sábado, 29 de noviembre de 2025

Maite, Maite, Maitia

Lo que más recuerdo de aquellas fiestas de la Rochapea de la segunda mitad de los setenta no son ni el concurso de paellas ni las verbenas, sino el hormigueo en la boca del estómago cuando empezaba a oscurecer y sabías que, en algún  momento, cuando empezaban a sonar  las lentas y estabas con la cuadrilla tocaba sacar a bailar a alguien. Era un momento de incomodo escrutinio en el que podías ser el más afortunado del mundo si la agraciada chica en la que habías depositado tu mirada decía que sí o podías recibir la más estrepitosa de las calabazas que era lo más habitual.

Cuando llegaban las fiestas del barrio, el patio   junto a las Escuelas del Ave María se llenaba de pronto como si alguien hubiera abierto un grifo de gente. Durante el día el patio de las escuelas y nuestra calle era un territorio de críos: carreras con pelotas de goma, cromos, bicicletas BH con el sillín alto, madres charlando en corrillos. Pero al caer la tarde cambiaba de dueño. Aparecían las cuadrillas, los vasos de plástico, los primeros cigarros mal liados, el ruido de algún carrusel  y ese olor mezclado a fritanga de alguna txozna, calimocho barato y perfume de las chicas, que venían arregladas, pero “como que no”, con tejanos bien planchados y jersey atado a la cintura.

Yo tendría diez y seis años aquel verano del 76, o quizás del 77 siempre los confundo. Llevaba unos vaqueros  y una camisa a cuadros que mi madre me había planchado con cariño. Me había prometido que no bailaría, que yo iba “a ver el ambiente”, pero llevaba todo el día pensando en si me atrevería a sacar a bailar a Ana, la chica más guapa del barrio, la de las trenzas que se había cortado el pelo por el verano y ahora lo llevaba suelto, con flequillo.

De aquellos días de verano tengo grabadas a fuego muchas imagenes. El afilador subiendo por la calle con su silbato quejumbroso, ese “fiuuuu-fiuuuu” que se metía por las ventanas abiertas. Mi madre asomándose por la ventana con el delantal, bajando con los cuchillos en la mano, y yo  mirando la bicicleta extraña con la piedra de afilar que giraba, como un invento de feria. En la radio de la cocina sonaba el parte y, después, el serial de la tarde. Era “la sagrada hora del serial”: nadie hablaba y, si sonaba el timbre, se abría la puerta con mala cara. Por las noches los juegos infantiles y no tan infantiles, a menudo mixtos, se alargaban hasta la hora de la cena.

El domingo, después de comer, el plan era casi litúrgico: cine y, si sobraban unas pesetas, la sala de juegos. Bajábamos por Joaquín Beunza, subíamos al centro y entrábamos en alguno de aquellos cines parroquiales de entonces, con olor a palomitas y caramelos. Nos tragábamos dobles sesiones de aventuras o kung-fu, comiendo pipas que acababan en pequeñas montañas de cáscaras sobre el suelo pegajoso. Siempre había alguien que tiraba una bolita de papel por el aire y alguien que mandaba callar desde las filas de atrás.

De vuelta a la Rochapea, aún con las escenas del cine en la cabeza, nos asomábamos tímidamente a algún bar de la zona. Allí había alguna máquina  de pinball, con sus luces de colores y sus sonidos metálicos: “cling, clong, tilt”. Un amigo de la cuadrilla solía ser un artista del pinball: mantenía la bola dando vueltas durante minutos, golpeando la máquina justo en el momento exacto, al borde del “tilt”. Al fondo, casi siempre, alguna sinfonola contra la pared: la caja iluminada con los discos alineados, las letras escritas a máquina en aquellas tiras de papel. Por cinco pesetas, la promesa de una canción.

En uno de esos bares,  oí por primera vez “Maite, Maitia” de Urko. Alguien la eligió en la sinfonola, y de repente la conversación  bajó un poco de volumen, como por respeto. La voz llenó el local, melancólica y dulce, y los mayores, apoyados en la barra, se quedaron un instante callados. Yo no entendía mucho la letra que estaba en euskera, pero algo se me enganchó en el pecho, como si aquella canción hablara de cosas que todavía no me habían pasado, pero que estaban por venir.

Esa misma noche, la orquesta montaba los bafles y los focos en el escenario junto a las escuelas. Los técnicos tiraban cables que sorteábamos a saltos. Algunos críos corrían entre las patas del escenario hasta que algún músico les gritaba: “¡Eh, fuera de ahí!”. Las madres miraban el reloj, calculando la hora de hacer subir a casa a los más pequeños.

Al principio, el baile era cosa de los mayores. Sonaban pasodobles, rancheras, y las canciones de aquellos veranos como “Oh, oh, July” de Los Diablos y esas cosas. Las parejas casadas salían de la zona de las barras, se colocaban muy rectas y daban vueltas por el patio  con una seriedad casi solemne. Nosotros, los de quince o diez y seis años, esperábamos apoyados en la tapia, entre vergonzosos y burlones, haciendo comentarios sobre los pantalones de campana de unos y las plataformas de otras.

Pero llegaba un momento —justo después de que cayera el último resto de luz sobre el Arga y se encendieran las bombillas de colores— en que la orquesta cambiaba el repertorio. Empezaban las lentas. Ahí se jugaba todo.

Esa noche, antes de la primera lenta, nos habíamos reunido cerca de la entrada a la callejuela, junto al ultramarinos de la  Ester. Era uno de esos comercios de antes: sacos de legumbres en la puerta, cajas de fruta con carteles escritos a mano, bacalao colgando y un olor que era mezcla de café, chorizo y detergente. Su marido levantaba la persiana a medias las tardes de fiesta, “por si acaso hacía falta algo”. A nosotros nos vendía pipas, chicles de fresa y, a escondidas, alguna cerveza, “pero de una en una y sin hacer el tonto”.

Con la cerveza en la mano y el corazón acelerado sin saber muy bien si era por la bebida o por la expectativa, volvimos al baile. La orquesta anunció: “Ahora, un tema para bailar pegaditos”. Hubo risitas, codazos, y de pronto sonó una lenta, no recuerdo si era de Miguel Gallardo o de Roberto Carlos. Yo tragué saliva.

Ana estaba con sus amigas junto a la barandilla. Llevaba un jersey azul claro y unos vaqueros que le quedaban perfectos. Se reía echando la cabeza hacia atrás. Un amigo me dio un empujón:

—Venga, ¿a qué esperas? —me dijo—. Que luego vendrá el “Maite, Maitia” y te quedarás otra vez mirando.

Yo había convertido “Maite, Maitia” en una especie de señal. Me había prometido que, el día que la pusieran, sacaría a bailar a alguien. No necesariamente a Ana, me decía para consolarme, pero en el fondo estaba claro quién era ese “alguien”.

Aquella noche, cuando sonó la introducción reconocible de la canción, muy bajita al principio, me pilló en medio del patio, en un limbo extraño. No había conseguido sacar a ninguna chica en las lentas anteriores. Cada vez que había dado un paso hacia delante, las piernas se me volvían de piedra. Pero en cuanto oí los primeros acordes, sentí que ya no podía aplazarlo más.

Respiré hondo, crucé el patio, esquivé a una pareja que se había quedado quieta en medio del camino, y llegué hasta donde estaba Ana.

—¿Bailas…? —me salió la voz un poco más aguda de lo normal.

Ella me miró sorprendida, luego miró a sus amigas, que sonrieron sospechosamente, y al final dijo:

—Vale.

Me dio la mano como si aquello fuera lo más natural del mundo, pero yo sentí que me habían enchufado directamente a la red eléctrica. Nos colocamos en el centro, sin saber bien cómo poner los brazos. Ella posó ligeramente la mano en mi hombro; yo, temblando, en su cintura. Empezamos a movernos despacio, más pendientes de no pisarnos que del ritmo.

La canción de Urko llenaba todo el espacio de la fiestas. La letra, que hasta entonces me parecía lejana, se me volvió de golpe cercana, como si hablara de ese instante, de esa mezcla rara de timidez, alegría y miedo a que la canción se acabara demasiado pronto. A nuestro alrededor, el mundo se desenfocó un poco: sólo notaba el roce del vaquero de Ana contra el mío, su pelo rozándome la mejilla a veces, su respiración.

Al fondo, seguían sonando los ruidos de siempre: el choque de los vasos en la barra, las risas, algún niño pequeño que lloraba porque sus padres no le dejaban acercarse a la orquesta, el murmullo constante de las conversaciones. Más lejos todavía, podía oír en mi cabeza, muy lejano, el pitido de alguna máquina de pinball desde el bar de la esquina y, de vez en cuando, el silbido del afilador en alguna calle perdida, como un eco de otro mundo.

