sábado, 22 de septiembre de 2012

Demasiado oscuro


CAMINO DE LA ESCUELA


-I-


El despertador había sonado como el chillido de una vieja histérica. Era un sonido agudo y prolongado que irritaba los sentidos. Había penetrado en sus oidos como un taladro, arrancándole de los cálidos brazos del sueño, para arrojarle, sin piedad, a la gélida soledad de una habitación sombría, aquella habitación donde tiritaba cada día al despertar.


En ese primer momento sentía el frió del cuarto filtrándose entre los pliegues de las sabanas y por eso había revuelto la ropa hasta recobrar, de nuevo, el calor perdido. Despegó las pestañas con esfuerzo y la primera imagen de la habitación le pareció algo borrosa, como si los objetos y los muebles estuvieran muy lejos, tan lejos como el rumor de los pasos de su madre, ya levantada, allá en la cocina, seguramente preparando el desayuno.

No tenía ganas de levantarse. Sabía que afuera le aguardaba el frió, la lluvia... y la escuela, pero también sabía que si aguardaba unos minutos y se hacía el remolón no tardaría en escuchar el grito de su madre, acercándose por el pasillo.

Se levantó a pesar de la pereza, y a pesar también del desagrado que le produjo sentir el contacto de sus pies con las heladas baldosas de la habitación. Se vistió con cierta rapidez, rapidez más debida al ambiente glacial que reinaba en toda la casa que a su posible diligencia.

En la cocina blanca, azulejada hasta el techo, humeaba el desayuno. Estaba demasiado caliente. Aquel tazón de leche no le sentaría bien en el estomago vacio,-pensaba-. Lo sabía por otras veces. Sopló a intervalos regulares, con el fin de enfriar algo aquel líquido hirviente y lo hizo de forma inconsciente, pues mantenía la mirada fija en un punto indeterminado del cristal de la ventana, aquel cristal gris, oscurecido por el vaho de la noche, donde miles de gotas perlaban la transparente superficie que ahora sólo era translúcida.

Bebió a pequeños sorbitos, y lo hizo de forma igualmente inconsciente, como un autómata. Estaba tomando el desayuno mientras su madre deambulaba de un lado a otro de la casa, pero le acuciaba una indefinible sensación de angustia que a buen seguro era la razón de que no tuviera ninguna gana de acabar el tazón de leche, como tampoco la había tenido de levantarse, y lo peor de todo es que esa sensación de angustia y desasosiego se repetía cada mañana, antes de ir a la escuela.

En ese preciso momento hubiera querido fingir que se encontraba mal, simulando estar enfermo y quien sabe si su madre le hubiera mirado a la cara y le habría hecho sacar la lengua o le habría puesto la mano sobre la frente para comprobar si tenía fiebre. Lo había hecho alguna vez. Había fingido encontrarse repentinamente enfermo, y su madre llegó, incluso, a llamar al médico a casa, pero al final ellos se dieron cuenta. El médico les había dicho que no era nada, que estaba perfectamente, y lo mismo les dijo la segunda vez y la tercera. Todavía recuerda las lagrimas en silencio de su madre, las voces en casa y el cinto de cuero de su padre.

Prometió y se prometió a si mismo no volver a hacerlo...sin embargo hoy creía estar bastante mal. Sentía que unos escalofríos le recorrían todo el cuerpo. Le dolía la cabeza, y le parecía que se le iba a mover el vientre, como otras veces, pero esta mañana quizás estuviera mal de verdad.

Atrás había dejado su casa, ese refugio donde, a veces, podía esconderse, pero del que ahora había sido arrojado sin compasión. Se sentía indefenso y a medida que se alejaba de la casa, iba creciendo dentro de él, el temor, por otra parte ya habitual hacia lo que le pudiera esperar, allá, en la escuela.


El angosto camino que conducía a la escuela estaba flanqueado, en su primer tramo, por una larga hilera de matorrales y zarzas, detras de las cuales se divisaban sendas fincas, cercadas con alambres de espino. A este tramo le seguía uno más largo donde, cada diez o doce metros, se erigían algunos árboles secos, como manos sarmentosas y huesudas, quizás implorando al cielo o maldiciendo tal vez su desnudez cadavérica. En su último tramo, el embarrado sendero torcía hacia la derecha. Desde este punto se distinguía, al fondo, la silueta irregular de la escuela: un edificio de planta baja con grandes ventanales, que miraba con sus grandes ojos el borde del camino.


  
...Un edificio de planta baja con grandes ventanales, que miraba con unos grandes ojos el borde del camino...

EN EL PATIO


-II-


Frente a la gran puerta verde de la escuela se arremolinaba un grupo de niños, que con sus agudas voces infantiles rompían la quietud de las primeras horas, en el frio y lento despertar de la mañana. Hablaban entre ellos o se movían con gestos y ademanes nerviosos. Algunos chillaban y otros simplemente empujaban o eran empujados hacia la gran puerta de la entrada. En el patio aparecían, diseminados por aquí y por allá, otros chiquillos que aguardaban apoyados sobre la tapia, o se entretenían arrojándose, de vez en cuando, puñados de gravilla, en medio de una gran polvareda. Todos llevaban puesta una bata de rayas azules y blancas que les llegaba casi hasta la rodilla. Las carteras y los plumieres se amontonaban sobre el suelo de forma desordenada. Mientras tanto, el patio se iba llenando de niños que seguían atravesando, sin pausa, la herrumbrosa puerta de hierro, y la algazara iba creciendo, a medida que las agujas del reloj de la cercana iglesia se acercaban a las nueve.


De pronto se abrió una puerta pequeña, a la derecha de la principal, y del interior de la escuela surgió  la figura  de  un  hombre mayor.  Su  aspecto,   algo rechoncho, recordaba vagamente al mantecoso cuerpo de un puerco. El escaso pelo que le cubría las dos terceras partes de la cabeza era gris o blanco y aparecía  encrespado, como las cerdas de un jabalí furioso.

Su rostro enrojecido, teñido con ciertas vetas amoratadas, delataba un uso desmedido de la botella de vino tinto. Entre las comisuras de los labios y entre los pliegues de las adiposas papadas se acumulaban oscuros surcos rojizos, como el vestigio o la huella de su última borrachera.

Una cabeza cuadrangular y una nariz chata conformaban, sin embargo, los rasgos más sobresalientes, que además eran los que más le asemejaban a un pequeño puerco salvaje aunque quizás, lo verdaderamente singular y, a la vez lo más disonante, eran aquellos ojos demasiado grandes, enrojecidos, lagrimosos y brillantes como los de un lobo al acecho.

En el patio, justo enfrente del cuerpo central del edificio, y asentado sobre una tapia, se erigía un pequeño barracón de apenas diez metros de largo por cinco de ancho. Dicha construcción tenía dos puertas, una frontal y otra lateral. La primera daba paso a unas letrinas inmundas, donde el fétido olor de los orines y las heces golpeaba como un latigazo caliente y húmedo, penetrando por las narices hasta provocar casi la nausea. La vaharada era tan profunda que, a menudo, los chicos hacían acopio de aire a la entrada y aguantaban la respiración hasta que acababan. Por eso, si casualmente se les agotaba el aire dentro, era mejor cortar el hilillo y salir sin perdida de tiempo al exterior, so pena de revolver el estomago, agriar el desayuno o padecer algunas incomodidades digestivas que, previsiblemente, degenerarían en un repentino vomito mañanero, en mitad de la clase de Matemáticas.

Tras la segunda puerta, tras la puerta lateral, se encontraba la leñera de la escuela, el lugar donde se apilaban toneladas de leña para las estufas de las clases y el lugar, también, donde habían encontrado su cobijo una nutrida carnada de ratas que había excavado su  madriguera, precisamente, a medio camino entre los  bateres y el citado depósito de madera. Así pues, no era  extraño toparse, en medio de una apresurada operación evacuatoria, con alguna ratilla gris, que se permitía el lujo de detenerse y de curiosear, sin preocuparse de la presencia de los niños y acaso si el hambre le sacudiera  los jugos al pequeño, a veces descomunal roedor, tal vez  hiciera ademán de probar tan suculenta y desconocida comida.

El hombre de la cara de cerdo se dirigió al barracón con un pequeño trote, con pasos breves pero rápidos, y  abrió las puertas de las letrinas. Aquel acto era uno más del cotidiano ritual de la entrada a la escuela. Siempre, cinco minutos antes de que dieran las 9, el portero abría los servicios para que los chavales evacuaran, pues estaba terminantemente prohibido salir de la clase hasta la hora del recreo.

Los niños seguían arremolinándose enfrente de la puerta verde, esperando que alguno de los maestros la abriera de un momento a otro.

Mientras tanto,  mantenía su mirada perdida en el umbral de la puerta, con una mueca inocente, candida, como la de un corderillo, camino del matadero. Un chico rubio y esmirriado, sorbiqueaba junto a él, y su sonrisa bobalicona le daba un apacible tono al rostro.

Sentía los empujones que le propinaban, a veces involuntariamente, por la inercia de la avalancha, pero también sentía ese empujón a propósito, ese pisotón largo... Y el dolor le hacía lagrimear, a pesar de que se esforzaba por contener la rabia. Las lagrimas surgían sin querer, y se limpiaba con el borde de la muñeca del jersey, con disimulo, para que no le vieran... ellos.

Apartó el pie y buscó la salida, fuera de aquel grupo de caras hostiles. Un chico más alto, y mayor que él, le siguió los pasos y le alcanzó cuando se hallaba en medio del patio. Le agarró por el hombro y obligándole a volverse le arreó una sonora patada en la espinilla, al tiempo que le decia entre las   mofas y las risas de los que se habían juntado en torno a ellos: "Roberto, mamerto, nenica y cobardica".

