En el camino que sale de
Fuentes de Nava hacia el Puente Nuevo, la llanura se abre como una mano
cansada. Los adobes del pueblo quedan atrás, la torre de la iglesia de San Pedro mengua y el viento
hace de cada caña un violín. A la derecha, por donde antes
la Laguna decía su espejo y hoy solo relumbra en inviernos buenos, corre el
Canal, recto como una frase de maestro; por la izquierda, la llanura interminable, con cardos que en agosto dan noticias de un sol al que no le vale
el perdón. Allí —me decían mis padres y me certifica mi hermano que la vió— hubo un mojón de piedra, oculto entre
yerbas, con letras de escuela vieja:
Aquí murió María Blasa por
salirse de su casa;
si no se hubiese salido nada le hubiese sucedido.
No sé si es verdad. Yo no lo
vi. Tal vez lo tapó la hierba, tal vez algún arado lo tumbó, tal vez la memoria lo
mueve según la necesidad de su música. Pero el nombre se me quedó como se queda
el olor a leña en los abrigos: María Blasa, la que se salió, la que soñaba de
pie, la que fue al Canal con un cántaro de barro en noche de truenos, rayos y
relámpagos, y a la que mató un rayo a mitad del camino, entre la llama de
arriba y el agua de abajo.
Los viejos, con el codo en el
mostrador del bar de Román, contaban: “Era sonámbula. Se levantó con la
tormenta, agarró el cántaro —que el sueño no entiende de previsiones— y salió
como quien cumple un mandado antiguo.” Las mujeres, en la fuente, bajan la voz al
nombrarla; alguna hace ese gesto de santiguarse sin santiguarse con el borde
del delantal.
Un mojón con ripio y una
muchacha bajo un rayo bastan a esta llanura para que la fábula no se muera. Yo
aprendí el refrán de niño, sin saber cuánto de aviso y cuánto de consuelo
guardaba. Más tarde, cuando supe de otra noche con truenos y relámpagos, lo entendí
de otra manera.
Fue hacia 1961. Mi madre,
Cecilia, cruzaba el pueblo con mi hermano en brazos —apenas un niño de 3 años— cuando el
cielo decidió partirse. Estaba en torno al Corro del Postigo cuando la tormenta
le cayó encima con esa prisa que en la Nava no concede prólogos: el aire se
volvió lobo, las piedras de la calle, jabones, y del campanario corrió por los
tejados una luz blanca que buscaba donde romperse. Mi madre apretó al niño
contra el pecho y echó a andar con fe de mulera: quería ir del Corro a la Ronda de las
Brujas, y de allí, sin mirar a nadie, hasta la casa de sus padres, mis abuelos,
sana y salva, pero le dijeron que se había caído un poste a mitad del camino y decidió sobre la marcha guarecerse en la casa de sus suegros en el corro del Cuartel. “Nunca he corrido tanto con tanto peso”, decía después, y no sé
si hablaba del cuerpo pequeño que llevaba en brazos o del miedo grande que le atenazaba.
Desde entonces, las tormentas
tuvieron en casa tanto en el pueblo como en Pamplona otro nombre. Mi madre las escuchaba venir en el pueblo por la respiración
del horno y por cómo movían los postigos; en cuanto tronaba en Pamplona, había que
desenchufar los aparatos, cerrar las ventanas, bajar las persianas y ponerse el miedo por delantal. “Los
rayos hacen memoria —decía—; buscan donde ya corrieron”. Y yo, que siempre
quise contradecirla, aprendí a obedecerla cuando un relámpago me hacía día el
cuarto a la hora equivocada.
Vengo a contar la historia de
María Blasa y la de mi madre como si fueran la misma. Porque se me han pegado
en la lengua como se pegan dos hojas en la lluvia y no hay modo decente de
separarlas sin romperlas.
Una tarde de julio, con
noticia de bochorno y nubes de brasa por el oeste, salí hacia el Puente Nuevo
buscando el mojón. La tierra olía a arcilla que sueña agua. Las alamedas
estaban quietas de tan cansadas; las cigüeñas señalaban con el pico la dirección
de nada. Llevaba en el bolsillo una cinta azul —manía mía— por si el mojón se
dejaba encontrar y había que marcarlo como se marcan los hallazgos que no son
de nadie.
No lo vi. Entre yerbas altas y
malvas de cuneta, había piedras suficientes para organizar un cementerio de
dichos; pero ninguna decía lo que tenía que decir. A cada rato me venía el
ripio entero, terco y eficaz como los que enseñan a no olvidar:
Aquí murió María Blasa por
salirse de su casa;
si no se hubiese salido nada le hubiese sucedido.
Lo repetí bajo, no por miedo a
despertar nada, sino por respeto a lo que duerme. El Canal iba lleno, verde y
serio como maestro en lunes. Me arrimé. El agua corría con esa monotonía que
hipnotiza a los topos y arrima a los que andan mal de cabeza a la orilla
equivocada. Pensé en María Blasa caminando dormida, cántaro a la cadera, con el paso
de quien conoce el peso del mandado. Pensé en el rayo como una decisión de otro
mundo. Pensé en mi madre, apretando a su hijo, atravesando el pueblo con la
noche partida en la espalda.