Cuando la canción terminó, nos separamos torpemente.

—Gracias —dijo ella.

—A ti —contesté, sin saber muy bien qué más añadir.

Volvió con sus amigas y yo con los míos. Me recibieron con empujones y chistes, pero yo seguía pensando en la mano de Ana sobre mi hombro y en la sensación de que algo, muy pequeño pero definitivo, había cambiado.

Las fiestas continuaron. Hubo más canciones, más lentas que bailé y otras que miré desde la barandilla. Con los años, llegaron las disco txikis y luego las  salas de baile y discotecas oscurecidas con bolas de espejos y luces de colores. Allí aprendimos a pedir los primeros combinados en la barra con pose de mayores, a bailar de otra manera, a soportar las primeras canciones en inglés que nos sabíamos sólo de oídas. Pero en mi cabeza, el verdadero inicio de todo fue aquel baile junto a las escuelas, bajo las bombillas de colores, con “Maite, Maite, Maitia” sonando de fondo.

A veces, muchos años después, cuando paseo por  mi calle, la Travesía del Ave María, y paso cerca de donde estaban las txoznas, oigo, mezclados en mi memoria, todos aquellos sonidos: el del afilador, el del serial de la tarde en la radio de la cocina, el chasquido de la moneda entrando en la sinfonola, el “cling” de la máquina de pinball, el murmullo de aquel patio  y, por encima de todos, la voz de Urko cantando  “Maite maite maitia. Zu zara nerea. Zu zara berria. Zu zara negarra. Zu zara irria”

Y pienso que, al final, uno no recuerda las fiestas por los programas oficiales ni por las fotos, sino por ese segundo exacto en que, por primera vez, te atreviste a cruzar aquel patio  para decir, con la voz a punto de romperse:

—¿Bailas?

 

domingo, 16 de noviembre de 2025

No los despertéis

Decían los viejos que el cementerio de la ermita de San Miguel nunca debió construirse tan lejos del pueblo. “Un kilómetro de nada”, repetía el Alcalde en la cantina de mi abuelo, como si un kilómetro no fuera una eternidad cuando no hay luna, el aire corta la cara y el silencio pesa más que el abrigo.

Para llegar hasta la ermita, el camino salía de las últimas casas y se alejaba, dejando atrás las calles rectas del pueblo hasta perderse en la llanura. A un lado quedaban los campos y los prados que miraban hacia el Canal de Castilla; al otro, las tierras más bajas, mirando al agua de la laguna de La Nava que se empeñaba en permanecer aunque el verano hubiera pasado.

Y a ambos lados del camino, cada veinte metros, se alzaba una hilera de cruces de piedra, descoloridas por el tiempo, como si una procesión se hubiera quedado petrificada allí para siempre. De día pasaban casi desapercibidas; pero al anochecer, cuando las sombras se estiraban, aquellas cruces daban al sendero un aire sombrío, casi gótico. Si uno se volvía para mirar atrás, veía una fila interminable de siluetas grises escoltando sus pasos.

De día, el paisaje era llano y manso, casi tedioso. De noche, en cambio, aquellas mismas tierras parecían hundirse, como si la oscuridad las viniera a reclamar.

Aquella noche de noviembre, el aire olía a barro húmedo, carbón… y desinfectante. Desde hacía meses, en Fuentes casi todo olía a enfermedad.

La gente ya no hablaba de fiebres ni de malos aires: hablaban de la gripe. La llamaban “la enfermedad esa”. El caso es que el cementerio de San Miguel llevaba semanas recibiendo más gente de la que le correspondía.

Mateo, el campanero, caminaba junto al sacristán nuevo, un chico de diecisiete años llamado Julián que había llegado de Villarramiel buscando trabajo “hasta que pase todo esto”. Llevaban faroles de aceite que proyectaban círculos amarillentos sobre el camino. Delante de ellos, avanzaba más deprisa el cura, don Eusebio, con la sotana recogida y un farolillo  más pequeño.

—Apresuraos, que la familia no puede estar toda la noche velando a la  difunta —gruñó sin girarse—. Bastante llevan visto estos meses.

Era el tercer entierro en dos días. Ya nadie se sorprendía al oír las campanas doblar por la mañana… Pero por la noche era distinto.

—Don Eusebio… —se atrevió Julián, con la voz fina quebrada por el frío—. ¿Es cierto eso que dicen de la campana de San Miguel? ¿Que no se puede tocar cuando oscurece?

Mateo frunció el ceño. El cura no respondió. Solo se oyó el crujido de las botas en la tierra helada y a lo lejos un perro. El camino, despejado de casas, parecía más largo que nunca. A lo lejos se adivinaba el perfil de la espadaña de la ermita, aislada, con su cementerio rodeado por un muro bajo.

—Mi madre me habló de la Virgen de los Remedios —continuó el muchacho, bajito—. Que está en el interior de la ermita,  y que cuando viene tormenta los labradores suben a hacer sonar las campanas para espantar las nubes. Pero también dice que de noche es mejor dejarlas quietas.

Don Eusebio se detuvo en seco y el farolillo iluminó sus facciones tensas.

—En este pueblo se dicen muchas tonterías —sentenció—. Lo único que no se debe hacer es retrasar un entierro. El cuerpo es cuerpo, y se corrompe. El alma es asunto de Dios. Y Dios no se asusta de campanas.

Mateo bajó la mirada, pero la respuesta no le dejó tranquilo. Su abuelo le había contado cosas al calor del brasero: que la ermita de San Miguel, levantada en el siglo XVI con ladrillo, adobe y piedra, se alzaba sobre una iglesia más antigua todavía, de cuando al pueblo lo llamaban Fuentes de Don Bermudo; que los hombres del lugar le pedían a la Virgen de los Remedios sol o lluvia según tocara, y que hace tiempo, hubo otras epidemias en la que el cementerio se quedó pequeño, hubo entierros sin misa y noches en las que nadie quiso venir a San Miguel aunque hubiera cuerpos que sacar de casa.

Y también le había dicho una vez, muy serio:

—Las campanas, hijo, son para llamar al cielo… pero si te empeñas, llaman a más cosas. Sobre todo si las despiertas cuando no toca.

Cuando por fin llegaron, la pequeña ermita de San Miguel se recortó contra el cielo negro, tal como él la recordaba: la fábrica de piedra, la espadaña de ladrillo rojizo con su campana, la puerta de madera gruesa que daba a la nave y, justo delante, el patio de tumbas reciente, salpicado de cruces y montones de tierra todavía fresca.

Al cruzar la verja de hierro, el olor cambió. La mezcla de humedad, flores marchitas y cal viva se pegó a la garganta.

—Julián, ve a la caseta y enciende los cirios —ordenó el cura—. Mateo, entra conmigo.

Mientras el sacristán correteaba hacia la caseta donde guardaban herramientas, cajas de velas y algún saco de cal, Mateo siguió a don Eusebio al interior de la ermita. Allí el aire era más denso, cargado del aliento de muchas oraciones y poco ventilado.

—Es la cuarta esta semana —murmuró el cura, dejando la linterna junto al pequeño altar—. Si esto sigue así, el cementerio se nos llena antes de Navidad.

Mateo tragó saliva. Sabía que la gripe estaba arrasando pueblos enteros. En Fuentes, las mujeres hablaban de casas donde habían caído dos, tres personas en pocos días. La muerte había cogido carrerilla.

Salió de nuevo al exterior para buscar a Julián. Fue entonces cuando lo oyó.

Un clin-clin apagado, metálico, breve.

Se detuvo. Miró a ambos lados. El viento no soplaba con fuerza; apenas un hilo de aire venía desde la dirección del Canal. Las ramas de los pocos árboles del atrio se movían lo justo para susurrar.

El sonido se repitió. Venía de arriba.

De la campana.

Mateo alzó la vista. La espadaña recortaba su silueta contra el cielo. La campana colgaba quieta… o eso parecía. Desde donde estaba, juraría haberla visto temblar apenas, un balanceo mínimo, como el de una mecedora que termina de frenarse.

—Julián… —llamó, sin apartar la vista de la espadaña.

El muchacho apareció en ese momento desde la caseta, con los brazos llenos de cirios y un candil colgándole de la muñeca.

—Aquí estoy. No encuentro el hisopo ese…

—¿Has tocado la campana?

—¿La campana? No, si ni he entrado todavía.

El clin-clin sonó una tercera vez, ahora un poco más grave. No era un tañido entero, solo un golpecito, como si alguien rozara el bronce con la punta de los dedos

Mateo sintió cómo se le erizaba la piel bajo la camisa. Recordó la frase de su abuelo, el miedo en sus ojos viejos.

