sábado, 29 de noviembre de 2025

Maite, Maite, Maitia

Lo que más recuerdo de aquellas fiestas de la Rochapea de la segunda mitad de los setenta no son ni el concurso de paellas ni las verbenas, sino el hormigueo en la boca del estómago cuando empezaba a oscurecer y sabías que, en algún  momento, cuando empezaban a sonar  las lentas y estabas con la cuadrilla tocaba sacar a bailar a alguien. Era un momento de incomodo escrutinio en el que podías ser el más afortunado del mundo si la agraciada chica en la que habías depositado tu mirada decía que sí o podías recibir la más estrepitosa de las calabazas que era lo más habitual.

Cuando llegaban las fiestas del barrio, el patio   junto a las Escuelas del Ave María se llenaba de pronto como si alguien hubiera abierto un grifo de gente. Durante el día el patio de las escuelas y nuestra calle era un territorio de críos: carreras con pelotas de goma, cromos, bicicletas BH con el sillín alto, madres charlando en corrillos. Pero al caer la tarde cambiaba de dueño. Aparecían las cuadrillas, los vasos de plástico, los primeros cigarros mal liados, el ruido de algún carrusel  y ese olor mezclado a fritanga de alguna txozna, calimocho barato y perfume de las chicas, que venían arregladas, pero “como que no”, con tejanos bien planchados y jersey atado a la cintura.

Yo tendría diez y seis años aquel verano del 76, o quizás del 77 siempre los confundo. Llevaba unos vaqueros  y una camisa a cuadros que mi madre me había planchado con cariño. Me había prometido que no bailaría, que yo iba “a ver el ambiente”, pero llevaba todo el día pensando en si me atrevería a sacar a bailar a Ana, la chica más guapa del barrio, la de las trenzas que se había cortado el pelo por el verano y ahora lo llevaba suelto, con flequillo.

De aquellos días de verano tengo grabadas a fuego muchas imagenes. El afilador subiendo por la calle con su silbato quejumbroso, ese “fiuuuu-fiuuuu” que se metía por las ventanas abiertas. Mi madre asomándose por la ventana con el delantal, bajando con los cuchillos en la mano, y yo  mirando la bicicleta extraña con la piedra de afilar que giraba, como un invento de feria. En la radio de la cocina sonaba el parte y, después, el serial de la tarde. Era “la sagrada hora del serial”: nadie hablaba y, si sonaba el timbre, se abría la puerta con mala cara. Por las noches los juegos infantiles y no tan infantiles, a menudo mixtos, se alargaban hasta la hora de la cena.

El domingo, después de comer, el plan era casi litúrgico: cine y, si sobraban unas pesetas, la sala de juegos. Bajábamos por Joaquín Beunza, subíamos al centro y entrábamos en alguno de aquellos cines parroquiales de entonces, con olor a palomitas y caramelos. Nos tragábamos dobles sesiones de aventuras o kung-fu, comiendo pipas que acababan en pequeñas montañas de cáscaras sobre el suelo pegajoso. Siempre había alguien que tiraba una bolita de papel por el aire y alguien que mandaba callar desde las filas de atrás.

De vuelta a la Rochapea, aún con las escenas del cine en la cabeza, nos asomábamos tímidamente a algún bar de la zona. Allí había alguna máquina  de pinball, con sus luces de colores y sus sonidos metálicos: “cling, clong, tilt”. Un amigo de la cuadrilla solía ser un artista del pinball: mantenía la bola dando vueltas durante minutos, golpeando la máquina justo en el momento exacto, al borde del “tilt”. Al fondo, casi siempre, alguna sinfonola contra la pared: la caja iluminada con los discos alineados, las letras escritas a máquina en aquellas tiras de papel. Por cinco pesetas, la promesa de una canción.

En uno de esos bares,  oí por primera vez “Maite, Maitia” de Urko. Alguien la eligió en la sinfonola, y de repente la conversación  bajó un poco de volumen, como por respeto. La voz llenó el local, melancólica y dulce, y los mayores, apoyados en la barra, se quedaron un instante callados. Yo no entendía mucho la letra que estaba en euskera, pero algo se me enganchó en el pecho, como si aquella canción hablara de cosas que todavía no me habían pasado, pero que estaban por venir.

Esa misma noche, la orquesta montaba los bafles y los focos en el escenario junto a las escuelas. Los técnicos tiraban cables que sorteábamos a saltos. Algunos críos corrían entre las patas del escenario hasta que algún músico les gritaba: “¡Eh, fuera de ahí!”. Las madres miraban el reloj, calculando la hora de hacer subir a casa a los más pequeños.

Al principio, el baile era cosa de los mayores. Sonaban pasodobles, rancheras, y las canciones de aquellos veranos como “Oh, oh, July” de Los Diablos y esas cosas. Las parejas casadas salían de la zona de las barras, se colocaban muy rectas y daban vueltas por el patio  con una seriedad casi solemne. Nosotros, los de quince o diez y seis años, esperábamos apoyados en la tapia, entre vergonzosos y burlones, haciendo comentarios sobre los pantalones de campana de unos y las plataformas de otras.

Pero llegaba un momento —justo después de que cayera el último resto de luz sobre el Arga y se encendieran las bombillas de colores— en que la orquesta cambiaba el repertorio. Empezaban las lentas. Ahí se jugaba todo.

