sábado, 15 de diciembre de 2012

Como un rio

Torrente nacido en la agreste montaña, cristalina agua que corre libre entre los surcos de la tierra, entre las rocas, nieve que el sol calienta en agua, sangre mía se convierte. Al fin encuentro un cauce por el que discurrir mis días.

Mi lecho lleno de guijarros, arrancados de la montaña virgen,  mi agua pura como está, escasa pero limpia, corre con prisa gritando ingenuamente su monótona estrofa.

Con el tiempo mi fuerza he perdido, he notado el peso de un caudal que se hace cada vez mayor. Crecen a mis orillas arboles frondosos. Yo soy un mundo. Estoy vivo porque en mí viven otros.

Alguien, una muchacha,  refleja su bello rostro sobre mi lecho. Quisiera arrastrarla conmigo hacia lugares donde jamás ojos humanos han llegado. Más ella sigue mirando impasible, de pie. De pronto ha arrojado una piedra y su rostro se ha distorsionado y ha desaparecido, pero la piedra ha caído lentamente al fondo, mientras todo el lecho se estremecía en circulares ondas.

Mientras tanto llegarán las lluvias, llegaron ya torrenciales, golpeando con fuerza, aumentando más y más mi caudal pero revolviéndolo todo, enturbiando el cristalino seno.

El lodo se apodera de mis orillas, nadie puede ya reflejarse como en un espejo, no podré tampoco contemplar a aquella muchacha, esos arboles, ese cielo azul... Todo está oscuro y gira turbio sobre y dentro de mí. Hasta cuando? Hasta que las tormentas pasen.

Quisiera anegar todo, quisiera cubrir la tierra toda con mi agua...más no, me perdería, prefiero mi profundo cauce y el remanso de esos arboles. Es más cómodo. Está hecho.

Sin embargo llegará un día, el estío y secará mi cauce y dejará al descubierto mis entrañas y me moriré sin esa agua que me cubra, prefiero la inundación!

Pasará el tiempo y un día encontraré mi fin: un mar sin límites, un vacío enorme en el que me diluyo y me confundo más seguiré vivo mientras la nieve de la montaña regenere mi caudal. Seguiré lleno de vida.

Simple historia la mía. Solamente quiero ser un río tranquilo, apacible, limpio al pie de una frondosa arboleda, bajo un cielo azul o una noche estrellada, sintiendo las gotas de lluvia, como una caricia, escuchando el canto de los pájaros, del viento contemplando ese rostro que en mí se refleja con el deseo de que en ninfa se convirtiera...

Más el peligro acecha, espera en cualquier recodo, en cualquier momento. Negros seres de negras mentes pretenden envenenar mi sangre quieren quesea como sus oscuras cloacas, refugio de ratas inmundas, paraíso de la muerte quieren que forme parte de la red de colectores de su sistema. No lo consentiré. La vida morirá en mí pero ellos también conmigo.

Pamplona. Agosto 1982

jueves, 13 de diciembre de 2012

Muere la vida

Muere la vida lentamente, con penoso esfuerzo pasan los días y después que estos se pierden en el recuerdo, ¡que breves me parecen!. La luz de la bombilla fúlgida brilla como una estrella  que me quema las pupilas. La voz de alguien que por la radio habla me suena hueca, grave, fría. La habitación duerme atravesada por un gélido halo que me estremece. Todo está tan quieto. ¿Existo?

Si, la tinta corre por la pluma y emborrona las cuartillas pero... no, no es suficiente, es necesario algo más. Estoy aquí, frías las manos, la mente turbia, gris. En mis oídos bulle un monótono canto, es la música de la vida, como una vulgar opereta. Silencio, deseo. Me siento: mi corazón late. Pienso: No, no es suficiente

La vida dormita en esas montañas de mi infancia, en esas largas avenidas asfaltadas, en esos libros un día leídos, hoy olvidados entre el polvo y la palidez de sus páginas amarillentas, en esas habitaciones vacías, llenas de soledad, en esos largos pasillos, en esas tardes heladas, en esos rostros, en sus miradas, en esos recuerdos

Las ventanas de las casas cerradas están... pero a través de los cristales miran oscuras sombras que brillan reflejadas en la superficie pulida y transparente, iluminadas por la palidez cetrina de sus rostros. Fantasía

Gotean pesada, regularmente los grifos, como otra muestra del paso del tiempo. Tic, tac, cloc, cloc como si ese lento caer de la gota se hubiera transformado en otra extraña forma de medir nuestra vida. El grito está roto. El agua seguirá cayendo. El tiempo...

Relámpago ciego como culebra brillante que retorcida te estrellas y conviertes en erial la tierra y sin dejar rastro marchas. Símbolo imposible: luna, sol, atardecer, soledad, I... palabras, sensaciones, ilusión, esperanza- Quien?, Cuando?, Dónde?, Cómo?. Demasiadas preguntas...

La vida sigue muriendo inexorable. No, no es suficiente esperar. Vivir  nunca es suficiente. No he encontrado todavía la  respuesta. La búsqueda es larga, difícil. Las avenidas silenciosas me  acogen bajo la penumbra rojizo amarilla de una noche fría, de un otoño lluvioso.

No se adonde voy. Destino incierto. Estoy aquí: la mente oscurecida por la sombra gigantesca de mi figura reflejada en la pared, iluminado el rostro por esa bombilla fúlgida que me quema las pupilas. Estoy cansado. Los parpados se cierran y el sueño cubre con un espeso velo todos mis pensamientos. La tinta ha dejado de correr... Silencio.

Pamplona. Octubre 1982 

Azul cielo, blanquecina espora

Azul cielo, blanquecina espora que cae por entre los rayos, soñando una noche sin límites, resurgiendo luego en increible alborada

Se estremecen las oscuras cuevas con el fuego sanguíneo de las madrugadas silenciosas

Las columnas tiemblan, se quiebran, se abren cautas, derrumbándose  ante el violento grito
que surge de las profundidades

Arde la ciudad. Los edificios caen pesados, estrepitosamente humeantes

Emergen sobre la extensa superficie llana de la mar onduladas olas que crecen y se elevan
y de pronto desaparecen en gigantescas cataratas

Los montes se levantan y erigen en su cumbre un monolito pétreo, todo un símbolo.

Duermen los espejos verdes, ciegos, bajo una cortina negra

La luna ríe, la luna llora y se refleja orgullosa sobre el espejo verde en la aurora

Azul cielo, pétalo rojo abierto a la luz del alba que se eriza en vibrante escalofriante la frescura del rocío de la mañana

La yerba entredorada en el amanecer soñado humo blanquecino exhala,
De la noche fría aterida surge la yerba negra, oscura convertida, cuando la luna rie .

Una espada cae al abismo entre brumas escondido, desconocido, profundo

Arde el bosque. Las chispas encendieron el fuego rojo

El sol va muriendo y la sangre riega las praderas verdes

Mientras tanto las avispas gigantescas picotean el agua de las charcas y penetran en las profundas simas donde el rio fluye y oculto mece el cristal de agua, que en un hilo cae transparente

La sima sin sueño acoge oscura los efluvios de la noche sin límites

Abiertas las heridas, abierto el corazón que palpita sin cesar, la sangre no encuentra cauce por donde correr y en catarata se estrella contra las rocas

El sol ha muerto, la oscuridad de nuevo

La sima sin sueño acoge en su seno el último rayo de luz

Las nubes enturbian los espejos verdes haciendo llorar a la luna y las amapolas marchitas desaparecen

Azul cielo, blanquecina espora que vuela libre por el espacio infinito, perdiéndose en ese abismo neblinoso, onírico, hermoso del sueño, de la imaginación de...

Imagenes

Pamplona. Octubre 1982 

domingo, 9 de diciembre de 2012

El miedo

Temible, sombrio, el miedo nos atenaza en cualquier momento de nuestra vida. Nacemos con él, indefensas criaturas, en el mismo instante en que vemos el primer rayo de luz, en ese instante en que rompemos a llorar, ante ese mundo hostil y extraño.

Nos acosa en la infancia, en esas noche oscuras de insomnio, cuando la penumbra encierra un secreto fantasmal y terrible que acecha junto a nuestra cabecera, cuando se desata el viento en la atronadora tormenta y crujen los cristales y los arboles se agitan como gigantescas figuras, trazando ante la ventana, tétricas sombras que se reflejan en la pared de la habitación, cuando el silencio oscuro de la casa solitaria nos inquieta y quisiéramos oir, de pronto, la voz de algún familiar que regresa. 

La infancia se pierde atrás, olvidada entre el polvo de los juguetes que nunca más se usarán. Nos hacemos mayores, pero el miedo no desaparece, se multiplica en cada minuto de nuestra existencia. 

Una figura nos persigue a altas horas de la madrugada por una calle desierta. Los latidos se aceleran, la sangre corre más rápida y ese sudor frío...

El timbre suena como un grito desgarrador, pero al otro lado de la puerta no se oye ninguna voz familiar. Silencio

La tierra tiembla bajo nuestros pies. Todo parece querer desplomarse. Muerte. Miedo. Espanto. Terror.

Es la amenaza constante que pende, como Espada de Damocles, sobre nuestras cabezas. El daño, el peligro que, tarde o temprano nos atrapará en esa telaraña gigantesca.

El tiempo corre y el monstruo negro se abalanzará sobre nuestros cuerpos. Mientras tanto la percepción viva del peligro que nos acecha nos sobrecogerá el ánimo, nos erizará los cabellos y casi sin darnos cuenta estos se volverán grises o tal vez blancos.

Ya en la edad senil las arrugas surcando el rostro, lacerando aquel que, en otro tiempo, fue terso y suave, nos avisarán de que ELLA llegará pronto.

El tiempo se hace odioso: nos empuja con parsimoniosa tranquilidad hacia ese corredor oscuro y sin retorno.

El miedo se agiganta, se agita como aquellos arboles de nuestra infancia... Soledad, angustia... Y un día cualquiera, en una noche de insomnio, extraña y oscura, -el día habrá sido como otro día cualquiera-, alguien, algo se acercará junto al lecho sí, como en aquellos años, sintiendo esta vez, de verdad, su helada presencia... Y todo habrá acabado...hasta ese miedo.

Somos miedo hecho carne. Moriremos de miedo porque vivimos con él hasta el fin.

Pamplona. Noviembre 1982 

sábado, 8 de diciembre de 2012

Bajo tierra

La noche descubre su velo negro y lo extiende sobre la tierra. El cielo centellea en mil puntos: las estrellas, que se encienden y se apagan brillando, como el cirio, en aquella casa negra, tras las ventanas polvorientas donde una sonata monótona de voces susurrantes repite una mortecina estrofa.

Pedazos de nubes blancas en el oscuro azul. El rio silencioso calla. Un viento helado atraviesa lo campos y sacude las hojas de los arboles.

La casa negra enmudece. El cirio se ha apagado. Un sollozo ahogado rasga la quietud de la casa negra

La estrofa mortuoria se eleva por entre las ventanas cerradas hasta los arboles,  hasta el río, hasta las nubes que revolotean en el azul oscuro

La noche ha muerto. El sol brilla de nuevo en una mañana blanca, blanca luz, blanca casa... los arboles y el rio brillan con un tono blanquecino.