El circulo se estrechaba y él permanecía impasible, quieto, rígido; los ojos brillantes, pugnando en estallar en un torrente de lagrimas, fruto de la impotencia y la rabia.

El que le había insultado, era Jaime y tenía nueve años, dos más que él. Jaime vestía un jersey marrón y un pantalón gris, largo. En la escuela era de los pocos que llevaba pantalón largo. La mayor parte de los otros niños vestían pantalón corto.

Aquel circulo de caras sonrientes disfrutaban con cruel satisfacción del espectáculo. Aquel circulo de cabezas peinadas a flequillo, que exhibían en toda su extensión unas grandes orejas, aquel circulo se iba cerrando, y sentía como si le faltaba el aire, como si un nudo corredizo se estrechara alrededor de su cuello. Era tanto una sensación física como mental, asi es que no pudo soportarlo más y empujando a uno de aquellos bultos anónimos que le cerraba el paso, rompió el cerco, huyendo en medio de un gemido ahogado.

Detras suya, una voz recriminó a otra que al aprecer invitaba a cortarle el paso y a darle un escarmiento ejemplar. Quizás, su previsible agresor fuera el chico que había sido empujado por él. Tal vez, pero no lo vio, solo oyó una frase que se hundió en sus entrañas como una ráfaga de aire helado, al mismo tiempo que quemaba su rostro como una llama de vergüenza, producto de la humillación infingida:¡Anda! ¡Dejale que es tonto!.

En su mente se mezclaban sentimientos confusos: miedo, odio, vergüenza, dolor: quizás fuera este el sentimiento más nítido y a la vez el más cortante, el dolor; no el físico, no el de la patada, o el del pisotón, o el de la bofetada, no ese calor de la mano marcada en su mejilla, ni ese moratón en la espinilla. No, eso al fin y al cabo terminaría por desaparecer e incluso, con el tiempo, no dejaría ninguna huella. Era ese otro dolor, ese originado por la burla, por la humillación el que le estaba marcando como un hierro candente, y el que le podría dejar una huella indeleble.

Debía alejarse de ellos, de lo contrario se encontraría en peligro; pero ¿cómo hacerlo si debía regresar cada mañana a la escuela?, ¿Ysi se apartaba de todos...? No todos eran malos y crueles, pero acabarían riéndose de él, como ellos. ¿Y si se enfrentaba?. No. Le harían daño. Tenía miedo. Le harían mucho daño. Jaime era mayor que él y mucho más fuerte. Cuentan que una vez se peleó con un chico de 12 años y acabó dándole una soberana paliza. No tenía ninguna posibilidad. Si se enfrentaba acabaría destrozado, tal vez desfigurado y además todo seguiría igual o quizás peor.

Ya habían dado las nueve y la puerta de entrada se abrió sin que nadie apareciera en el umbral, como otras mañanas, para dar unas palmadas y ordenar enfilas a la muchedumbre menuda, con el fin de que la entrada se realizara dentro de un orden. Poco a poco los niños comenzaron a desfilar por los pasillos y las clases se fueron llenando. Roberto entró en el aula, entre los últimos y se sentó en su pupitre. No quería mirar atrás. Sabía de quien estaban hablando. Sabía de quien se estaban riendo.


La clase estaba, ahora, al completo. Unos segundos más tarde hacia su aparición la señorita y como era costumbre, obligación y precepto, todos los infantes se pusieron de pie como uno solo y permanecieron así hasta que la maestra se sentó, despacio, con parsimonia, sobre su mullido sillón.


EN CLASE


-III-


Temía que llegara ese momento y al fin había llegado. La puerta de la clase había sido cerrada como la pesada losa de una tumba, de un manotazo; un golpe seco y la piedra había resbalado sobre sus bordes hasta encajar con sonora perfección.

Allá dentro, cuarenta cuerpos, rígidos en sus pupitres, esperaban, contenían el aliento, aunque solo uno de ellos tameblaba como lo hacían las llamas, dentro de la estufa, en una de las esquinas de la clase.

Roberto temblaba porque el miedo le hacía estremecerse. Tenía miedo, mucho miedo; miedo a que la señorita se fijara en él y le obligara a contestar una pregunta sin respuesta, miedo a salir a la pizarra y ser objeto de las ávidas miradas de esos pequeños buitres, atentos a cualquier movimiento, a una duda o al derrumbamiento casi inevitable, miedo a que el acoso de aquellos matoncillos como Jaime se prolongara en el aula. Pero ¿acaso no tenía miedo a vivir, incluso? Era tan difícil romper el circulo de su miedo...Por eso estaba él así, quieto como los otros, pero trémulo, pálido, esperando... .

La voz de la señorita sonó hueca, como si saliera de un largo y estrecho corredor, hueca y profunda y parecía que ese cuerpo del que surgía la voz estuviese tan vacio como lo pudiera estar una cripta oscura y abandonada. La voz comenzó a deshilacharse en llamadas guturales. Estaba pasando lista. El papel le temblequeaba entre los largos dedos. La mano huesuda se perdía en una manga grisácea, ancha y el hueco de su brazo parecía lleno de sombras.

De pronto se puso en pie y comenzó a desfilar por entre los pupitres. Seguía pasando lista. La señorita era flaca como un palo y los senos le caían hasta la barriga como flácidas vegijas. En su rostro anguloso y pálido se dibujaban dos ojos marrones, desprovistos casi de pestañas, hundidos en unas cuencas profundas y sombreadas por unas pronunciadas ojeras. Sus mejillas aparecían marcadas por la huella del tiempo y las arrugas surcaban, sin compasión, las sienes, las comisuras de los labios, el cuello. Tenía recogido el pelo, grisáceo, en un rudimentario moño, a pesar de lo cual algunas greñas más oscuras le colgaban junto a las puntiagudas orejas.

La señorita había llegado hasta Roberto y le estaba mirando con unos ojos turbios yfrios. Una sonrisa muda, casi imperceptible se filtró entre sus dientes largos y amarillos. Tal vez ni siquiera sonrió. Estaba terminando de pasar lista. Cada llamada debía ser contestada con un enérgico "presente", al tiempo que uno se levantaba del pupitre y miraba al frente, con ademan castrense, esto es, recto, rígido, sin desgarbaduras.

Oyó su nombre y se levantó, pero quizás no lo hizo con la suficiente rapidez, tal vez no elevó su voz lo suficiente para que fuera oida con toda nitidez. Y ella volvió a repetir, esta vez lenta, odiosamente recalcada cada silaba, su nombre y sus apellidos. Miró al frente, allá donde colgarán impertérritos, con sus poses marciales, los "salvadores de la patria". Acompañaban en la diestra y en la "siniestra" a un austero crucifijo de madera.

Miró al Cristo y repitió su nombre, mientras una gota de sudor frió perlaba su frente. Durante un segundo pensó que se estaban riendo de él, que ella también lo hacía. Creyó que ahora tampoco le habrían oido y que le obligarían a repetir su nombre, y así una y otra vez; porque estaba seguro de que sí le habían oido, de que también le habían visto levantarse. Y si en realidad no le hubieran oido, si no le hubieran visto. Tal vez!. Se sentía tan débil y vulnerable que podría hasta desaparecer y nadie se daría cuenta. No había porque preocuparse. No había sucedido ni lo uno ni lo otro; seguramente él no había elevado su voz lo suficiente. Eso era todo.

Después de pasar lista, la señorita se volvió de espaldas y comenzó a escribir en la pizarra. Enseguida se inició un pequeño murmullo que fue creciendo, haciéndose cada vez más denso, más espeso, como un zumbido. La señorita giró sobre sus pies y miró desafiante a la diminuta concurrencia. Su voz se tornó áspera y chirriante como el ruido de una tiza que resbala por la pulida pizarra negra. La voz se había convertido en un chillido gutural y desde la última fila su aspecto recordaba el de una rata gris, con los ojillos oscuros cerrados en una mueca iracunda, las estrechas patas delanteras alzadas a la altura de la cabeza, sosteniéndose tan solo sobre las traseras. Aquel chillido provocaba desazón y escalofríos. Cuando el silencio mudo se apoderó de la clase, aquella masa gris se dio la vuelta y su silueta se confundió sobre la brillante pizarra.

Al poco tiempo se oyó, desde la última fila, una especie de silbido que cortaba el aire, y un pedazo de papel, cuidadosamente doblado, hizo diana en la oreja de Roberto. Este se rascó el lóbulo de la oreja, enrojecida por el impacto.

Volvería el rostro y le miraría fijamente a la cara, -pensó Roberto-, Había sido Jaime, ¿Quien otro, sino?. Le lanzaría una mirada de odio y le escupiría en la cara. No. No era capaz de hacerlo. Seguiría con la vista perdida en la pizarra, sordo ante los murmullos y las risitas apagadas que surgían de la última fila. Ahora estaba mucho más rígido, más tenso aunque, al mismo tiempo, seguía temblando imperceptiblemente, como si su cuerpo estuviera latiendo, contrayéndose y expandiéndose en un espasmo, amenazando con estallar en mil pedazos, cada uno de ellos convertidos en mortíferos dardos sanguinolentos. Estaba a punto de explotar.

La señorita terminó de emborronar la pizarra con una serie de números y había empezado a ojear la lista. ¿A quien sacaría a la pizarra?. De nuevo, Roberto sintió como se le aflojaban los músculos del cuerpo y como enrojecía, por momentos ante esa mirada helada y esa cínica burla dibujada en sus ojos. Por un segundo creyó que él iba a ser el primero en subir al patíbulo.


Antes de que le abandonara esa sensación de amenaza y cohibimiento sintió un golpe en la mejilla. Otro taco lanzado con habilidad y puntería, desde atrás, había impactado contra su mejilla izquierda, justo debajo del ojo. Esta vez el golpe había producido un ruido seco, de modo que el silencio de la clase se vio roto, de repente, y unas decenas de cabezas giraron casi al unisono hacia el pupitre de Roberto, clavando los ojos en su mejilla marcada.