Se obligó a respirar hondo.

—Será el frío en el hierro —murmuró para sí—. El metal se encoge… cruje…

Pero la explicación se le antojó pobre cuando, minutos después, mientras don Eusebio comenzaba el responso junto al ataúd —el cuerpo de una mujer joven, la quinta de su casa en menos de un mes—, la campana volvió a sonar.

Esta vez con un toque de difuntos perfecto.

No un clin, no un chirrido. Un tañido grave, completo, exactamente igual que si alguien hubiera tirado de la cuerda con ambas manos. El sonido se derramó sobre el cementerio y sobre los campos, cruzó el kilómetro hasta las primeras casas del pueblo y rebotó, tenue, en las aguas calmas del Canal.

Todos alzaron la cabeza a la vez. La cuerda colgaba quieta. No había nadie en el campanario.

Los ojos de Julián brillaron como los de un animal acorralado.

—No… no hay nadie ahí… —susurró.

La campana volvió a tañer. Otro toque de difuntos, solemne, pausado. Con cada golpe, los cirios temblaban y el aire parecía espesarse.

—El viento —dijo don Eusebio, en voz más alta de lo normal—. No nos dejemos llevar por cuentos. Sigamos.

Pero el viento apenas soplaba. Y la campana siguió tocando, una y otra vez, marcando un ritmo que ninguno se atrevía a romper.

Fue entonces cuando alguien habló desde la verja del cementerio:

—Ya os dije que no había que traerlos de noche.

Era Santos, uno de los hombres más viejos de Fuentes, apoyado en el hierro, con la boina calada y el bastón en la mano. Nadie lo había visto llegar.

—Santos, por favor, estamos en un entierro —lo reprendió el cura—. Vuelva al pueblo y deje de asustar a la gente.

El viejo no apartó la vista de la espadaña.

—Desde que empezó la gripe, traéis cuerpos a cualquier hora —gruñó—. Como en las fiebres de hace años, ¿se acuerda? Cuando aquí cerca se cavaron fosas deprisa y corriendo, sin nombres, sin rezos. Solo montones de tierra y cal.

Mateo sintió un peso en el estómago. Sabía que en el mismo cementerio habían abierto en pocas semanas más fosas de las que nadie recordaba. Algunas, casi pegadas unas a otras. Había enterramientos sin misa, rezos atropellados, despedidas cortadas por el miedo al contagio.

—Las campanas doblaban sin parar —siguió Santos—. Hasta que una noche empezaron a sonar solas. Y alguien decidió que, al menos de noche, no se las volvería a despertar. Ni a ellas ni a los que estaban debajo.

La campana, como si respondiera a sus palabras, dio un nuevo toque, más largo, más profundo. Mateo creyó ver, pegado al bronce, algo oscuro, como un manchón moviéndose al compás del balanceo: una especie de rostro desdibujado, sin ojos, que se estiraba hacia abajo. Y, por un instante, otro junto a él. Y otro.

El suelo bajo sus pies vibró apenas. Un crujido sordo recorrió la tierra suelta de las tumbas más recientes. Como si algo, muy abajo, se revolviera incómodo.

—Don Eusebio… —murmuró Mateo—. Creo que…

—¡Basta! —interrumpió el cura, alzando el crucifijo hacia la espadaña—. En nombre de Dios, callaos y dejad dormir a esta mujer. Ya hubo bastante muerte estos meses.

La campana pareció dudar. Durante un segundo, todo quedó en silencio. Hasta que, de las entrañas del cementerio, llegó un sonido distinto: un rascar suave, madera contra tierra, tierra contra madera.

En una esquina del camposanto, junto a una cruz de madera sin nombre, la tierra empezó a abombarse levemente. Luego junto a otra. Y otra. No era que saliera nada a la superficie: apenas asomaban esquinas de cajas viejas, tablones húmedos, restos de féretros antiguos que nadie recordaba haber enterrado allí.

El olor cambió, volviéndose más denso, más añejo, como si la gripe de ahora hubiera sacado a respirar a todas las muertes de aquel otoño maldito.

Julián dejó caer un cirio, que se apagó en la tierra húmeda.

—No quieren uno más —dijo Santos en voz baja—. No quieren prisa, No quieren oscuridad y silencio, ni que los traigáis aquí como a sacos.  Quieren lo que no tuvieron estos meses: que alguien se pare a mirarlos, a rezar por ellos uno por uno.

Mateo sintió que algo frío le ceñía los tobillos. No vio manos, ni sombras con forma. Pero la sensación era clara: una especie de agarre seco, invisible, que no dolía pero le impedía moverse.

La campana dio otro tañido. Y el murmullo empezó.

No eran palabras claras. Era como si un montón de personas hablaran a la vez por debajo de la tierra, demasiado bajo para entenderlas, pero lo bastante fuerte como para llenarlo todo. Un zumbido de recuerdos. De quejas. De nombres nunca pronunciados en voz alta.

Entonces comprendió.

No pedían venganza. No querían arrastrar a nadie. Lo que exigían era que alguien supiera cómo había sido: la noche, las fosas, las prisas, el miedo de los vivos que no dejaron tiempo a los muertos.

—Fue culpa nuestra —dijo Mateo, casi sin darse cuenta—. Os enterraron a toda prisa. A muchos sin nombre. Tenían miedo de acercarse, de tocaros. No hubo misas como antes, no hubo velas suficientes. La campana sonaba y nadie se atrevía a venir.

El murmullo cambió de tono, como si se recogiera sobre sí mismo. La presión en sus piernas aflojó un poco.

—Pero hoy hemos venido —añadió, alzando la voz—. Hoy os hemos oído. Yo os he oído.

Santos lo miraba muy fijo, pero no le interrumpió.

—Si queréis rezos, os los daremos —continuó Mateo—. Vendremos de día. Rezaremos por los que murieron en las otras fiebres, por los de la gripe, por los que no tuvieron velatorio. Aunque no sepamos vuestros nombres, diremos: “por los olvidados de San Miguel”. No volveréis a estar enterrados en la prisa.

Las esquinas de los viejos ataúdes dejaron de empujar hacia arriba. La tierra se fue asentando, poco a poco, como si se relajara. El murmullo se fue apagando hasta quedar en nada.

La campana dio un último clin, suave, casi tímido. Y calló.

El aire pareció hacerse más ligero. El olor, sin dejar de ser el de un cementerio, se volvió soportable.
El agarre invisible de los tobillos de Mateo desapareció del todo.

Nadie habló durante un rato. Solo se oyó la respiración de los presentes y un sollozo aislado de un familiar de la difunta.

Finalmente, don Eusebio se aclaró la garganta.

—Enterremos a esta mujer —dijo—. Como Dios manda. Y… —miró a Mateo y a Santos— mañana vendremos otra vez. Y pasado. Y todos los días que haga falta. Rezaremos por los de ahora, por los de antes de estos meses y por los que vengan.

Santos asintió lentamente.

—Pero recordad —añadió, clavando su bastón en la tierra—: esto ha sido un aviso. Les basta con que no los olvidemos. Lo único que no perdonan es que los despertéis de noche como entonces.

Era cierto que, cuando el cielo se cerraba en pleno verano, los labradores aún subían corriendo a la ermita para hacer sonar la campana y pedir a la Virgen que desviara la nube y librara la cosecha. Eso se seguiría haciendo. Pero a partir de entonces, todos se cuidaron muy bien de que esas campanadas fueran siempre a plena luz.

Terminada la ceremonia, cubrieron la tumba con calma, palada a palada, sin prisas por primera vez en semanas.

Al amanecer, cuando el primer resplandor gris empezó a recortar los tejados de Fuentes de Nava y a platear la lámina quieta del Canal, Mateo fue el último en salir del cementerio. Se volvió hacia la ermita, hacia la espadaña de ladrillo rojizo. La campana colgaba quieta, pesada, inocente.

Sabía que, si se fijaba mucho, vería en el bronce alguna mancha alargada, algún óxido con forma de rostro desdibujado.

—No os preocuparemos más —susurró—. No os despertaremos.

Y desde entonces, aunque la gripe fue cediendo y la vida volvió a llenar las calles de Fuentes de Nava, hubo una costumbre que nadie discutió:

Las campanas de San Miguel siguieron sonando para ahuyentar tormentas, para el paloteo del 8 de mayo, para las fiestas y procesiones… pero nunca volvieron a sonar de noche.

Porque aún se decía, en voz baja, cuando los niños preguntaban por la ermita que se ve al final del camino:

—Cuando caiga el sol, no vayas hasta allí. Y si alguna vez oyes la campana de San Miguel en la oscuridad, aunque nadie la esté tocando… reza bajito a la Virgen de los Remedios y sigue caminando.

