Pamplona. Noviembre 1982
Deja que el tiempo pase
que las hojas del calendario se las lleve el viento
como esas del otoño amarillento
volando por el espacio
de lo que es y no puedo tocarlo
de lo que vivo y sin embargo no veo
de todo aquello a lo que me dirijo y deseo.
Deja que los años transcurran
que las imagenes del pasado
en el foso de los recuerdos dormiten
como esos fantasmas de los sueños
que vienen y que van
escribiendo en mi mente un extraño e irreal cuento
Deja que tu vida pase
que el tiempo queme
esas horas
esos días
esos años
tantos momentos que hubieras querido apresar para siempre
pero que huyeron para nunca regresar.
Dejalo, ya que es imposible detener la acelerada marcha
de lo que existe, envejece y muere
ya que es imposible hacer algo para que no ocurra
¿Sonries?.
Conformismo ante la fatal evidencia de lo que somos
Si. No digas deja
di toma, vive, coge
no sea que volviendo la vista atrás no veas nada
De tan estoica manera de existir
suele quedar el vacio y la inutilidad de lo que desconocemos:
el rumbo de nuestra propia vida.
Pamplona. Septiembre 1983
Mirando hacia atras
jueves, 6 de diciembre de 2012
La cinta roja
¡Qué infinita tristeza la de
aquella gélida tarde de diciembre! El día había discurrido, como casi siempre, con una monotonía parda, sin suceso
ni color. Al caer la tarde encendí el fuego de la chimenea y, a ciegas, elegí
un volumen cualquiera de entre los muchos que coronaban la vasta biblioteca del
salón. Abajo, junto a la escalera, el viejo reloj de pared marcaba con
testaruda puntualidad su tic-tac, tic-tac; solo ese latido de madera y bronce
rompía el silencio de la casa. El fuego crepitaba con un gozo que no contagiaba
a nadie.
La luna, redonda como una
moneda de cal, dejaba entrever su blancura tras el paso errante de unas
nubecillas de relieve extraño, que cruzaban su faz y se perdían, a intervalos,
en la bóveda tenebrosa de donde habían surgido. El aire, abochornado en los recodos,
crujía de pronto con ráfagas frías, como si un gigante invisible soplara contra
los postigos.
¿Dónde estaba? ¡Qué desolado
paraje! Ni una estrella, ni un canto, ni un rescoldo de vida. Silencio. Todo
parecía envuelto en un halo de irreal fantasía. ¿Era un sueño? Llevé la mano a
mis ropas: las sentí, sí; pero entonces…
Sin saber cómo me vi andando
por un camino retorcido que hendía un bosque espeso, tan solitario como aquel
trozo de luna, tan callado como una tumba. El ruido seco de mis pasos, el
vaivén mismo de mi respiración, despertaron en mí un nerviosismo primero, una
ansiedad después, una angustia inenarrable al cabo. Me detuve. Quise detener
asimismo los latidos del corazón para escuchar el absoluto, el silencio sin
grietas. Fue entonces cuando creí percibir, a mi espalda, un rumor extraño. No
quise volver la cabeza; mas una fuerza, súbita y arrebatadora, me obligó a
hacerlo. Respiré, aliviado: nada. El camino se perdía a lo lejos, como si se
borrara solo.

Y, sin embargo, ante mí me
aguardaba otra sorpresa. El sendero desembocaba en un claro abierto sobre una
colina. En la cumbre, erguida con orgullosa desolación, una construcción
dibujaba su oscura silueta contra el cielo más negro aún. Un murmullo, sofocado,
me rozó el oído. Sentí un sudor frío, y el corazón se me contrajo como en puño.
La angustia dio paso al miedo, y mis piernas, ya sin voluntad, temblaron como
espigas al capricho del viento. Aquella mole de piedra, horadada por agujeros
que querían parecer ventanas, agrandaba mi pavor con solo existir. El ansia de
lo desconocido me empujó a acercarme a aquel torreón; mas, extrañamente, no
hallé puerta alguna. Los vanos, dispuestos sin concierto, se abrían muy por
encima del suelo.
De pronto el cielo se
encendió. Una claridad breve, lechosa, iluminó cuanto alcanzaban mis ojos, y,
tras ella, el más hondo de los silencios. Otra vez la blancura de tormenta sin
descarga barrió el páramo. Permanecí inmóvil, mirando cómo la piedra verdinegra
parecía encenderse por un instante. Juraría que vi, fugaz, una silueta asomarse
a uno de aquellos vanos. ¿Fantasmagorías de mi imaginación? Dudaba aún cuando,
de súbito, entre el hueco de una de esas oquedades, brillaron los dientes
afilados del más feroz de los perros. Forcejeaba por ensanchar el agujero;
metía sus patas negras entre las piedras como si la roca, por compasión o por
horror, fuera a ceder.