Roberto sintió esos ojos fijos en él, percibió las medias sonrisas, las muecas estupidas, los rostros vacíos. Volvió la cara hacia la última fila y reconcentró todo su dolor y su dignidad herida en una mirada de odio y la rabia le subió a la cabeza como una oleada de sangre, esa sangre que le latía en las sienes, esa sangre que sentía en las orejas coloradas, esa sangre que teñía sus mejillas en un sofoco agobíente; Y la ira estalló al fin, y de su boca surgió una voz, que incluso  el creyó irreconocible y de ningún modo como propia. Fue una voz extraña, enroquecida, áspera ()

La frase se escuchó con toda nitidez. El rostro de Jaime se puso lívido, su sonrisa se transformó en una mueca descompuesta y por entre las comisuras de los labios, babeó sin poderse contener, farfullando. No acertó a contestar. La réplica se convirtió en un cloqueante susurro ininteligible.

La señorita había escuchado la frase de Roberto, al igual que había observado antes, con toda claridad, la agresión de Jaime, como otros días, como cada mañana. El rictus de la señorita se endureció. Apretó las mandíbulas y sus ojos se encendieron como dos tizones enrojecidos, dos tizones que avivaban las brasas de un odio maligno. Se acercó por entre los pupitres, en silencio, y antes de que llegara hasta Roberto le ordenó que se levantase. Roberto lo hizo, muy lentamente, como si cada movimiento le costase un gran esfuerzo, como si aquella muestra de arrojo y valor le hubiese absorbido toda su energía. Cuando llegó a erguirse, la señorita se encontraba ya delante de él, y sin previo aviso le arreó una sonora bofetada que casi le hizo perder el equilibrio.

Roberto notó esa mano dura, fría, huesuda; sintió ese golpe sobre la misma mejilla que había sido herida antes y percibió un dolor penetrante en el oido, luego un zumbido, y enseguida una perdida momentánea de la audición, acompañada de un mareo del que salió de repente cuando volvió a sentir esa mano, que le golpeaba, esta vez en la otra mejilla, y ahora sí, se derrumbó sobre su pupitre; aquel pupitre de color verdinegro, duro y brillante, demasiado duro...

Como en el patio, Roberto tuvo unos irrefrenables deseos de llorar, de gritar hasta quedar exhausto, de llamar a su madre. Pero estaba solo. Una mano esquelética levantó a Roberto de aquella postración y le arrastró casi, por el pasillo de pupitres, hasta la puerta.

En el trayecto, Roberto vislumbró, en medio de un tenso y expectante silencio, aquellos rostros que se le quedaban mirando a su paso. Tenía una extraña sensación de irrealidad. Por un momento creyó que nada de lo que veía estaba sucediendole, que todo era, que todo debía ser un mal sueño, solo un mal sueño y que pronto despertaría en su cama, en aquella habitación fría, para marchar como cada mañana a la escuela; sin embargo estaba allí, en la escuela. Eso era lo que había temido. Todo era real, a pesar de que las bofetadas le habían aturdido un poco.

Antes de llegar a la puerta, Roberto reparó en Jaime. El inicial gesto de sorpresa, tras su inesperado arrebato había sido sustituido por una mueca de arrogancia, si bien parecía más un gesto de autodefensa que de ataque o de desprecio.

Roberto oyó como la puerta de la clase se cerraba a sus espaldas e inmediatamente escuchó como crecía el griterío, se arrastraban las sillas, se arrojaban las tizas...y el barullo se iba perdiendo atrás, quedando cada vez más lejos, como un rumor, un recuerdo tan solo.


Mientras tanto Roberto era empujado en silencio, aunque con cierta prisa, por un estrecho pasillo. Sentía aquellos dedos que se clavaban en el brazo y le hacían daño. Ni un solo comentario, ni un palabra y afortunadamente ningún otro golpe.


Al final del pasillo, había una puerta baja y estrecha. La señorita sacó unas llaves de uno de los bolsillos de la bata gris. Abrió la puerta y arrojó a la oscuridad al pequeño Roberto.


EN EL CUARTO OSCURO


-IV-


Roberto escuchó, en medio de una negrura fria y casi sólida, el ruido de la llave dando varias vueltas en la cerradura y luego el eco de unas pisadas que se fueron alejando por el largo pasillo hasta desaparecer por completo. Roberto sintió durante unos segundos como si entrara en el interior de un gran organismo vivo. Parecía que el cuarto le estuviera observando con unos ojos invisibles, cerrados durante una eternidad, que estaban despertando ahora de un largo letargo; y al mismo tiempo parecía que ese oscuro habitáculo oyera como un gran oido, como si fuera una gigantesca oreja amarillenta y zumbante por la que él acabara de deslizarse.

La oscuridad de la habitación era tan densa que parecía algo palpable y el silencio se convirtió en una especie de presencia pesada, negra como la misma oscuridad. Y en el fondo de ella existía un extraño hálito de amenaza, algo indefinible y sin embargo localizable y claramente perceptible. Al entrar en el cuarto, Roberto creyó haber perdido durante unos instantes el sentido de la audición. No oía nada, ni el más leve ruido, ni un rumor siquiera. Y la negrura había caido sobre sus ojos como la noche más cerrada. Roberto se preguntó donde estaba.

Intuía que el cuarto en el que había sido encerrado era el de la limpieza o tal vez el lugar donde se amontonaban los trastos viejos. Sabía que allí no había nada especial, tan solo un montón de cacharros inservibles y un cúmulo de confusos olores que comenzaban a hacerse presentes, aunque todavía seguían siendo difícilmente identificables.

Pasados varios minutos, los ojos de Roberto se fueron acostumbrando a la oscuridad y ésta se fue aclarando poco a poco, dejando que algunos rayos de luz se filtraran cuan hilos dorados o platinos, surcando el vacio de penumbra como una pequeña telaraña temblequeante. Alguien cerró una ventana y algunos hilos desaparecieron. Al final, solo una hebra blanquecina quedo suspendida en el aire a la altura de su cabeza: era el ojo de la cerradura.


...Roberto penetró en la negrura y empezó a palpar la pared con sus manos, al objeto de conocer las dimensiones de la habitación...

Explorando el lugar

Nunca se había sentido tan solo. Estaba encerrado en un cuarto extraño y oscuro, demasiado oscuro, solo con sus miedos. Nadie podía ayudarle, aunque también pensaba que nadie podría hacerle daño allí dentro, al menos no aquellos que se encontraban afuera, en la clase, sobre la tarima, aquellos no. Por primera vez en su vida tendría que valerse por sus propios medios. Debía resistir si quería sobrevivir.

Una vez Roberto se hubo acostumbrado a la oscuridad comenzó a explorar lentamente cada rincón de la estancia. Había permanecido inmóvil, en medio del cuarto, a unos cuarenta centímetros de la puerta. Roberto se acercó a ésta y miró a través del ojo de la cerradura. El largo pasillo se hallaba silencioso y vacio. Una luz grisácea se filtraba por los ventanales abiertos en las paredes, muy cerca del techo.

Roberto se alejó de la puerta y hundió su mirada en el fondo de la habitación. Por más que se dilataron sus pupilas, la oscuridad seguía siendo impenetrable y a lo más se vislumbraban unas sombras quietas, unos bultos informes, como manchas irregulares, desparramadas por aquí y por allá.


Roberto penetró en la negrura y empezó a palpar la pared con sus manos, al objeto de conocer las dimensiones de la habitación. La pared estaba fria y húmeda al tacto y en algunos lugares el yeso se había ahuecado y agrietado como la piel de un leproso o la putrefacta carne de un muerto. Sus dedos se habían tiznado de algo pegajoso. Con un gesto instintivo se los llevó a la nariz. No olía a nada. ¿Sería agua?, pero el agua no es viscosa. Cuando volvió a pasar la mano por la pared, esta seguía estando fría pero el yeso aparecía intacto. Quizás estaba tocando otro trozo de pared. Recorrió con ambas manos toda la superficie y solo halló un muro liso tan helado que el frió le entró en el cuerpo y ya no pudo sacudírselo, como si en ese breve contacto, la habitación le hubiese transmitido una pequeña porción de su gélida naturaleza.

Tenía una extraña sensación, como esa que se tiene cuando uno es vigilado en silencio por una presencia no física, algo carente de forma pero que se hace sentir a través de cada uno de los sentidos: se le intuye, se le oye, se huele su aliento e incluso podría decirse que es posible adivinarle con las yemas de los dedos, pero apenas se muestra un instante, desaparece.

Roberto siguió recorriendo la pared hasta que tropezó con un trasto. Se agacho y sus pequeñas manos exploraron el objeto. Era una silla rota, con el asiento de madera astillado y las patas circulares de metal, oxidadas. Junto a ésta había otra silla. La tabla de madera que servía de asiento estaba cubierta por una tupida capa de polvo, un polvo denso, áspero y pegajoso, si como la pared. Parecía que toda la habitación tuviese esa nota en común. Era como si la esponjosa estancia se extendiera por todos y cada uno de los objetos que la habitaban, formando una finísima piel fria y pringosa, alrededor de ellos. Sin embargo, la sensación era brevísima y al momento la pared era pared y el polvo, un polvo vulgar, hollado por unas yemas diminutas que dejarían sus huellas hasta que de nuevo el tiempo las hiciese desaparecer por completo.

Se alejó de las sillas rotas y miró hacia la puerta. Parecía que ésta se encontrara mucho más lejos, alia al fondo, como si las proporciones del cuarto se hubiesen dilatado. Veía el hilo de luz que atravesaba el ojo de la cerradura: aquel era el único cordón umbilical que le unía al mundo exterior. Llegó hasta la puerta y de nuevo, como unos segundos antes clavó su ojo en el irregular orificio con forma de llave. El pasillo seguía estando silencioso y vacio.