Hay cosas a las que es mejor dejar dormir.
Y a los de San Miguel, sobre todo, no los despertéis.

 Fuentes de Nava, Palencia. Otoño de 1918.


miércoles, 12 de noviembre de 2025

Maria Blasa

En el camino que sale de Fuentes de Nava hacia el Puente Nuevo, la llanura se abre como una mano cansada. Los adobes del pueblo quedan atrás, la torre de la iglesia de San Pedro mengua y el viento hace de cada caña un violín. A la derecha, por donde antes la Laguna decía su espejo y hoy solo relumbra en inviernos buenos, corre el Canal, recto como una frase de maestro; por la izquierda, la llanura interminable, con cardos que en agosto dan noticias de un sol al que no le vale el perdón. Allí —me decían mis padres y me certifica mi hermano que la vió— hubo un mojón de piedra, oculto entre yerbas, con letras de escuela vieja:

Aquí murió María Blasa por salirse de su casa;
si no se hubiese salido nada le hubiese sucedido.

No sé si es verdad. Yo no lo vi. Tal vez lo tapó la hierba, tal vez algún arado lo tumbó, tal vez la memoria lo mueve según la necesidad de su música. Pero el nombre se me quedó como se queda el olor a leña en los abrigos: María Blasa, la que se salió, la que soñaba de pie, la que fue al Canal con un cántaro de barro en noche de truenos, rayos y relámpagos, y a la que mató un rayo a mitad del camino, entre la llama de arriba y el agua de abajo.

Los viejos, con el codo en el mostrador del bar de Román, contaban: “Era sonámbula. Se levantó con la tormenta, agarró el cántaro —que el sueño no entiende de previsiones— y salió como quien cumple un mandado antiguo.” Las mujeres, en la fuente, bajan la voz al nombrarla; alguna hace ese gesto de santiguarse sin santiguarse con el borde del delantal. 

Un mojón con ripio y una muchacha bajo un rayo bastan a esta llanura para que la fábula no se muera. Yo aprendí el refrán de niño, sin saber cuánto de aviso y cuánto de consuelo guardaba. Más tarde, cuando supe de otra noche con truenos y relámpagos, lo entendí de otra manera.

Fue hacia 1961. Mi madre, Cecilia, cruzaba el pueblo con mi hermano en brazos —apenas un niño de 3 años— cuando el cielo decidió partirse. Estaba en torno al Corro del Postigo cuando la tormenta le cayó encima con esa prisa que en la Nava no concede prólogos: el aire se volvió lobo, las piedras de la calle, jabones, y del campanario corrió por los tejados una luz blanca que buscaba donde romperse. Mi madre apretó al niño contra el pecho y echó a andar con fe de mulera: quería ir del Corro a la Ronda de las Brujas, y de allí, sin mirar a nadie, hasta la casa de sus padres, mis abuelos, sana y salva, pero le dijeron que se había caído un poste a mitad del camino y decidió sobre la marcha guarecerse en la casa de sus suegros en el corro del Cuartel. “Nunca he corrido tanto con tanto peso”, decía después, y no sé si hablaba del cuerpo pequeño que llevaba en brazos o del miedo grande que le atenazaba.

Desde entonces, las tormentas tuvieron en casa tanto en el pueblo como en Pamplona otro nombre. Mi madre las escuchaba venir en el pueblo por la respiración del horno y por cómo movían los postigos; en cuanto tronaba en Pamplona, había que desenchufar los aparatos, cerrar las ventanas, bajar las persianas y ponerse el miedo por delantal. “Los rayos hacen memoria —decía—; buscan donde ya corrieron”. Y yo, que siempre quise contradecirla, aprendí a obedecerla cuando un relámpago me hacía  día el cuarto a la hora equivocada.

Vengo a contar la historia de María Blasa y la de mi madre como si fueran la misma. Porque se me han pegado en la lengua como se pegan dos hojas en la lluvia y no hay modo decente de separarlas sin romperlas.


Una tarde de julio, con noticia de bochorno y nubes de brasa por el oeste, salí hacia el Puente Nuevo buscando el mojón. La tierra olía a arcilla que sueña agua. Las alamedas estaban quietas de tan cansadas; las cigüeñas señalaban con el pico la dirección de nada. Llevaba en el bolsillo una cinta azul —manía mía— por si el mojón se dejaba encontrar y había que marcarlo como se marcan los hallazgos que no son de nadie.

No lo vi. Entre yerbas altas y malvas de cuneta, había piedras suficientes para organizar un cementerio de dichos; pero ninguna decía lo que tenía que decir. A cada rato me venía el ripio entero, terco y eficaz como los que enseñan a no olvidar:

Aquí murió María Blasa por salirse de su casa;
si no se hubiese salido nada le hubiese sucedido.

Lo repetí bajo, no por miedo a despertar nada, sino por respeto a lo que duerme. El Canal iba lleno, verde y serio como maestro en lunes. Me arrimé. El agua corría con esa monotonía que hipnotiza a los topos y arrima a los que andan mal de cabeza a la orilla equivocada. Pensé en María Blasa caminando dormida, cántaro a la cadera, con el paso de quien conoce el peso del mandado. Pensé en el rayo como una decisión de otro mundo. Pensé en mi madre, apretando a su hijo, atravesando el pueblo con la noche partida en la espalda.

A las primeras gotas, picudas y espaciadas, regresé por el carril contrario. En los chopos del Puente, un viento de ruedas viejas anunció lo serio. No era el viento de los días de cuento; era otro: ese que  vacía la boca para que la llene el trueno. Los perros en los corralones se callaron como se calla uno para oír mejor. Cerré el paso y me puse la llanura a la espalda, que es la manera más sensata de ir hacia casa.

Entonces la vi. No una figura y un cántaro, no una muchacha tan seria como su sueño; vi una claridad derecha en mitad del camino, como esas columnas breves que la lluvia inventa a veces cuando el sol se arrebuja por detrás. Duró nada. Pero en ese nada estaba —o yo quise que estuviera— el borde de una falda, un paso ligero que no dejaba huella, el ruido del barro contra rodilla. Si lo soñé, soñaba despierto, y si fue el rayo ensayándose en seco, tuvo piedad de mí.

Llegué al pueblo con la frente mojada por dentro y de fuera. Las primeras descargas se rompieron sobre el Corro de Postigo con esa vocación teatral de los dioses que creen que aún se les cree. Crucé por la Carcaba,  ataqué el Corro del Cuartel y entré en la casa de mi abuelo Máximo con un suspiro de armario viejo. Cerré portón, ventanas, corazón.

La tormenta se asentó en el tejado. El cielo se hizo bistec. En la cocina, la lumbre apagada proyectaba sombras sin fuego. Abrí el cajón de la mesa por hacer algo y encontré —no sé por qué había vuelto allí— la cinta azul. La tuve un rato en los dedos como se tiene entre dedos la promesa de un nombre. Salí al corral  y la até al pomo de la puerta como se ata a los balcones el dominguero cuando vuelve fiesta. “Para que se acuerde”, pensé. No sabía quién tenía que acordarse.

En la primera calma, esa respiración honda que la tormenta se permite como quien muerde pan, alguien llamó.

No fue en la puerta; fue en el tabique junto al hogar: dos golpecitos que repetían, sin rima. Pegué la mano a la pared. Estaba fría. Murmuré:

—María Blasa…

La pared no contestó. El trueno sí, con esa franqueza que no atiende a turnos. Abrí el portón. La calle era un río que no se decide. Colgué en el clavo de fuera la cinta azul para que la viera quien tuviese que verla. Y entonces hice un gesto inútil y apropiado: puse un cántaro en el umbral.

No llegó nadie. Pasó la tormenta como pasan a veces los dolores que no se van: se cansó un poco, descansó y siguió como si tuviera otros pueblos que mojar. Entré el cántaro, sequé la cinta, me senté donde mi madre se sentó  después de cruzar la Ronda con mi hermano apretado y el corazón de punta.

Esa noche soñé bonito. Vi una muchacha que andaba dormida y un rayo con modales. El rayo le tocaba el hombro con sencillez, como quien avisa. Ella se detenía, miraba el agua que iba derecha, alargaba el cántaro y bebía no del Canal, sino de una fuente que no estaba en el mapa. Despertaba con una sonrisa extraña: ni de niña, ni de santo, ni de novia; sonrisa de quien comprende un secreto que no hace falta contar.

Al despertar, fui al camino otra vez. El sol lo había dejado todo escrito con claridad de pizarra. Volví a buscar el mojón. No estaba. Había, en su lugar supuesto, un hoyo humilde con dos malvas que, por toda inscripción, ofrecían el lila de su pobreza. Me agaché y, por hacer justicia sin pretensiones, apreté en la tierra la cinta azul. No dejé nombre. No hace falta cuando el nombre sigue andando.

