sábado, 22 de septiembre de 2012

Cuando llega la noche




-I-


-Vamos, que son las diez.


Aquella mujer estirada, de tez morena, había soltado su frase, como en otros atardeceres de penumbra rojiza, esperando quizás que aquel pilluelo acudiera al momento a su regazo, ese regazo húmedo, mojado por la última colada de ropa, después de comer; ese regazo que olía, ahora, al humo de la cena, al inconfundible tufillo de pescado barato.


Aquella mujer sacudió el nombre de su hijo, como pudiera haberlo hecho con las alfombras llenas de polvo, y su nombre se estremeció con suaves ondulaciones entre la quietud bulliciosa de la atmosfera.


La calle se iba oscureciendo un poco más, y las siluetas de los chicos jugando y de las abuelas tomando el sol, se habían difuminado hasta convertirse en sombras, oscuras sombras que oscilaban, o se mantenían quietas, como las gárgolas de la iglesia del barrio.

En el viejo barrio, todos se conocían y las voces se reconocían, como se reconocen los tonos y los timbres de una familia; aquel era Paquito, aquella Lucía y aquel otro de más alla que se escondía y gritaba, Francisco.

Una suave ráfaga de aire templado sacudía las ropas que colgaban de los tendederos, y las abuelas, protegidas en su modorra por la atardecida, despertaban de su letargo y arrastraban las pequeñas, desvencijadas sillas de paja con una mano, mientras que con la otra transportaban la bolsa de lona donde llevaban las labores.

La mujer volvió a salir del portal. Preguntaba a las sombras si habían visto a Guillermín, y las sombras negaban con un ademán silencioso, o con un brusco movimiento de cabeza, mientras las hojas de los arboles del cercano parque siseaban... .

La calle había quedado inundada durante unos minutos por una espesa penumbra, moteada con destellos ocasionales: los faros de un coche o de una Vespa que rompían la oscuridad o iluminaban fugazmente los rostros de las sombras, a cada momento más escasas.

La calle, iluminada por la mortecina luz de unas cuantas bombillas peladas que colgaban en mitad de la calle, bamboleándose en silencio por el viento de la noche, aparecía ahora semivacía. Sólo alguna pareja escondida en el rellano del portal apuraba los últimos minutos del día y los primeros de la noche, antes de ir a casa a cenar.

Las voces infantiles se habían perdido entre los muros de los edificios, protestando, tal vez, para no tomar el caldo que había sobrado del mediodía.


Tan sólo una mujer alta, andaba de un lado a otro, con su mandil recogido, hasta que la calle quedó vacía y su espigada silueta como mudo testigo de la noche apagada. El canto de los grillos y la cercana presencia de unas sombras, al final de la calleja, junto al camino que conduce al Soto, hicieron que la mujer se acercara al borde del camino oscuro, esperando... y cuando la mujer parecía llevar una eternidad aguardando, angustiada por la extraña tardanza, apareció la breve figura de un niño de unos siete años, que apenas se detuvo ante la mujer, seguramente por temor a una severa reprimenda, y pasó de largo, como azuzado por la mirada, entre angustiosa y aliviada, de la madre.


-II-


La tarde había consumido algunas horas, pero el calor, lejos de haber cedido, se hacía especialmente sofocante. En el parque, un grupo de niños se agolpaba en torno a un pequeño agujero que habían cavado en la tierra.

Una diminuta lagartija había sido alcanzada por una pedrada, y después de haberla enterrado parcialmente, estaba siendo quemada ahora por uno de los chiquillos.

A unos diez metros del grupo de niños se hallaba una figura inmóvil. Era un hombre vuelto de espaldas. Llevaba un abrigo que parecía recordar el color marrón oscuro, si bien un tanto desvaido, quizás por el efecto de la luz del sol, filtrada entre las inquietas copas de los arboles. El abrigo estaba raído cerca de los cuellos y de los bordes, y junto a los bolsillos, en los que ocultaba las manos, asomaban unas manchas brillantes, que destacaban sobre el tono pardusco del resto.

