sábado, 19 de enero de 2013

El parque

El Paseo está solitario. Pueblan el silencio el piar de algún pájaro, el aire que choca contra las hojas de los arboles, el ruido del agua de la fuente al caer.

Pasa el tiempo. Algunas madres acompañadas de sus hijos llegan y se sientan en cada uno de los bancos de piedra o madera que están uniformemente distribuidos por el parque. Mientras aquellas hablan y hablan sin cesar  los pequeños se pierden entre los arboles, entre los setos de los jardines y juegan. Transcurre el tiempo y el silencio del agua, del aire y de los mudos pájaros se ha visto enturbiado por el murmullo de las conversaciones que poco a poco se elevan de tono.

Un viejo está sentado sobre un banco de piedra y a su alrededor se arremolinan decenas de palomas, acompañándole sobre el banco, apoderándose de él, bajo sus pies, sobre su cabeza, hombros y piernas. Un niño ha corrido hacia las palomas y estas han emprendido rápidamente veloz ascensión hacia las ramas de los arboles más cercanos.

Mientras, las estatuas de fría piedra esculpida que jalonan el paseo permanecen inmutables en su silencio, en su quietud secular. Y hay quienes pasean sus minúsculos perros por las calles del Paseo, y  sobre los bancos de piedra permanecen sentadas algunas madres, algún viejo, algún matrimonio alguna joven pareja.

Y el tiempo pasa, y el agua sigue cayendo, y los arboles siguen dando sombra, y las palomas vuelven al regazo del anciano, y los niños continúan jugando y las madres hablan y hablan, y los perros se orinan bajo las farolas. Atardece. El sol deja de iluminar el parque, adueñándose de este una rojiza oscuridad. Y los niños, y los viejos, y las madres y los perros abandonan el lugar.

Las farolas se encienden, alumbrando con debil luz la solitaria oscuridad de ese rincón vacio ya de gente. Más ahí seguirá el parque, de día o de noche, en el triste otoño, cubierto de hojarasca o en el invierno, tapizado por un inmenso manto blanquecino y siempre igual: el viejo, el niño, la madre habladora, el perro. Silencio, tarde de verano, silencio.

Pamplona. Agosto 1982

jueves, 10 de enero de 2013

Viaje en tren

Sentado sobre un banco, espero impaciente la llegada del tren. Pasa el tiempo y a cada momento miro una y otra vez el reloj. Por fin en la larga recta que enfila la estación se ve ya el potente faro de la locomotora que se acerca velozmente. La gente que abarrota la estación se apresura a subir cuanto antes al tren. Los altavoces han anunciado su llegada, procedencia y destino y tiempo de parada. He cogido las maletas y agarrándome a la fría barandilla subo a uno de los vagones. La gente se va acomodando poco a poco en sus asientos. La estación ha quedado casi vacía. Solamente ciertos familiares saludan con la mano a algunos de los recién subidos que, con emoción no disimulada, se despiden de aquellos. Luego un señor con gorra roja y un banderín debajo del brazo se dirige a la parte anterior del tren, concretamente hacia la locomotora. Un pitido, e inmediatamente todo el tren es sacudido por un movimiento brusco de atrás hacia adelante. Nos hemos puesto en marcha. Las casas, carreteras, arboles pasan, primero despacio, después mucho más rápido ante mis ojos.

En el interior del vagón algunas familias, hombres de negocios impecablemente vestidos, soldados de permiso tal vez, alguna monja. Todos hablan y hablan. Y entre el murmullo de sus conversaciones y entre el vaivén y la contemplación del paisaje a través de la ventana pasa el tiempo y por momentos me quedo casi sumido en una agradable somnolencia, solo rota por la voz de un señor vestido de azul que va pidiendo los billetes a cada uno de los viajeros, y ya le veo perderse al final del pasillo, camino de otro vagón. Y el tren se detiene en una y otra ciudad. Gentes que suben. Gentes que bajan. No. Todavía no he llegado. El sopor se acrecienta y se apodera de mí y sin darme cuenta me he quedado dormido...

De pronto, el tren ha parado y el ruido de la gente bajando las maletas me advierte de que por fin  he llegado a mi  destino, he llegado a casa. Somnoliento, cansado por el viaje, cegado por los imprevistos rayos del sol del mediodía, con la maleta en la mano bajo del tren. La gente abarrota de nuevo la estación. Otra estación. Otras despedidas, o tal vez otros recibimientos. Gentes que van de aquí para allá, movidos por mil circunstancias diferentes...y el tren en el que he llegado parte de nuevo a otro lugar. Atrás dejo la estación. Me encamino a casa. Una sensación de alegría por la llegada a mi ciudad, a mi casa me invade.