Se me heló la sangre. Quedé
clavado, testigo impotente de los nerviosos movimientos de aquel ser gigantesco
y siniestro que luchaba por liberarse, por precipitarse sobre mí. En sus
pupilas —dos carbones húmedos— se reflejaba la pálida luna. ¿Cómo decir lo que
sentí? Un terror sin nombre me habitó de pronto, y con todo no había salido del
estupor cuando mis ojos asistieron a la visión más fantasmal que jamás han
visto ojos humanos. De otros vanos, en contraste luminoso con la profundidad
oscura de la piedra, comenzaron a escurrirse unos brazos amarillentos,
cadavéricos. Venían de lo profundo, de los avernos que no figuran en los mapas.
No pude más. Quise correr, pero mis piernas no me obedecían. El animal, al fin,
consiguió desclavarse del hueco y se lanzó como una sombra. No sé de dónde
saqué bríos, pero eché a correr sin rumbo, con la torpeza del pánico.
Sobre unos riscos —en el
horizonte, tenebroso— emergió la figura del perseguidor. Dondequiera que
volviera la vista, allí estaba: lóbrego y fiel a su condena, guardián de
infiernos y de insomnios. Torné al bosque, que me tragó con sus sombras, y
entonces, por un instante, una visión tan dulce que parecía mentira me lavó de
espanto.
Entre los troncos añosos
apareció una joven hermosísima. Llevaba un vestido blanco, finísimo, casi un
susurro. Sus cabellos, dorados, parecían luciérnagas; sus ojos, verdes, daban
luz a su rostro. Una cinta rojiza ceñía uno de sus pies desnudos y humedecidos
por la hierba. La delicadeza de su talle contrastaba con el tronco rugoso al
que se apoyaba. Caminé hacia ella con prisa de náufrago, y cuando casi rozaban
mis manos el aire que la envolvía, se desvaneció como niebla al sol. Quedé
solo.
Mas volvió a aparecer, allá,
sobre las agudas crestas de los riscos. Su mirada parecía llamarme. De
perseguido me vi hecho perseguidor. En mi cabeza brotaron pensamientos que no
eran míos, maquinaciones, deseos sin nombre. De pronto, sin saber cómo ni por
qué, la vi nítida como nunca, sentada en el brocal de un pozo, silenciosamente
hermosa.
Mis pies, por fin seguros, se
encaminaron hacia ella como la alimaña a su presa cuando ya no hay escapatoria.
No era un fantasma: el palpitar de sus pechos delataba la carrera reciente.
Llegué. Mis manos, mansas, se extendieron. Una sonrisa, entre ingenua y
maligna, se dibujó en su rostro, y entonces sentí cómo su talle se quebraba con
brusca decisión; se dejó caer en el pozo y, en su caída, arrastró mis manos.
Perdí el equilibrio. Caí en un abismo sin fin.
La oscuridad de la estancia
era casi absoluta, rota tan solo por las brasas agonizantes de la chimenea. El
libro yacía en el suelo. En mi mente confusa giraba un pensamiento único:
¿había sido un sueño? Las llamas ya no proyectaban mi sombra en las paredes. En
la oscuridad habría querido sentir una presencia… ¡Deseo inútil! Al fin y al
cabo, un sueño, me dije. Me incliné para recoger el volumen y, cuando iba a
cerrarlo, vi —entre sus páginas amarillentas, oxidadas de tiempo— brillar, con
la suavidad de la seda, una cinta de color rojizo.
Un escalofrío me recorrió
entero. Era la primera vez que veía aquella cinta. Se me anudó la garganta; un
sudor frío me perló la frente. El reloj de la escalera, con la dureza de un
juez, dio tres campanadas: sonoras, secas, frías, eternas.
No quise mirar la ventana. Me
pareció —o quise creerlo— que un resplandor blanquecino, parecido al de la luna
cuando decide no marcharse, cruzó el cristal. Cerré el libro, y la cinta,
obediente, quedó aprisionada dentro. El tic-tac volvió a erguir su pobre
consuelo. En el hogar, una brasa se quebró con un gemido.
Aún hoy no sé si aquella noche viví o soñé. Pero cuando, días después, bajé al jardín y me detuve frente al viejo brocal, vi, en el verdín húmedo de la piedra, el rastro leve de unos pies descalzos… y, en el borde, como olvidada por una mano ausente, otra cinta igual, rojiza, que el viento no se atrevía a llevarse.