Las botas podrían ser de color negro, si no fuera porque el barro, y unas manchas blancuzcas, como de moho, hacían difícil distinguir su color natural. De todas formas, las botas eran demasiado grandes, incluso para un hombre de aquella estatura.

El pantalón parecía, desde esa distancia, de pana, una pana lisa, negra, pero de un negro descolorido, con tonalidades amarillentas y rojizas como de orín y óxido o... .

Tenía el cabello aceitoso, desmadejado y ralo, al menos en la escasa porción que permitía descubrir el arrugado sombrero azul oscuro. Llevaba éste calado hasta el cuello por la parte posterior, lo que hacía pensar en una cabeza no demasiado grande o en un cuello casi inexistente. Bajo el sombrero podían atisbarse unas greñas de color ceniza, aunque como el resto de su indumentaria, teñidas por una gama de indefinidas sustancias.

Una chiquilla rubia había comenzado a gimotear en silencio. Tal vez sentía pena por el sufrimiento del chamuscado animalillo. No podía soportar la sádica crueldad de sus amigos. Y se levantó, separándose unos metros del grupo, que seguía apiñado como una sola cabeza sobre la tierra menuda del parque.

El sol se mecía sobre sus pequeñas cabezas, pero, sorprendemente, dejó, por unos segundos, de iluminarles con la brillantez habitual. Ni una sola nube aparecía en el cielo y, sin embargo, algo se había interpuesto en medio de aquella cascada de luz y calor. Algo frió recorrió de un extremo a otro todo el parque, hasta llegar al grupo de niños. Una ráfaga de aire había sacudido las copas de los arboles.

Nadie se dio cuenta o tal vez todos sintieron el escalofrío y se apretujaron un poco más, ocultando sus rostros entre las sombras de sus pequeños cuerpos, observando, ya, los últimos estertores de la indefensa lagartija.

Ningún niño se percató de la ausencia de la chiquilla. Únicamente, Paquito, su hermano, sintió un extraño presentimiento; levantó la vista y escrutó con sus ojillos el parque, buscando con cierta aprensión la menuda forma de su hermana, aquella preciosa rubia de ojos azules que unos momentos antes había comenzado a llorar, sin una causa aparente.

Entonces vio que se encontraba a unos seis o siete metros, y que se dirigía, absorta, hacia la inmóvil figura del hombre, que seguía, vuelto de espaldas; si bien ahora parecía hacer ademan de girar, lenta, muy lentamente.

Paquito se levantó como impulsado por un resorte, y corrió hacia su hermana, antes de que ésta lograra acercarse un metro más hacia la desconocida presencia.

Paquito no quiso mirar, no hubiera querido ver, pero alcanzó a distinguir; sin embargo todo aquello quedó atrás ante la inmensa felicidad que le causó, en el fondo de su pequeño corazón, asir la mano de su hermana y recuperarla, Dios sabe de qué!.

Antes de llegar a donde les esperaba el resto, quiso volver a mirar, pero alli donde hubiera debido estar aquella sombra de negra apariencia, no había nada. Había desaparecido de repente. Se había volatilizado en el aire o, quizás, había huido con la suficiente rapidez, como para que en esos segundos, estuviera ya lejos, o al menos lo bastante como para hallarse bajo los soportales de la iglesia o al otro lado de la avenida.

Paquito había visto, o tal vez había creído ver. Pero no dijo nada hasta la tarde siguiente, recordaba: alli donde hubiera debido estar la car a...alli estaba...per o...era mejor olvidarlo. La vegija se le había distendido y le habían entrado unos sudores frios.


Nadie, salvo Paquito, le había visto, ni siquiera su hermana Lucía. Sin embargo, desde ese día, algunos niños comenzaron a sentir la ocasional presencia de un vagabundo, que rondaba, deforma habitual, la calle, casi siempre al atardecer, cuando las sombras se agitan y ocultan en la penumbra a las criaturas de la noche.