De la casa blanca sale una triste comitiva. En la noche negra murió  la niña del alba. Del color de las almendras eran sus ojos, como los rayos del sol, rubios sus largos cabellos eran, cayéndole sobre la blanquecina cara. Blanco es también hoy el manto que a su última morada lleva

Al cerro de los muertos van, cruzando el camino rojo, ya la llevan a enterrar

Los pájaros no cantan, el río escucha, los arboles callan.

Ya cae el polvo sobre el féretro blanco, pero por más que quieren cubrirla con la tierra
el aire, el viento, a la luz de la mañana muestra de nuevo la blanca caja

Bajo la tierra al fin está. La negra muerte se la ha llevado en la fría noche. Aquí su cuerpo dejó bajo la tierra. Dormirán sus helados huesos  un sueño sin fin entre la nada.

Pamplona. Noviembre 1982

Deja que el tiempo pase

Deja que los días huyan
que las hojas del calendario se las lleve el viento
como esas del otoño amarillento
volando por el espacio
de lo que es y no puedo tocarlo
de lo que vivo y sin embargo no veo
de todo aquello a lo que me dirijo y deseo.

Deja que los años transcurran
que las imagenes del pasado
en el foso de los recuerdos dormiten
como esos fantasmas de los sueños
que vienen y que van
escribiendo en mi mente un extraño e  irreal cuento

Deja que tu vida pase
que el tiempo queme
esas horas
esos días
esos años
tantos momentos que hubieras querido apresar para siempre
pero que huyeron para nunca regresar.

Dejalo, ya que es imposible detener la acelerada marcha
de lo que existe, envejece y muere
ya que es imposible hacer algo para que no ocurra

¿Sonries?.
Conformismo ante la fatal evidencia de  lo que somos

Si. No digas deja
di toma, vive, coge
no sea que volviendo la vista atrás no veas nada

De tan estoica manera de existir
suele quedar el vacio y la inutilidad de lo que desconocemos:
el rumbo de nuestra propia vida.

Pamplona. Septiembre 1983 

Mirando hacia atras

...Mis recuerdos son como luces en la noche tras las que se esconde una imagen borrosa tomada, empañada por el frio  del presente, tras  haber salido, de repente,  del acogedor calor del pasado

Entro en una habitación de la casa y pienso: "Es la misma, el mismo lugar visto tal vez 10 o 12 años atrás pero... ¿Soy yo... el que hoy como ayer me asomo a esta puerta  y miro...con esa mirada perdida
hacia mi interior, hacia adentro, hacía ese ayer... buscando esa otra mirada de un niño, un niño que iba creciendo poco a poco, ascendiendo azulejo tras azulejo de la cocina, un niño al que le quedaban enormemente grandes todas las cosas de la casa, aquel niño, aquel "enano" que asomaba la cabeza sobre la mesa, a la hora de comer y que colgaba los pies, balanceándolos en la silla?

Soy yo el que recuerdo, pero soy tan distinto que creo ser otro.

Esas sensaciones ahora recreadas son el único lazo de unión con aquel otro que se me pierde,
al que confundo pareciéndome tan lejano, diferente y extraño

Pero me veo, me palpo y soy el mismo, quizás un poco más viejo, más cansado...

El tiempo pasa y como tú el paisaje se transforma: un árbol, ayer arbusto, se erige hoy alto y sereno hacia el cielo, una casa antigua se ha convertido en árido solar vacío o en un gigante frío de acero y cristal, un niño ayer, hoy un joven, un viejo, hoy quizás muerto y olvidado

Todo se somete al imparable mandato del tiempo

Cambiamos...pero somos los mismos

Pamplona. 1984 

jueves, 6 de diciembre de 2012

La cinta roja

¡Qué infinita tristeza la de aquella gélida tarde de diciembre!. El día había transcurrido, como casi siempre, monótonamente aburrido. Al atardecer, tras encender el fuego de la chimenea, había elegido al azar un libro de entre los muchos que llenaban la vasta biblioteca del salón. Abajo, junto a la escalera, se escuchaban nítidamente los sonidos del antiguo reloj de pared, tic-tac-tic-tac; sólo este triste sonido rompía el silencio de la casa. Crepitaba el fuego en la chimenea.

La luna, blanca toda en su redondez, se  cubría, a ratos, por algunas nubecillas de extraños y desiguales relieves que pasaban con frecuencia  ante su dilatada figura y se perdían en la tenebrosa bóveda celeste de donde habían surgido. El aire abochornado crujía,  por momentos, con frías rachas.

¿Dónde estaba?. ¡Desolado paraje!. Ni una estrella en el cielo, ni una señal de vida. Silencio. Parecía como si todo estuviera envuelto en un halo de irreal fantasía. ¿Era tal vez un sueño?. Palpé mis ropas, las sentía, pero ¿entonces?...

Casi sin darme cuenta me ví caminando sobre un retorcido camino que cruzaba un tupido bosque, tan solitario como aquel trozo de blanca luna, tan silencioso como una tumba. El ruido de mis pasos y hasta mi misma respiración provocaron en mí un extraño nerviosismo que se aceleró, por segundos, convirtiéndose en una inenarrable angustia. Detuve mis pasos, quería incluso parar el ritmo de los latidos del corazón  y sentir el silencio total,  más...creí sentir un extraño rumor a mis espaldas. No quise volver la cara pero una fuerza arrebatadora me hizo girar la cabeza. Respiré aliviado. Nada. El camino se perdía lejos, atrás. Y ante mí,   una nueva sorpresa. 

El camino terminaba en un gran claro, en una colina,  en la cima de la cual se erigía sombriamente una construcción, dibujando su oscura silueta en el todavía más negro cielo.  Me sorprendió un murmullo de voz ahogadaSentí un sudor frío y el corazón se me encogió en un puño. La angustia había dejado paso al miedo haciendo que mi piernas flaqueasen y temblasen cuan espigas a merced del caprichoso viento. Aquella pétrea mole horadada por algunos agujeros que querían parecer ventanas, acrecentaba todavía más el temor en mi calenturienta mente. El afán de búsqueda de lo desconocido me empujaba  a adentrarme en aquella especie de torreón pero extrañamente me ví sorprendido por la inexistencia de puerta alguna. Aquellos agujeros que en desordenada formación atravesaban la fría piedra se elevaban  a gran altura del suelo.

De pronto el cielo se encendió iluminando todo cuanto a mi vista alcanzaba a divisar, más a ese fugaz brillo le siguió  el más inescrutable de los silencios y de nuevo todo el cielo volvió  a encenderse con esa blanquecina luz propia de las noches de tormenta que no acaban de descargar. Permanecí quieto, mirando la escuálida piedra verdinegra iluminarse. Por unos instantes creí ver como se asomaba por alguno de aquellos agujeros que querían parecer ventanas, una silueta. ¿Fantasías de mi alucinada imaginación?. Dudando estaba de lo que había creído ver cuando de repente, entre el hueco de uno de esos agujeros, vi como brillaban los afilados dientes del más terrorífico y feroz de los perros que pugnaba por salir del hueco, introduciendo sus negras patas por entre las piedras.

Paralizados mis miembros, observé impasible los nerviosos movimientos de aquel gigantesco y siniestro ser que luchaba por liberarse y abalanzarse sobre mí. En sus pupilas se reflejaba la pálida silueta de la luna. Era casi imposible describir las sensaciones que se agolpaban en mi interior: un terror indescriptible personificado en aquel espectro de animal. Más todavía no me  había repuesto de la sorpresa  cuando mis ojos observaron aterrorizados las escena más fantasmal y cadavérica que ojos humanos hayan visto. Por entre los otros agujeros, en brillante contraste con la oscuridad de lo profundo de aquellos  huecos, surgido de los más profundos avernos sobrenaturales se escurrían unos  amarillentos y cadavéricos brazos. No pude soportar más la visión de aquella inenarrable escena. Con inútil esfuerzo intenté mover mis  piernas y correr. El terrorífico animal había logrado penetrar por entre aquel angosto hueco oscuro y saltó sobre mí. Increíblemente fui capaz de emprender una veloz carrera, ignoraba adonde. Sobre unos ríscos, allá en el horizonte tenebroso emergía la tétrica figura de mi mortal perseguidor. Por donde quería que mirase creía ver la silueta del guardián de los infiernos que continuaba eterna su infinita persecución.

Corrí sin rumbo, a merced de la oscuridad y las sombras del bosque en el que había vuelto a internarme. Por unos instantes, una visión idílica, ensoñadora, bellísima me hizo olvidar todos los temores. Entre los recios, gruesos, viejos arboles del bosque apareció de pronto una bellísima muchacha, cubierta por un finísimo, casi transparente vestido blanco. Sus dorados cabellos alumbraban cuan luciérnagas en la noche, el oscuro bosque. Sus verdes ojos brillaban e iluminaban su rostro. Una cinta de color rojizo rodeaba uno de sus pies desnudos sobre la húmeda hierba. La perfección de su cuerpo delicado contrastaba con el viejo tronco en el que estaba apoyada. Caminé hacia ella presuroso y cuando a punto estaba de alcanzarla como niebla se desvaneció y quedé solo...pero volvió a aparecer allí, sobre las agudas crestas de los riscos, como queriendo llamarme con su mirada. De perseguido me ví convertido en perseguidor. En mi cabeza brotaban extrañas maquinaciones y deseos. De pronto sin saber ni como, ni porque ella apareció más nítida que nunca sobre el brocal de un pozo, sentada sobre sus bordes, silenciosamente hermosa. 

Mis pies habían dejado de correr y seguros de sí caminaban hacia ella como la alimaña se acerca  a la presa, cuando esta ya  no tiene ninguna escapatoria. No era un fantasma...El palpitar de sus pechos eran prueba de su afanosa huida. Había llegado frente a ella...mis manos se acercaron placidamente a su cuerpo. Una sonrisa entre ingenua y diabólica se dibujó en su rostro y...entonces noté como su talle se quebraba repentinamente y se abalanzaba sobre el oscuro y profundo pozo, empujando en su caida mis manos, y haciéndome perder el equilibrio caí en un abismo que parecía no tener fin.

La oscuridad del aposento era casi total, rota solo por las brasas enrojecidas de la chimenea. El libro que sostenía en mis manos estaba caído sobre el suelo. En mi confusa mente giraba un único pensamiento. ¿Había sido tan solo un sueño?. Las llamas del fuego no proyectaban ya la sombra de mi figura sobre las paredes del amplio salón. En la oscuridad hubiera querido  sentir la presencia de... Más inútil deseo!!!. Al fin y al cabo fue un sueño. Recojo el libro, más cuando estaba a punto de cerrar sus páginas, entre aquellas amarillentas, herrumbrosas páginas ví brillar con el suave color de la seda una cinta de color rojizo. Un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. Realmente era la primera vez que veía esa cinta en mi vida. Un nudo en la garganta,un sudor frío...La noche más triste que nunca dió en el reloj de las escaleras tres sonoras, secas, frías, eternas campanadas.

Pamplona. 1981

Tarde otoñal

La plaza está vacía. Ya no se oye el rumor de los pájaros desde los altos aleros de las casas de piedra, piedra bañada por mil vientos, dura y tosca como la de la fuente de verdín cubierta sobre la que resbala silenciosa la cristalina agua.

Desde el cielo blanquecino, casi gris un pequeño pajarillo ha caído sobre el frío suelo de la plaza. Monotonía en el ambiente. Una suave lluvia ha empezado a caer. Las gotas golpean su frágil cuerpecillo cubierto de plumas.