Extrañas sensaciones


La habitación olía a polvo, a cerrado, a la madera vieja de algún mueble enmohecido. Roberto no lograba escuchar ningún ruido del exterior, ni un rumor siquiera. En el interior de la estancia, se escuchaba, sin embargo hasta el más pequeño roce, el movimiento más leve, la respiración más silenciosa. Si. Oía el golpeteo de la sangre en sus sienes. Escuchaba el latido de su corazón, ese latido irregular y nervioso, pero también percibía un inquietante sonido. Podría tratarse del ruido que producen los muebles cuando se contraen o se dilatan en la noche, a causa del cambio de temperatura, ese crujido seco, lenguaje de los objetos inanimados, pero no; Había en ese sonido algo, una cualidad que le daba un tono diferente. El crujido se repetía como si algo estuviera ejerciendo una gran presión sobre uno de los travesanos que sostenía el techo.


Roberto se irguió y con su natural curiosidad infantil dirigió sus pasos al fondo de la habitación, allá donde se topara algunos minutos antes con varias sillas destartaladas. Palpó sin encontrar nada. Solo el vacio. Se agachó un poco y tocó un objeto. Lo recorrió con los dedos. Era un arcón de madera reforzado con tiras de metal y cerrado por un enorme candado. ¿Que encerraría en su interior?.

De repente, alguien abrió una puerta y un chorro de luz penetró con fuerza por el estrecho ojo de la cerradura. Los ojos de Roberto, que se habían acostumbrado a la penumbra, contemplaron durante unos segundos el resto de objetos que se amontonaban en los rincones de la estancia.

Detrás del arcón había varias cajas de madera, apiladas unas encima de las otras. Entre estas y las dos sillas rotas se escondía una pizarra semiemborronada. Cuando se estaba acercando a ella, la puerta se volvió a cerrar sumiéndole en la penumbra habitual.

Efectivamente, en ese cuarto amontonaban los trastos viejos: sillas, pizarras, suponía que también alguna mesa y un interminable conjunto de objetos inservibles, rotos por el uso.

Roberto permaneció unos instantes en aquella postura, de espaldas a la puerta. Sintió en ese momento que le llegaba un aroma débil pero insistente. Olía a clase, con todo ese maremagnum de olores entremezclados: el del libro viejo o el del nuevo recien comprado, los cuadernos, la caja de los lapiceros de colores, la goma de borrar blanca, de nata. ¡Cuantas veces había aspirado aquella fragancia y se había olvidado del tiempo, en clase!. ¡Como ahora!. Su ensimismamiento se rompió cuando escuchó unos pasos en el pasillo. Miró a través del ojo de la cerradura.
Esta vez había una figura en mitad del pasillo. Se había detenido frente a una clase. Golpeó con los nudillos en la puerta y entró, sin más dilación, en el interior. Había dejado la puerta abierta. A los pocos segundos volvió a salir, aunque antes de cerrar intercambió algunos gestos y palabras con su desconocido interlocutor.

Roberto alcanzó a ver el rostro de aquella figura, pero no podía dar crédito a sus ojos. Distinguía un rostro porcino, sí, como el del portero, pero aquello no podía ser real. La mascara que tenía por cara rezumaba degeneración y abandono. Los ojos amarillentos y vidriosos estaban desprovistos de cualquier rasgo humano. Las narices habían desaparecido casi y, en su lugar, dos agujeros negros se abrían por encima de la boca, una boca que sonreía en una mueca miasmática y que dejaba al descubierto unos dientes puntiagudos y sarrosos, cubiertos de manchas oscuras.

Cuando hubo cerrado la puerta de la clase, aquella siniestra criatura hizo ademán de dirigirse al cuarto. Roberto se alejó de la puerta y se acurrucó en la oscuridad, junto a los trastos polvorientos. Durante un tiempo que a Roberto le pareció interminable, el cuarto quedó totalmente a oscuras. Algo se había colocado frente al ojo de la cerradura. Roberto contuvo la respiración, temiendo que la cosa que acechaba detrás de la puerta le oyera y quisiera entrar. Y así permaneció un largo rato, e incluso, cuando el ojo de la cerradura dejó pasar de nuevo el blanquecino hilo de luz siguió allí, hecho un ovillo.

Un olor acido y nauseabundo, agrio como el del vino más barato, como el fétido aliento de un viejo borracho inundó la estancia. Era el rastro de la bestia que se alejaba y que había dejado la huella de su presencia cercana.



 
...de vez en cuando se detenía ante la puerta y, con un gesto casi mecánico, se agachaba ante el ojo de la cerradura...

El paso del tiempo


Roberto estaba cansado. Le pesaban los brazos y le dolían las piernas. Sus ojos querrían cerrarse y así lo hicieron. Pronto cayó en un profundo sueño. En su sueño, Roberto caminaba desnudo por entre los pupitres de la clase mientras todos se reían en corro y se mofaban de su desvalimiento. El circulo se estrechaba y las manos se estaban transformando en unos repulsivos tentáculos, tentáculos de un amasijo de carne, prosbócides de una monstruosa deformidad.

Aquel ente amorfo, toscamente cincelado, emitía un sonido sordo y zumbante, mientras los tentáculos se hundían en la piel, desgarrándole, y penetraban en la carne, como una docena de cuchillos, largos y cortantes.


Roberto dio un grito agudo y prolongado, y siguió gritando hasta casi desgañitarse, de tal forma que fue su propio chillido lo que le despertó bruscamente. Aquel alarido de terror y de dolor resonaba todavía en su cráneo, en sus oidos, en la habitación y oyó como su propio grito se prolongaba en un eco, como si las paredes reverberasen ese sonido angustioso.

Aquel grito hubiera sido capaz de poner en alerta a toda la escuela, pero, aparentemente, nadie había abierto, ni siquiera una puerta. Todo el edificio permanecía en el más absoluto silencio. ¿Pero estaba realmente despierto?. ¿Y si gritaba de nuevo, aunque solo fuera para comprobar que estaba vivo y despierto?. Debía romper el negro silencio, para al mismo tiempo sacudirse el miedo y la angustia. No podía dejar que el cuarto tomase vida propia y le absorbiera, conviniéndole en un objeto más de la estancia, un objeto inerte y vacio como el arcón, las sillas, o las cajas de madera. Gritó, pero el grito fue seco, corto y sin ecos. Un grito y el silencio como respuesta. En el exterior nadie daba señales de vida. En el interior, el silencio y como un susurro, su propia voz.

Roberto se sentó en el suelo frió, y de nuevo el sopor se apoderó de su débil cuerpo, sumiéndole en un estado semiletárgico, despierto aunque amodorrado y con sus sentidos abotargados. Sabía que si bajaba la guardia acabaría durmiéndose, e intuía que no podía hacerlo y que si se dormía, algo saldría de allí mismo, muy cerca de él, algo que estaba allí, en algún rincón del cuarto, o tal vez el cuarto...; No. Se levantó y empezó a dar vueltas y más vueltas por la habitación. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que la puerta se cerrara a sus espaldas?. ¿Cuántas horas llevaría encerrado?. Una, dos tal vez, ¿Quien sabe?.

De vez en cuando, se detenía ante la puerta y, con un gesto casi mecánico, se agachaba ante el ojo de la cerradura y escrutaba el pasillo que, invariablemente, aparecía solitario y ahora algo oscurecido, como si la negrura del cuarto se desbordara, filtrándose a través de cada rendija de la puerta. Volvió a dar vueltas alrededor de la habitación. Había perdido la noción del tiempo.

Varias veces se había adormilado e ignoraba cuanto tiempo había transcurrido. La habitación ya no le interesaba lo más mínimo. Sólo quería salir pronto de allí y cuanto antes mejor. Un ruido interrumpió sus pensamientos. Corrió hacia la puerta. En el pasillo había dos figuras: una era la de la vieja señorita y ¿la otra? No. No era posible. ¡Era su madre!. Su madre estaba preguntándole algo a la señorita, y como única contestación esta negaba una y otra vez con la cabeza, para luego pronunciar varias palabras.

Gritó, llamó a su madre. Al principio nadie pareció oírle. Las dos figuras permanecían frente afrente en un diálogo de mascaras. Sin embargo, cuando Roberto volvió a insistir, el rostro de su madre giró un segundo hacia la puerta del cuarto. La señorita se percató de aquel sutil gesto y miró también hacia la puerta. Luego siguieron hablando y finalmente las dos figuras se perdieron al final del pasillo.


No podía ser cierto. ¿Qué era aquello?. ¿Cuánto tiempo había tenido que pasar para que su madre viniera a la escuela a preguntar por él?. Quizás aquella oscuridad del pasillo...si, podía ser ya tarde, ¡la tarde!, ¡Imposible!.

¿Imagen verdadera?


Siguió escrutando el pasillo. La señorita regresaba, acompañada esta vez de un señor trajeado, serio y circunspecto: el director de la escuela. Eran ellos, sin embargo aquellos rostros estaban desprovistos de cualquier vestigio de humanidad. Sus facciones eran duras, cortantes y en sus ojos brillaba un destello de animalidad, como si se hubiera producido una fantástica metamorfosis. Los rasgos aparecían más marcados.

