miércoles, 12 de noviembre de 2025

Maria Blasa

En el camino que sale de Fuentes de Nava hacia el Puente Nuevo, la llanura se abre como una mano cansada. Los adobes del pueblo quedan atrás, la torre de la iglesia de San Pedro mengua y el viento hace de cada caña un violín. A la derecha, por donde antes la Laguna decía su espejo y hoy solo relumbra en inviernos buenos, corre el Canal, recto como una frase de maestro; por la izquierda, la llanura interminable, con cardos que en agosto dan noticias de un sol al que no le vale el perdón. Allí —me decían mis padres y me certifica mi hermano que la vió— hubo un mojón de piedra, oculto entre yerbas, con letras de escuela vieja:

Aquí murió María Blasa por salirse de su casa;
si no se hubiese salido nada le hubiese sucedido.

No sé si es verdad. Yo no lo vi. Tal vez lo tapó la hierba, tal vez algún arado lo tumbó, tal vez la memoria lo mueve según la necesidad de su música. Pero el nombre se me quedó como se queda el olor a leña en los abrigos: María Blasa, la que se salió, la que soñaba de pie, la que fue al Canal con un cántaro de barro en noche de truenos, rayos y relámpagos, y a la que mató un rayo a mitad del camino, entre la llama de arriba y el agua de abajo.

Los viejos, con el codo en el mostrador del bar de Román, contaban: “Era sonámbula. Se levantó con la tormenta, agarró el cántaro —que el sueño no entiende de previsiones— y salió como quien cumple un mandado antiguo.” Las mujeres, en la fuente, bajan la voz al nombrarla; alguna hace ese gesto de santiguarse sin santiguarse con el borde del delantal. 

Un mojón con ripio y una muchacha bajo un rayo bastan a esta llanura para que la fábula no se muera. Yo aprendí el refrán de niño, sin saber cuánto de aviso y cuánto de consuelo guardaba. Más tarde, cuando supe de otra noche con truenos y relámpagos, lo entendí de otra manera.

Fue hacia 1961. Mi madre, Cecilia, cruzaba el pueblo con mi hermano en brazos —apenas un niño de 3 años— cuando el cielo decidió partirse. Estaba en torno al Corro del Postigo cuando la tormenta le cayó encima con esa prisa que en la Nava no concede prólogos: el aire se volvió lobo, las piedras de la calle, jabones, y del campanario corrió por los tejados una luz blanca que buscaba donde romperse. Mi madre apretó al niño contra el pecho y echó a andar con fe de mulera: quería ir del Corro a la Ronda de las Brujas, y de allí, sin mirar a nadie, hasta la casa de sus padres, mis abuelos, sana y salva, pero le dijeron que se había caído un poste a mitad del camino y decidió sobre la marcha guarecerse en la casa de sus suegros en el corro del Cuartel. “Nunca he corrido tanto con tanto peso”, decía después, y no sé si hablaba del cuerpo pequeño que llevaba en brazos o del miedo grande que le atenazaba.

Desde entonces, las tormentas tuvieron en casa tanto en el pueblo como en Pamplona otro nombre. Mi madre las escuchaba venir en el pueblo por la respiración del horno y por cómo movían los postigos; en cuanto tronaba en Pamplona, había que desenchufar los aparatos, cerrar las ventanas, bajar las persianas y ponerse el miedo por delantal. “Los rayos hacen memoria —decía—; buscan donde ya corrieron”. Y yo, que siempre quise contradecirla, aprendí a obedecerla cuando un relámpago me hacía  día el cuarto a la hora equivocada.

Vengo a contar la historia de María Blasa y la de mi madre como si fueran la misma. Porque se me han pegado en la lengua como se pegan dos hojas en la lluvia y no hay modo decente de separarlas sin romperlas.


Una tarde de julio, con noticia de bochorno y nubes de brasa por el oeste, salí hacia el Puente Nuevo buscando el mojón. La tierra olía a arcilla que sueña agua. Las alamedas estaban quietas de tan cansadas; las cigüeñas señalaban con el pico la dirección de nada. Llevaba en el bolsillo una cinta azul —manía mía— por si el mojón se dejaba encontrar y había que marcarlo como se marcan los hallazgos que no son de nadie.

No lo vi. Entre yerbas altas y malvas de cuneta, había piedras suficientes para organizar un cementerio de dichos; pero ninguna decía lo que tenía que decir. A cada rato me venía el ripio entero, terco y eficaz como los que enseñan a no olvidar:

Aquí murió María Blasa por salirse de su casa;
si no se hubiese salido nada le hubiese sucedido.

Lo repetí bajo, no por miedo a despertar nada, sino por respeto a lo que duerme. El Canal iba lleno, verde y serio como maestro en lunes. Me arrimé. El agua corría con esa monotonía que hipnotiza a los topos y arrima a los que andan mal de cabeza a la orilla equivocada. Pensé en María Blasa caminando dormida, cántaro a la cadera, con el paso de quien conoce el peso del mandado. Pensé en el rayo como una decisión de otro mundo. Pensé en mi madre, apretando a su hijo, atravesando el pueblo con la noche partida en la espalda.