Quejumbroso se arrastra con el pico entreabierto sin fuerzas para gritar entre la creciente maraña de amarillentas hojas agolpadas bajo las mustias copas.

El agua sigue cayendo imperturbable sobre la fría roca. La tarde parece expirar un gélido aire. Por entre los hayedos del cercano monte un olor a fresco, a humedad perfuma cada rincón del pueblo.

Pronto saldrán los niños de la pequeña escuela y romperán el silencio monótono de la tarde parda otoñal con la algaraza de sus voces infantiles.

Un caminante ha llegado al pueblo. Entre los soportales de la plaza contempla con aspecto cansino la triste tarde. Desde la cercana taberna un olorcillo a recio aguardiente le sacude los sentidos, Sin pensarlo apenas,  vuelve sobre sus pasos y entra en la taberna

La plaza vacía está, suena una campanilla. Tumulto de voces que bajan por la estrecha calleja y sus cantos y sus risas y sus voces rompen la monotonía de la tarde y del ambiente y el agua de la fuente ya no resbala silenciosa y acelera su pulso y la lluvia ha dejado de caer y allá junto a un árbol se amontonan en corro un grupo de niños, Uno de ellos sostiene entre sus manos al pequeño pajarillo

Al poco tiempo, en la plaza solo queda el silencio, el rumor de las hojas del agua de la fuente y allí, en la lejanía, el murmullo de unos niños que a su casa marchan

Ha dejado de llover y entre el blanquecino cielo se ha abierto un claro, un ancho claro, por entre el que se escurren plomizos unos tímidos rayos de sol.

Pamplona. 1981 

Gato negro

Eres tú, oscura silueta, una imagen que me persigue a través de los lugares y el tiempo: Tras la ventana, quieto, imperturbable. Observas curioso e impasible lo que en el interior de la casa bulle o tal vez dormita.

Enigmático, misterioso, caminas silencioso por alguna calle desierta de la ciudad
y de vez en cuando te detienes ante un montón de basuras, y hurgas y escarbas y vuelves a andar y te pierdes en la lejanía, detrás de aquella esquina

O en ese pueblo perdido, sigiloso sobre las tapias, en la noche más oscura, en el silencio más profundo reflejando en tus brillantes pupilas la blanca y pálida figura de la luna

Sobre la arena de la playa, en la hora de la medianoche observando con temor las aguas del mar. Entre las rocas, saltando veloz, subiendo escarpadas paredes

Si el día te sorprende esquivo, huidizo, huraño te muestras y a la búsqueda de tu negro escondrijo corres

Eres tú, extraño animal, la noche hecha vida, el misterio, el temor, la superstición, la muerte

Siempre en la penumbra, bajo la tenue luz de las bombillas amarillas, de la luna
o de los atardeceres, en la oscuridad de los lúgubres días grises.

Oh, gato negro, símbolo de algo que no acierto  a desentrañar pero que me sigue entre la penumbra, el crepúsculo, el temor de mi propia vida,

Pamplona. 1982 

Silencio en la noche

Había llegado a aquella mansión pocos  antes del 1 de noviembre, en los sombríos días del mes de octubre. La aureola de leyendas que escondía aquel lóbrego y apartado lugar, unido  a un cierto deseo de descanso y meditación me había llevado a tomar aquella decisión. No oculto que una cierta morbosidad inherente a mi extraño carácter había sido el  detonante para que abandonara, sin pensarlo mucho, las comodidades y lujos de la ciudad, su mundanal ruido y el monótono quehacer diario.

La mansión, al verla, me pareció sólidamente construida. Debía ser de finales del siglo XVIII, pues guardaba algunas reminiscencias clásicas, sobre todo en el portal de entrada, flanqueado por sendas columnas de inspiración jónica. Las ventanas eran grandes. El interior del edificio estaba sobriamente decorado por algunos escasos muebles. Se respiraba una atmósfera de recogimiento, que desprendían tanto aquella mole de piedra como  sus taciturnos y escasos habitantes, con los cuales  apenas hable: el dueño, un viejo y solitario aristócrata venido a menos y su criado. El anciano había accedido, por consejo de algunos amigos, a convertir su mansión en una especie de residencia para quien deseara encontrar un lugar de descanso por una pequeña  temporada. Tal fue mi caso. Asi pues yo me encontraba allí en calidad de huesped. Y en estos días otoñales yo era el único huesped de la lóbrega mansión, o al menos eso creía.

Había llegado al caer la tarde de un grisaceo día. Apenas cené y temprano me retiré a mi habitación. Más el sueño inexplicablemente no me llegaba y el tiempo transcurría lenta, muy lentamente. Por más que quería tranquilizar mi espíritu,  el temor a algo desconocido se acrecentaba y creía oir vagos sonidos, como de pisadas, ora en el piso de arriba, ora en el de abajo; o de pronto el silencio de la noche, afuera, quebrado por el pisar de alguien sobre la hojarasca. Quería pensar que lo que sentía en aquellos momentos era fruto del ambiente de aquella casa, pero mis esfuerzos por tranquilizarme eran inútiles. En la oscura tiniebla de mi habitación aplicaba cada uno de mis sentidos, como queriendo corroborar la inexistencia de motivos de peocupación, pero cuando a punto estaba de convencerme volvían los sonidos, las voces, murmullos o  el mismo silencio, todavía más mortificante si cabe. Mi corazón latía con violencia, por momentos. Y el silencio estaba lleno de extraños rumores. Tembloroso me incorporé sobre el lecho y me asomé por entre la cortinilla de la ventana. Oscuridad profunda en la medianoche.

Con suavidad abrí  la ventana y el chirrido de los goznes se escapó suavemente, debido tal vez a su poco uso como la mayoría de las cosas que había en aquella casa. Un halo de aire frio golpeó de improviso mi cara. Atisbé una luna roja entre los arboles y un fugaz resplandor. Luego nada, silencio de otoño en las hojas secas, caidas. Más tranquilo cerré la ventana, Me quedé inmovil  durante un rato cuando comenzaron a sonar, allá en la lejanía, en el campanario de la iglesia del pueblo, las doce de la noche, doce campanadas lentas, sordas...Y entre ellas, de nuevo, el vago y confuso sonido de la noche de difuntos. Terribles leyendas corrían por estos lugares a propósito de este día. De pronto, en mi enfebrecida mente surgió la idea de leer algún libro, ya que de lo contrario, iba  a ser dificil que pudiera conciliar el sueño. Y así, con paso no muy firme, me encaminé hacia la biblioteca, con el corazón encogido por el miedo. Un sudor frio recorría mi frente. La mansión dormía en el más sepulcral de los silencios. De nuevo, en mis aposentos, bajo la temblorosa luz de una vela, sentado sobre el lecho, comencé a leer, entre nervioso y  y preocupado las páginas de aquel  libro amarillento por el paso del tiempo. Sin darme cuenta, mis ojos se  cerrarón y  entré en un profundo sueño. Las horas habían pasado lánguidas, pesadas, lentas en la noche.

Por fin las primeras luces del alba comenzaron a alumbrar la oscura estancia e hicieron  que me despertase. Abrí los ojos. El temor había desaparecido. La noche había felizmente pasado...o tal vez no?. El silencio inquietante, entre los rayos de la aurora, me hizo recordar, de nuevo, los temores de la pasada noche. Un silencio que sin embargo, ahora, era  roto monotonamente por un pausado gotear. Cloc, Cloc, Cloc...Instintivamente alcé los ojos al techo: un gota oscura se filtraba entre las rendijas de los pesados y largos tablones. Mi corazón volvió a acelerar su pulso. Un terrorífico presentimiento había inmovilizado mis musculos. A pesar de ello, me incorporé sobre el lecho y me aproximé hacia el lugar, a los pies de mi cama. Un sudor frio, helado me recorrió el cuerpo, mis ojos se abrieron desmesuradamente. Sobre el suelo se estaba formando un charco de sangre. Algo terrible habia debido pasar aquella noche, pensé. Mi cabeza daba vueltas y más vueltas. Todo giraba a mi alrededor e insistentemente veía dibujadas en sangre las palabras MUERTE. Un golpe seco. De nuevo el silencio. Oscuridad total. Todo había acabado. Silencio en la noche.

Pamplona. 1982 

martes, 4 de diciembre de 2012

Cuando ya nada se espera

El tiempo marcó sus huellas
en los profundos surcos de su cara,
surcos de cansancio,
de dolor,
de frustración,
de engaño,
de trabajo.

 El tiempo hizo de sus negros cabellos
sedosos hilos de plata.
Las cuencas de los ojos hundidas,
el andar pausado,
la mirada triste

Se sentó en un banco de la solitaria plaza
rumiando su soledad
observando con infinita angustia
cada persona
cada arbol
cada edificio

Y pasó largo tiempo...
Y el viejecito seguía sentado en el banco amarillo
de la cada vez más solitaria plaza
Y comenzó a llover
Y el anciano no se movía
Hacía frio
Ya nadie pasaba
La noche llegó oscura
a la solitaria plaza
Noche de largo viento en la plaza vacía.

Al día siguiente alguién deparó en aquel anquilosado ser
y comprobó que el frio glacial de la muerte le había sorprendido la mañana anterior.
Rigido se mantuvo, como sentado
relegado con indiferencia en su lenta y silenciosa agonía


Soledad en el último tramo del camino.
La vejez nos sorprende
arrancando nuestra ilusión,
nuestra fuerza juvenil, física y mental
nuestro idealismo,
Todo
Retornando a la dependencia de la infancia,
convertidos en un estorbo inservible para la familia
en un ser improductivo
en una carga para la sociedad.

Hombres que han trabajado,
que han dado toda su vida para esa familia
que han construido en parte el bienestar de esa sociedad
reciben como recompensa la soledad y el desprecio: ¡¡¡Viejo!!!

El pobre anciano comprueba con increible tristeza como, sin darse cuenta,
se le ha escapado el tiempo de las manos
Su mundo, su único mundo es el de  los recuerdos
recuerdos que comparte con los amigos de su edad
recuerdos que glorifica, que añora
a los que cubre de una  especial nostalgia.
Es lo único que posee, lo único que no le pueden arrebatar.

Alguno rumiara solo, como el viejecito descrito,
con la mirada perdida en no se sabe donde,
esos recuerdos
esa agonía de aquellos que como él saben que no tienen futuro
esperando con temor ese momento trágico.

Temor a enfrentarse con la nada
teniendo esa misma nada detrás, en tu propia vida.

Trágico ser:
Nace, vive sin saber porque y paraqué
y sin saber vivir le llega la muerte demasiado pronto
como para darse cuenta de su inevitable pérdida de tiempo.

Crueles e imbeciles los que hoy marginan a nuestros mayores.
No saben que mañana serán ellos los rechazados, los olvidados

Pamplona. 1983 

miércoles, 28 de noviembre de 2012

El espantapajaros

Andrajoso, quieto, callado...junto al camino te observé un día...

Me saludabas con tu silueta silenciosa y ese gesto de crucificado.

Sobre los campos florecidos de espigas sobresalía tu alargada figura.

Un día, alguien te puso una escoba en la mano...como queriendo incrementar tu dormida naturaleza de madera y trapo.