La señorita parecía un esqueleto viviente, recubierta de flojos pellejos alrededor de sus cuencas hundidas. Su mirada turbia despedía un hedor a muerte. Era como si la Parca estuviera tras aquella cara de amortajada; pero si algo destacaba de aquel rostro cadavérico era su mueca. Su mirada exudaba un sentimiento perverso, maligno, cruel e inhumano hasta el absurdo. La mueca de aquella vieja era la de quien conoce el final, y sabe de antemano que va a triunfar. A su lado, el director de la escuela parecía un simple funcionario: traje gris desvaido, cabeza canosa, mirada encristalada tras unas gafas de concha, bigote blanco y fino y andar pausado. Hablaban y el lacayo asentía bajo el torrente de palabras de aquella figura larga y oscura. Se detuvieron ante una de las puertas laterales, en el lado derecho del pasillo y entraron en el interior de una de las clases.

Un horrible presentimiento


¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que viera a la señorita y al director de la escuela, a través del ojo de la cerradura?. Estaba sentado en el suelo, ora adormilado, dormido tal vez, ora atento al más mínimo ruido como en este momento.

Se habían abierto las puertas de las clases y estaban comenzando a salir en trompicones, decenas y decenas de muchachos; y entre ellos, allí estaba Jaime, con su sonrisa estupida, llena de engreimiento.

Una oleada de luz, que procedía de las clases, atravesó la puerta del cuarto e inundó la oscuridad convirtiéndola en semipenumbra. En el fondo de la habitación, Roberto divisó un armario. Junto a éste había algo más. Se acercó al rincón, después de haber apartado las desvencijadas sillas y la semiemborronada pizarra.

Al lado del armario, que estaba cerrado, y sin ninguna llave a la vista, colgaba de un gancho una bata, una bata de niño, con sus rayas azules y blancas. ¿De quien era aquella bata?. Roberto se aupó sobre las puntas de los pies y descolgó la prenda que al parecer pesaba más de lo que debiera. En efecto, en uno de los bolsillos había un pedazo de pan mordisqueado. Roberto sintió como sus dedos se pringaban de una sustancia pegajosa y oscura. Se olió las yemas manchadas. Era crema de chocolate, una crema con un cierto olor a rancio, a pasado. En ese momento comenzaron a hormiguearle los dedos hasta tal punto, que dejó caer el tarugo de pan al suelo.

El cuarto se había llenado de un indefinible olor a niño y a orín húmedo y fuerte como el de las letrinas del patio.   También  olía a sudor.   ¿Era  la  bata  o  la habitación?. A bocadillo, ¿Acaso sus manos, la bata o el cuarto?. Cada sensación se amplificaba y penetraba en sus sentidos con toda su crudeza. Recordó el olor de la leche, acida; la leche que cada tarde llegaba a la escuela dentro del Plan Nacional de Alimentación. Quizás la bata le había sugerido aquella indefinible gama de olores, quizás esaprenda despedía, en realidad, esa amalgama.

Roberto acarició la bata casi sin darse cuenta y sus dedos descubrieron el relieve de unas letras impresas, tres letras bordadas sobre el bolsillo superior de la prenda. Recorrió varias veces las iniciales hasta que por fin logró reconocer aquellas tres letras: Z.Z.R. Al principio aquello no le dijo nada. Podía ser cualquiera. Pero no. Era bastante improbable que dos personas coincidiesen en las iniciales del nombre y los apellidos, más si se tiene en cuenta aquellas dos zetas. Solo recordaba a un chico cuyo nombre y apellidos coincidieran con las iniciales señaladas: Zacarías Zalba Ramírez, aquel extraño nombre, no sabía porqué, tenía para él cierta reminicescencia bíblica.

Si. Iba a su clase. Ahora se acordaba de como la vieja señorita les había dicho en cierta ocasión que Zacarías no podría venir durante algún tiempo por encontrarse enfermo. Como, entonces, ¿estaba su bata allí?. Nadie sabía que le hubieran expulsado de clase. Era un chico callado que no se metía con nadie: un buen compañero. Jamás se habría dejado la bata en la escuela. Sempre iba y venía con ella puesta y en todo caso si se la hubiera dejado, la bata debería haber estado colgada en alguno de los percheros de la clase, pero no aquí. Además, si estaba enfermo, se habría llevado la bata a casa. No. No era posible. Había algo que no encajaba y no sabía el qué. La señorita mentía. ¿Por qué estaba aquí su bata?. ¿Había estado Zacarías en el cuarto, como él ahora?. Tal vez.

En su reflexión, a Roberto se le había resbalado la bata de entre las manos y ésta había caído al suelo. Se agachó y al recogerla para colgarla del gancho, algo cayó. La curiosidad le empujó a querer conocer que era. Tanteó el frió suelo y al fin dio con el objeto. Era duro, compacto, rugoso y quebradizo en sus bordes, pequeño como un diente. Sin embargo al momento le pareció áspero y su textura le recordó la de una tiza.

La increíble visita

Había transcurrido un tiempo indefinido, minutos o tal vez horas. Roberto dormitaba, daba vueltas alrededor del perímetro de la habitación, pensaba, gimoteaba de rabia, temía, esperaba, sobre todo esperaba, y todo ello lo hacía a intervalos, sacudido por ráfagas de sensaciones, olores, sonidos, pensamientos. Escuchó las voces de los niños en el pasillo y luego el silencio; El crujir de los muebles en el cuarto y el silencio de nuevo y más tarde un ruido como el de una rata que se arrastra. A veces oía el susurro de su monologo interrumpido por una voz extraña e irreconocible, como una llamada, pero no podía, no quería saber ni conocer el origen de la voz-Había transcurrido demasiado tiempo y Roberto se había cansado de mirar por el ojo de la cerradura, de dar vueltas, de dormir y soñar, de esperar. Por eso, cuando escuchó un rumor de pasos en el exterior, un rumor que se hacía mas cercano e intenso, escrutó con rapidez el pasillo, ya que tal vez juera la señorita que venía para sacarle de su interminable encierro.

Lo que vio fue algo muy diferente y realmente angustioso. En el pasillo había dos mujeres hablando. Una era la señorita. La otra era una anciana encorvada, llena de arrugas. Roberto únicamente podía ver su perfil. La anciana apoyaba su anquilosada mano sobre la muñeca de la señorita, mientras preguntaba, una y otra vez, algo que Roberto no podía entender, sencillamente porque ahora no lograba escuchar ni el más pequeño ruido del exterior. La anciana repetía sus palabras y también sus miradas y ademanes, como cuando volvía el rostro hacia la puerta del fondo, la puerta del cuarto donde él estaba encerrado.

La señorita negó repetidamente con la cabeza y acompañó a la anciana a la salida. Le agarró del brazo para ayudarla a caminar y al cabo de unos segundos ambas desaparecieron por el recodo del pasillo. Roberto sintió como le latía el corazón con fuerza, como le entraba la flojera en las piernas y el sudor frió le empañaba la frente, pues se negaba a admitir como real lo imposible, lo que solo podía ser producto de su imaginación.

Desconocía quien era aquella anciana, pero sin embargo, sus facciones, esos ojos...eran los de su madre. Aquella anciana era su madre. Había visto su mirada, la última mirada antes de que la señorita negara enérgicamente con la cabeza. Su madre preguntaba por él. ¿Donde esta mi hijo? Era esa la frase que repetía una y otra vez. Había venido a la escuela, aunque tal vez demasiado tarde. Roberto sabía también cual había sido la contestación de la señorita, aquellas palabras: ¡Aquí no está! .¡Aquí no está!

Estaba soñando. No daba crédito a sus ojos. ¿Cuántos años llevaba encerrado en aquel cuarto?. Su madre había envejecido. La señorita, en cambio, seguía igual, como él. No comprendía nada. Todo era demasiado absurdo, demasiado horrible para ser real.


  
...se percató de la presencia de la señorita y el portero, quien al parecer había sido quien le había abierto la puerta..

La invisible amenaza

El cuarto olía a decrepitud, a decadencia, a corrupta putrefacción. El polvo acumulado durante decenas de años penetraba en sus narices. Percibía la  cercana presencia de la vieja señorita. ¿Acaso estaba dentro, allí, con él?. De pronto, le invadió un terror ciego. Intentó golpear la puerta y chilló, pero allí donde debiera estar la puerta no había nada. La puerta no tenía fondo. Veía el ojo de la cerradura y la oscuridad palpable  y solida de la puerta, pero no alcanzaba a tocarla. Viró hacia atrás y le sucedió lo mismo, hacia un lado y hacia  otro, y no pudo hallar un límite a su locura.

¿Donde estaba? Se quedó quieto, inmóvil, como danto tiempo a su mente a recobrar la cordura y la realidad, a expulsar aquella pesadilla, como si se estuviera convenciendo de que todo aquello era una ilusión pasajera, producto de un sueño febril, y que ahora despertaría y se encontraría en casa, en su cuarto o en clase o, a lo sumo, en un simple cuarto del que pronto, muy pronto saldría.

En ese empeño había cerrado los ojos y, al abrirlos,  pasó de la oscuridad a una negrura aún mayor, una negrura cerrada, donde percibió la presencia de algo indefinible, una amenaza que se encontraba cada vez más  cerca. Sentía que se hallaba sobre una especie de  trampilla que se abriría al vacio de un momento a otro, y que colgaría de una cuerda hasta la muerte. Ahora no era producto de su imaginación. Aquella sensación era real. Estaba escuchando el ruido de una cuerda que oscilaba sobre si misma, y el crujido de los travesanos por el peso de un cuerpo. Podía incluso vislumbrar una sombra semidibujada bajo la penumbra, allá sobre las cajas de madera.

Una corriente de aire frió le azotó el rostro, mientras algo salado flotaba en el ambiente. Un nuevo sonido se había unido al de la cuerda. Un sonido como el ruido de un grifo mal cerrado en la noche, que gotea. Una gota cada tres o cuatro segundos. Así escuchaba Roberto, el lento goteo... el golpeteo sobre el suelo, muy cerca de él...y cada gota parecía marcar el discurrir del tiempo, el tiempo, o la diferencia que hay entre la vida y la muerte, la cordura y la locura. Algunas imágenes atravesaban la mente de Roberto como dedos huesudos y marfileños que le empujaban, un poco más hacia uno de los rincones de la estancia: la cuerda presta a romperse, la cabeza quebrada o el cuello degollado. Allí, junto a los cajones de madera, sobre ellos, oscilaba algo, una cuerda de cáñamo atada a uno de los travesanos, vacía...esperando.