Pamplona. Septiembre 1982

martes, 1 de enero de 2013

Presagio

Hace algún tiempo, no se cuantos días, que siento una extraña sensación dificilmente explicable. En la oscuridad de las largas noches creo ver extrañas sombras cerca de mi lecho que se agitan y se acercan para irse de luego y volver de nuevo, como si quisieran torturar mi mente hasta hacerme casi desvariar. Más no sólo aquí me siguen pues de lo contrario podría pensar que eran fruto de mi espíritu febril. Al volver a casa cuando tan solo se oyen el ruido de mis pasos en la larguísima calle, creo sentir otras pisadas que retumban debilmente, como apagadas por la sonoridad de las mías y quiero volver mi rostro y sorprender al osado perseguidor, más trás de mi nadie está.

Doblando las esquinas, bajo la fúnebre luz de las farolas una sombra se refleja sobre la pared: ¿es la mía o...? Si. Es la mía. En la tarde solitaria, leyendo un libro o pensando, tan solo, una voz débil murmura algo tras la puerta entornada de la habitación. La casa está vacía. Y tras la puerta nadie. Y en la oscuridad del corredor sólo sombras. Alguna otra vez, de pronto, he sentido extraños olores indescriptibles, como a petalos de rosa, como a polvo y humedad, como a...

Los días transcurren interminables y me sigo atormentando. Creo que me estoy volviendo loco. Estoy perdiendo tal vez la razón o quizás es este algún trágico presentimiento. No lo he visto aunque lo siento cada vez más cerca de mí. Se que alguien sigue mis pasos y aguarda, al acecho, el momento oportuno para... No lo se. Quizás en mi soledad soy todavía presa más fácil. Debo rodearme de gente...aunque sé que de nada servirá. ¿Por que yo y no otro?. No. No puede ser. Estoy desvariando. Nadie me sigue. Es todo fruto de mi imaginación. De eso no cabe duda. 

Pasan lenta, muy lentamente los días y sus noches. No quiero salir de casa. Estoy tumbado sobre la cama, mirando fijamente al techo, en la oscuridad. Pasan las horas, los días. He perdido la noción del tiempo. De pronto he sentido una extraña presencia apenas imperceptible  y aguzando el oido he creido escuchar  una voz baja, apenas un susurro, al otro lado de la habitación, allá al fondo del pasillo. Me he levantado, he salido al corredor y he encendido la luz. He caminado hasta la puerta de entrada de la casa. Todo está en orden. He sonreido y me he quedado tranquilo. Pero al darme la vuelta, desandando el camino, he visto en el espejo ovalado cerca de la puerta de entrada, al final del pasillo, una imagen que me ha horrorizado. He visto mi imagen reflejada, sí, pero lo que me ha horrorizado es que no era mi reflejo. Desde el otro lado del espejo he visto  a alguien como yo que me sonreía con una sardónica sonrisa. 

Pamplona. Octubre 1982

El tiempo

Oscura prisión de la que parece imposible escapar. Cada tic-tac del reloj nos roba un poco de vida. Nuestro existir condicionado por los recuerdos del pasado, por las posibilidades abiertas del futuro se agota a medida que ese reloj de pared mueve regularmente, maquinalmente,  el péndulo, de un lado a otro,  tic-tac, eternamente,  y las agujas giran y los días y las noches pasan y así todas las cosas sujetas a cambio envejecen, mueren, desaparecen.

Tupida telaraña que cubre la existencia de la vida. Habitación oscura que ilumina el alba, que alumbra con bríos el sol del mediodía, que se oscurece en la noche. Día que dura toda una vida. Implacable con todo lo existente. Si no existiera el tiempo, ¡Cuán felices seríamos!. Imposible fantasía. Si el tiempo no existiese, no existiríamos nosotros. Caen lentos los granos del tiempo por el fino hilo del reloj de arena.

¡Volvamos a empezar!

El tiempo no perdona nuestros errores. Nos conduce sin compasión, inconmovible, hacia el fin o tal vez es el fin, la muerte quien desde el principio coloca junto a nosotros ese pequeño reloj mecánico o de arena... y nuestras ropas se agrietan, amarillean, rompen y nuestra piel se arruga y todo lo que nos rodea siente la pesada mano de ese ser invisible.

La telaraña se cierra sobre nosotros. Recuerda el anciano su pasado con emoción y su presente sin futuro es ya hoy la muerte. La casa se derrumba, el arbol se seca... Cambian con rapidez las circunstancias. Cambiamos nosotros. Morimos. El tiempo ha dejado de existir... (para nosotros). Ya no cae más arena por el fino hilo de cristal...Los relojes se han parado.

Pamplona. Septiembre de 1982