De regreso, pasé por el Corro de Postigo con la ligereza que dejan los sustos bien contados, y al entrar por el corro del Cuartel, un remolino de hojas me rodeó con tacto de falda. Sonreí solo como sonríen los que saben que no saben. En casa, junto al hogar, la pared estaba templada y el cántaro, en el poyo, guardaba una gota en el labio: ni de cielo ni de fuente; gota de estar.

Cuando tronó de nuevo, días después, ya no me escondí con la prisa de siempre. Hice lo que haría mi madre —cerrar bien, apretar el niño si lo hubiera— y añadí lo que ella no podía: abrí el postigo lo justo para oír si alguien llama. Si llaman huesos o tormentas, yo pregunto como en el cuento antiguo de mi abuelo Vicente:

—¿Quién es?

Y si nadie responde, repito en bajo el refrán que fija mojones y memorias:

Aquí murió María Blasa por salirse de su casa…

No por asustar a nadie, ni por atar a quien camina dormido; lo digo para recordar que hay salidas que son perdición y salidas que son salvación, y que en esta tierra plana donde parece que no pasa nada, a veces pasa un rayo, pasa una mujer con un niño, pasa un nombre que no se olvida, y pasa —créame— la caricia de quien se fue y sigue volviendo cuando el viento afina la llanura como una cuerda larga sobre la que andamos todos, despiertos o soñando.


La torre de la Nava

En la llanura la vista no tropieza con nada salvo con el aire. Por eso, cuando se alza una piedra más alta que las demás, la llamamos torre aunque no tenga campanas ni reloj. La Torre de la Nava —media ruinosa, medio orgullosa— se ve desde Fuentes y desde Autillo: un prisma de adobe y canto, con las esquinas vendadas de cal, erigido en el borde de un pagal donde antes hubo vid y hoy sólo espigas cortas y cardos. Las noches que el cielo se quedaba sin pájaros, un resplandor pálido asomaba por los huecos del último piso de la torre, como si alguien caminara allá arriba con un candil de aceite levantado.

Dicen los viejos que la construyó un mayorazgo tacaño para vigilar la Laguna, cuando la Nava era todavía espejo y negocio, y que al secarse el agua quedó mirando la nada. Nadie vive allí —solíamos decir—, pero algo extraño flota en el ambiente. Porque hay noches de junio en que la cigüeña del campanario no duerme, los perros plantan las patas, se agachan de grupa, y lloran sin voz mirando el ojo ciego de piedra, y en los corrales amanece, de vez en cuando,  una oveja muerta, sin sangre y sin haber sido mordida, como si la hubiera dejado vacía una sed sin dientes.

No se habló de brujas al principio. En Tierra de Campos la palabra pesa más que un saco de trigo, y se pronuncia lo justo. Se dijo que si un zorro, que si un perro asilvestrado. Don Primitivo, el cura, aconsejó revisar las tapias, y Severiano, el cartero, juró haber visto sombras de muchachos en la era a la hora del baile. Quien más quien menos alzaba las trancas antes de acostarse, metía al galgo en la cuadra y dejaba un sarmiento encendido en el fogón, por si el mal aire. Pero el mal no olía a perro ni a zorro: olía a hierro y romero seco, a ropa agitada por manos que no estaban.

Fue Titín quien bajó la voz en el bar de Román:

—Yo la he visto andar por la Torre.

Lo dijo sin mirar a nadie, como dicen los que prefieren no convencer. Román limpió un vaso que no estaba sucio. El tío Rogelio se rascó la barbilla, que era su manera de bendecir o maldecir una noticia.

—¿Qué has visto? —preguntó al fin.

Titín apretó el vaso de vino  entre las manos.

—Una luz. Y alguien que asoma por el ventanuco alto, donde no llega la escalera.

Rieron los mozos. La risa se convierte en una instintiva defensa cuando hay miedo. Yo no me reí. Aquella misma semana había amanecido seca la oveja más mansa de mi abuelo, con los ojos abiertos como si mirase el cielo desde dentro. No tenía una gota de sangre. Sólo pelo alborotado en la pechera, como cuando la mula se deja peinar a medias.

I

En las casas, las camas comenzaron a tener peso. No era pesadilla —o no siempre—: alguno de los nuestros contaba al amanecer haber sentido un cuerpo sentarse a los pies, un aliento frío en la nuca, una mano suave que alisa la sábana, y luego una fatiga dulce como resaca. Las mozas no lo decían; las madres lo intuían. Alguna amanecía con marcas en los muslos como dedos  de sombra; algún mozo con marcas en el cuello que parecían pequeños chupetones. Don Primitivo rezó ensalmos contra las brujas en una misa sin calendario; doña Águeda, que sabe de yerbas, colgó ruda en su puerta. Los perros respondían con un silencio tenso, que es su manera de gritar cuando el grito se ha olvidado.

—¿Tú crees en brujas? —me preguntó don Leandro, maestro jubilado, con su voz de clarinete.

—Creer… creer—dije—. No lo se. Solo sé que algo nos come por la noche.

—Trigo cegado antes de tiempo —musitó él—. Fuerza vital: así lo llamaban los médicos de los pueblos que no tenían médico.

II

La Torre tenía cuatro alturas de tablas y cigüeñas al tejado. Las escaleras crujían de memoria. Subimos tres: yo, Mauro el galguero y Manolito, el de la Tía Pura. Fue en luna nueva. Mejor no ver —dijo Mauro— lo que te obliga a creer. Llevábamos un farol, una cuerda y un rosario que nadie se colgó en la pechera.

Subimos por la escalera de caracol, con el musgo resbalando bajo las uñas. El primer piso olía a grano viejo, el segundo a palomar abandonado, el tercero… el tercero no olía. Aire de iglesia sin gente. Arriba, un ventanuco daba a la Nava —ahora campo— como un ojo reseco. Encendimos el farol y no hubo sombras; sólo claridad inmóvil, como cuando la nieve lo iguala todo. En la pared, como garabatos de niño enfermo, había signos pintados con tinta que no conocimos: círculos, líneas que se tocaban sin quererse, un alfabeto de sed que reza. Manolito tocó un trazo.

—Está frío —dijo.

Noté algo: un soplo en la boca del estómago, no de fuera sino de dentro, como cuando uno se asusta antes de saber por qué. Mauro olió el aire con nariz de perro.

—¿Oyes? —preguntó.

No oí. Sentí.

Fue como cuando, niños, jugábamos a aplastarnos la pechera bajo el trillo: un peso amable al principio y un ahogo de risa después. Pero aquí no había risa. Algo nos probó la pechera desde dentro, con curiosidad. No dolió. Asustó.

—Nos mira —dijo Mauro, que dice a veces la palabra exacta.

Bajamos con la seriedad del cansancio. El ventanuco dejó de ser ojo y volvió a ser agujero. En la era, el viento nos secó el sudor.

III

La semana siguiente murieron tres ovejas de la Tía Pura. Autillo y Fuentes se pasaron la noticia por la carretera vieja como se pasan los cántaros en la fuente. Los corderos más jóvenes no miraban a nadie. Las gallinas dejaron dos huevos sin cáscara, blandos como pulmones. En el corral de Donato, un macho que no conocía derrota se dejó tumbar por un perro viejo y lo aceptó. Don Primitivo se planchó la voz y pronunció palabras, una mezcla de latín y pena antigua. Las mujeres colgaron ajos y cruces en las cabeceras de cama. Los perros dormían de día y rondaban en  la medianoche.

Nadie decía bruja o menos aún vampiro —eso es de libros—, pero todos mordíamos la palabra por dentro.  Don Leandro escribió en la pizarra de su casa, para sí mismo: “Lo que chupa “esa cosa” no es sangre, es vigor”. A la mañana siguiente apareció con ojeras.

—Ha venido —dijo sin drama—. Se ha sentado a los pies y me ha dejado ligero… y viejo.

—¿La viste?

—No es mujer ni hombre —contestó—. Es visita.

IV

Los sucesos empezaron una Candelaria. No había luna. Ni viento. Ni cigüeña. Ni perro. Un silencio igual que el de la nieve, pero de verano. En la madrugada se oyeron las campanas de Autillo con un compás que no lo conocíamos: tres golpes, un silencio, otros tres, y el aire en suspensión. A la mañana, encontramos a Martín el porquero con la cara metida en la pocilga, respirando, sí, pero como quien no recuerda el movimiento. No tenía una marca. Sólo esa blancura en la sien que deja el miedo cuando se sienta.

