domingo, 3 de diciembre de 2017

Moscas

Negra, pequeña mosca familiar, siempre perseguida, compañera del verano, incluso hasta cuando en este momento, escribiendo estas líneas, sobre ni cabeza revolotea una y se posa muy cerca, sobre un libro, sobre la ventana, sobre la mesa. Ella es la última de este estío convertido súbitamente en otoño. Cuantos instantes me hacéis recordar, siempre a vuestra caza:

Cuando al despertar, y la luz entra por entre las rendijas de la persiana, vosotras os posáis, revoloteando, con un zumbido constante y molesto sobre mi  boca o o mis ojos y yo furioso me escondo bajo las sabanas, bajo la almohada.

Cuando al mediodía os acercáis a los platos rebosantes de comida, como osados comensales, sin que nadie os haya invitado.

O estudiando, en mi deseada concentración, hacéis una rápida incursión y de pronto os siento sobre mi cara y en el más absoluto de los silencios, zum, zumbido odioso que me hace perder la vista en el techo, siguiendo vuestro desigual, caprichoso vuelo, hasta que regresáis desde las alturas y revoloteando en torno a la luz de la lampara, acabáis posándoos en las páginas abiertas de un libro. Mientras, en mi mente bullen deseos de venganza y con la esperanza de recobrar la tranquilidad me acerco sigiloso, esperando el momento oportuno para descargar el mortal golpe.

Mosca pequeña, terrible huésped del verano. En cualquier lugar aparecéis y vais de un sitio a otro, moscas curiosas y bajo la araña de la habitación trazáis en el espacio extraños movimientos.

La ventana está abierta y por ella entran una y otra y otra y toda la habitación se ha convertido en un zumbido infernal y al grito de ¡moscas! empieza la cruenta batalla. Hoy el imperio del aerosol le ha quitado la emoción a la caza de las moscas. Aprietas un botón y a los pocos momentos, pobres moscas, mueren envenenadas en una desigual guerra química. Sin embargo, a pesar de vuestra odiosa compañía, oh, moscas seréis parte de mis pequeños recuerdos.

Pamplona. Septiembre 1982

La ciudad despierta

La ciudad emerge desde el fondo de la nocturna oscuridad y la calle amanece hoy entre una densa, espesa niebla. Los coches, escasos todavía, llevan sus faros encendidos. Las farolas aun no han sido apagadas. Sin embargo, inexorable, la ciudad recobra poco a poco su pulso cotidiano. Las camionetas de reparto dejan las cestas del pan y las cajas de la leche enfrente de las puertas de los establecimientos que todavía permanecen cerrados. Las callejuelas duermen el último sueño de una tranquila madrugada, en esos portales oscuros, fríos, que pronto se abrirán, en esos charcos helados por una gélida noche invernal.

La ciudad renace en sus calles solitarias con el paso apresurado de un hombre de mediana edad, seguramente un trabajador, o de una joven muchacha, o de unos estudiantes con sus bolsos y sus libros, sus bocadillos envueltos en papel de aluminio. Cada uno, cada día caminando al encuentro de una larga jornada, monotonamente igual y aburrida.

Se siente ya el bullicioso latir de los ruidos de las fábricas, de los motores de los automoviles... y a la niebla se asocian en virginal unión los humos de las altas chimeneas, de los tubos de escape... Van y vienen los verdes autobuses urbanos, y la gente espera y en pocos momentos aquellos se llenan a rebosar. Pasa el tiempo. En el reloj de la iglesia han dado las nueve. Las tiendas, los comercios, levantan sus persianas metálicas; las ventanas de las casas se abren, aireando las somnolientas habitaciones. Las gentes despiertan y salen  a la calle y van de aquí para allá. Mientras tanto la niebla se diluye, se eleva, va desapareciendo. La ciudad acaba de despertar.

Pamplona. Septiembre 1982

A la orilla del mar

Chocan las olas contra los arrefices de la costa y la espuma enjuaga esa dura roca grisacea carcomida, quebrada por la fuerza del oceano. Observo pensativo toda la grandeza de la mar verdiazulada, inmensa y en ese momento me siento pequeño imaginando al mismo tiempo cuan pequeño me sentiría de igual modo si en lo alto de una gran cumbre estuviera.


