sábado, 22 de septiembre de 2012

Las hermanas del 4º piso



Vivían en el bloque de viviendas desde hacía más de veinte años. No recuerdo, exactamente, cuantos. Quizás se materializaron, un día, en aquel cuarto piso, como los fantasmas de un sueño que nunca debió comenzar.


Parecían tener una edad indefinida. Nadie sabía cuantos años realmente. Sesenta, setenta o algunos más. dar un dato concreto sería entrar en meras especulaciones sobre detalles secundarios que, en cualquier caso, a nadie le importaban.


Pocas veces se las veía, por las escaleras. La vecindad apenas notaba su existencia. Aquellas dos hermanas solteronas llevaban una vida totalmente cerrada. Ajenas a los chismes, comentarios y conversaciones de descansillo, se las podía ver bajando silenciosas las escaleras, siempre, las dos juntas, calladas, correctas en el trato, un saludo, -Buenos días-,-Buenas tardes-, -Buenas noches-, y seguían su camino.

Pocas veces tropecé con ellas, pero recuerdo habérmelas encontrado alguna vez en la soledad del portal, y nunca un susurro salió de sus bocas. Pasaban a mi lado como dos esfinges, sus caras hieráticas, como bloques de marmol.


Eran más bien altas, de rasgos duros, pómulos como aristas desgastadas por el tiempo, cabello gris, lacio y desmadejado, con tendencia a disminuir. Una de ellas, la mayor, llevaba unas gafas de montura marrón, tras las que se escondían unos ojos tristes y apagados, pero a la vez oscuros y sombríos, como si la amargura, la soledad de los años perdidos hubiera dejado en ellos una huella indeleble. De la otra hermana, no logro recordar bien su cara, solo escucho su voz, aquel día...

Hubiesen seguido pasando desapercibidas sino hubiera ocurrido algo. Hacía varios años que había fallecido, tras una larga y penosa enfermedad, un hermano de ellas. Aquella muerte comenzó a desequilibrar, de una manera gradual y progresiva a la hermana menor. Se encerró, dicen, en sí misma, negándose a comer y reprochándole a su hermana su mejor aceptación de los tristes designios del destino. A partir de entonces, se podía ver a las dos hermanas, la mayor saludaba, como siempre, a los convecinos en la escalera, la otra permanecía encerrada en su mundo, ajena a todo aquello que la rodeaba, y si alguna vez se la interpelaba, respondía con inusitada brusquedad, como si lo considerase un ataque, una agresión.

Fue, entonces, cuando comenzaron a escucharse voces y gritos entre aquellas cuatro paredes que durante tantos años habían permanecido silenciosas. Sólo en las últimas semanas aquella extraña situación empezó a transcender a la vecindad. Su hermana había comenzado a insultar a las vecinas y a inventar escabrosas historias sobre sus vidas íntimas.

Recuerdo que, en casa, el único comentario sobre ellas partió de mi madre, y se refería precisamente a ese comportamiento irregular de la hermana desequilibrada y, también, a los repetidos esfuerzos de la otra hermana por disculparla y disculparse ante los ofendidos vecinos.

Fue, tal vez, la cercanía de este comentario a una anécdota particularmente singular y que afectó a mi casa, lo que hizo que los hechos que sucedieron a continuación me marcasen poderosamente.

Eran las tres y media de la tarde del 9 de noviembre de 1989, cuando sonó el teléfono. Lo había cogido mi hermano. La llamada era, sin embargo, para mi madre. Se puso al aparato y ante sus reacciones, pensé que sus respuestas eran fruto de la incomprensión, de la perplejidad a lo que su anónimo interlocutor le decía. En efecto,   quien   la   había   llamado   de   manera   tan extemporánea y sorprendente era una délas hermanas del 4o, la que todos suponíamos cuerda. Sus palabras, su conversación no era del todo coherente:

-¿Puedes subir?

-¿A qué?

-Pues, a hablar

-Pero, ¿ a hablar de qué?

-Pero, ¿es que no sabes lo que nos ha pasado?

-No, de verdad.

-Pues, me extraña.

-De verdad que no se nada... estaba comiendo...

-¡Ay, lo siento!

-No. No importa

Aquellas frases, sin demasiado sentido, daban por supuesto algo que nadie sabía, o ¿era algo que quería decir, confesar o descubrir?. Me inquietaron, más cuando el tono con el que fueron dichas no era, además, nada tranquilizador: una mezcla entre sollozo y gélida serenidad.

Todos coincidimos en casa que Madre no debía subir. No se porqué pero tenía un extraño presentimiento, un vago temor. Me inquietaba el insólito comportamiento de aquella mujer y el más que presumible peligroso o al menos imprevisto comportamiento de su hermana. Al final, y pese a que estuvo apunto de subir acompañada de una vecina, no lo hizo. Le quedó, con toda seguridad, un regusto de incertidumbre. ¿Para que quería que subiera?. Una duda, ¡Tal vez debería haber subido!. Pero el día pasó, y el otro día, mi cumpleaños, también, y el fin de semana... hasta aquella mañana del lunes, 13 de Noviembre.