Te miraba todos los días y alguna vez creí ver como te movías y desaparecías entre aquel mar amarillo,
cansado de tu eterna vigilancia,
huyendo del sol implacable y la lluvia,
de las pedradas de los chicos,
de la mofa de aquellos a los cuales debías ahuyentar.

Los pájaros no volaban asustados;
se acercaban hasta tí
y se posaban burlones sobre tu sombrero de paja,
picoteándole con cruel avidez, hasta dejarlo medio agujereado, lleno de calvas y huecos;

Otras veces encima de tus brazos estirados
descansaban tranquilos, bajo la sombra que tu figura les daba
y luego se lanzaban sobre los campos amarillos para llenar sus buches.

El sol declinaba en el atardecer
y tu quedabas solo, recortándose tu negra silueta en el horizonte blanco rojizo.

El tiempo fue pasando
y los trapos envejecieron
y la escoba desapareció
y el sombrero sólo era una grotesca apariencia de lo que fue (como tú).

Los pajaros del anochecer anidaban en tus entrañas
y picoteaban ahora en lo que un día  les asustó
luego les causó curiosidad
y al que más tarde se acostumbraron.

Tus ojos negros, cuencas vacíos sin fondo (amarillo calavera)
no lloraron, porque sobre tus pupilas
yacía el cádaver de un pajarillo atrapado.

Un día de verano te quise mirar desde el borde del camino
y no te encontré.

Me quedé mirando un rato por si, como ayer, habías huido
pero el vacío había ocupado tu lugar.

Caminé hacia un calvero, entre el mar amarillo
y allá yacían tus restos.

Una bandada de pájaros elevó su vuelo, sobre el cielo azul brillante,
perdiéndose en el horizonte.

Un mueca de horror se dibujó ne mi rostro;

Sobre el suelo aparecía el cádaver de un hombre carcomido,
picoteado hasta la desesperación.

Corrí lejos, muy lejos
mientras una palabra recorría mi mente
¡Dios mio! EL ESPANTAPAJAROS

Pamplona, agosto de 1984 




sábado, 22 de septiembre de 2012

Demasiado oscuro


CAMINO DE LA ESCUELA


-I-


El despertador había sonado como el chillido de una vieja histérica. Era un sonido agudo y prolongado que irritaba los sentidos. Había penetrado en sus oidos como un taladro, arrancándole de los cálidos brazos del sueño, para arrojarle, sin piedad, a la gélida soledad de una habitación sombría, aquella habitación donde tiritaba cada día al despertar.


En ese primer momento sentía el frió del cuarto filtrándose entre los pliegues de las sabanas y por eso había revuelto la ropa hasta recobrar, de nuevo, el calor perdido. Despegó las pestañas con esfuerzo y la primera imagen de la habitación le pareció algo borrosa, como si los objetos y los muebles estuvieran muy lejos, tan lejos como el rumor de los pasos de su madre, ya levantada, allá en la cocina, seguramente preparando el desayuno.

No tenía ganas de levantarse. Sabía que afuera le aguardaba el frió, la lluvia... y la escuela, pero también sabía que si aguardaba unos minutos y se hacía el remolón no tardaría en escuchar el grito de su madre, acercándose por el pasillo.

Se levantó a pesar de la pereza, y a pesar también del desagrado que le produjo sentir el contacto de sus pies con las heladas baldosas de la habitación. Se vistió con cierta rapidez, rapidez más debida al ambiente glacial que reinaba en toda la casa que a su posible diligencia.

En la cocina blanca, azulejada hasta el techo, humeaba el desayuno. Estaba demasiado caliente. Aquel tazón de leche no le sentaría bien en el estomago vacio,-pensaba-. Lo sabía por otras veces. Sopló a intervalos regulares, con el fin de enfriar algo aquel líquido hirviente y lo hizo de forma inconsciente, pues mantenía la mirada fija en un punto indeterminado del cristal de la ventana, aquel cristal gris, oscurecido por el vaho de la noche, donde miles de gotas perlaban la transparente superficie que ahora sólo era translúcida.

Bebió a pequeños sorbitos, y lo hizo de forma igualmente inconsciente, como un autómata. Estaba tomando el desayuno mientras su madre deambulaba de un lado a otro de la casa, pero le acuciaba una indefinible sensación de angustia que a buen seguro era la razón de que no tuviera ninguna gana de acabar el tazón de leche, como tampoco la había tenido de levantarse, y lo peor de todo es que esa sensación de angustia y desasosiego se repetía cada mañana, antes de ir a la escuela.

En ese preciso momento hubiera querido fingir que se encontraba mal, simulando estar enfermo y quien sabe si su madre le hubiera mirado a la cara y le habría hecho sacar la lengua o le habría puesto la mano sobre la frente para comprobar si tenía fiebre. Lo había hecho alguna vez. Había fingido encontrarse repentinamente enfermo, y su madre llegó, incluso, a llamar al médico a casa, pero al final ellos se dieron cuenta. El médico les había dicho que no era nada, que estaba perfectamente, y lo mismo les dijo la segunda vez y la tercera. Todavía recuerda las lagrimas en silencio de su madre, las voces en casa y el cinto de cuero de su padre.

Prometió y se prometió a si mismo no volver a hacerlo...sin embargo hoy creía estar bastante mal. Sentía que unos escalofríos le recorrían todo el cuerpo. Le dolía la cabeza, y le parecía que se le iba a mover el vientre, como otras veces, pero esta mañana quizás estuviera mal de verdad.

Atrás había dejado su casa, ese refugio donde, a veces, podía esconderse, pero del que ahora había sido arrojado sin compasión. Se sentía indefenso y a medida que se alejaba de la casa, iba creciendo dentro de él, el temor, por otra parte ya habitual hacia lo que le pudiera esperar, allá, en la escuela.


El angosto camino que conducía a la escuela estaba flanqueado, en su primer tramo, por una larga hilera de matorrales y zarzas, detras de las cuales se divisaban sendas fincas, cercadas con alambres de espino. A este tramo le seguía uno más largo donde, cada diez o doce metros, se erigían algunos árboles secos, como manos sarmentosas y huesudas, quizás implorando al cielo o maldiciendo tal vez su desnudez cadavérica. En su último tramo, el embarrado sendero torcía hacia la derecha. Desde este punto se distinguía, al fondo, la silueta irregular de la escuela: un edificio de planta baja con grandes ventanales, que miraba con sus grandes ojos el borde del camino.


  
...Un edificio de planta baja con grandes ventanales, que miraba con unos grandes ojos el borde del camino...

EN EL PATIO


-II-


Frente a la gran puerta verde de la escuela se arremolinaba un grupo de niños, que con sus agudas voces infantiles rompían la quietud de las primeras horas, en el frio y lento despertar de la mañana. Hablaban entre ellos o se movían con gestos y ademanes nerviosos. Algunos chillaban y otros simplemente empujaban o eran empujados hacia la gran puerta de la entrada. En el patio aparecían, diseminados por aquí y por allá, otros chiquillos que aguardaban apoyados sobre la tapia, o se entretenían arrojándose, de vez en cuando, puñados de gravilla, en medio de una gran polvareda. Todos llevaban puesta una bata de rayas azules y blancas que les llegaba casi hasta la rodilla. Las carteras y los plumieres se amontonaban sobre el suelo de forma desordenada. Mientras tanto, el patio se iba llenando de niños que seguían atravesando, sin pausa, la herrumbrosa puerta de hierro, y la algazara iba creciendo, a medida que las agujas del reloj de la cercana iglesia se acercaban a las nueve.


De pronto se abrió una puerta pequeña, a la derecha de la principal, y del interior de la escuela surgió  la figura  de  un  hombre mayor.  Su  aspecto,   algo rechoncho, recordaba vagamente al mantecoso cuerpo de un puerco. El escaso pelo que le cubría las dos terceras partes de la cabeza era gris o blanco y aparecía  encrespado, como las cerdas de un jabalí furioso.

Su rostro enrojecido, teñido con ciertas vetas amoratadas, delataba un uso desmedido de la botella de vino tinto. Entre las comisuras de los labios y entre los pliegues de las adiposas papadas se acumulaban oscuros surcos rojizos, como el vestigio o la huella de su última borrachera.

Una cabeza cuadrangular y una nariz chata conformaban, sin embargo, los rasgos más sobresalientes, que además eran los que más le asemejaban a un pequeño puerco salvaje aunque quizás, lo verdaderamente singular y, a la vez lo más disonante, eran aquellos ojos demasiado grandes, enrojecidos, lagrimosos y brillantes como los de un lobo al acecho.

En el patio, justo enfrente del cuerpo central del edificio, y asentado sobre una tapia, se erigía un pequeño barracón de apenas diez metros de largo por cinco de ancho. Dicha construcción tenía dos puertas, una frontal y otra lateral. La primera daba paso a unas letrinas inmundas, donde el fétido olor de los orines y las heces golpeaba como un latigazo caliente y húmedo, penetrando por las narices hasta provocar casi la nausea. La vaharada era tan profunda que, a menudo, los chicos hacían acopio de aire a la entrada y aguantaban la respiración hasta que acababan. Por eso, si casualmente se les agotaba el aire dentro, era mejor cortar el hilillo y salir sin perdida de tiempo al exterior, so pena de revolver el estomago, agriar el desayuno o padecer algunas incomodidades digestivas que, previsiblemente, degenerarían en un repentino vomito mañanero, en mitad de la clase de Matemáticas.

Tras la segunda puerta, tras la puerta lateral, se encontraba la leñera de la escuela, el lugar donde se apilaban toneladas de leña para las estufas de las clases y el lugar, también, donde habían encontrado su cobijo una nutrida carnada de ratas que había excavado su  madriguera, precisamente, a medio camino entre los  bateres y el citado depósito de madera. Así pues, no era  extraño toparse, en medio de una apresurada operación evacuatoria, con alguna ratilla gris, que se permitía el lujo de detenerse y de curiosear, sin preocuparse de la presencia de los niños y acaso si el hambre le sacudiera  los jugos al pequeño, a veces descomunal roedor, tal vez  hiciera ademán de probar tan suculenta y desconocida comida.

El hombre de la cara de cerdo se dirigió al barracón con un pequeño trote, con pasos breves pero rápidos, y  abrió las puertas de las letrinas. Aquel acto era uno más del cotidiano ritual de la entrada a la escuela. Siempre, cinco minutos antes de que dieran las 9, el portero abría los servicios para que los chavales evacuaran, pues estaba terminantemente prohibido salir de la clase hasta la hora del recreo.

Los niños seguían arremolinándose enfrente de la puerta verde, esperando que alguno de los maestros la abriera de un momento a otro.

Mientras tanto,  mantenía su mirada perdida en el umbral de la puerta, con una mueca inocente, candida, como la de un corderillo, camino del matadero. Un chico rubio y esmirriado, sorbiqueaba junto a él, y su sonrisa bobalicona le daba un apacible tono al rostro.

Sentía los empujones que le propinaban, a veces involuntariamente, por la inercia de la avalancha, pero también sentía ese empujón a propósito, ese pisotón largo... Y el dolor le hacía lagrimear, a pesar de que se esforzaba por contener la rabia. Las lagrimas surgían sin querer, y se limpiaba con el borde de la muñeca del jersey, con disimulo, para que no le vieran... ellos.