—Se nos ha cansado —dijo el médico, y nos fuimos con esa palabra, “cansado”, metida en las botas.

La segunda noche fue de crujidos. Las camas, muy despacio, empezaron a mecer a quienes dormían. No era cimbreo de maderas viejas ni resuello de cimientos: era un balanceo de cuna.  Yo dormía a medias, con ese oído que se deja fuera como los zapatos. En el peso de mis párpados noté otro peso: alguien se sentaba en mi cama. No olía ni  sentí ningún pie frio. Un desliz de sábanas ordenadas con cuidado.

—¿Qué quieres? —pregunté al aire, como preguntan los que no creen.

No respondió palabra. Respondió respiración. No era la mía.  Sentí que algo tomaba prestado mi aliento y me lo devolvía filtrado, usado. No dolía. Me vaciaba. Me gustó un instante. Me horrorizó después.

—Vete —dije, y me oí la voz de niño.

A la hora (o a la segunda, o al minuto; el tiempo en esa orilla se estira) se levantó de mi cama con el mismo cuidado con que se había sentado. La ventana —que yo juraría cerrada— respiró. 

Bajé al corral. El cielo estaba limpio y alto. En la Torre, lejos, una luz anduvo de lado por el ventanuco. Los palomares, redondos, parecían vigilar como viejos. Me santigüé con un hábito prestado. 

V

Al día siguiente nos juntamos en la plaza como en un funeral. Severiano trajo noticias: en Villarramiel se había secado de golpe la vaca de Anselmo, “sin sangre y con el ojo como un espejo”. Doña Águeda sacó una estampa de San Benito y enseñó a las mozas un ensalmo:

“A ti te digo, bruja o brujón,
que de cama en cama vas,
vuelve al palo y a tu rincón,
que aquí no te hartarás.”

Lo rezaron con miedo y risa, como si la risa fuese un amén con faldas. 

Mi abuela, que había visto más mundo en los carrillos que cualquiera en los mapas, dejaba un platillo con agua junto a la puerta y recitaba, con esa cantinela que se queda en las paredes como humo:

—Agua bendita en los rincones
para que no haya brujas ni sapalandrones.

Lo decía despacito, apuntando con el dedo a cada esquina de la cocina, y el agua temblaba un poco como si entendiera. Yo me reía por dentro del sapalandrón, palabra hinchada de cuento; pero luego, al ir solo al pajar, notaba cómo las crines del potro se erizaban y se me deshacía la risa en la boca.

Don Primitivo se limó la piel con agua bendita y repartió un puñado de sal a cada cual. El tío Rogelio habló poco:

—Alguien vive en la Torre. No le gusta la luz ni el ruido. Come sombra.

—¿Y si vamos? —propuso Mauro, que baila valiente cuando tocan diana.

—No se mata lo que no se nombra —dijo doña Águeda.

VI

Fueron cuatro los que subieron esa noche: Mauro, Manolito, Román y yo.  Llevábamos faroles, laurel, sal y palabras de miedo metidas en el bolsillo. Entramos. Subimos. El mismo aire. El mismo ojo. La misma escritura en la pared. La torre olía a cal y a macho cabrío, y a otra cosa dulce que quise reconocer y no quise a la vez. En el tercer descanso, alguien respiró muy cerca de nosotros y no era nuestra respiración. En el cuarto, la vela se inclinó hacia la pared y pintó una sombra que no correspondía a ninguno. No miré. Aprendí de mi abuela: hay sombras que se agrandan si les concedes la atención.

Vino.

No anduvo: estuvo. Y cuando estuvo, todo lo demás sobró. El farol se volvió amarillo de susto. El laurel se dobló como cera. La sal hizo círculo. Mi pecho recibió peso suave y cuchillo de tela. No vi cara. No había. No vi manos. Había tacto. No vi ojos. Había atención. Quiso mi aliento; se lo di con la mitad, me guardé la otra. Mauro rezó con palabras torcidas; Román llevó la canción a nota clara; Manolito lloró sin sonido.

—Vete —dije otra vez, y me salió voz de viejo.

Se apartó con delicadeza. No huye quien no teme. Se retiró a la pared donde la escritura parecía latir. Sopló una brisa de pozo. Nos dejó.

Bajamos rotos y ligeros como los campos después de la siega. No habíamos vencido. No habíamos sido vencidos. Nos habían dejado ser.

VII

Desde entonces pasan cosas y no pasan. Murió alguna oveja más. Una novia amaneció con ojeras nuevas y una alegría difícil; un viudo volvió a dormir sin pastillas. Los perros aceptaron una noche sí y otra no. Los niños dejaron de jugar a la Torre y volvieron a la rayuela. Don Primitivo habla de resignarse sin decirlo. Doña Águeda ha cambiado el ensalmo por lavanda debajo de la almohada. Don Leandro anota en su cuaderno: “Si lo nombras, viene. Si lo callas, también”.

Yo sigo atajando por el carril de barbecho que lleva a la Torre cuando vuelvo de Autillo. Al atardecer, el ventanuco es un ojo cosido. Nadie lo confirma: en los pueblos, lo inconveniente no se certifica. Pero quien duerme solo sabe —y quien duerme acompañado, a veces más— que de noche alguien vive en la Torre y baja a probar si todavía sabemos respirar.

Cuando me pesa el pecho, pongo sal en la ventana y ruda en la cama y rezo con palabras de mi madre; otras noches dejo el postigo entreabierto y escucho. No siempre quiero lo mismo. No siempre viene.

La Laguna ha vuelto a su modo —primaveras de alas, inviernos de silencio— y, en septiembre, el trillo hace su música sobre la parva. La Torre sigue mirando la nada, que aquí es la forma más decente del todo. Autillo y Fuentes han aprendido a no preguntar demasiado. Si usted pasa y ve perros que no ladran, camas con peso, ovejas que amanecen ligeras, no maldiga. Ponga agua bendita en los rincones. Las brujas —si es que lo son— no se van con insultos; a veces se contentan con ensalmos y respeto.

Y si una noche nota —como yo— que alguien se sienta a los pies de su cama y le roba el aliento con mimo, recuerde lo que dijo el tío Rogelio, que vio muchos inviernos:

—No todo lo que chupa es malo. A veces se alimenta de lo que sobra. A veces enseña a respirar.

Nadie lo confirma. Nadie lo niega. La Torre sigue en su sitio. Y por las mañanas, cuando amanece raso, a veces se ve —si uno mira fino— una luz posada en el ventanuco, como la última brasa de un fuego que no ha querido quemarnos.

lunes, 10 de noviembre de 2025

El otro

Hace semanas —o quizá días, porque el tiempo se ha vuelto blando como la cera— comenzó en mí una sensación sin nombre. En la oscuridad, cuando la casa parece sostener la respiración, sombras sin forma se agitan junto a mi lecho: avanzan, retroceden, vuelven. No las veo del todo; las intuyo con esa certeza  de quien oye a alguien hablar en una habitación vacía. Me digo que son fiebre,  la luz de farola filtrada por las persianas, nervios. Pero también me siguen fuera.

Al regresar de noche, por la larguísima calle donde solo suenan mis pasos, me parece escuchar otros pisando detrás, desfasados, apagados por la sonoridad de los míos. Giro en seco, dispuesto a sorprender al perseguidor, y no hay nadie. Doblo las esquinas: bajo la luz funeraria de las farolas, una sombra se proyecta en la pared: ¿es la mía o…? Sí, es la mía —me digo—, y sin embargo tarda un segundo en obedecer.

Por la tarde, leyendo o fingiendo leer, oigo un murmullo tras la puerta entornada del cuarto. La casa está vacía; tras la puerta no hay nadie; en el corredor sólo sombras de muebles que conozco desde siempre. Alguna vez ha llegado un olor extraño, indescriptible como de pétalos de rosa viejos, polvo húmedo, una acidez antigua, como si alguien hubiese abierto un arcón que no era de esta casa.

Los días transcurren interminables y me atormento. Me digo que me estoy volviendo loco; que he perdido, quizá, el  fino hilo de la razón; o que esto es un presentimiento que se hizo cuerpo. No lo he visto, y sin embargo lo siento cerca. Alguien sigue mis pasos, aguarda el momento oportuno. Para qué, no lo sé. En la soledad se es presa fácil —me repito—; debería rodearme de gente… aunque sé que no servirá. ¿Por qué yo y no otro? No, no puede ser: deliro. Nadie me sigue. Todo es imaginación. No cabe duda. ¿No?

Pasan lentas, lentísimas, las horas pegadas a las noches. Ya no salgo. Me tumbo boca arriba y vigilo el techo como si escondiera rendijas. Pierdo la cuenta del tiempo. A veces —lo juro— el cuarto se agranda un palmo en la penumbra, como si la pared buscara más aire para entrar conmigo alguien más.