Qué pequeños somos los hombres a pesar de nuestro orgullo y nuestra vanidad ante lo inabarcable de la naturaleza y el mundo y el universo que nos rodea. Olas como crestas que crecen y crecen sobre la superficie como si una gigantesca e invisible boca soplara sobre ella.


Y de nuevo el sol, como otras tantas veces, tras la isla, a la entrada de la bahía, escondiéndose, ocultándose silencioso, quedando difuminado sobre la mar ese rojo sangre de los crepúsculos, se hundirá sobre el horizonte, bajo las aguas para volver a emerger sobre ellas al amanecer. Sol, isla, montes, playa. Isla pequeña, cubierta de arboles y rocas, peñasco solitario, montes verdes que bajo el mar hundís vuestros pies. Playa inundada hace horas por los cuerpos de los hombres, ahora en la noche vacía.

Camino sobre la fría y blanquecina arena, perdido entre las difusas sombras de la oscuridad y de vez en cuando dejo que el agua moje mis pies, sintiendo el latido acompasado de ese enorme corazón que hace subir y bajar las aguas. Me siento sobre una roca y pienso y mis pensamientos solo son interrumpidos, de vez en cuando por alguna voz alguna pisada de alguien que como yo gusta de pasear, de noche, por este tranquilo paraje, con el ruido del mar como fondo. Y al otro lado, atrás, brillan las luces de la ciudad.

Tengo que volver. Al alba, cuando la luz ilumine débil, pélidamente las tranquilas aguas, algunos barcos zarparán de puerto y se adentrarán mar adentro, entre las olas, perdiéndose en el horizonte. Cuando deje este lugar, yo, hombre de tierra adentro recordaré con nostalgia este mar, ese sol, aquella isla, esos montes esta playa porque son y serán mi sol, mi isla, mis montes, mi playa, mi mar.

Pamplona. Agosto 1982

Soledad en la ciudad dormida

Silencio en las calles solitarias. Soy un noctámbulo perdido entre los estrechos callejones, un transeúnte desconocido. ¿La ciudad duerme o esta muerta? Desde lo alto, allá  abajo, la ciudad se extiende, alumbrada, por pequeños cirios o velitas amarillentas.

Nadie me observa. Nadie existe. Solo yo. Mi sombra reflejada en los viejos edificios, mis pasos el único ruido de la existencia. ¡Qué amargura! Y mis pensamientos, mi único acompañante. Preguntas y respuestas formuladas y contestadas por uno mismo. No puede ser posible que no haya nada más vivo en este mundo. Oscuro se ha tornado mi paseo. A un lado una increíble muralla, al otro viejos edificios. Bajo mis pies una mullida hierba  silencia el propio latir de mi existencia.

Oh!!!. Al fin, sobre la hierba he encontrado una gata apaciblemente echada, blanca con manchas marrones. Vida!!! Me inclino para acariciarla, más agresiva me muestra sus dientes, se incorpora y dando unos pasos hacia atrás huye, emitiendo un sonido gutural.

Algo más tranquilo miro desde la muralla hacia el cielo. Miles de estrellas salpican el negro firmamento.  ¿Qué hora será?. A pesar de todo, de la gata, de las estrellas, de las luces encendidas como velas, a pesar de todo ello quisiera encontrarme con algún ser humano que esté vivo, como yo,

Vuelvo sobre mis pasos y de nuevo la luz, las calles solitarias. Sin darme cuenta mi pie ha tropezado con una lata vacía y el sonoro golpe ha retumbado con fuerza rompiendo la paz de la noche. Inmediatamente, desde dentro de una de aquellas casas se ha oído un exabrupto, un juramento y una luz se ha encendido tras una ventana. Acelero mi paso, ya más tranquilo al comprobar que todavía vive alguien en esta ciudad de la noche. 

Pamplona. Agosto 1982