A las primeras gotas, picudas y espaciadas, regresé por el carril contrario. En los chopos del Puente, un viento de ruedas viejas anunció lo serio. No era el viento de los días de cuento; era otro: ese que  vacía la boca para que la llene el trueno. Los perros en los corralones se callaron como se calla uno para oír mejor. Cerré el paso y me puse la llanura a la espalda, que es la manera más sensata de ir hacia casa.

Entonces la vi. No una figura y un cántaro, no una muchacha tan seria como su sueño; vi una claridad derecha en mitad del camino, como esas columnas breves que la lluvia inventa a veces cuando el sol se arrebuja por detrás. Duró nada. Pero en ese nada estaba —o yo quise que estuviera— el borde de una falda, un paso ligero que no dejaba huella, el ruido del barro contra rodilla. Si lo soñé, soñaba despierto, y si fue el rayo ensayándose en seco, tuvo piedad de mí.

Llegué al pueblo con la frente mojada por dentro y de fuera. Las primeras descargas se rompieron sobre el Corro de Postigo con esa vocación teatral de los dioses que creen que aún se les cree. Crucé por la Carcaba,  ataqué el Corro del Cuartel y entré en la casa de mi abuelo Máximo con un suspiro de armario viejo. Cerré portón, ventanas, corazón.

La tormenta se asentó en el tejado. El cielo se hizo bistec. En la cocina, la lumbre apagada proyectaba sombras sin fuego. Abrí el cajón de la mesa por hacer algo y encontré —no sé por qué había vuelto allí— la cinta azul. La tuve un rato en los dedos como se tiene entre dedos la promesa de un nombre. Salí al corral  y la até al pomo de la puerta como se ata a los balcones el dominguero cuando vuelve fiesta. “Para que se acuerde”, pensé. No sabía quién tenía que acordarse.

En la primera calma, esa respiración honda que la tormenta se permite como quien muerde pan, alguien llamó.

No fue en la puerta; fue en el tabique junto al hogar: dos golpecitos que repetían, sin rima. Pegué la mano a la pared. Estaba fría. Murmuré:

—María Blasa…

La pared no contestó. El trueno sí, con esa franqueza que no atiende a turnos. Abrí el portón. La calle era un río que no se decide. Colgué en el clavo de fuera la cinta azul para que la viera quien tuviese que verla. Y entonces hice un gesto inútil y apropiado: puse un cántaro en el umbral.

No llegó nadie. Pasó la tormenta como pasan a veces los dolores que no se van: se cansó un poco, descansó y siguió como si tuviera otros pueblos que mojar. Entré el cántaro, sequé la cinta, me senté donde mi madre se sentó  después de cruzar la Ronda con mi hermano apretado y el corazón de punta.

Esa noche soñé bonito. Vi una muchacha que andaba dormida y un rayo con modales. El rayo le tocaba el hombro con sencillez, como quien avisa. Ella se detenía, miraba el agua que iba derecha, alargaba el cántaro y bebía no del Canal, sino de una fuente que no estaba en el mapa. Despertaba con una sonrisa extraña: ni de niña, ni de santo, ni de novia; sonrisa de quien comprende un secreto que no hace falta contar.

Al despertar, fui al camino otra vez. El sol lo había dejado todo escrito con claridad de pizarra. Volví a buscar el mojón. No estaba. Había, en su lugar supuesto, un hoyo humilde con dos malvas que, por toda inscripción, ofrecían el lila de su pobreza. Me agaché y, por hacer justicia sin pretensiones, apreté en la tierra la cinta azul. No dejé nombre. No hace falta cuando el nombre sigue andando.

De regreso, pasé por el Corro de Postigo con la ligereza que dejan los sustos bien contados, y al entrar por el corro del Cuartel, un remolino de hojas me rodeó con tacto de falda. Sonreí solo como sonríen los que saben que no saben. En casa, junto al hogar, la pared estaba templada y el cántaro, en el poyo, guardaba una gota en el labio: ni de cielo ni de fuente; gota de estar.

Cuando tronó de nuevo, días después, ya no me escondí con la prisa de siempre. Hice lo que haría mi madre —cerrar bien, apretar el niño si lo hubiera— y añadí lo que ella no podía: abrí el postigo lo justo para oír si alguien llama. Si llaman huesos o tormentas, yo pregunto como en el cuento antiguo de mi abuelo Vicente:

—¿Quién es?

Y si nadie responde, repito en bajo el refrán que fija mojones y memorias:

Aquí murió María Blasa por salirse de su casa…

No por asustar a nadie, ni por atar a quien camina dormido; lo digo para recordar que hay salidas que son perdición y salidas que son salvación, y que en esta tierra plana donde parece que no pasa nada, a veces pasa un rayo, pasa una mujer con un niño, pasa un nombre que no se olvida, y pasa —créame— la caricia de quien se fue y sigue volviendo cuando el viento afina la llanura como una cuerda larga sobre la que andamos todos, despiertos o soñando.


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