E Incluso algún adulto, quizás llegara a columbar la silueta del vagabundo, perdiéndose entre la semioscuridad de la calle, pero estos quizás supusieran que era tan solo un pobre mendigo, o tal vez ellos sólo vieran eso.


Los niños percibían la extraña presencia, pero esa percepción, curiosamente se producía de forma individual, como una insólita aparición.



-III-


-Es verdad. A veces viene...


^No digas tonterías. No existe. Mi padre me ha dicho que es para meter miedo a los niños.


-El existe. Es real. Yo lo he visto. Le vi.


-No, no puede ser. Sería algún vagabundo o un borracho de esos que se divierten asustando.


-No lo creo. Era él, el sacamantecas.


-y ¿qué hace el sacamantecas...?


-Mi abuela me contó una vez que el sacamantecas es como el hombre del saco o como el coco. Son inventos de los mayores para asustar a los niños, cuando no hacen lo que ellos quieren.


-El sacamantecas es un hombre horrible y sucio...


-Es un monstruo?¿cómo es?.


-Es un loco al que le gustan los niños...


-No. Hace que se acerquen a él, los rapta y luego se los come, aunque antes les hace mucho daño.


-Que valLes saca las mantecas.


-Que no! Les saca la sangre y luego la venden...


-Son...


-Niños!!! De qué estáis hablando? Venir a merendar!.

Las dos mujeres se habían levantado, casi al mismo tiempo de sus sillas, que estaban recostadas junto a la vieja tapia del campo del Irati, en el pequeño terreno salpicado de zarzas y hierbajos secos, que todos, los niños y los mayores, llamaban el Gure.

-Del sacamantecas. ¿Verdad, mama que no existe?.

La mujer más joven, de pelo castaño y con la cara enrojecida por el sol, tras un pequeño silencio, les increpó, con una media sonrisa.

-Claro que no!, pero dejar de hablar de esas cosas. Ir a jugar. Andar! pero no os alejéis mucho.¡Que os vea yo!

Las dos mujeres les habían dado a sus chicos la merienda: chorizo, salchichón, una pastilla de chocolate... Un niño le pidió a otro un trozo de su bocadillo. Su madre no le solía dar de merendar. Una de las dos mujeres, esta vez, la más alta, la de pelo negro y tez morena le cortó con una frase rotunda:

-Que te lo dé tu madre!

El niño se alejó en silencio, triste y dolorido, mientras las dos mujeres siguieron parloteando sin cesar, al mismo tiempo que hacían punto.


En el aire olía a hierba seca, a pan blando, a chorizo y a chocolate. Había llegado una tercera mujer, que se unió a las anteriores en el parloteo. La chachara se confundía con el punto: uno del derecho, uno del revés... Y vuelta a empezar.


Los niños se habían desperdigado y se encontraban lejos...En el aire olía a humo. Alguien había encendido una hoguera, alia a lo lejos, en el Soto. Ahora, por un momento, el aire olía a algo indefinible, pero nadie, ni los niños, ni aquellas tres mujeres sabían que era.


-IV-


Cuando las persianas de los comercios se cerraron, empezó a llover. Unas gotas gruesas golpearon las aceras de cemento y el asfalto. Sobre el coche negro, aparcado, como siempre, en la esquina de la calleja que daba al culo de saco; sobre el coche negro, cubierto de una espesa capa de polvo y suciedad, comenzaron a formarse hilillos de agua, que se retorcían formando extraños entramados de arroyos que se juntaban y al poco se bifurcaban en innumerables regueros. Nadie sabía cuanto tiempo llevaba el coche negro alia, quizás cuatro, seis o tal vez algunos años más. Muchos niños lo recordaban como un elemento más del paisaje de su reducido mundo.

Las gotas se habían convertido en una cortina de agua, que barría con oleadas, estremecidas por el viento calido y húmedo, la calle solitaria. Guarecidos en los umbrales de los portales y bajeras, niños y mayores miraban al cielo. Las grandes masas de nubes de tono violáceo se habían difuminado tornándose en una gran masa de aspecto ceniciento, por momentos muy blanca, e iluminada con fogonazos secos como las dentelladas de un perro rabioso.