Apartó el pie y buscó la salida, fuera de aquel grupo de caras hostiles. Un chico más alto, y mayor que él, le siguió los pasos y le alcanzó cuando se hallaba en medio del patio. Le agarró por el hombro y obligándole a volverse le arreó una sonora patada en la espinilla, al tiempo que le decia entre las   mofas y las risas de los que se habían juntado en torno a ellos: "Roberto, mamerto, nenica y cobardica".

El circulo se estrechaba y él permanecía impasible, quieto, rígido; los ojos brillantes, pugnando en estallar en un torrente de lagrimas, fruto de la impotencia y la rabia.

El que le había insultado, era Jaime y tenía nueve años, dos más que él. Jaime vestía un jersey marrón y un pantalón gris, largo. En la escuela era de los pocos que llevaba pantalón largo. La mayor parte de los otros niños vestían pantalón corto.

Aquel circulo de caras sonrientes disfrutaban con cruel satisfacción del espectáculo. Aquel circulo de cabezas peinadas a flequillo, que exhibían en toda su extensión unas grandes orejas, aquel circulo se iba cerrando, y sentía como si le faltaba el aire, como si un nudo corredizo se estrechara alrededor de su cuello. Era tanto una sensación física como mental, asi es que no pudo soportarlo más y empujando a uno de aquellos bultos anónimos que le cerraba el paso, rompió el cerco, huyendo en medio de un gemido ahogado.

Detras suya, una voz recriminó a otra que al aprecer invitaba a cortarle el paso y a darle un escarmiento ejemplar. Quizás, su previsible agresor fuera el chico que había sido empujado por él. Tal vez, pero no lo vio, solo oyó una frase que se hundió en sus entrañas como una ráfaga de aire helado, al mismo tiempo que quemaba su rostro como una llama de vergüenza, producto de la humillación infingida:¡Anda! ¡Dejale que es tonto!.

En su mente se mezclaban sentimientos confusos: miedo, odio, vergüenza, dolor: quizás fuera este el sentimiento más nítido y a la vez el más cortante, el dolor; no el físico, no el de la patada, o el del pisotón, o el de la bofetada, no ese calor de la mano marcada en su mejilla, ni ese moratón en la espinilla. No, eso al fin y al cabo terminaría por desaparecer e incluso, con el tiempo, no dejaría ninguna huella. Era ese otro dolor, ese originado por la burla, por la humillación el que le estaba marcando como un hierro candente, y el que le podría dejar una huella indeleble.

Debía alejarse de ellos, de lo contrario se encontraría en peligro; pero ¿cómo hacerlo si debía regresar cada mañana a la escuela?, ¿Ysi se apartaba de todos...? No todos eran malos y crueles, pero acabarían riéndose de él, como ellos. ¿Y si se enfrentaba?. No. Le harían daño. Tenía miedo. Le harían mucho daño. Jaime era mayor que él y mucho más fuerte. Cuentan que una vez se peleó con un chico de 12 años y acabó dándole una soberana paliza. No tenía ninguna posibilidad. Si se enfrentaba acabaría destrozado, tal vez desfigurado y además todo seguiría igual o quizás peor.

Ya habían dado las nueve y la puerta de entrada se abrió sin que nadie apareciera en el umbral, como otras mañanas, para dar unas palmadas y ordenar enfilas a la muchedumbre menuda, con el fin de que la entrada se realizara dentro de un orden. Poco a poco los niños comenzaron a desfilar por los pasillos y las clases se fueron llenando. Roberto entró en el aula, entre los últimos y se sentó en su pupitre. No quería mirar atrás. Sabía de quien estaban hablando. Sabía de quien se estaban riendo.


La clase estaba, ahora, al completo. Unos segundos más tarde hacia su aparición la señorita y como era costumbre, obligación y precepto, todos los infantes se pusieron de pie como uno solo y permanecieron así hasta que la maestra se sentó, despacio, con parsimonia, sobre su mullido sillón.


EN CLASE


-III-


Temía que llegara ese momento y al fin había llegado. La puerta de la clase había sido cerrada como la pesada losa de una tumba, de un manotazo; un golpe seco y la piedra había resbalado sobre sus bordes hasta encajar con sonora perfección.

Allá dentro, cuarenta cuerpos, rígidos en sus pupitres, esperaban, contenían el aliento, aunque solo uno de ellos tameblaba como lo hacían las llamas, dentro de la estufa, en una de las esquinas de la clase.

Roberto temblaba porque el miedo le hacía estremecerse. Tenía miedo, mucho miedo; miedo a que la señorita se fijara en él y le obligara a contestar una pregunta sin respuesta, miedo a salir a la pizarra y ser objeto de las ávidas miradas de esos pequeños buitres, atentos a cualquier movimiento, a una duda o al derrumbamiento casi inevitable, miedo a que el acoso de aquellos matoncillos como Jaime se prolongara en el aula. Pero ¿acaso no tenía miedo a vivir, incluso? Era tan difícil romper el circulo de su miedo...Por eso estaba él así, quieto como los otros, pero trémulo, pálido, esperando... .

La voz de la señorita sonó hueca, como si saliera de un largo y estrecho corredor, hueca y profunda y parecía que ese cuerpo del que surgía la voz estuviese tan vacio como lo pudiera estar una cripta oscura y abandonada. La voz comenzó a deshilacharse en llamadas guturales. Estaba pasando lista. El papel le temblequeaba entre los largos dedos. La mano huesuda se perdía en una manga grisácea, ancha y el hueco de su brazo parecía lleno de sombras.

De pronto se puso en pie y comenzó a desfilar por entre los pupitres. Seguía pasando lista. La señorita era flaca como un palo y los senos le caían hasta la barriga como flácidas vegijas. En su rostro anguloso y pálido se dibujaban dos ojos marrones, desprovistos casi de pestañas, hundidos en unas cuencas profundas y sombreadas por unas pronunciadas ojeras. Sus mejillas aparecían marcadas por la huella del tiempo y las arrugas surcaban, sin compasión, las sienes, las comisuras de los labios, el cuello. Tenía recogido el pelo, grisáceo, en un rudimentario moño, a pesar de lo cual algunas greñas más oscuras le colgaban junto a las puntiagudas orejas.

La señorita había llegado hasta Roberto y le estaba mirando con unos ojos turbios yfrios. Una sonrisa muda, casi imperceptible se filtró entre sus dientes largos y amarillos. Tal vez ni siquiera sonrió. Estaba terminando de pasar lista. Cada llamada debía ser contestada con un enérgico "presente", al tiempo que uno se levantaba del pupitre y miraba al frente, con ademan castrense, esto es, recto, rígido, sin desgarbaduras.

Oyó su nombre y se levantó, pero quizás no lo hizo con la suficiente rapidez, tal vez no elevó su voz lo suficiente para que fuera oida con toda nitidez. Y ella volvió a repetir, esta vez lenta, odiosamente recalcada cada silaba, su nombre y sus apellidos. Miró al frente, allá donde colgarán impertérritos, con sus poses marciales, los "salvadores de la patria". Acompañaban en la diestra y en la "siniestra" a un austero crucifijo de madera.

Miró al Cristo y repitió su nombre, mientras una gota de sudor frió perlaba su frente. Durante un segundo pensó que se estaban riendo de él, que ella también lo hacía. Creyó que ahora tampoco le habrían oido y que le obligarían a repetir su nombre, y así una y otra vez; porque estaba seguro de que sí le habían oido, de que también le habían visto levantarse. Y si en realidad no le hubieran oido, si no le hubieran visto. Tal vez!. Se sentía tan débil y vulnerable que podría hasta desaparecer y nadie se daría cuenta. No había porque preocuparse. No había sucedido ni lo uno ni lo otro; seguramente él no había elevado su voz lo suficiente. Eso era todo.

Después de pasar lista, la señorita se volvió de espaldas y comenzó a escribir en la pizarra. Enseguida se inició un pequeño murmullo que fue creciendo, haciéndose cada vez más denso, más espeso, como un zumbido. La señorita giró sobre sus pies y miró desafiante a la diminuta concurrencia. Su voz se tornó áspera y chirriante como el ruido de una tiza que resbala por la pulida pizarra negra. La voz se había convertido en un chillido gutural y desde la última fila su aspecto recordaba el de una rata gris, con los ojillos oscuros cerrados en una mueca iracunda, las estrechas patas delanteras alzadas a la altura de la cabeza, sosteniéndose tan solo sobre las traseras. Aquel chillido provocaba desazón y escalofríos. Cuando el silencio mudo se apoderó de la clase, aquella masa gris se dio la vuelta y su silueta se confundió sobre la brillante pizarra.

Al poco tiempo se oyó, desde la última fila, una especie de silbido que cortaba el aire, y un pedazo de papel, cuidadosamente doblado, hizo diana en la oreja de Roberto. Este se rascó el lóbulo de la oreja, enrojecida por el impacto.

Volvería el rostro y le miraría fijamente a la cara, -pensó Roberto-, Había sido Jaime, ¿Quien otro, sino?. Le lanzaría una mirada de odio y le escupiría en la cara. No. No era capaz de hacerlo. Seguiría con la vista perdida en la pizarra, sordo ante los murmullos y las risitas apagadas que surgían de la última fila. Ahora estaba mucho más rígido, más tenso aunque, al mismo tiempo, seguía temblando imperceptiblemente, como si su cuerpo estuviera latiendo, contrayéndose y expandiéndose en un espasmo, amenazando con estallar en mil pedazos, cada uno de ellos convertidos en mortíferos dardos sanguinolentos. Estaba a punto de explotar.

La señorita terminó de emborronar la pizarra con una serie de números y había empezado a ojear la lista. ¿A quien sacaría a la pizarra?. De nuevo, Roberto sintió como se le aflojaban los músculos del cuerpo y como enrojecía, por momentos ante esa mirada helada y esa cínica burla dibujada en sus ojos. Por un segundo creyó que él iba a ser el primero en subir al patíbulo.


Antes de que le abandonara esa sensación de amenaza y cohibimiento sintió un golpe en la mejilla. Otro taco lanzado con habilidad y puntería, desde atrás, había impactado contra su mejilla izquierda, justo debajo del ojo. Esta vez el golpe había producido un ruido seco, de modo que el silencio de la clase se vio roto, de repente, y unas decenas de cabezas giraron casi al unisono hacia el pupitre de Roberto, clavando los ojos en su mejilla marcada.

Roberto sintió esos ojos fijos en él, percibió las medias sonrisas, las muecas estupidas, los rostros vacíos. Volvió la cara hacia la última fila y reconcentró todo su dolor y su dignidad herida en una mirada de odio y la rabia le subió a la cabeza como una oleada de sangre, esa sangre que le latía en las sienes, esa sangre que sentía en las orejas coloradas, esa sangre que teñía sus mejillas en un sofoco agobíente; Y la ira estalló al fin, y de su boca surgió una voz, que incluso  el creyó irreconocible y de ningún modo como propia. Fue una voz extraña, enroquecida, áspera ()

La frase se escuchó con toda nitidez. El rostro de Jaime se puso lívido, su sonrisa se transformó en una mueca descompuesta y por entre las comisuras de los labios, babeó sin poderse contener, farfullando. No acertó a contestar. La réplica se convirtió en un cloqueante susurro ininteligible.

