sábado, 22 de septiembre de 2012

¡No apagues la luz todavía!


-¡No apagues la luz, todavía!-, dijo, el niño, con un tono de temor en los ojos. Acababa de abrigarle, subiéndole el bozo de las sabanas y las mantas hasta cubrirle, casi por completo, su pequeña barbilla. Era aquel un cariñoso gesto que se había convertido en una agradable costumbre para Esther.

-¡Que descanses, hijo!

Iba a apagar la luz de la mesita, pero el niño le había recordado, como muchas otras noches que no le hiciese. Juan Pedro, su marido, se lo había dicho repetidamente. Tiene que acostumbrarse. Ya tiene seis años. Si no ponemos remedio a tiempo, se convertirá en un chico asustadizo, enfermo. Ya tiene años para no asustarse de la oscuridad.

-Pero, Juan, el niño lo pasa mal... o es que no te acuerdas de la última vez... Es muy sensible y...

-¡Tonterías!. Le estas malcriando. ¡Ya está bien!. ¡Esto se va acabar!.

Como otras noches, Pedrito escuchaba, desde la cama, las eternas discusiones de sus padres. El hubiera querido que la araña de la habitación estuviera encendida, que hubiera más luz... La bombilla de la lámpara de la mesita salpicaba la estancia de luces y sombras: iluminado su entorno más inmediato, pero ensombrecidos, cuando no totalmente oscuros, los rincones.

Los muebles de la habitación proyectaban sus sombras sobre las paredes y permanecían, así, estáticas, apenas alteradas por las irregulares oscilaciones de la bombilla.

Miraba con precaución algunos rincones, aquellos sombríos lugares donde la luz no llegaba, aquel recodo junto al armario o ese hueco, detrás de la puerta, y más allá de la puerta abierta, el largo y negro pasillo. Era aquel un temor instintivo, sin ninguna base racional. Pensaba simplemente que en la oscuridad se ocultaba alguna horrible entidad, una cosa perversa y maligna, algo que no soportaba la luz y que por ello nunca se atrevería a presentarse bajo ella.

Al cabo de un largo rato, Pedrito acababa durmiéndose y su madre se   acercaba con extremada cautela a la habitación, para no despertarle y apagaba la luz de la mesita.

Así pasaron los días, o mejor dicho, las noches, siempre con el temor de Esther, por si Pedrito despertaba en medio de la oscuridad y sufría un ataque, como aquella vez**. Entonces, le engañaron diciéndole que había sido tan solo una pesadilla, y en cierto modo así fue, pero solo él lo sabe.

Ha pasado todo un año. Pedrito sigue temiendo la oscuridad y sólo después de que ha logrado dormirse, se sume, sin saberlo, en el negro reino de las sombras, hasta que los primeros rayos del amanecer le rescatan, de nuevo, de entre los jirones de la negrura.

Pedrito tiene ya 8 años, y parece haber superado su miedo a la oscuridad. Ya no hay rincones oscuros ni sombras... Sus padres, suspiran aliviados porque creen que, afortunadamente, ha superado una conducta que empezaba a convertirse en patológica. Pero las cosas no son nunca lo que parecen. El niño sigue teniendo miedo. A menudo, cuando se va a meter a la cama mira debajo. ¿Qué hay debajo de la cama?.¿Qué puede haber debajo de la cama?. Nada. Pero antes de apagar la luz se agacha y mira, con precaución, como quien escruta desde una roca resbaladiza un abismo insondable, oscuro y burbujeante a sus pies. Ese gesto se ha convertido en una rutinaria operación que le hace decirse, en un mudo monólogo, -todo esta bien-, y se tranquiliza y duerme.

Aquella noche, sin embargo, no lograba dormirse. Un rayo de luz blanca se filtraba por entre las rendijas de la persiana. La luna se alzaba en lo alto del oscuro firmamento, alanceado su cerúleo rostro por unas estrechas nubes amoratadas que se iluminaban con un breve destello blanquecino a su paso por el solitario satélite.