Esa noche, antes de la primera lenta, nos habíamos reunido cerca de la entrada a la callejuela, junto al ultramarinos de la  Ester. Era uno de esos comercios de antes: sacos de legumbres en la puerta, cajas de fruta con carteles escritos a mano, bacalao colgando y un olor que era mezcla de café, chorizo y detergente. Su marido levantaba la persiana a medias las tardes de fiesta, “por si acaso hacía falta algo”. A nosotros nos vendía pipas, chicles de fresa y, a escondidas, alguna cerveza, “pero de una en una y sin hacer el tonto”.

Con la cerveza en la mano y el corazón acelerado sin saber muy bien si era por la bebida o por la expectativa, volvimos al baile. La orquesta anunció: “Ahora, un tema para bailar pegaditos”. Hubo risitas, codazos, y de pronto sonó una lenta, no recuerdo si era de Miguel Gallardo o de Roberto Carlos. Yo tragué saliva.

Ana estaba con sus amigas junto a la barandilla. Llevaba un jersey azul claro y unos vaqueros que le quedaban perfectos. Se reía echando la cabeza hacia atrás. Un amigo me dio un empujón:

—Venga, ¿a qué esperas? —me dijo—. Que luego vendrá el “Maite, Maitia” y te quedarás otra vez mirando.

Yo había convertido “Maite, Maitia” en una especie de señal. Me había prometido que, el día que la pusieran, sacaría a bailar a alguien. No necesariamente a Ana, me decía para consolarme, pero en el fondo estaba claro quién era ese “alguien”.

Aquella noche, cuando sonó la introducción reconocible de la canción, muy bajita al principio, me pilló en medio del patio, en un limbo extraño. No había conseguido sacar a ninguna chica en las lentas anteriores. Cada vez que había dado un paso hacia delante, las piernas se me volvían de piedra. Pero en cuanto oí los primeros acordes, sentí que ya no podía aplazarlo más.

Respiré hondo, crucé el patio, esquivé a una pareja que se había quedado quieta en medio del camino, y llegué hasta donde estaba Ana.

—¿Bailas…? —me salió la voz un poco más aguda de lo normal.

Ella me miró sorprendida, luego miró a sus amigas, que sonrieron sospechosamente, y al final dijo:

—Vale.

Me dio la mano como si aquello fuera lo más natural del mundo, pero yo sentí que me habían enchufado directamente a la red eléctrica. Nos colocamos en el centro, sin saber bien cómo poner los brazos. Ella posó ligeramente la mano en mi hombro; yo, temblando, en su cintura. Empezamos a movernos despacio, más pendientes de no pisarnos que del ritmo.

La canción de Urko llenaba todo el espacio de la fiestas. La letra, que hasta entonces me parecía lejana, se me volvió de golpe cercana, como si hablara de ese instante, de esa mezcla rara de timidez, alegría y miedo a que la canción se acabara demasiado pronto. A nuestro alrededor, el mundo se desenfocó un poco: sólo notaba el roce del vaquero de Ana contra el mío, su pelo rozándome la mejilla a veces, su respiración.

Al fondo, seguían sonando los ruidos de siempre: el choque de los vasos en la barra, las risas, algún niño pequeño que lloraba porque sus padres no le dejaban acercarse a la orquesta, el murmullo constante de las conversaciones. Más lejos todavía, podía oír en mi cabeza, muy lejano, el pitido de alguna máquina de pinball desde el bar de la esquina y, de vez en cuando, el silbido del afilador en alguna calle perdida, como un eco de otro mundo.

Cuando la canción terminó, nos separamos torpemente.

—Gracias —dijo ella.

—A ti —contesté, sin saber muy bien qué más añadir.

Volvió con sus amigas y yo con los míos. Me recibieron con empujones y chistes, pero yo seguía pensando en la mano de Ana sobre mi hombro y en la sensación de que algo, muy pequeño pero definitivo, había cambiado.

Las fiestas continuaron. Hubo más canciones, más lentas que bailé y otras que miré desde la barandilla. Con los años, llegaron las disco txikis y luego las  salas de baile y discotecas oscurecidas con bolas de espejos y luces de colores. Allí aprendimos a pedir los primeros combinados en la barra con pose de mayores, a bailar de otra manera, a soportar las primeras canciones en inglés que nos sabíamos sólo de oídas. Pero en mi cabeza, el verdadero inicio de todo fue aquel baile junto a las escuelas, bajo las bombillas de colores, con “Maite, Maite, Maitia” sonando de fondo.

A veces, muchos años después, cuando paseo por  mi calle, la Travesía del Ave María, y paso cerca de donde estaban las txoznas, oigo, mezclados en mi memoria, todos aquellos sonidos: el del afilador, el del serial de la tarde en la radio de la cocina, el chasquido de la moneda entrando en la sinfonola, el “cling” de la máquina de pinball, el murmullo de aquel patio  y, por encima de todos, la voz de Urko cantando  “Maite maite maitia. Zu zara nerea. Zu zara berria. Zu zara negarra. Zu zara irria”

Y pienso que, al final, uno no recuerda las fiestas por los programas oficiales ni por las fotos, sino por ese segundo exacto en que, por primera vez, te atreviste a cruzar aquel patio  para decir, con la voz a punto de romperse:

—¿Bailas?

 

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