La señorita había escuchado la frase de Roberto, al igual que había observado antes, con toda claridad, la agresión de Jaime, como otros días, como cada mañana. El rictus de la señorita se endureció. Apretó las mandíbulas y sus ojos se encendieron como dos tizones enrojecidos, dos tizones que avivaban las brasas de un odio maligno. Se acercó por entre los pupitres, en silencio, y antes de que llegara hasta Roberto le ordenó que se levantase. Roberto lo hizo, muy lentamente, como si cada movimiento le costase un gran esfuerzo, como si aquella muestra de arrojo y valor le hubiese absorbido toda su energía. Cuando llegó a erguirse, la señorita se encontraba ya delante de él, y sin previo aviso le arreó una sonora bofetada que casi le hizo perder el equilibrio.

Roberto notó esa mano dura, fría, huesuda; sintió ese golpe sobre la misma mejilla que había sido herida antes y percibió un dolor penetrante en el oido, luego un zumbido, y enseguida una perdida momentánea de la audición, acompañada de un mareo del que salió de repente cuando volvió a sentir esa mano, que le golpeaba, esta vez en la otra mejilla, y ahora sí, se derrumbó sobre su pupitre; aquel pupitre de color verdinegro, duro y brillante, demasiado duro...

Como en el patio, Roberto tuvo unos irrefrenables deseos de llorar, de gritar hasta quedar exhausto, de llamar a su madre. Pero estaba solo. Una mano esquelética levantó a Roberto de aquella postración y le arrastró casi, por el pasillo de pupitres, hasta la puerta.

En el trayecto, Roberto vislumbró, en medio de un tenso y expectante silencio, aquellos rostros que se le quedaban mirando a su paso. Tenía una extraña sensación de irrealidad. Por un momento creyó que nada de lo que veía estaba sucediendole, que todo era, que todo debía ser un mal sueño, solo un mal sueño y que pronto despertaría en su cama, en aquella habitación fría, para marchar como cada mañana a la escuela; sin embargo estaba allí, en la escuela. Eso era lo que había temido. Todo era real, a pesar de que las bofetadas le habían aturdido un poco.

Antes de llegar a la puerta, Roberto reparó en Jaime. El inicial gesto de sorpresa, tras su inesperado arrebato había sido sustituido por una mueca de arrogancia, si bien parecía más un gesto de autodefensa que de ataque o de desprecio.

Roberto oyó como la puerta de la clase se cerraba a sus espaldas e inmediatamente escuchó como crecía el griterío, se arrastraban las sillas, se arrojaban las tizas...y el barullo se iba perdiendo atrás, quedando cada vez más lejos, como un rumor, un recuerdo tan solo.


Mientras tanto Roberto era empujado en silencio, aunque con cierta prisa, por un estrecho pasillo. Sentía aquellos dedos que se clavaban en el brazo y le hacían daño. Ni un solo comentario, ni un palabra y afortunadamente ningún otro golpe.


Al final del pasillo, había una puerta baja y estrecha. La señorita sacó unas llaves de uno de los bolsillos de la bata gris. Abrió la puerta y arrojó a la oscuridad al pequeño Roberto.


EN EL CUARTO OSCURO


-IV-


Roberto escuchó, en medio de una negrura fria y casi sólida, el ruido de la llave dando varias vueltas en la cerradura y luego el eco de unas pisadas que se fueron alejando por el largo pasillo hasta desaparecer por completo. Roberto sintió durante unos segundos como si entrara en el interior de un gran organismo vivo. Parecía que el cuarto le estuviera observando con unos ojos invisibles, cerrados durante una eternidad, que estaban despertando ahora de un largo letargo; y al mismo tiempo parecía que ese oscuro habitáculo oyera como un gran oido, como si fuera una gigantesca oreja amarillenta y zumbante por la que él acabara de deslizarse.

La oscuridad de la habitación era tan densa que parecía algo palpable y el silencio se convirtió en una especie de presencia pesada, negra como la misma oscuridad. Y en el fondo de ella existía un extraño hálito de amenaza, algo indefinible y sin embargo localizable y claramente perceptible. Al entrar en el cuarto, Roberto creyó haber perdido durante unos instantes el sentido de la audición. No oía nada, ni el más leve ruido, ni un rumor siquiera. Y la negrura había caido sobre sus ojos como la noche más cerrada. Roberto se preguntó donde estaba.

Intuía que el cuarto en el que había sido encerrado era el de la limpieza o tal vez el lugar donde se amontonaban los trastos viejos. Sabía que allí no había nada especial, tan solo un montón de cacharros inservibles y un cúmulo de confusos olores que comenzaban a hacerse presentes, aunque todavía seguían siendo difícilmente identificables.

Pasados varios minutos, los ojos de Roberto se fueron acostumbrando a la oscuridad y ésta se fue aclarando poco a poco, dejando que algunos rayos de luz se filtraran cuan hilos dorados o platinos, surcando el vacio de penumbra como una pequeña telaraña temblequeante. Alguien cerró una ventana y algunos hilos desaparecieron. Al final, solo una hebra blanquecina quedo suspendida en el aire a la altura de su cabeza: era el ojo de la cerradura.


...Roberto penetró en la negrura y empezó a palpar la pared con sus manos, al objeto de conocer las dimensiones de la habitación...

Explorando el lugar

Nunca se había sentido tan solo. Estaba encerrado en un cuarto extraño y oscuro, demasiado oscuro, solo con sus miedos. Nadie podía ayudarle, aunque también pensaba que nadie podría hacerle daño allí dentro, al menos no aquellos que se encontraban afuera, en la clase, sobre la tarima, aquellos no. Por primera vez en su vida tendría que valerse por sus propios medios. Debía resistir si quería sobrevivir.

Una vez Roberto se hubo acostumbrado a la oscuridad comenzó a explorar lentamente cada rincón de la estancia. Había permanecido inmóvil, en medio del cuarto, a unos cuarenta centímetros de la puerta. Roberto se acercó a ésta y miró a través del ojo de la cerradura. El largo pasillo se hallaba silencioso y vacio. Una luz grisácea se filtraba por los ventanales abiertos en las paredes, muy cerca del techo.

Roberto se alejó de la puerta y hundió su mirada en el fondo de la habitación. Por más que se dilataron sus pupilas, la oscuridad seguía siendo impenetrable y a lo más se vislumbraban unas sombras quietas, unos bultos informes, como manchas irregulares, desparramadas por aquí y por allá.


Roberto penetró en la negrura y empezó a palpar la pared con sus manos, al objeto de conocer las dimensiones de la habitación. La pared estaba fria y húmeda al tacto y en algunos lugares el yeso se había ahuecado y agrietado como la piel de un leproso o la putrefacta carne de un muerto. Sus dedos se habían tiznado de algo pegajoso. Con un gesto instintivo se los llevó a la nariz. No olía a nada. ¿Sería agua?, pero el agua no es viscosa. Cuando volvió a pasar la mano por la pared, esta seguía estando fría pero el yeso aparecía intacto. Quizás estaba tocando otro trozo de pared. Recorrió con ambas manos toda la superficie y solo halló un muro liso tan helado que el frió le entró en el cuerpo y ya no pudo sacudírselo, como si en ese breve contacto, la habitación le hubiese transmitido una pequeña porción de su gélida naturaleza.

Tenía una extraña sensación, como esa que se tiene cuando uno es vigilado en silencio por una presencia no física, algo carente de forma pero que se hace sentir a través de cada uno de los sentidos: se le intuye, se le oye, se huele su aliento e incluso podría decirse que es posible adivinarle con las yemas de los dedos, pero apenas se muestra un instante, desaparece.

Roberto siguió recorriendo la pared hasta que tropezó con un trasto. Se agacho y sus pequeñas manos exploraron el objeto. Era una silla rota, con el asiento de madera astillado y las patas circulares de metal, oxidadas. Junto a ésta había otra silla. La tabla de madera que servía de asiento estaba cubierta por una tupida capa de polvo, un polvo denso, áspero y pegajoso, si como la pared. Parecía que toda la habitación tuviese esa nota en común. Era como si la esponjosa estancia se extendiera por todos y cada uno de los objetos que la habitaban, formando una finísima piel fria y pringosa, alrededor de ellos. Sin embargo, la sensación era brevísima y al momento la pared era pared y el polvo, un polvo vulgar, hollado por unas yemas diminutas que dejarían sus huellas hasta que de nuevo el tiempo las hiciese desaparecer por completo.

Se alejó de las sillas rotas y miró hacia la puerta. Parecía que ésta se encontrara mucho más lejos, alia al fondo, como si las proporciones del cuarto se hubiesen dilatado. Veía el hilo de luz que atravesaba el ojo de la cerradura: aquel era el único cordón umbilical que le unía al mundo exterior. Llegó hasta la puerta y de nuevo, como unos segundos antes clavó su ojo en el irregular orificio con forma de llave. El pasillo seguía estando silencioso y vacio.

Extrañas sensaciones


La habitación olía a polvo, a cerrado, a la madera vieja de algún mueble enmohecido. Roberto no lograba escuchar ningún ruido del exterior, ni un rumor siquiera. En el interior de la estancia, se escuchaba, sin embargo hasta el más pequeño roce, el movimiento más leve, la respiración más silenciosa. Si. Oía el golpeteo de la sangre en sus sienes. Escuchaba el latido de su corazón, ese latido irregular y nervioso, pero también percibía un inquietante sonido. Podría tratarse del ruido que producen los muebles cuando se contraen o se dilatan en la noche, a causa del cambio de temperatura, ese crujido seco, lenguaje de los objetos inanimados, pero no; Había en ese sonido algo, una cualidad que le daba un tono diferente. El crujido se repetía como si algo estuviera ejerciendo una gran presión sobre uno de los travesanos que sostenía el techo.


Roberto se irguió y con su natural curiosidad infantil dirigió sus pasos al fondo de la habitación, allá donde se topara algunos minutos antes con varias sillas destartaladas. Palpó sin encontrar nada. Solo el vacio. Se agachó un poco y tocó un objeto. Lo recorrió con los dedos. Era un arcón de madera reforzado con tiras de metal y cerrado por un enorme candado. ¿Que encerraría en su interior?.

De repente, alguien abrió una puerta y un chorro de luz penetró con fuerza por el estrecho ojo de la cerradura. Los ojos de Roberto, que se habían acostumbrado a la penumbra, contemplaron durante unos segundos el resto de objetos que se amontonaban en los rincones de la estancia.

Detrás del arcón había varias cajas de madera, apiladas unas encima de las otras. Entre estas y las dos sillas rotas se escondía una pizarra semiemborronada. Cuando se estaba acercando a ella, la puerta se volvió a cerrar sumiéndole en la penumbra habitual.

Efectivamente, en ese cuarto amontonaban los trastos viejos: sillas, pizarras, suponía que también alguna mesa y un interminable conjunto de objetos inservibles, rotos por el uso.

Roberto permaneció unos instantes en aquella postura, de espaldas a la puerta. Sintió en ese momento que le llegaba un aroma débil pero insistente. Olía a clase, con todo ese maremagnum de olores entremezclados: el del libro viejo o el del nuevo recien comprado, los cuadernos, la caja de los lapiceros de colores, la goma de borrar blanca, de nata. ¡Cuantas veces había aspirado aquella fragancia y se había olvidado del tiempo, en clase!. ¡Como ahora!. Su ensimismamiento se rompió cuando escuchó unos pasos en el pasillo. Miró a través del ojo de la cerradura.
Esta vez había una figura en mitad del pasillo. Se había detenido frente a una clase. Golpeó con los nudillos en la puerta y entró, sin más dilación, en el interior. Había dejado la puerta abierta. A los pocos segundos volvió a salir, aunque antes de cerrar intercambió algunos gestos y palabras con su desconocido interlocutor.