Hoy, por fin, ha ocurrido.

Un susurro leve —no palabra, sino roce de hilo— ha cruzado desde el fondo del pasillo. Me he incorporado con esa ligereza torpe del miedo, he salido al corredor y he encendido la luz. He caminado hasta la puerta de entrada: el felpudo donde debe, las llaves en su cuenco, el abrigo colgado. Todo en orden. Me he reído en voz baja: qué idiota. He apagado.

Al volver, desandando pasos, el espejo ovalado que cuelga junto a la entrada me ha devuelto una imagen que no olvidaré mientras respire. Me vi a mí —mis hombros, mi camisa, el cansancio entre las cejas— pero no era mi reflejo. Lo supe sin necesidad de pruebas, del mismo modo en que se reconoce a un hermano en la multitud. El hombre del otro lado no imitaba mi gesto: me esperaba. Y cuando yo aún no había tensado la boca, sonrió.

No fue una sonrisa amable. Fue una sardónica media luna, precisa, como dibujada con compás, que dejaba ver apenas los dientes. Yo acerqué la mano; él no la alzó. Yo contuve el aire; él respiró. Aquel otro habitaba un cuarto gemelo al mío, pero más hondo, con un brillo pegajoso en el cristal, como de agua vieja. No había polvo en su cornisa. Ni mis llaves, ni mi cuenco. Sólo luz, la suya, más fría, inclinándose sobre mi vida como si fuese suya.

—Basta —dije. No me oí.

En mi lado, el pasillo estaba vacío. En el suyo, el pasillo parecía recién habitado: un movimiento leve, como si alguien acabara de doblar la esquina de su casa y se dispusiera a entrar.

Intenté recordar todas las fórmulas aprendidas contra la superstición: la psicología de las pareidolias, el truco del cerebro anticipando el gesto, el juego infantil de la sugestión. Me repetí causas, nombres, hipótesis. El otro, paciente, esperó a que terminara. Cuando mis argumentos se cansaron, inclinó apenas la cabeza, igual que yo la inclino cuando cedo el paso.

—¿Qué quieres? —pregunté, sin voz.

Su sonrisa cambió un grado, no más. Con la yema del dedo índice rozó el lado interno del cristal —su lado— describiendo un pequeño círculo en el aire. Reconocí el gesto. Es mío cuando pienso.

Una certeza, fría y urgente, me atravesó: no había venido a imitarme; venía a sustituirme. No eran sombras extraviadas ni restos de vigilia: era El Otro, el que se ha ido llenando de mí por la espalda hasta saber mis ritmos, amar mis rutinas, despreciar mis dudas. El que busca el instante exacto en que el mundo, cansado, baja la guardia.

Retrocedí un paso. El espejo no reflejó ese retroceso: el hombre del otro lado avanzó el suyo.

Entonces entendí que no hay huida posible en una casa con espejos; que el cristal es puerta cuando alguien desde dentro llama con paciencia de relojero; que la locura quizá no sea estar equivocado, sino acompañado.

He cubierto el espejo con una sábana. He apagado todas las luces salvo esta, mínima, con la que escribo. Sé que espera al otro lado, con mi sonrisa y mi cansancio recién planchados, la mano suspendida a la altura exacta de la superficie.

No oigo ya mis pasos en la calle ni los susurros en las puertas. Oigo otra cosa: la respiración de quien comparte mis pulmones, el roce de un dedo dibujando círculos en un vidrio mudo, el golpe ínfimo de un llamador que no cesa.

Si mañana encuentran la sábana en el suelo y el espejo desnudo, digan que no fue un accidente. Que abrí o que me abrieron: ya no importa. Porque desde hace algún tiempo —no sé cuántos días— yo he sido, para alguien, el reflejo. Y ahora, por fin, nos hemos intercambiado la orilla.

Reelaboración del relato corto "Presagio" escrito en octubre de 1982. Noviembre 2025

sábado, 8 de noviembre de 2025

Alguien llama

En la llanura, cuando sopla el aire  de la Nava, el adobe parece respirar. La casa crujía entonces, en los años treinta, en invierno por los mismos sitios donde crujía treinta años más tarde  cuando  veía a mi abuela Teodora, encender  la lumbre de la cocina  con paja y avivarla con un fuelle. Si cierro los ojos puedo verla, menuda, con el pelo negro sembrado de canas recogido en un moño y preparando la legumbre junto al hogar. Y veo también a mi abuelo Vicente, pastor  entrar del campo con la cachaba, limpiarse el barro en el felpudo, sentarse en la banqueta de la cocina y, tras cenar liar con parsimonia un cigarrillo que encendía con aquellos chisqueros de entonces. 

De igual modo imagino a mi abuelo, más joven,  dando  unas  caladas lentas al cigarrillo y con  voz profunda preguntar a sus hijos que estaban acabando de cenar

—¿Queréis os cuente alguna historia o queréis iros a dormir?

Nunca queríamos irnos  pronto a la cama, me contaba mi madre en aquella época en que no había ni radio ni televisión en las casas de la gente sencilla.

Aquellas noches, y en aquellos años la cocina era un teatro. La luz de la lumbre agrandaba las manos de mi abuelo y volvía gigantes las sombras en la pared. Él sabía alargar la espera como quien ordeña la última leche de la oveja. Primero recordaba almas en pena, difuntos mal amortajados, luces que andan, perros que ven lo que los hombres no ven. Y al fin, cuando las cucharas temblaban un poco en las manos de mi madre y de mis tíos, llegaba el final de la historia en que el muerto regresaba de la tumba a casa, final que todos deseaban y temían. Bajaba el tono de la voz, se inclinaba hacia la puerta y  con voz hueca y cavernosa reproducía el sonido de la aldaba sobre el portón:

—¡¡Tam, tam!!

El portón de la casa parecía responder. El abuelo hacía las tres voces del relato, la del fantasma y la del padre y el niño de la historia con las necesarias onomatopeyas

—¿Quién es? —preguntaba el niño a su padre

—Vengo a por la osadura, dura, que me sacaste de la sepultura —contestaba el fantasma, con rima de esparto.

El padre replicaba, conciliador:

—Déjale, hijo, déjale hijo, que ya se irá.

Entonces el abuelo volvía a golpear:

—Tam, tam

—¿Quién es?

—Vengo a por la osadura, dura, que me sacaste de la sepultura.

—Déjale, hijo… —insistía el padre.

—No me voy, no me voy, que en la puerta de la calle estoy, señalaba el fantasma

Otra pausa, otro tam, tam, más cerca. El estribillo avanzaba por el pasillo de la casa como una helada por la llanura, hasta que mi  abuelo, de un manotazo de sombra, se erguía, se levantaba y en la última estrofa gritaba:

—No me voy, no me voy, que agarrándote de los pelos estoy.

Las manos del abuelo, multiplicadas por la luz, parecían hacerse con las cabezas de sus hijos, y la audiencia infantil ponía los pies en polvorosa —así lo contaba mi madre entre risa y sonrojo, muchos años después—, cada uno a su cama, a salvo bajo las mantas.


Con el tiempo, supe que no todas las puertas se golpean desde fuera. A principios del siglo pasado, cuando la mala gripe que el mundo llamó injustamente española dejó la llanura sembrada de cruces, esta comarca acumuló historias como el tiempo acumula polvo. Mi abuela Teodora, tenía dieciocho años entonces, y contó a sus hijos dos que no he podido olvidar.

La primera sucedió una noche clara de noviembre. A un vecino se le fue la respiración de golpe; la familia, acostumbrada ya a los desenlaces rápidos, avisó a la autoridad y lo llevaron al depósito del cementerio, iluminado por una bombilla escuálida que pendía de un cable torcido. “Mañana a primera hora le enterraremos”, dijeron. Pero antes de terminar el día llamaron a la casa. ¿Quién es?, preguntaron dentro. Abre, respondió una voz conocida. ¡Es padre!, gritó la hija. No puede ser, si está muerto, dudó el hermano. Abrieron: allí estaba, descalzo, pálido de frío, con los ojos agrandados por la noche. No había muerto. Había entrado en un estado de catalepsia y despertado a solas bajo la bombilla, y luego saltado la tapia como un ladrón al revés —ladrón de su propia muerte— para volver a casa. “Imagina el susto —decía mi abuela—; luego debió venir un gozo tan raro como la risa en el entierro.”

La segunda historia no tuvo ningún final de risa. A la mujer de un tal Juan, cuyo apellido se perdió como se pierden las huellas en los caminos de barro, la enterraron deprisa, como se enterraba entonces para ahorrar contagios y lágrimas. Días después, por una de esas razones que no cuentan en voz alta, la exhumaron. Estaba boca abajo. El ataúd, arañado por dentro. “No me preguntes cómo se supo —concluía mi abuela—. En los pueblos se saben de pronto cosas que nadie dice.”