A las primeras gotas, picudas
y espaciadas, regresé por el carril contrario. En los chopos del Puente, un viento de
ruedas viejas anunció lo serio. No era el viento de los días de cuento; era
otro: ese que vacía la boca para que la llene el trueno. Los perros en los
corralones se callaron como se calla uno para oír mejor. Cerré el paso y me
puse la llanura a la espalda, que es la manera más sensata de ir hacia casa.
Entonces la vi. No una figura
y un cántaro, no una muchacha tan seria como su sueño; vi una claridad derecha
en mitad del camino, como esas columnas breves que la lluvia inventa a veces
cuando el sol se arrebuja por detrás. Duró nada. Pero en ese nada estaba —o yo
quise que estuviera— el borde de una falda, un paso ligero que no dejaba
huella, el ruido del barro contra rodilla. Si lo soñé, soñaba despierto, y si
fue el rayo ensayándose en seco, tuvo piedad de mí.
Llegué al pueblo con la frente
mojada por dentro y de fuera. Las primeras descargas se rompieron sobre el Corro
de Postigo con esa vocación teatral de los dioses que creen que aún se les
cree. Crucé por la Carcaba, ataqué el Corro del Cuartel y entré en la casa de mi abuelo Máximo con un suspiro de
armario viejo. Cerré portón, ventanas, corazón.
La tormenta se asentó en el
tejado. El cielo se hizo bistec. En la cocina, la lumbre apagada proyectaba
sombras sin fuego. Abrí el cajón de la mesa por hacer algo y encontré —no sé
por qué había vuelto allí— la cinta azul. La tuve un rato en los dedos como se
tiene entre dedos la promesa de un nombre. Salí al corral y la até al pomo
de la puerta como se ata a los balcones el dominguero cuando vuelve fiesta.
“Para que se acuerde”, pensé. No sabía quién tenía que acordarse.
En la primera calma, esa
respiración honda que la tormenta se permite como quien muerde pan, alguien
llamó.
No fue en la puerta; fue en el
tabique junto al hogar: dos golpecitos que repetían, sin rima. Pegué la mano a la pared. Estaba fría. Murmuré:
—María Blasa…
La pared no contestó. El
trueno sí, con esa franqueza que no atiende a turnos. Abrí el portón. La calle
era un río que no se decide. Colgué en el clavo de fuera la cinta azul para que
la viera quien tuviese que verla. Y entonces hice un gesto inútil y apropiado:
puse un cántaro en el umbral.
No llegó nadie. Pasó la
tormenta como pasan a veces los dolores que no se van: se cansó un poco,
descansó y siguió como si tuviera otros pueblos que mojar. Entré el cántaro,
sequé la cinta, me senté donde mi madre se sentó después de cruzar
la Ronda con mi hermano apretado y el corazón de punta.
Esa noche soñé bonito. Vi una muchacha que andaba dormida y un rayo con modales. El
rayo le tocaba el hombro con sencillez, como quien avisa. Ella se detenía,
miraba el agua que iba derecha, alargaba el cántaro y bebía no del Canal, sino
de una fuente que no estaba en el mapa. Despertaba con una sonrisa extraña: ni
de niña, ni de santo, ni de novia; sonrisa de quien comprende un secreto que no
hace falta contar.
Al despertar, fui al camino
otra vez. El sol lo había dejado todo escrito con claridad de pizarra. Volví a
buscar el mojón. No estaba. Había, en su lugar supuesto, un hoyo humilde con
dos malvas que, por toda inscripción, ofrecían el lila de su pobreza. Me agaché
y, por hacer justicia sin pretensiones, apreté en la tierra la cinta azul. No
dejé nombre. No hace falta cuando el nombre sigue andando.
De regreso, pasé por el Corro
de Postigo con la ligereza que dejan los sustos bien contados, y al entrar por el corro del Cuartel, un remolino de hojas me rodeó con tacto de falda.
Sonreí solo como sonríen los que saben que no saben. En casa, junto al hogar,
la pared estaba templada y el cántaro, en el poyo, guardaba una gota en el
labio: ni de cielo ni de fuente; gota de estar.
Cuando tronó de nuevo, días
después, ya no me escondí con la prisa de siempre. Hice lo que haría mi madre
—cerrar bien, apretar el niño si lo hubiera— y añadí lo que ella no podía: abrí
el postigo lo justo para oír si alguien llama. Si llaman huesos o tormentas, yo
pregunto como en el cuento antiguo de mi abuelo Vicente:
—¿Quién es?
Y si nadie responde, repito en
bajo el refrán que fija mojones y memorias:
Aquí murió María Blasa por
salirse de su casa…
No por asustar a nadie, ni por
atar a quien camina dormido; lo digo para recordar que hay salidas que son
perdición y salidas que son salvación, y que en esta tierra plana donde parece
que no pasa nada, a veces pasa un rayo, pasa una mujer con un niño, pasa un
nombre que no se olvida, y pasa —créame— la caricia de quien se fue y sigue
volviendo cuando el viento afina la llanura como una cuerda larga sobre la que
andamos todos, despiertos o soñando.
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