Roberto alcanzó a ver el rostro de aquella figura, pero no podía dar crédito a sus ojos. Distinguía un rostro porcino, sí, como el del portero, pero aquello no podía ser real. La mascara que tenía por cara rezumaba degeneración y abandono. Los ojos amarillentos y vidriosos estaban desprovistos de cualquier rasgo humano. Las narices habían desaparecido casi y, en su lugar, dos agujeros negros se abrían por encima de la boca, una boca que sonreía en una mueca miasmática y que dejaba al descubierto unos dientes puntiagudos y sarrosos, cubiertos de manchas oscuras.

Cuando hubo cerrado la puerta de la clase, aquella siniestra criatura hizo ademán de dirigirse al cuarto. Roberto se alejó de la puerta y se acurrucó en la oscuridad, junto a los trastos polvorientos. Durante un tiempo que a Roberto le pareció interminable, el cuarto quedó totalmente a oscuras. Algo se había colocado frente al ojo de la cerradura. Roberto contuvo la respiración, temiendo que la cosa que acechaba detrás de la puerta le oyera y quisiera entrar. Y así permaneció un largo rato, e incluso, cuando el ojo de la cerradura dejó pasar de nuevo el blanquecino hilo de luz siguió allí, hecho un ovillo.

Un olor acido y nauseabundo, agrio como el del vino más barato, como el fétido aliento de un viejo borracho inundó la estancia. Era el rastro de la bestia que se alejaba y que había dejado la huella de su presencia cercana.



 
...de vez en cuando se detenía ante la puerta y, con un gesto casi mecánico, se agachaba ante el ojo de la cerradura...

El paso del tiempo


Roberto estaba cansado. Le pesaban los brazos y le dolían las piernas. Sus ojos querrían cerrarse y así lo hicieron. Pronto cayó en un profundo sueño. En su sueño, Roberto caminaba desnudo por entre los pupitres de la clase mientras todos se reían en corro y se mofaban de su desvalimiento. El circulo se estrechaba y las manos se estaban transformando en unos repulsivos tentáculos, tentáculos de un amasijo de carne, prosbócides de una monstruosa deformidad.

Aquel ente amorfo, toscamente cincelado, emitía un sonido sordo y zumbante, mientras los tentáculos se hundían en la piel, desgarrándole, y penetraban en la carne, como una docena de cuchillos, largos y cortantes.


Roberto dio un grito agudo y prolongado, y siguió gritando hasta casi desgañitarse, de tal forma que fue su propio chillido lo que le despertó bruscamente. Aquel alarido de terror y de dolor resonaba todavía en su cráneo, en sus oidos, en la habitación y oyó como su propio grito se prolongaba en un eco, como si las paredes reverberasen ese sonido angustioso.

Aquel grito hubiera sido capaz de poner en alerta a toda la escuela, pero, aparentemente, nadie había abierto, ni siquiera una puerta. Todo el edificio permanecía en el más absoluto silencio. ¿Pero estaba realmente despierto?. ¿Y si gritaba de nuevo, aunque solo fuera para comprobar que estaba vivo y despierto?. Debía romper el negro silencio, para al mismo tiempo sacudirse el miedo y la angustia. No podía dejar que el cuarto tomase vida propia y le absorbiera, conviniéndole en un objeto más de la estancia, un objeto inerte y vacio como el arcón, las sillas, o las cajas de madera. Gritó, pero el grito fue seco, corto y sin ecos. Un grito y el silencio como respuesta. En el exterior nadie daba señales de vida. En el interior, el silencio y como un susurro, su propia voz.

Roberto se sentó en el suelo frió, y de nuevo el sopor se apoderó de su débil cuerpo, sumiéndole en un estado semiletárgico, despierto aunque amodorrado y con sus sentidos abotargados. Sabía que si bajaba la guardia acabaría durmiéndose, e intuía que no podía hacerlo y que si se dormía, algo saldría de allí mismo, muy cerca de él, algo que estaba allí, en algún rincón del cuarto, o tal vez el cuarto...; No. Se levantó y empezó a dar vueltas y más vueltas por la habitación. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que la puerta se cerrara a sus espaldas?. ¿Cuántas horas llevaría encerrado?. Una, dos tal vez, ¿Quien sabe?.

De vez en cuando, se detenía ante la puerta y, con un gesto casi mecánico, se agachaba ante el ojo de la cerradura y escrutaba el pasillo que, invariablemente, aparecía solitario y ahora algo oscurecido, como si la negrura del cuarto se desbordara, filtrándose a través de cada rendija de la puerta. Volvió a dar vueltas alrededor de la habitación. Había perdido la noción del tiempo.

Varias veces se había adormilado e ignoraba cuanto tiempo había transcurrido. La habitación ya no le interesaba lo más mínimo. Sólo quería salir pronto de allí y cuanto antes mejor. Un ruido interrumpió sus pensamientos. Corrió hacia la puerta. En el pasillo había dos figuras: una era la de la vieja señorita y ¿la otra? No. No era posible. ¡Era su madre!. Su madre estaba preguntándole algo a la señorita, y como única contestación esta negaba una y otra vez con la cabeza, para luego pronunciar varias palabras.

Gritó, llamó a su madre. Al principio nadie pareció oírle. Las dos figuras permanecían frente afrente en un diálogo de mascaras. Sin embargo, cuando Roberto volvió a insistir, el rostro de su madre giró un segundo hacia la puerta del cuarto. La señorita se percató de aquel sutil gesto y miró también hacia la puerta. Luego siguieron hablando y finalmente las dos figuras se perdieron al final del pasillo.


No podía ser cierto. ¿Qué era aquello?. ¿Cuánto tiempo había tenido que pasar para que su madre viniera a la escuela a preguntar por él?. Quizás aquella oscuridad del pasillo...si, podía ser ya tarde, ¡la tarde!, ¡Imposible!.

¿Imagen verdadera?


Siguió escrutando el pasillo. La señorita regresaba, acompañada esta vez de un señor trajeado, serio y circunspecto: el director de la escuela. Eran ellos, sin embargo aquellos rostros estaban desprovistos de cualquier vestigio de humanidad. Sus facciones eran duras, cortantes y en sus ojos brillaba un destello de animalidad, como si se hubiera producido una fantástica metamorfosis. Los rasgos aparecían más marcados.

La señorita parecía un esqueleto viviente, recubierta de flojos pellejos alrededor de sus cuencas hundidas. Su mirada turbia despedía un hedor a muerte. Era como si la Parca estuviera tras aquella cara de amortajada; pero si algo destacaba de aquel rostro cadavérico era su mueca. Su mirada exudaba un sentimiento perverso, maligno, cruel e inhumano hasta el absurdo. La mueca de aquella vieja era la de quien conoce el final, y sabe de antemano que va a triunfar. A su lado, el director de la escuela parecía un simple funcionario: traje gris desvaido, cabeza canosa, mirada encristalada tras unas gafas de concha, bigote blanco y fino y andar pausado. Hablaban y el lacayo asentía bajo el torrente de palabras de aquella figura larga y oscura. Se detuvieron ante una de las puertas laterales, en el lado derecho del pasillo y entraron en el interior de una de las clases.

Un horrible presentimiento


¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que viera a la señorita y al director de la escuela, a través del ojo de la cerradura?. Estaba sentado en el suelo, ora adormilado, dormido tal vez, ora atento al más mínimo ruido como en este momento.

Se habían abierto las puertas de las clases y estaban comenzando a salir en trompicones, decenas y decenas de muchachos; y entre ellos, allí estaba Jaime, con su sonrisa estupida, llena de engreimiento.

Una oleada de luz, que procedía de las clases, atravesó la puerta del cuarto e inundó la oscuridad convirtiéndola en semipenumbra. En el fondo de la habitación, Roberto divisó un armario. Junto a éste había algo más. Se acercó al rincón, después de haber apartado las desvencijadas sillas y la semiemborronada pizarra.

Al lado del armario, que estaba cerrado, y sin ninguna llave a la vista, colgaba de un gancho una bata, una bata de niño, con sus rayas azules y blancas. ¿De quien era aquella bata?. Roberto se aupó sobre las puntas de los pies y descolgó la prenda que al parecer pesaba más de lo que debiera. En efecto, en uno de los bolsillos había un pedazo de pan mordisqueado. Roberto sintió como sus dedos se pringaban de una sustancia pegajosa y oscura. Se olió las yemas manchadas. Era crema de chocolate, una crema con un cierto olor a rancio, a pasado. En ese momento comenzaron a hormiguearle los dedos hasta tal punto, que dejó caer el tarugo de pan al suelo.

El cuarto se había llenado de un indefinible olor a niño y a orín húmedo y fuerte como el de las letrinas del patio.   También  olía a sudor.   ¿Era  la  bata  o  la habitación?. A bocadillo, ¿Acaso sus manos, la bata o el cuarto?. Cada sensación se amplificaba y penetraba en sus sentidos con toda su crudeza. Recordó el olor de la leche, acida; la leche que cada tarde llegaba a la escuela dentro del Plan Nacional de Alimentación. Quizás la bata le había sugerido aquella indefinible gama de olores, quizás esaprenda despedía, en realidad, esa amalgama.

Roberto acarició la bata casi sin darse cuenta y sus dedos descubrieron el relieve de unas letras impresas, tres letras bordadas sobre el bolsillo superior de la prenda. Recorrió varias veces las iniciales hasta que por fin logró reconocer aquellas tres letras: Z.Z.R. Al principio aquello no le dijo nada. Podía ser cualquiera. Pero no. Era bastante improbable que dos personas coincidiesen en las iniciales del nombre y los apellidos, más si se tiene en cuenta aquellas dos zetas. Solo recordaba a un chico cuyo nombre y apellidos coincidieran con las iniciales señaladas: Zacarías Zalba Ramírez, aquel extraño nombre, no sabía porqué, tenía para él cierta reminicescencia bíblica.

Si. Iba a su clase. Ahora se acordaba de como la vieja señorita les había dicho en cierta ocasión que Zacarías no podría venir durante algún tiempo por encontrarse enfermo. Como, entonces, ¿estaba su bata allí?. Nadie sabía que le hubieran expulsado de clase. Era un chico callado que no se metía con nadie: un buen compañero. Jamás se habría dejado la bata en la escuela. Sempre iba y venía con ella puesta y en todo caso si se la hubiera dejado, la bata debería haber estado colgada en alguno de los percheros de la clase, pero no aquí. Además, si estaba enfermo, se habría llevado la bata a casa. No. No era posible. Había algo que no encajaba y no sabía el qué. La señorita mentía. ¿Por qué estaba aquí su bata?. ¿Había estado Zacarías en el cuarto, como él ahora?. Tal vez.

En su reflexión, a Roberto se le había resbalado la bata de entre las manos y ésta había caído al suelo. Se agachó y al recogerla para colgarla del gancho, algo cayó. La curiosidad le empujó a querer conocer que era. Tanteó el frió suelo y al fin dio con el objeto. Era duro, compacto, rugoso y quebradizo en sus bordes, pequeño como un diente. Sin embargo al momento le pareció áspero y su textura le recordó la de una tiza.

