jueves, 6 de diciembre de 2012

Silencio en la noche

Había llegado a aquella mansión pocos  antes del 1 de noviembre, en los sombríos días del mes de octubre. La aureola de leyendas que escondía aquel lóbrego y apartado lugar, unido  a un cierto deseo de descanso y meditación me había llevado a tomar aquella decisión. No oculto que una cierta morbosidad inherente a mi extraño carácter había sido el  detonante para que abandonara, sin pensarlo mucho, las comodidades y lujos de la ciudad, su mundanal ruido y el monótono quehacer diario.

La mansión, al verla, me pareció sólidamente construida. Debía ser de finales del siglo XVIII, pues guardaba algunas reminiscencias clásicas, sobre todo en el portal de entrada, flanqueado por sendas columnas de inspiración jónica. Las ventanas eran grandes. El interior del edificio estaba sobriamente decorado por algunos escasos muebles. Se respiraba una atmósfera de recogimiento, que desprendían tanto aquella mole de piedra como  sus taciturnos y escasos habitantes, con los cuales  apenas hable: el dueño, un viejo y solitario aristócrata venido a menos y su criado. El anciano había accedido, por consejo de algunos amigos, a convertir su mansión en una especie de residencia para quien deseara encontrar un lugar de descanso por una pequeña  temporada. Tal fue mi caso. Asi pues yo me encontraba allí en calidad de huesped. Y en estos días otoñales yo era el único huesped de la lóbrega mansión, o al menos eso creía.

Había llegado al caer la tarde de un grisaceo día. Apenas cené y temprano me retiré a mi habitación. Más el sueño inexplicablemente no me llegaba y el tiempo transcurría lenta, muy lentamente. Por más que quería tranquilizar mi espíritu,  el temor a algo desconocido se acrecentaba y creía oir vagos sonidos, como de pisadas, ora en el piso de arriba, ora en el de abajo; o de pronto el silencio de la noche, afuera, quebrado por el pisar de alguien sobre la hojarasca. Quería pensar que lo que sentía en aquellos momentos era fruto del ambiente de aquella casa, pero mis esfuerzos por tranquilizarme eran inútiles. En la oscura tiniebla de mi habitación aplicaba cada uno de mis sentidos, como queriendo corroborar la inexistencia de motivos de peocupación, pero cuando a punto estaba de convencerme volvían los sonidos, las voces, murmullos o  el mismo silencio, todavía más mortificante si cabe. Mi corazón latía con violencia, por momentos. Y el silencio estaba lleno de extraños rumores. Tembloroso me incorporé sobre el lecho y me asomé por entre la cortinilla de la ventana. Oscuridad profunda en la medianoche.

Con suavidad abrí  la ventana y el chirrido de los goznes se escapó suavemente, debido tal vez a su poco uso como la mayoría de las cosas que había en aquella casa. Un halo de aire frio golpeó de improviso mi cara. Atisbé una luna roja entre los arboles y un fugaz resplandor. Luego nada, silencio de otoño en las hojas secas, caidas. Más tranquilo cerré la ventana, Me quedé inmovil  durante un rato cuando comenzaron a sonar, allá en la lejanía, en el campanario de la iglesia del pueblo, las doce de la noche, doce campanadas lentas, sordas...Y entre ellas, de nuevo, el vago y confuso sonido de la noche de difuntos. Terribles leyendas corrían por estos lugares a propósito de este día. De pronto, en mi enfebrecida mente surgió la idea de leer algún libro, ya que de lo contrario, iba  a ser dificil que pudiera conciliar el sueño. Y así, con paso no muy firme, me encaminé hacia la biblioteca, con el corazón encogido por el miedo. Un sudor frio recorría mi frente. La mansión dormía en el más sepulcral de los silencios. De nuevo, en mis aposentos, bajo la temblorosa luz de una vela, sentado sobre el lecho, comencé a leer, entre nervioso y  y preocupado las páginas de aquel  libro amarillento por el paso del tiempo. Sin darme cuenta, mis ojos se  cerrarón y  entré en un profundo sueño. Las horas habían pasado lánguidas, pesadas, lentas en la noche.

Por fin las primeras luces del alba comenzaron a alumbrar la oscura estancia e hicieron  que me despertase. Abrí los ojos. El temor había desaparecido. La noche había felizmente pasado...o tal vez no?. El silencio inquietante, entre los rayos de la aurora, me hizo recordar, de nuevo, los temores de la pasada noche. Un silencio que sin embargo, ahora, era  roto monotonamente por un pausado gotear. Cloc, Cloc, Cloc...Instintivamente alcé los ojos al techo: un gota oscura se filtraba entre las rendijas de los pesados y largos tablones. Mi corazón volvió a acelerar su pulso. Un terrorífico presentimiento había inmovilizado mis musculos. A pesar de ello, me incorporé sobre el lecho y me aproximé hacia el lugar, a los pies de mi cama. Un sudor frio, helado me recorrió el cuerpo, mis ojos se abrieron desmesuradamente. Sobre el suelo se estaba formando un charco de sangre. Algo terrible habia debido pasar aquella noche, pensé. Mi cabeza daba vueltas y más vueltas. Todo giraba a mi alrededor e insistentemente veía dibujadas en sangre las palabras MUERTE. Un golpe seco. De nuevo el silencio. Oscuridad total. Todo había acabado. Silencio en la noche.

Pamplona. 1982 

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