Jamás saldría de allí. Estaba emparedado, enterrado vivo. No. No podía morir. No estaba preparado. Todavía no, aunque tal vez no fuera tan doloroso. Todo era mejor que seguir encerrado para el resto de sus días.

La habitación había adquirido un tono rojizo que se diluía luego en una tonalidad naranja, y en la oscuridad fantasmal se dibujaba una forma.


De repente, escucho un fuerte ruido en el exterior. La oscuridad se hizo total y sintió como si un velo se hubiese extendido sobre sus ojos. El ojo de la cerradura había desaparecido. Oyó el crujido metálico de una llave dando varias vueltas en la cerradura y por fin la puerta se abrió. Una oleada de luz le cegó. Cruzó el umbral de la puerta en silencio y a pesar de tener los ojos semicerrados se percató de la presencia de la señorita y el portero, quien al parecer había sido quien le había abierto la puerta.


DE VUELTA A CASA


-V-


Habían transcurrido más de tres horas desde que Roberto entrara en el cuarto. Ahora conocía el secreto. Sabía como era ella. Había estado en el cuarto oscuro y había superado la prueba. Había descubierto sus verdaderas caras. La señorita se había dado cuenta de que él conocía el secreto. Por eso, sus ojos sin pestañas le sonreían malignamente y en el fondo de aquellos espejos sin fondo, oscuros y turbios como la habitación que había dejado atrás, se percibía un mensaje amenazante que parecía decir: ¡la próxima vez no saldrás!. Roberto había captado esa sonrisa, había recibido el mensaje. Agachó la cabeza y en silenció recorrió el camino que le separaba de la clase, donde tenía la cartera y los cuadernos.

Eran las dos de la tarde cuando Roberto abandonaba la escuela, vacía de niños, de gritos y de juegos. Atravesó la puerta de hierro y enfiló el camino de vuelta a casa. El cielo aparecía cubierto por algunas nubes grises que se amontonaban y se extendían, oscureciendo por momentos el sol, para luego desgajarse en racimos algodonosos y dejarle brillar en todo su esplendor.

Roberto había acelerado el paso y no reparaba ni en los charcos, ni en los surcos, ni en las piedras, de modo que tropezó varias veces e incluso estuvo a punto de caer. Sólo quería llegar pronto a casa, su refugio, su único refugio. El paso rápido se convirtió, primero en un trote y luego en una carrera. No quería mirar atrás. No volvería a la escuela. No deseaba volver pero tendría que hacerlo. No. No lo haría. Seguro que le comprenderían. Les contaría lo sucedido y ellos le comprenderían. De pronto comenzó a llorar. Tenía necesidad de desahogarse. Debía expulsar el dolor y el miedo acumulado. Se acercaba a casa. Bien pensado podría resultar provechosa aquella estrategia. Su madre se enternecería y le preguntaría que le había ocurrido, le abrazaría como sólo lo pueden hacer las madres con sus hijos más pequeños y él le contaría aquella horrible historia.

No podía llorar y correr a la vez. Estaba fatigado,  asi es que acortó el paso, precisamente cuando se adentraba en los primeros metros de su calle. Al poco tiempo se cruzó con una vecina, la que vivía en el tercer piso izquierda de su portal, la señora Elvira, una viuda de  mediana edad. La señora se le quedó mirando algo sorprendida y le dijo a un Roberto jadeante y sofocado:

¿Que  te ha pasado?. ¿Cómo es que llegas tan tarde a casa? ¡Hace más de dos horas que salieron los chicos de la escuela! ¡Ya verás cuando llegues a casa! . ¡Como te va a reñir tu madre!. ¡Pobre mujer!. Varias veces ha  bajado a buscarte. ¡Dios!. ¡No dais mas que disgustos!

Roberto no contestó, se limitó a esbozar una media sonrisa y siguió adelante, hacia el portal. Deseaba olvidarlo todo, pero como hacerlo si mañana podía repetirse, o aun peor...podría quedar encerrado para siempre, como Zacarías. No. A Zacarías le debió suceder algo malo....

En medio de esos lúgubres pensamientos había llegado al portal de su casa. Esto hizo que olvidara  rápidamente el episodio de la mañana.  Subió las  escaleras, de dos en dos, con la alegría desbordándole el  pecho, pero se detuvo en seco, en el último tramo cuando  escuchó a dos personas que estaban conversando. Una de ellas era, sin lugar a dudas, su madre, pero ¿y la otra?. No lograba identificar su voz. Tal vez fuera algún vendedor de libros. Roberto espió con sigilo tras el barandado del primer piso.



Roberto pudo distinguir a la persona que estaba hablando con su madre, pero no era posible. No podía serlo. Era la señorita, la persona que conversaba con su madre, y al parecer lo hacían en un tono coloquial, distendido y amable. Hablaban y reían. No se habían percatado de su presencia hasta que Roberto tosió sin querer y la tos le delató. Las dos mujeres le miraron sorprendidas durante un segundo, y luego su madre le llamó por su nombre, una vez, otra y una tercera.


Roberto había huido ya escaleras abajo. Ni siquiera en casa podía estar seguro. Su madre era cómplice. Ella también. ¡Dios mió! Al bajar las escaleras estuvo apunto de tropezar y rodar. Pensó que tal vez habría sido una buena solución: caer por la escaleras y acabar de una vez, pero hubo algo que le detuvo. No supo qué, quizás un último atisbo de esperanza o el espíritu de supervivencia.


No volvería a casa jamás. Le habían traicionado. Su casa, el último refugio se había convertido en una prolongación de la escuela.


(Pamplona, 20 de Marzo de 1987)

Cuando llega la noche




-I-


-Vamos, que son las diez.


Aquella mujer estirada, de tez morena, había soltado su frase, como en otros atardeceres de penumbra rojiza, esperando quizás que aquel pilluelo acudiera al momento a su regazo, ese regazo húmedo, mojado por la última colada de ropa, después de comer; ese regazo que olía, ahora, al humo de la cena, al inconfundible tufillo de pescado barato.


Aquella mujer sacudió el nombre de su hijo, como pudiera haberlo hecho con las alfombras llenas de polvo, y su nombre se estremeció con suaves ondulaciones entre la quietud bulliciosa de la atmosfera.


La calle se iba oscureciendo un poco más, y las siluetas de los chicos jugando y de las abuelas tomando el sol, se habían difuminado hasta convertirse en sombras, oscuras sombras que oscilaban, o se mantenían quietas, como las gárgolas de la iglesia del barrio.

En el viejo barrio, todos se conocían y las voces se reconocían, como se reconocen los tonos y los timbres de una familia; aquel era Paquito, aquella Lucía y aquel otro de más alla que se escondía y gritaba, Francisco.

Una suave ráfaga de aire templado sacudía las ropas que colgaban de los tendederos, y las abuelas, protegidas en su modorra por la atardecida, despertaban de su letargo y arrastraban las pequeñas, desvencijadas sillas de paja con una mano, mientras que con la otra transportaban la bolsa de lona donde llevaban las labores.

La mujer volvió a salir del portal. Preguntaba a las sombras si habían visto a Guillermín, y las sombras negaban con un ademán silencioso, o con un brusco movimiento de cabeza, mientras las hojas de los arboles del cercano parque siseaban... .

La calle había quedado inundada durante unos minutos por una espesa penumbra, moteada con destellos ocasionales: los faros de un coche o de una Vespa que rompían la oscuridad o iluminaban fugazmente los rostros de las sombras, a cada momento más escasas.

La calle, iluminada por la mortecina luz de unas cuantas bombillas peladas que colgaban en mitad de la calle, bamboleándose en silencio por el viento de la noche, aparecía ahora semivacía. Sólo alguna pareja escondida en el rellano del portal apuraba los últimos minutos del día y los primeros de la noche, antes de ir a casa a cenar.

Las voces infantiles se habían perdido entre los muros de los edificios, protestando, tal vez, para no tomar el caldo que había sobrado del mediodía.


Tan sólo una mujer alta, andaba de un lado a otro, con su mandil recogido, hasta que la calle quedó vacía y su espigada silueta como mudo testigo de la noche apagada. El canto de los grillos y la cercana presencia de unas sombras, al final de la calleja, junto al camino que conduce al Soto, hicieron que la mujer se acercara al borde del camino oscuro, esperando... y cuando la mujer parecía llevar una eternidad aguardando, angustiada por la extraña tardanza, apareció la breve figura de un niño de unos siete años, que apenas se detuvo ante la mujer, seguramente por temor a una severa reprimenda, y pasó de largo, como azuzado por la mirada, entre angustiosa y aliviada, de la madre.


-II-


La tarde había consumido algunas horas, pero el calor, lejos de haber cedido, se hacía especialmente sofocante. En el parque, un grupo de niños se agolpaba en torno a un pequeño agujero que habían cavado en la tierra.

Una diminuta lagartija había sido alcanzada por una pedrada, y después de haberla enterrado parcialmente, estaba siendo quemada ahora por uno de los chiquillos.

A unos diez metros del grupo de niños se hallaba una figura inmóvil. Era un hombre vuelto de espaldas. Llevaba un abrigo que parecía recordar el color marrón oscuro, si bien un tanto desvaido, quizás por el efecto de la luz del sol, filtrada entre las inquietas copas de los arboles. El abrigo estaba raído cerca de los cuellos y de los bordes, y junto a los bolsillos, en los que ocultaba las manos, asomaban unas manchas brillantes, que destacaban sobre el tono pardusco del resto.