Al final de la calle, junto al coche negro aparcado en la esquina, una figura parecía clavar la vista en un punto fijo. La cortina de lluvia distorsionaba su imagen, su cara. Un brazo señaló, desde otro lugar de la calle, aquella silueta desdibujada. Los rasgos de su rostro no estaban bien definidos, como ocultos baja una gasa o como si temblaran bajo un lecho de agua turbio. Parecía que aquella faz indefinida estuviera transformándose, metarmofoseandose a cada instante... .

Se intuía casi, se divisaba su figura, oscura como el automóvil, pero quizás ésta fuera aún más negra, un negro profundo y absoluto, que absorbía los colores y apagaba la luz grisácea de la tarde lluviosa.

Paquito echó a correr, desde el umbral de un portal y cruzó aquel muro de agua. Alguien le llamó, a sus espaldas. La sombra ya le había visto acercarse y antes de que nadie se diera cuenta, se había perdido en el fondo de la lluvia, dejando al coche como mudo testigo de su presencia. El niño estaba allí, y buscaba con la mirada algo a su alrededor, alguna prueba, porque estaba seguro de que antes de desaparecer había arrojado algo al suelo.


La lluvia cesó casi de repente. Paquito había preguntado a su mejor amigo, a su inseparable compañero de juegos:

-¿Viste al hombre, junto al coche negro...?

Francisco le escuchó, como lo suelen hacer los niños, entre distraído e inquieto, pero le contestó, sin alterarse lo más mínimo:

-No sé porque corriste hacia el coche. Estas loco o que! Allí no había nadie.

-¿De verdad?

-Si.

Paquito cayó en un profundo silencio y no volvió a abrir la boca durante casi un cuarto de hora.



Aquella noche soñó. Soñaba que "buscaba con la mirada" y que enganchado en la portezuela del automóvil había un trozo de tela negro. Podía tratarse de un pedazo del abrigo del extraño. Lo tomó con cuidado en sus manos. La lluvia resbalaba sobre la tela. La tela parecía tener vida. Brillaba y, por momentos tenía la textura de una piel. Estaba caliente. Le estaba quemando los dedos. Se movía y temblaba entre sus pequeños dedos.


Lo arrojó con esfuerzo al suelo, porque parecía pegársele a los dedos como una masa viscosa. Y cuando bajó la vista, siguiendo la trayectoria de aquel trozo de piel negra, encontró o supo que había encontrado aquello que la extraña figura arrojara al suelo antes de desaparecer entre la lluvia. Paquito sonrió. Como era posible!. Aquel hombre jugaba todavía a las canicas. Porque eso es lo que encontró: dos brillantes bolos blancos adornados con curiosos circulos concéntricos...


-V-


Las sombras de los arboles del parque se agingataban como formas chinescas ante el reflejo de las dos bombillas bamboleantes. Y en la soledad de los arboles se escuchaba queda, la pisada lenta de una silueta, que bajo la luz tenue de las bombillas había tomado una palidez cetrina.

El parque estaba solitario, como solo lo pueden estar los rincones más oscuros de los que parece haberse alejado la luz y el tiempo.

Aquella figura fantasmal permanecía erguida bajo el haz de semipenumbra, como si hubiera salido a través de un puerta invisible, alia desde el fondo de la tenebrosa oscuridad.

En al lóbrega noche danzaban las sombras, y susurraban como el viento en las hojas. Era como un prolongado siseo de palabras y ecos, conversaciones a media voz, pisadas y gemidos apagados, que parecían repetirse y se encadenaban hasta provocar una indefinible sensación de malestar y pesadumbre.