Pamplona. 1981. (Revisada en Octubre de 2025)
Tarde otoñal
Pamplona. 1981
Gato negro
Pamplona. 1982
Silencio en la noche
Había llegado a aquella mansión pocos antes del 1 de noviembre, en los sombríos días del mes de octubre. La aureola de leyendas que escondía aquel lóbrego y apartado lugar, unido a un cierto deseo de descanso y meditación me había llevado a tomar aquella decisión. No oculto que una cierta morbosidad inherente a mi extraño carácter había sido el detonante para que abandonara, sin pensarlo mucho, las comodidades y lujos de la ciudad, su mundanal ruido y el monótono quehacer diario.Por fin las primeras luces del alba comenzaron a alumbrar la oscura estancia e hicieron que me despertase. Abrí los ojos. El temor había desaparecido. La noche había felizmente pasado...o tal vez no?. El silencio inquietante, entre los rayos de la aurora, me hizo recordar, de nuevo, los temores de la pasada noche. Un silencio que sin embargo, ahora, era roto monotonamente por un pausado gotear. Cloc, Cloc, Cloc...Instintivamente alcé los ojos al techo: un gota oscura se filtraba entre las rendijas de los pesados y largos tablones. Mi corazón volvió a acelerar su pulso. Un terrorífico presentimiento había inmovilizado mis musculos. A pesar de ello, me incorporé sobre el lecho y me aproximé hacia el lugar, a los pies de mi cama. Un sudor frio, helado me recorrió el cuerpo, mis ojos se abrieron desmesuradamente. Sobre el suelo se estaba formando un charco de sangre. Algo terrible habia debido pasar aquella noche, pensé. Mi cabeza daba vueltas y más vueltas. Todo giraba a mi alrededor e insistentemente veía dibujadas en sangre las palabras MUERTE. Un golpe seco. De nuevo el silencio. Oscuridad total. Todo había acabado. Silencio en la noche.
Pamplona. 1982
martes, 4 de diciembre de 2012
Cuando ya nada se espera
en los profundos surcos de su cara,
surcos de cansancio,
de dolor,
de frustración,
de engaño,
de trabajo.
El tiempo hizo de sus negros cabellos
sedosos hilos de plata.
Las cuencas de los ojos hundidas,
el andar pausado,
la mirada triste
Se sentó en un banco de la solitaria plaza
rumiando su soledad
observando con infinita angustia
cada persona
cada arbol
cada edificio
Y pasó largo tiempo...
Y el viejecito seguía sentado en el banco amarillo
de la cada vez más solitaria plaza
Y comenzó a llover
Y el anciano no se movía
Hacía frio
Ya nadie pasaba
La noche llegó oscura
a la solitaria plaza
Noche de largo viento en la plaza vacía.
Al día siguiente alguién deparó en aquel anquilosado ser
y comprobó que el frio glacial de la muerte le había sorprendido la mañana anterior.
Rigido se mantuvo, como sentado
relegado con indiferencia en su lenta y silenciosa agonía
Soledad en el último tramo del camino.
La vejez nos sorprende
arrancando nuestra ilusión,
nuestra fuerza juvenil, física y mental
nuestro idealismo,
Todo
Retornando a la dependencia de la infancia,
convertidos en un estorbo inservible para la familia
en un ser improductivo
en una carga para la sociedad.
Hombres que han trabajado,
que han dado toda su vida para esa familia
que han construido en parte el bienestar de esa sociedad
reciben como recompensa la soledad y el desprecio: ¡¡¡Viejo!!!
El pobre anciano comprueba con increible tristeza como, sin darse cuenta,
se le ha escapado el tiempo de las manos
Su mundo, su único mundo es el de los recuerdos
recuerdos que comparte con los amigos de su edad
recuerdos que glorifica, que añora
a los que cubre de una especial nostalgia.
Es lo único que posee, lo único que no le pueden arrebatar.
Alguno rumiara solo, como el viejecito descrito,
con la mirada perdida en no se sabe donde,
esos recuerdos
esa agonía de aquellos que como él saben que no tienen futuro
esperando con temor ese momento trágico.
Temor a enfrentarse con la nada
teniendo esa misma nada detrás, en tu propia vida.
Trágico ser:
Nace, vive sin saber porque y paraqué
y sin saber vivir le llega la muerte demasiado pronto
como para darse cuenta de su inevitable pérdida de tiempo.
Crueles e imbeciles los que hoy marginan a nuestros mayores.
No saben que mañana serán ellos los rechazados, los olvidados
Pamplona. 1983