Las botas podrían ser de color negro, si no fuera porque el barro, y unas manchas blancuzcas, como de moho, hacían difícil distinguir su color natural. De todas formas, las botas eran demasiado grandes, incluso para un hombre de aquella estatura.

El pantalón parecía, desde esa distancia, de pana, una pana lisa, negra, pero de un negro descolorido, con tonalidades amarillentas y rojizas como de orín y óxido o... .

Tenía el cabello aceitoso, desmadejado y ralo, al menos en la escasa porción que permitía descubrir el arrugado sombrero azul oscuro. Llevaba éste calado hasta el cuello por la parte posterior, lo que hacía pensar en una cabeza no demasiado grande o en un cuello casi inexistente. Bajo el sombrero podían atisbarse unas greñas de color ceniza, aunque como el resto de su indumentaria, teñidas por una gama de indefinidas sustancias.

Una chiquilla rubia había comenzado a gimotear en silencio. Tal vez sentía pena por el sufrimiento del chamuscado animalillo. No podía soportar la sádica crueldad de sus amigos. Y se levantó, separándose unos metros del grupo, que seguía apiñado como una sola cabeza sobre la tierra menuda del parque.

El sol se mecía sobre sus pequeñas cabezas, pero, sorprendemente, dejó, por unos segundos, de iluminarles con la brillantez habitual. Ni una sola nube aparecía en el cielo y, sin embargo, algo se había interpuesto en medio de aquella cascada de luz y calor. Algo frió recorrió de un extremo a otro todo el parque, hasta llegar al grupo de niños. Una ráfaga de aire había sacudido las copas de los arboles.

Nadie se dio cuenta o tal vez todos sintieron el escalofrío y se apretujaron un poco más, ocultando sus rostros entre las sombras de sus pequeños cuerpos, observando, ya, los últimos estertores de la indefensa lagartija.

Ningún niño se percató de la ausencia de la chiquilla. Únicamente, Paquito, su hermano, sintió un extraño presentimiento; levantó la vista y escrutó con sus ojillos el parque, buscando con cierta aprensión la menuda forma de su hermana, aquella preciosa rubia de ojos azules que unos momentos antes había comenzado a llorar, sin una causa aparente.

Entonces vio que se encontraba a unos seis o siete metros, y que se dirigía, absorta, hacia la inmóvil figura del hombre, que seguía, vuelto de espaldas; si bien ahora parecía hacer ademan de girar, lenta, muy lentamente.

Paquito se levantó como impulsado por un resorte, y corrió hacia su hermana, antes de que ésta lograra acercarse un metro más hacia la desconocida presencia.

Paquito no quiso mirar, no hubiera querido ver, pero alcanzó a distinguir; sin embargo todo aquello quedó atrás ante la inmensa felicidad que le causó, en el fondo de su pequeño corazón, asir la mano de su hermana y recuperarla, Dios sabe de qué!.

Antes de llegar a donde les esperaba el resto, quiso volver a mirar, pero alli donde hubiera debido estar aquella sombra de negra apariencia, no había nada. Había desaparecido de repente. Se había volatilizado en el aire o, quizás, había huido con la suficiente rapidez, como para que en esos segundos, estuviera ya lejos, o al menos lo bastante como para hallarse bajo los soportales de la iglesia o al otro lado de la avenida.

Paquito había visto, o tal vez había creído ver. Pero no dijo nada hasta la tarde siguiente, recordaba: alli donde hubiera debido estar la car a...alli estaba...per o...era mejor olvidarlo. La vegija se le había distendido y le habían entrado unos sudores frios.


Nadie, salvo Paquito, le había visto, ni siquiera su hermana Lucía. Sin embargo, desde ese día, algunos niños comenzaron a sentir la ocasional presencia de un vagabundo, que rondaba, deforma habitual, la calle, casi siempre al atardecer, cuando las sombras se agitan y ocultan en la penumbra a las criaturas de la noche.


E Incluso algún adulto, quizás llegara a columbar la silueta del vagabundo, perdiéndose entre la semioscuridad de la calle, pero estos quizás supusieran que era tan solo un pobre mendigo, o tal vez ellos sólo vieran eso.


Los niños percibían la extraña presencia, pero esa percepción, curiosamente se producía de forma individual, como una insólita aparición.



-III-


-Es verdad. A veces viene...


^No digas tonterías. No existe. Mi padre me ha dicho que es para meter miedo a los niños.


-El existe. Es real. Yo lo he visto. Le vi.


-No, no puede ser. Sería algún vagabundo o un borracho de esos que se divierten asustando.


-No lo creo. Era él, el sacamantecas.


-y ¿qué hace el sacamantecas...?


-Mi abuela me contó una vez que el sacamantecas es como el hombre del saco o como el coco. Son inventos de los mayores para asustar a los niños, cuando no hacen lo que ellos quieren.


-El sacamantecas es un hombre horrible y sucio...


-Es un monstruo?¿cómo es?.


-Es un loco al que le gustan los niños...


-No. Hace que se acerquen a él, los rapta y luego se los come, aunque antes les hace mucho daño.


-Que valLes saca las mantecas.


-Que no! Les saca la sangre y luego la venden...


-Son...


-Niños!!! De qué estáis hablando? Venir a merendar!.

Las dos mujeres se habían levantado, casi al mismo tiempo de sus sillas, que estaban recostadas junto a la vieja tapia del campo del Irati, en el pequeño terreno salpicado de zarzas y hierbajos secos, que todos, los niños y los mayores, llamaban el Gure.

-Del sacamantecas. ¿Verdad, mama que no existe?.

La mujer más joven, de pelo castaño y con la cara enrojecida por el sol, tras un pequeño silencio, les increpó, con una media sonrisa.

-Claro que no!, pero dejar de hablar de esas cosas. Ir a jugar. Andar! pero no os alejéis mucho.¡Que os vea yo!

Las dos mujeres les habían dado a sus chicos la merienda: chorizo, salchichón, una pastilla de chocolate... Un niño le pidió a otro un trozo de su bocadillo. Su madre no le solía dar de merendar. Una de las dos mujeres, esta vez, la más alta, la de pelo negro y tez morena le cortó con una frase rotunda:

-Que te lo dé tu madre!

El niño se alejó en silencio, triste y dolorido, mientras las dos mujeres siguieron parloteando sin cesar, al mismo tiempo que hacían punto.


En el aire olía a hierba seca, a pan blando, a chorizo y a chocolate. Había llegado una tercera mujer, que se unió a las anteriores en el parloteo. La chachara se confundía con el punto: uno del derecho, uno del revés... Y vuelta a empezar.


Los niños se habían desperdigado y se encontraban lejos...En el aire olía a humo. Alguien había encendido una hoguera, alia a lo lejos, en el Soto. Ahora, por un momento, el aire olía a algo indefinible, pero nadie, ni los niños, ni aquellas tres mujeres sabían que era.


-IV-


Cuando las persianas de los comercios se cerraron, empezó a llover. Unas gotas gruesas golpearon las aceras de cemento y el asfalto. Sobre el coche negro, aparcado, como siempre, en la esquina de la calleja que daba al culo de saco; sobre el coche negro, cubierto de una espesa capa de polvo y suciedad, comenzaron a formarse hilillos de agua, que se retorcían formando extraños entramados de arroyos que se juntaban y al poco se bifurcaban en innumerables regueros. Nadie sabía cuanto tiempo llevaba el coche negro alia, quizás cuatro, seis o tal vez algunos años más. Muchos niños lo recordaban como un elemento más del paisaje de su reducido mundo.

Las gotas se habían convertido en una cortina de agua, que barría con oleadas, estremecidas por el viento calido y húmedo, la calle solitaria. Guarecidos en los umbrales de los portales y bajeras, niños y mayores miraban al cielo. Las grandes masas de nubes de tono violáceo se habían difuminado tornándose en una gran masa de aspecto ceniciento, por momentos muy blanca, e iluminada con fogonazos secos como las dentelladas de un perro rabioso.

Al final de la calle, junto al coche negro aparcado en la esquina, una figura parecía clavar la vista en un punto fijo. La cortina de lluvia distorsionaba su imagen, su cara. Un brazo señaló, desde otro lugar de la calle, aquella silueta desdibujada. Los rasgos de su rostro no estaban bien definidos, como ocultos baja una gasa o como si temblaran bajo un lecho de agua turbio. Parecía que aquella faz indefinida estuviera transformándose, metarmofoseandose a cada instante... .

Se intuía casi, se divisaba su figura, oscura como el automóvil, pero quizás ésta fuera aún más negra, un negro profundo y absoluto, que absorbía los colores y apagaba la luz grisácea de la tarde lluviosa.

Paquito echó a correr, desde el umbral de un portal y cruzó aquel muro de agua. Alguien le llamó, a sus espaldas. La sombra ya le había visto acercarse y antes de que nadie se diera cuenta, se había perdido en el fondo de la lluvia, dejando al coche como mudo testigo de su presencia. El niño estaba allí, y buscaba con la mirada algo a su alrededor, alguna prueba, porque estaba seguro de que antes de desaparecer había arrojado algo al suelo.


La lluvia cesó casi de repente. Paquito había preguntado a su mejor amigo, a su inseparable compañero de juegos:

-¿Viste al hombre, junto al coche negro...?

Francisco le escuchó, como lo suelen hacer los niños, entre distraído e inquieto, pero le contestó, sin alterarse lo más mínimo:

-No sé porque corriste hacia el coche. Estas loco o que! Allí no había nadie.

-¿De verdad?

-Si.

Paquito cayó en un profundo silencio y no volvió a abrir la boca durante casi un cuarto de hora.