Parecía como si alguien hubiera abierto una puerta y algo perverso e inhumano estuviera al acecho, vigilando, vibrando, al mismo tiempo que se sentía como si una porción del tiempo se estuviera dilatando y contrayendo de manera sucesiva, deforma que el espacio pugnara por romperse en mil pedazos, o al menos se resquebrajara peligrosamente, y a través de las grietas se estaban filtrando...esas sombras, esos sonidos...

Aquella aparición había durado apenas un segundo; tan corta fue, que podría hasta dudarse de que hubiera sido real. Quizás sólo fue una ilusión. Tal vez nadie en el barrio le había visto, ni le volvería a ver...Tal vez, pero si no fuera así, si esa sombra que se deslizaba sigilosa, a la hora del atardecer, e incluso a plena luz del día, era real, entonces estaba buscando, y no regresaría a su mundo de tinieblas hasta que encontrara.

La línea del horizonte se apagaba como en un incendio y las ascuas crepitaban sobre los tejados de los edificios, salpicando con sus rojizos destellos los cristales de las ventanas y la calle.

Abajo, en la calleja, como en cualquier otra tarde, los chicos jugaban, corriendo y escondiéndose entre los coches. A través de alguna ventana abierta se oía el parte de la radio. Su peculiar sintonía marcaba el ritmo de las horas y aún no era el momento de regresar a casa.

Abajo, en la calle, se apuraban las últimas brasas de la tarde, el calor de los últimos rescoldos, antes de que el cielo se tornase negro y frió, antes de que las estrellas chispeasen con el vestigio postrero de un incendio sofocado.

Todavía se divisaban los rostros, si bien la calle parecía estar envuelta entre una bruma algo extraña. Los niños seguían jugando; las abuelas se retiraban al calor del hogar; se preparaban las cenas; las parejas se retrasaban, eternizando cada momento. Todo era como cada atardecer, tan diferente y sin embargo igual.


Alguien había atravesado la calle, y caminaba ahora por la mitad de la calzada. Venía del extremo norte de la calleja, en concreto del sendero que conducía al Soto. Parecía un vagabundo, desharrapado y sucio. Caminaba ligeramente encorvado y, de cuando en cuando, sus pies vacilaban y trastabillaba.


Se había acercado a un grupo de niños. Llevaba un objeto en su mano izquierda, que brillaba tenue y despedía un fulgor verde azulado. Los niños habían huido precipitadamente.

El desconocido se apoyó sobre un coche y se llevó aquello hacia la boca: solo era una botella de vino a medio beber. Aquel vagabundo era un borracho, sin embargo los niños tenían miedo... El borracho se incorporó y clavó su mirada en un chiquillo de unos cinco años. El niño le vio venir desde lejos y echó a correr, llorando.

Poco a poco, el miedo inicial dio paso a la mofa y la huida, a la persecución. Los niños comenzaban a divertirse a costa del vagabundo. Le hicieron correr, le gritaron y escupieron, le arrojaron grava e higos podridos. El pobre borracho se había convertido en la victima de sus burlas y de sus crueles juegos infantiles.

Como aquella lagartija, en el parque, el vagabundo se agitaba frenético, rabioso, los ojos inyectados en sangre, la baba resbalandole por las comisuras de los labios, haciendo mil aspavientos y deshaciéndose en muecas descompuestas.

En ese momento, casi todos, en la calle habían centrado su atención en torno al mugriento vagabundo que había pretendido atemorizar a la chiquillería.

Nadie se percató de que las últimas luces del crepúsculo se habían perdido más alia del horizonte y que la oscuridad iba empapando cada rincón, cada forma, cada rostro. Se encendieron las bombillas y se volvió a escuchar la frase recriminatoria de la madre a su hijo, el aviso, vamos-que-son-las-diez-, pero es que esta noche los chicos disfrutaban de una diversión especial, y la vuelta a casa se retrasaba.

Nadie se percató tampoco de que Nuria, y el pequeño de rizos rubios, Joaquín, no estaban en ese preciso momento en la calle, junto a los otros, sino en las lindes del camino que conducía al Soto.