Mi padre hacía un rato largo que se había marchado a trabajar. Estaba despierto. Miré al reloj. Eran las ocho menos veinte. Mi hermano se iba a levantar pronto hoy, sin embargo, remoloneaba. También estaba despierto. Los sonidos de la mañana eran sonidos del silencio, todavía, y de repente, un ruido fuerte y seco, muy fuerte que rompió bruscamente la tranquilidad. Parecía venir de la parte del patio. Pasaron unos segundos. Se abrió una ventana, y la vecina del 2o comenzó a gritar histérica, repitiendo el nombre dé mi madre. Esta se levantó, abrió la contraventana de la cocina y vio el cuerpo de una mujer que yacía en el patio, boca abajo, la cabeza en línea sobre la ventana de la cocina y los pies hacia la ventana del baño de la vecina de enfrente. Movía espasmodicamente las manos, en unos últimos estertores.

Un charco de sangre crecía, a cada momento, bajo su cabeza.


En ese momento, apenas unos segundos, intuitivamente, ya sabía quien podía ser. Cuando oí el golpe seco y los gritos de la vecina, sabía que alguien había caído, que alguien se había tirado por la ventana. Pensé, pensábamos, en un principio, que sería la loca, pero cuando mi madre subió al 4o piso, a pedir una manta, y la vio... ¡Era muy extraño!.

A los dos minutos escasos de producirse el hecho, comenzaron a sonar las sirenas de la ambulancia. Por casa desfilaron muchachos de la Cruz Roja, municipales, nacionales de uniforme y de paisano, el juez y ayudantes, servicio de limpieza y desinfección. El suceso, la nota negra, morbosa, trágica había ocurrido demasiado cerca. Por la cocina sacaron el cadáver y sobre el suelo del patio quedó un gran charco de sangre.

Su voz se escuchaba, seca y retumbante en el patio:-¡Que la tapen y me la suban!... ¿A donde la llevan?.¡No la toquen!. A las tres horas del trágico suceso todo estaba, de nuevo, en silencio; Comentarios. No estaba muy claro. Luego, unos hechos deshilvanados servirían para reconstruir parcialmente, para atisbar lo que pudo ser una truculenta, una sórdida historia:
Ocho menos veinte de la mañana en el 4o piso. La vecina de al lado escucha unos gritos desgarradores. No era la primera vez, sobre todo, en estos últimos meses que se oían voces y gritos, pero aquellos gritos le había provocado una creciente inquietud. Se levantó, pese a las protestas de la hija, se puso la bata y llamó a la puerta. Salió al umbral, Ha loca":


-Pero, ¿les pasa algo?

-No. ¡No nos pasa nada!, ¡déjenos en paz!....

Parecía que llevaba en la mano una media. Era extraño que saliera ésta y no la otra, aquella que siempre disculpaba a su hermana de sus frecuentes excentricidades y ataques verbales. No obstante, volvió a meterse en su casa, nada tranquila y espero a que la loca cerrase la puerta, para volver a salir y llamar a la vecina de enfrente.

Unos segundos.

-Oye, sabes, ha pasado esto, he oido gritos, he llamado, ha salido ésta.

-¿Cómo?. Yo acabo de oir ahora mismo un estruendo enorme. Miraron, por la ventana del descansillo, y allá abajo estaba el cuerpo en el patio.

Preguntas y más preguntas. Declaraciones. Testimonios. Inspección ocular. En la cocina había unas banquetas. No tenían frigorífico, ni cocina de gas, tan solo disponían de un hornillo eléctrico. Las paredes estaban desnudas. En el cuarto de estar apenas unas sillas. En el cuarto del patio no había siquiera una bombilla que lo alumbrara. Suciedad y dejadez. Una manta en el pasillo. Una cuerda con nudos corredizos. La casa exhalaba un aire de decrepitud, de vidas ensombrecidas por el tiempo, la soledad y la locura.


La ventana de la habitación del patio sigue abierta: se abre, se entorna, se cierra y se golpea con el aire. Abajo, un nutrido grupo de moscas revolotea, con extraña insistencia, sobre la mancha, que pese a todos los intentos por quitarla, aun perdura.


La historia tiene todos los elementos de un sórdido episodio de la crónica negra. Perduran aun muchas incógnitas. ¿Qué ocurrió aquella mañana de lunes, antes de la caída?. ¿Qué quería decirle a mi madre, aquella tarde del jueves anterior?. Podría especularse mucho, dar por sentado hipótesis y teorías pero seguramente el secreto quedará intacto entre aquellas paredes y en la sofocante prisión de una mente enferma.


La hermana permanece hoy internada en el hospital psquiátrico de nuestra ciudad, con vigilancia policial. El piso permanece precintado. El caso no está cerrado.


(Pamplona, 1 de enero de 1990.)


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