Aquella noche soñó. Soñaba que "buscaba con la mirada" y que enganchado en la portezuela del automóvil había un trozo de tela negro. Podía tratarse de un pedazo del abrigo del extraño. Lo tomó con cuidado en sus manos. La lluvia resbalaba sobre la tela. La tela parecía tener vida. Brillaba y, por momentos tenía la textura de una piel. Estaba caliente. Le estaba quemando los dedos. Se movía y temblaba entre sus pequeños dedos.


Lo arrojó con esfuerzo al suelo, porque parecía pegársele a los dedos como una masa viscosa. Y cuando bajó la vista, siguiendo la trayectoria de aquel trozo de piel negra, encontró o supo que había encontrado aquello que la extraña figura arrojara al suelo antes de desaparecer entre la lluvia. Paquito sonrió. Como era posible!. Aquel hombre jugaba todavía a las canicas. Porque eso es lo que encontró: dos brillantes bolos blancos adornados con curiosos circulos concéntricos...


-V-


Las sombras de los arboles del parque se agingataban como formas chinescas ante el reflejo de las dos bombillas bamboleantes. Y en la soledad de los arboles se escuchaba queda, la pisada lenta de una silueta, que bajo la luz tenue de las bombillas había tomado una palidez cetrina.

El parque estaba solitario, como solo lo pueden estar los rincones más oscuros de los que parece haberse alejado la luz y el tiempo.

Aquella figura fantasmal permanecía erguida bajo el haz de semipenumbra, como si hubiera salido a través de un puerta invisible, alia desde el fondo de la tenebrosa oscuridad.

En al lóbrega noche danzaban las sombras, y susurraban como el viento en las hojas. Era como un prolongado siseo de palabras y ecos, conversaciones a media voz, pisadas y gemidos apagados, que parecían repetirse y se encadenaban hasta provocar una indefinible sensación de malestar y pesadumbre.

Parecía como si alguien hubiera abierto una puerta y algo perverso e inhumano estuviera al acecho, vigilando, vibrando, al mismo tiempo que se sentía como si una porción del tiempo se estuviera dilatando y contrayendo de manera sucesiva, deforma que el espacio pugnara por romperse en mil pedazos, o al menos se resquebrajara peligrosamente, y a través de las grietas se estaban filtrando...esas sombras, esos sonidos...

Aquella aparición había durado apenas un segundo; tan corta fue, que podría hasta dudarse de que hubiera sido real. Quizás sólo fue una ilusión. Tal vez nadie en el barrio le había visto, ni le volvería a ver...Tal vez, pero si no fuera así, si esa sombra que se deslizaba sigilosa, a la hora del atardecer, e incluso a plena luz del día, era real, entonces estaba buscando, y no regresaría a su mundo de tinieblas hasta que encontrara.

La línea del horizonte se apagaba como en un incendio y las ascuas crepitaban sobre los tejados de los edificios, salpicando con sus rojizos destellos los cristales de las ventanas y la calle.

Abajo, en la calleja, como en cualquier otra tarde, los chicos jugaban, corriendo y escondiéndose entre los coches. A través de alguna ventana abierta se oía el parte de la radio. Su peculiar sintonía marcaba el ritmo de las horas y aún no era el momento de regresar a casa.

Abajo, en la calle, se apuraban las últimas brasas de la tarde, el calor de los últimos rescoldos, antes de que el cielo se tornase negro y frió, antes de que las estrellas chispeasen con el vestigio postrero de un incendio sofocado.

Todavía se divisaban los rostros, si bien la calle parecía estar envuelta entre una bruma algo extraña. Los niños seguían jugando; las abuelas se retiraban al calor del hogar; se preparaban las cenas; las parejas se retrasaban, eternizando cada momento. Todo era como cada atardecer, tan diferente y sin embargo igual.


Alguien había atravesado la calle, y caminaba ahora por la mitad de la calzada. Venía del extremo norte de la calleja, en concreto del sendero que conducía al Soto. Parecía un vagabundo, desharrapado y sucio. Caminaba ligeramente encorvado y, de cuando en cuando, sus pies vacilaban y trastabillaba.


Se había acercado a un grupo de niños. Llevaba un objeto en su mano izquierda, que brillaba tenue y despedía un fulgor verde azulado. Los niños habían huido precipitadamente.

El desconocido se apoyó sobre un coche y se llevó aquello hacia la boca: solo era una botella de vino a medio beber. Aquel vagabundo era un borracho, sin embargo los niños tenían miedo... El borracho se incorporó y clavó su mirada en un chiquillo de unos cinco años. El niño le vio venir desde lejos y echó a correr, llorando.

Poco a poco, el miedo inicial dio paso a la mofa y la huida, a la persecución. Los niños comenzaban a divertirse a costa del vagabundo. Le hicieron correr, le gritaron y escupieron, le arrojaron grava e higos podridos. El pobre borracho se había convertido en la victima de sus burlas y de sus crueles juegos infantiles.

Como aquella lagartija, en el parque, el vagabundo se agitaba frenético, rabioso, los ojos inyectados en sangre, la baba resbalandole por las comisuras de los labios, haciendo mil aspavientos y deshaciéndose en muecas descompuestas.

En ese momento, casi todos, en la calle habían centrado su atención en torno al mugriento vagabundo que había pretendido atemorizar a la chiquillería.

Nadie se percató de que las últimas luces del crepúsculo se habían perdido más alia del horizonte y que la oscuridad iba empapando cada rincón, cada forma, cada rostro. Se encendieron las bombillas y se volvió a escuchar la frase recriminatoria de la madre a su hijo, el aviso, vamos-que-son-las-diez-, pero es que esta noche los chicos disfrutaban de una diversión especial, y la vuelta a casa se retrasaba.

Nadie se percató tampoco de que Nuria, y el pequeño de rizos rubios, Joaquín, no estaban en ese preciso momento en la calle, junto a los otros, sino en las lindes del camino que conducía al Soto.

Nuria jamás descuidaba la vigilancia de su hermano, Joaquín. Le llevaba siempre agarrado de la mano y no le quitaba el ojo de encima; sin embargo, Joaquín había desaparecido. Así, de repente, un segundo y zas... .

Nuria había visto como su hermanito se internaba, sin que a ella le diera apenas tiempo para reaccionar, en el umbral de la oscuridad. Nuria le vio correr', detenerse y desaparecer. No, antes vio algo más. Una sombra, quizás, un hombre vuelto de espaldas, unas manos grandes y nervudas, unos dedos muy largos, como garfios... Ella había corrido detrás. De eso si estaba segura. Le había visto. Había visto como levantaba en volandas a su hermano...y se lo llevaba. No supo reaccionar ¿o si lo hizo?. Si. No había niebla, ni bruma. Solo oscuridad. Sabía que pudo superar el agarrotamiento, el sollozo mudo y que allá, en la mitad del sendero que conducía al Soto, desapareció. De repente, como si nunca hubiera existido. Si. Había desaparecido, aquella sombra y lo que en sus brazos se agitaba, pues eran aquellas las piernas y brazos de Joaquín, aquellos brazos y piernas que batían el aire inútilmente, aquellos brazos y piernas que también se desvanecieron en el aire, volatilizándose.

Con lagrimas en los ojos, el ahogado sollozo que paralizaba su voz, se desgarró en un grito sordo que nadie escuchó. Nadie le había visto internarse en la oscuridad, ni le volverían a ver salir de ella. Solo Nuria vio a la sombra, al ser extraño que procedía de las tinieblas y que había regresado a ellas para quizás volver de nuevo...tal vez antes de lo que muchos niños desearían o hubieran deseado.

 
...tiembla cuando duerme, porque cree que en el sueño podrá encontrarle con más facilidad...

Desde entonces, la abuela asusta a su nieto con la vieja historia de que va a venir el sacamantecas, y la madre a su hijo, para que regrese temprano a casa, no juegue en la oscuridad, ni hable con desconocidos. Y los niños hablan entre sí del sacamantecas, pero Nuria, con sus escasos ocho años, llora en silencio y no sale de casa, porque sabe que aún puede estar ahí, al acecho, vigilando entre las sombras, esperando el momento oportuno para llevársela.

Y Paquito sabe también que no es mentira, que el sacamantecas existe, porque él lo ha visto, y lo que es peor, le ha visto el rostro, y sabe que cualquier día, en cualquier atardecer, puede surgir de pronto, en un rincón oscuro, detrás de una esquina, junto a un coche, en el rellano del portal e incluso entre los arboles y a plena luz del día.

Paquito sabe que puede cogerle, en cualquier momento, y conoce lo que le hará. Tiene miedo. No soporta quedarse a oscuras, e incluso tiembla cuando duerme, porque cree que en el sueño podrá encontrarle con más facilidad.

Aun recuerda aquel sueño y aun siente como le recorre un escalofrío por la espalda, y se le pone la carne de gallina, porque se ha dado cuenta de lo blandos y pegajosos que eran aquellos bolos blancos, porque ha recordado, con toda nitidez, el verdadero color de la tela, y porque recuerda...No. Mejor olvidarlo. Había visto algo más, junto a los bajos del automóvil negro, algo que le hizo dar un agudo y prolongado grito.

Ahora quisiera gritar, gritar hasta arrancar de su mente el recuerdo. No podía ser cierto. Junto al coche estaba. Primero vio el cuerpo, intacto; luego la cabeza, inconfundible, sembrada de rubios bucles que rodaba, mostrando la terrible mueca de horror supremo en sus labios, y las cuencas de sus ojos vacias como las de una calavera, y quizás debiera añadir algo más que no vio, y es que en el fondo de aquellos dos pozos negros parecía latir una extraña pulsación, como si la oscuridad de aquellos pozos tuviera una vida propia, pero no, ciertamente, no de este mundo.


(Pamplona, 20 de Diciembre de 1986)