Nuria jamás descuidaba la vigilancia de su hermano, Joaquín. Le llevaba siempre agarrado de la mano y no le quitaba el ojo de encima; sin embargo, Joaquín había desaparecido. Así, de repente, un segundo y zas... .

Nuria había visto como su hermanito se internaba, sin que a ella le diera apenas tiempo para reaccionar, en el umbral de la oscuridad. Nuria le vio correr', detenerse y desaparecer. No, antes vio algo más. Una sombra, quizás, un hombre vuelto de espaldas, unas manos grandes y nervudas, unos dedos muy largos, como garfios... Ella había corrido detrás. De eso si estaba segura. Le había visto. Había visto como levantaba en volandas a su hermano...y se lo llevaba. No supo reaccionar ¿o si lo hizo?. Si. No había niebla, ni bruma. Solo oscuridad. Sabía que pudo superar el agarrotamiento, el sollozo mudo y que allá, en la mitad del sendero que conducía al Soto, desapareció. De repente, como si nunca hubiera existido. Si. Había desaparecido, aquella sombra y lo que en sus brazos se agitaba, pues eran aquellas las piernas y brazos de Joaquín, aquellos brazos y piernas que batían el aire inútilmente, aquellos brazos y piernas que también se desvanecieron en el aire, volatilizándose.

Con lagrimas en los ojos, el ahogado sollozo que paralizaba su voz, se desgarró en un grito sordo que nadie escuchó. Nadie le había visto internarse en la oscuridad, ni le volverían a ver salir de ella. Solo Nuria vio a la sombra, al ser extraño que procedía de las tinieblas y que había regresado a ellas para quizás volver de nuevo...tal vez antes de lo que muchos niños desearían o hubieran deseado.

 
...tiembla cuando duerme, porque cree que en el sueño podrá encontrarle con más facilidad...

Desde entonces, la abuela asusta a su nieto con la vieja historia de que va a venir el sacamantecas, y la madre a su hijo, para que regrese temprano a casa, no juegue en la oscuridad, ni hable con desconocidos. Y los niños hablan entre sí del sacamantecas, pero Nuria, con sus escasos ocho años, llora en silencio y no sale de casa, porque sabe que aún puede estar ahí, al acecho, vigilando entre las sombras, esperando el momento oportuno para llevársela.

Y Paquito sabe también que no es mentira, que el sacamantecas existe, porque él lo ha visto, y lo que es peor, le ha visto el rostro, y sabe que cualquier día, en cualquier atardecer, puede surgir de pronto, en un rincón oscuro, detrás de una esquina, junto a un coche, en el rellano del portal e incluso entre los arboles y a plena luz del día.

Paquito sabe que puede cogerle, en cualquier momento, y conoce lo que le hará. Tiene miedo. No soporta quedarse a oscuras, e incluso tiembla cuando duerme, porque cree que en el sueño podrá encontrarle con más facilidad.

Aun recuerda aquel sueño y aun siente como le recorre un escalofrío por la espalda, y se le pone la carne de gallina, porque se ha dado cuenta de lo blandos y pegajosos que eran aquellos bolos blancos, porque ha recordado, con toda nitidez, el verdadero color de la tela, y porque recuerda...No. Mejor olvidarlo. Había visto algo más, junto a los bajos del automóvil negro, algo que le hizo dar un agudo y prolongado grito.

Ahora quisiera gritar, gritar hasta arrancar de su mente el recuerdo. No podía ser cierto. Junto al coche estaba. Primero vio el cuerpo, intacto; luego la cabeza, inconfundible, sembrada de rubios bucles que rodaba, mostrando la terrible mueca de horror supremo en sus labios, y las cuencas de sus ojos vacias como las de una calavera, y quizás debiera añadir algo más que no vio, y es que en el fondo de aquellos dos pozos negros parecía latir una extraña pulsación, como si la oscuridad de aquellos pozos tuviera una vida propia, pero no, ciertamente, no de este mundo.


(Pamplona, 20 de Diciembre de 1986)

No hay comentarios:

Publicar un comentario