¿Había mirado debajo de la cama?. ¿Era tal vez aquello lo que le inquietaba?. No. No lo había hecho. El miedo a la oscuridad le envolvió con unos inaprensibles zarzillos, helados y húmedos, que perlaron su frente. Quería autoconvencerse, y se decía, una y otra vez, -allá abajo no hay nada-, a pesar de que creía sentir un sordo rumor de pasos que se acercaban, un leve roce sobre la alfombra, luego, y por último una presencia invisible sobre su rostro. ¡No!. Imaginaciones. Sonrió. En la habitación no había nadie ni nada más, aparte de él.

Relajado, comenzó a dormirse, y dormitando, en el silencio, en el abandono de la noche, fue dejando caer, sin querer un brazo, al borde de la cama. Colgaba sobre el borde, ajena a la extraña metamorfosis que se empezaba a producir bajo la cama.


.
..De debajo surgió una larga mano, amarillenta y ganchuda como una garra, que asió el brazo del niño y lo arrastró fuera del lecho...

Parecía como, si de repente, en la oscuridad, debajo del lecho se hubiese materializado una puerta invisible, una entrada a una dimensión infernal, y desde ella, una sombra o tal vez algo peor, una entidad monstruosa quisiera cobrarse su presa. Y así, en apenas un instante, desde las ignotas profundidades, de debajo de la cama, surgió una larga mano, pálidamente amarillenta, y ganchuda como una garra, que asió el brazo del niño y lo arrastró fuera del lecho. Pedrito despertó. Había pasado del sueño a la pesadilla. Comenzó a gritar. Algo blando pero fuerte le empujaba hacia lo que intuía como un gran agujero, una profunda y nausebunda sima, húmeda y axfisiante.

Al oir el chillido, Esther se levantó y corrió sin encender la luz, por el largo pasillo hacia la habitación de Pedrito. La puerta de la habitación estaba cerrada. En un primer momento parecía no querer abrirse. Por fin, logró entrar aunque solo fuera a tiempo para ver como su hijo era arrastrado hacia las profundidades. Le veía en el suelo, agarrándose al larguero, con medio cuerpo debajo del lecho, gritando, llorando, pugnando por zafarse de aquel abrazo que le alejaba cada segundo un poco más del mundo de la realidad y la cordura. Se abalanzó sobre aquella grieta que se cerraba, en el último segundo, solo para sentir, por última vez el roce de su mano sobre la de su hijo, que resbalaba hacia una profundidad más negra y oscura. Un segundo después, el suelo, y en el ambiente, o era tal vez en sus oidos, creyó escuchar la voz lastimera, el último grito, la llamada sin respuesta de un niño: su hijo.

La estancia quedó silenciosa, la cama vacia, las sabanas revueltas y el eco de aquella llamada sobre la abertura que se cerraba tan silenciosamente como se había abierto, en medio de la madrugada.

Por entre las rendijas de la persiana seguían filtrándose los rayos de una luz mortecina, sin embargo aquel extraño ángulo, aquella rara disposición de los rayos de la luna nadie sabe cuando y donde se repetiría.

Esther, en su mente, volvió a escuchar la voz de su hijo, como todas las noches: -¡Mama, no apagues la luz todavía!.

(Pamplona, 15 de junio de 1990)

"Parece como si en la oscuridad,

bajo el lecho,

se fuese a materializar una sombra,

como si la cama tuviera una especie de temible reverso,

y allá abajo se fuese a abrir una tumba,

en la que descansara un espectro, o un cadáver, o un monstruo

que quisiera alargar su brazo,

como una garra, por encima de las sábanas

y apretarme en un mortal abrazo.

Por eso me cubro, cabeza y todo.


Siento como si la cama estuviera colgando de forma inestable sobre un abismo.


Por eso no dejo jamás los pies al aire sobre la cama,


por eso no saco nunca los brazos  y me tapo siempre la nuca


como si temiera sentir el helado aliento..."


("Miedos nocturnos''.. Autobiográfico)

No hay comentarios:

Publicar un comentario