La increíble visita

Había transcurrido un tiempo indefinido, minutos o tal vez horas. Roberto dormitaba, daba vueltas alrededor del perímetro de la habitación, pensaba, gimoteaba de rabia, temía, esperaba, sobre todo esperaba, y todo ello lo hacía a intervalos, sacudido por ráfagas de sensaciones, olores, sonidos, pensamientos. Escuchó las voces de los niños en el pasillo y luego el silencio; El crujir de los muebles en el cuarto y el silencio de nuevo y más tarde un ruido como el de una rata que se arrastra. A veces oía el susurro de su monologo interrumpido por una voz extraña e irreconocible, como una llamada, pero no podía, no quería saber ni conocer el origen de la voz-Había transcurrido demasiado tiempo y Roberto se había cansado de mirar por el ojo de la cerradura, de dar vueltas, de dormir y soñar, de esperar. Por eso, cuando escuchó un rumor de pasos en el exterior, un rumor que se hacía mas cercano e intenso, escrutó con rapidez el pasillo, ya que tal vez juera la señorita que venía para sacarle de su interminable encierro.

Lo que vio fue algo muy diferente y realmente angustioso. En el pasillo había dos mujeres hablando. Una era la señorita. La otra era una anciana encorvada, llena de arrugas. Roberto únicamente podía ver su perfil. La anciana apoyaba su anquilosada mano sobre la muñeca de la señorita, mientras preguntaba, una y otra vez, algo que Roberto no podía entender, sencillamente porque ahora no lograba escuchar ni el más pequeño ruido del exterior. La anciana repetía sus palabras y también sus miradas y ademanes, como cuando volvía el rostro hacia la puerta del fondo, la puerta del cuarto donde él estaba encerrado.

La señorita negó repetidamente con la cabeza y acompañó a la anciana a la salida. Le agarró del brazo para ayudarla a caminar y al cabo de unos segundos ambas desaparecieron por el recodo del pasillo. Roberto sintió como le latía el corazón con fuerza, como le entraba la flojera en las piernas y el sudor frió le empañaba la frente, pues se negaba a admitir como real lo imposible, lo que solo podía ser producto de su imaginación.

Desconocía quien era aquella anciana, pero sin embargo, sus facciones, esos ojos...eran los de su madre. Aquella anciana era su madre. Había visto su mirada, la última mirada antes de que la señorita negara enérgicamente con la cabeza. Su madre preguntaba por él. ¿Donde esta mi hijo? Era esa la frase que repetía una y otra vez. Había venido a la escuela, aunque tal vez demasiado tarde. Roberto sabía también cual había sido la contestación de la señorita, aquellas palabras: ¡Aquí no está! .¡Aquí no está!

Estaba soñando. No daba crédito a sus ojos. ¿Cuántos años llevaba encerrado en aquel cuarto?. Su madre había envejecido. La señorita, en cambio, seguía igual, como él. No comprendía nada. Todo era demasiado absurdo, demasiado horrible para ser real.


  
...se percató de la presencia de la señorita y el portero, quien al parecer había sido quien le había abierto la puerta..

La invisible amenaza

El cuarto olía a decrepitud, a decadencia, a corrupta putrefacción. El polvo acumulado durante decenas de años penetraba en sus narices. Percibía la  cercana presencia de la vieja señorita. ¿Acaso estaba dentro, allí, con él?. De pronto, le invadió un terror ciego. Intentó golpear la puerta y chilló, pero allí donde debiera estar la puerta no había nada. La puerta no tenía fondo. Veía el ojo de la cerradura y la oscuridad palpable  y solida de la puerta, pero no alcanzaba a tocarla. Viró hacia atrás y le sucedió lo mismo, hacia un lado y hacia  otro, y no pudo hallar un límite a su locura.

¿Donde estaba? Se quedó quieto, inmóvil, como danto tiempo a su mente a recobrar la cordura y la realidad, a expulsar aquella pesadilla, como si se estuviera convenciendo de que todo aquello era una ilusión pasajera, producto de un sueño febril, y que ahora despertaría y se encontraría en casa, en su cuarto o en clase o, a lo sumo, en un simple cuarto del que pronto, muy pronto saldría.

En ese empeño había cerrado los ojos y, al abrirlos,  pasó de la oscuridad a una negrura aún mayor, una negrura cerrada, donde percibió la presencia de algo indefinible, una amenaza que se encontraba cada vez más  cerca. Sentía que se hallaba sobre una especie de  trampilla que se abriría al vacio de un momento a otro, y que colgaría de una cuerda hasta la muerte. Ahora no era producto de su imaginación. Aquella sensación era real. Estaba escuchando el ruido de una cuerda que oscilaba sobre si misma, y el crujido de los travesanos por el peso de un cuerpo. Podía incluso vislumbrar una sombra semidibujada bajo la penumbra, allá sobre las cajas de madera.

Una corriente de aire frió le azotó el rostro, mientras algo salado flotaba en el ambiente. Un nuevo sonido se había unido al de la cuerda. Un sonido como el ruido de un grifo mal cerrado en la noche, que gotea. Una gota cada tres o cuatro segundos. Así escuchaba Roberto, el lento goteo... el golpeteo sobre el suelo, muy cerca de él...y cada gota parecía marcar el discurrir del tiempo, el tiempo, o la diferencia que hay entre la vida y la muerte, la cordura y la locura. Algunas imágenes atravesaban la mente de Roberto como dedos huesudos y marfileños que le empujaban, un poco más hacia uno de los rincones de la estancia: la cuerda presta a romperse, la cabeza quebrada o el cuello degollado. Allí, junto a los cajones de madera, sobre ellos, oscilaba algo, una cuerda de cáñamo atada a uno de los travesanos, vacía...esperando.

Jamás saldría de allí. Estaba emparedado, enterrado vivo. No. No podía morir. No estaba preparado. Todavía no, aunque tal vez no fuera tan doloroso. Todo era mejor que seguir encerrado para el resto de sus días.

La habitación había adquirido un tono rojizo que se diluía luego en una tonalidad naranja, y en la oscuridad fantasmal se dibujaba una forma.


De repente, escucho un fuerte ruido en el exterior. La oscuridad se hizo total y sintió como si un velo se hubiese extendido sobre sus ojos. El ojo de la cerradura había desaparecido. Oyó el crujido metálico de una llave dando varias vueltas en la cerradura y por fin la puerta se abrió. Una oleada de luz le cegó. Cruzó el umbral de la puerta en silencio y a pesar de tener los ojos semicerrados se percató de la presencia de la señorita y el portero, quien al parecer había sido quien le había abierto la puerta.


DE VUELTA A CASA


-V-


Habían transcurrido más de tres horas desde que Roberto entrara en el cuarto. Ahora conocía el secreto. Sabía como era ella. Había estado en el cuarto oscuro y había superado la prueba. Había descubierto sus verdaderas caras. La señorita se había dado cuenta de que él conocía el secreto. Por eso, sus ojos sin pestañas le sonreían malignamente y en el fondo de aquellos espejos sin fondo, oscuros y turbios como la habitación que había dejado atrás, se percibía un mensaje amenazante que parecía decir: ¡la próxima vez no saldrás!. Roberto había captado esa sonrisa, había recibido el mensaje. Agachó la cabeza y en silenció recorrió el camino que le separaba de la clase, donde tenía la cartera y los cuadernos.

Eran las dos de la tarde cuando Roberto abandonaba la escuela, vacía de niños, de gritos y de juegos. Atravesó la puerta de hierro y enfiló el camino de vuelta a casa. El cielo aparecía cubierto por algunas nubes grises que se amontonaban y se extendían, oscureciendo por momentos el sol, para luego desgajarse en racimos algodonosos y dejarle brillar en todo su esplendor.

Roberto había acelerado el paso y no reparaba ni en los charcos, ni en los surcos, ni en las piedras, de modo que tropezó varias veces e incluso estuvo a punto de caer. Sólo quería llegar pronto a casa, su refugio, su único refugio. El paso rápido se convirtió, primero en un trote y luego en una carrera. No quería mirar atrás. No volvería a la escuela. No deseaba volver pero tendría que hacerlo. No. No lo haría. Seguro que le comprenderían. Les contaría lo sucedido y ellos le comprenderían. De pronto comenzó a llorar. Tenía necesidad de desahogarse. Debía expulsar el dolor y el miedo acumulado. Se acercaba a casa. Bien pensado podría resultar provechosa aquella estrategia. Su madre se enternecería y le preguntaría que le había ocurrido, le abrazaría como sólo lo pueden hacer las madres con sus hijos más pequeños y él le contaría aquella horrible historia.

No podía llorar y correr a la vez. Estaba fatigado,  asi es que acortó el paso, precisamente cuando se adentraba en los primeros metros de su calle. Al poco tiempo se cruzó con una vecina, la que vivía en el tercer piso izquierda de su portal, la señora Elvira, una viuda de  mediana edad. La señora se le quedó mirando algo sorprendida y le dijo a un Roberto jadeante y sofocado:

¿Que  te ha pasado?. ¿Cómo es que llegas tan tarde a casa? ¡Hace más de dos horas que salieron los chicos de la escuela! ¡Ya verás cuando llegues a casa! . ¡Como te va a reñir tu madre!. ¡Pobre mujer!. Varias veces ha  bajado a buscarte. ¡Dios!. ¡No dais mas que disgustos!

Roberto no contestó, se limitó a esbozar una media sonrisa y siguió adelante, hacia el portal. Deseaba olvidarlo todo, pero como hacerlo si mañana podía repetirse, o aun peor...podría quedar encerrado para siempre, como Zacarías. No. A Zacarías le debió suceder algo malo....

En medio de esos lúgubres pensamientos había llegado al portal de su casa. Esto hizo que olvidara  rápidamente el episodio de la mañana.  Subió las  escaleras, de dos en dos, con la alegría desbordándole el  pecho, pero se detuvo en seco, en el último tramo cuando  escuchó a dos personas que estaban conversando. Una de ellas era, sin lugar a dudas, su madre, pero ¿y la otra?. No lograba identificar su voz. Tal vez fuera algún vendedor de libros. Roberto espió con sigilo tras el barandado del primer piso.



Roberto pudo distinguir a la persona que estaba hablando con su madre, pero no era posible. No podía serlo. Era la señorita, la persona que conversaba con su madre, y al parecer lo hacían en un tono coloquial, distendido y amable. Hablaban y reían. No se habían percatado de su presencia hasta que Roberto tosió sin querer y la tos le delató. Las dos mujeres le miraron sorprendidas durante un segundo, y luego su madre le llamó por su nombre, una vez, otra y una tercera.


Roberto había huido ya escaleras abajo. Ni siquiera en casa podía estar seguro. Su madre era cómplice. Ella también. ¡Dios mió! Al bajar las escaleras estuvo apunto de tropezar y rodar. Pensó que tal vez habría sido una buena solución: caer por la escaleras y acabar de una vez, pero hubo algo que le detuvo. No supo qué, quizás un último atisbo de esperanza o el espíritu de supervivencia.


No volvería a casa jamás. Le habían traicionado. Su casa, el último refugio se había convertido en una prolongación de la escuela.


(Pamplona, 20 de Marzo de 1987)