Estas historias, aprendidas al amor de la lumbre, son las que ahora me piden que escriba porque alguien llama. Lo hace desde hace semanas. Y no sé desde dónde.


La primera noche fue un golpecito, tan leve que lo atribuí al viento haciendo música con la contraventana de la casa familiar. La segunda fueron dos, secos, como los nudillos de una mano familiar. Tam, tam. Me quedé con el vaso de agua en el aire, escuchando. El reloj de pared —heredado con su tic-tac de siempre— contaba el miedo. Me descubrí, contra toda lógica, contestando en voz baja:

—¿Quién es?

El silencio se me devolvió como un espejo. Cerré la ventana, alimenté el fuego como hacía mi abuela, llamé a la prudencia.

En la tercera noche se acercó. Lo supe por el modo en que callaron los perros. En los pueblos los perros avisan antes de la palabra: hay ladridos para el borracho, ladridos para el zorro el lobo que acecha, ladridos para el familiar que regresa tarde. Aquel no era. Aquel fue un no: un silencio tenso con las orejas en punta. Entonces sí: tam, tam, más dentro que fuera, como si algo golpease las paredes de adobe desde el otro lado del tiempo. Tuve que apoyarme en la mesa.

No era mi abuelo teatralizando aquellos cuentos. Mi madre ya no vivía. La casa, sin embargo, conocía el guión. Y yo también. Tan pronto oí el cuarto golpe me puse de pie, descalzo, con el corazón en la boca.

—¿Quién es? —pregunté, convertido en niño súbitamente  a mi edad.

La respuesta no fue una voz, sino un aire que entró por las junturas como frío de iglesia. Y, con ese aire, unas sílabas que no sonaron con sonido, sino con memoria:

—Vengo a por la osadura, dura, que me sacaste de la sepultura.

No dudé entonces de qué quería. Porque yo había tomado un hueso. Fue de niño, por travesura y por vanidad. Entrábamos a veces en el cementerio junto a la ermita de San Miguel por un hueco que había en la tapia y curioseábamos en el osario, ajenos a lo serio como son ajenos los que no han perdido aún a nadie. Una tarde, entre calaveras grisáceas y tibias desdentadas, me guardé una falange en el bolsillo, blanca como un diente de santo. La tuve años en una caja de lata, con sellos y canicas, y a veces la tocaba para sentir el escalofrío de ser otro. Después la olvidé. O creí haberla olvidado.

La cuarta noche la recordé, en la caja del armario alto, detrás del mantel de bautizos. Allí estaba: ligera, inofensiva, con su silencio mineral. La tomé con la punta de los dedos, como se toma una reliquia o un insecto. El golpe volvió:

—Tam, tam.

—¿Quién es?

—Vengo a por la osadura, dura, que me sacaste de la sepultura.

Mi voz, obediente al viejo teatro, dijo sola:

—Déjale, hijo, déjale, que ya se irá…

No se fue.

—No me voy, no me voy, que en la puerta de la calle estoy.

La frase avanzó por la casa como entonces. Yo di dos pasos hacia la entrada. La sombra de mi mano en la pared pareció alargarse con la lumbre. Abrí el portón. Nadie. Invernaba la calle, escarchada de estrellas. Cerré. Tam, tam en la puerta de la cocina.

—¿Quién es?

—Vengo a por la osadura…

—Déjale, hijo…

—No me voy, no me voy, que en la puerta del cuarto estoy.

Yo retrocedía y la voz —o lo que fuese— avanzaba. El estribillo se apretó como la lana mojada. Llegó a la alcoba, se sentó con peso leve a los pies de la cama y se calló. Mi respiración no me pertenecía. Noté en la nuca ese frío dulce que deja el aliento de los que ya no gastan aire. Abrí la mano. La falange cayó al suelo con un clic mínimo, más elocuente que un grito. Entonces la sábana se alisó. Alguien —como una madre— me apartó un mechón de la frente. No me voy —parecía decir—, pero no te haré daño.

A la mañana siguiente me fui al cementerio como quien va a una cita. La tapia seguía con su hueco como una cicatriz. Salté con la torpeza aprendida. El osario olía a cal y a humedad de siglos. Abrí la caja y dejé la falange con delicadeza en un hueco discreto, junto a una tibia que parecía esperar compañía. Recé sin saber. Pedí sin pedir. Di gracias.

Fue entonces cuando vi la bombilla. No alumbraba el osario —no somos tan finos—, sino el cuarto del depósito, al lado. Amarilla, colgaba de un cable oblicuo, como en la historia de mi abuela. La puerta estaba entornada. Me acerqué. El frío de dentro no era el de la mañana. Empujé.

Dentro no había nadie. Sólo una mesa, una sábana doblada, un cubilete de zinc, el gancho de hierro y, en el suelo de baldosa, dos huellas humedecidas que salían hacia la tapia. Podrían ser de cualquiera —me dije—. Podrían ser de otro tiempo —me dijo algo más.

Al volver a casa la lumbre acogió mi frío con brasa buena. Puse el puchero como habría hecho mi abuela. La cocina olía a legumbre y a memoria. El reloj —tac, tac— marcaba una hora que no era peligrosa. Pensé: ya está, ya se fue.

Esa madrugada volvió.

No golpeó. Abrió. O se abrió. La contraventana dejó pasar un aire que no era de invierno. Se sentó en la cama con la misma delicadeza de la noche anterior. Noté —no en la piel, en el ánimo— que no venía solo. Traía historias.

Primero la voz sin voz del que volvió de la bombilla: un hombre descalzo con frío en los pies y prisa en el corazón por decir “abre”. Sentí el raspado en la tapial del que salta, el alivio de la hija al reconocer, la risa extraña de la vida que se retira un paso.

Luego la noche ciega de la otra: la mujer boca abajo que despierta tarde, que repta en la madera sin salida, que reza con la lengua pegada al paladar y no encuentra la palabra. Oí —no sé cómo— el golpe de su pulso contra el ataúd, una plegaria sin santo. No supe ayudarla. Lloré con un llanto muy viejo.

La presencia —llamémosla así— me alisó el pelo como hace una madre con un niño que finge ser hombre. No pidió nada. No tocó nada. Respiró conmigo un momento, y luego se apartó. Antes de irse, en ese punto de la casa donde se juntan todos los pasillos del aire, escuché —o me pareció escuchar— la voz del abuelo:

—Tam, tam.

—¿Quién es? —susurré, con la sonrisa sorprendida del que repite un juego y entiende, de pronto, que nunca fue juego.

La cocina respondió con brillo. El fogón chasqueó. La lumbre agrandó las manos en la pared. Y la frase vieja que conocimos niños me salió nueva:

—Déjale, hijo, déjale, que ya se irá.

Se fue.

Desde entonces, algunas noches se oye. No a diario, no a horas. Alguien llama. A veces golpea en la puerta del corral con gorjeo de madera, a veces en la ventana de la calle con uña de rama. Cuando viene, digo su nombre si es de los que regresan con calor de bombilla, y si es de los que no volvieron a tiempo, dejo el postigo abierto para que entre por un rato y se siente al fuego como en la casa del abuelo. No traen mal; traen hambre breve de aliento y compañía, y se van conformes si se las damos sin miedo.

Cuando hay mucho viento y la Nava sopla su nota larga, algunos vecinos dicen que oyen en la plaza un tam  tam que no cuadra con las tejas. Nadie lo confirma. Nadie lo niega. La llanura tiene la decencia de no hurgar en lo que no arregla. Yo, por si acaso, no guardo ya huesos en la caja. Y si alguna vez usted escucha golpes en la noche y un verso mal medido al otro lado del portón, no se burle. Pregunte con voz de niño:

—¿Quién es?

Y si le responden:

—Vengo a por la osadura, dura, que me sacaste de la sepultura,

no le discuta la rima. Abra si puede el corazón y devuelva lo que no es suyo; y si no puede, diga con voz de madre:

—Déjale, hijo, déjale, que ya se irá.

Porque al final —lo he aprendido tarde— no todos los que llaman vienen a llevarse: algunos regresan a comprobar que todavía sabemos sentarnos al calor y escuchar. Y, cuando escuchamos, las sombras bajan su mano y se quedan quietas, sin agarrarnos del pelo, mirando, como entonces, cómo arde la lumbre en una cocina de adobe mientras los niños —dentro de nosotros o en otra pieza— corren con los pies en polvorosa hacia la cama, seguros de que el cuento ha terminado por esta noche.