sábado, 1 de noviembre de 2025

El perro

En el barrio de la Rochapea, allá por los años setenta, los perros eran parte del paisaje como el vapor del Arga en las mañanas frías o el olor a col cocida que salía de las cocinas a la hora de comer. Los había de huerta, atados a una cadena que hacía un círculo de tierra pelada alrededor de la caseta; de  taller, echados en la puerta, con el morro sobre las patas negras de polvo; y de casa baja, perros de familia que sabían la hora del panadero y del basurero mejor que el reloj del Ayuntamiento. 

No sé porque pero desde niño tuve un miedo cerval a los cánidos. Mi madre, que se había criado con avisos en lugar de cuentos, decía: “No pases tan cerca de las verjas”, “no mires a los perros a los ojos”, “no corras, que corren más”. Y lo decía con esa voz de las madres de entonces que no admitía réplica y que dejaba en el aire un poderoso sedimento de verdad. Mi miedo empezó ahí, con esa cantinela o quizás mucho antes.

Aquel verano yo tendría nueve años y la Rochapea  que había sido hasta entonces un barrio de hortelanos con algunos pequeños núcleos industriales en torno a la Estación, Cuatro Vientos o Joaquín Beunza, se iba convirtiendo en un barrio donde convivían antiguos caminos cuasi rurales con nuevas calles sin urbanizar : huertas con surcos como cuadernos bien escritos, talleres en los bajos de las casas, fábricas entre los edificios y algunos espacios que me recordaban más a la vida de un pueblo que a la ciudad,  con gallineros, cuadras, corrales de cerdos o alguna vaquería. El Arga, a su modo, pasaba lista: por la mañana brillaba, al mediodía dormía, por la tarde sacaba olores que sólo reconocemos los del barrio.

El taller de ICER quedaba subiendo por Joaquin Beunza a la izquierda y  había una puerta de metal por donde asomaban, siempre, dos ojos. Del portón hacia adentro, un mastín de color negro guardaba el taller con un celo que ya quisiéramos algunos para los estudios. Todo taller y fábrica grande o pequeña que se preciase tenía un "chucho", cuanto más grande, fiero y ladrador mejor. Entonces no había "seguratas" para prevenir los robos como ahora. En la ciudad era conocida la frase de "tiene más hambre que el perro de Imenasa". Debajo de casa el taller de los Ochoa también tenía un perro que un día mordió a mi hermano.

Un mediodía, mi madre me mandó a por pan y leche a la lechería de Galech con un casco para devolver. Iba con unas alpargatas nuevas que me comían los talones. Hacía calor de cocina, y la calle llevaba ese polvo fino que te pinta los tobillos de canela. En la tienda me dieron un pan bregado con la greña perfecta y, como me conocían, un cuscurro por adelantado. Volvía chupando la miga, con la botella de leche en la mano derecha, orgulloso de ser útil. Pasé junto la puerta de la calderería de Aranguren y de improviso un movimiento rápido y un ladrido ensordecedor me pusieron en estado de alerta.

No hice caso. Apreté el paso pero sin correr, como me habían enseñado. No bastó. El perro decidió que aquello era demasiado cerca. Primero gruñó, un trueno bajo que me conocí en la médula. Después saltó. La cadena —no lo supe hasta entonces— daba justo hasta la acera. Sentí el aire del zarpazo en la pantorrilla, como se escurría  la botella, el crash seco al chocar contra el bordillo, la botella rompiéndose y la leche derramándose como si estuviera abriendo el Arga con la mano.

Le vi los dientes muy de cerca, limpios, ordenados, más corteses que cualquier sonrisa de domingo. No me mordió. Me enseñó el mundo: el ladrido en la cara, la saliva en la alpargata, el olor a perro y a cuerda caliente. Me quedé parado, como me habían dicho, pero por dentro corría. Un trabajador del taller salió, tiró del eslabón con una mano, me soltó una bronca al aire que no era para mí y me señaló la botella rota sobre la acera:

—Anda, chaval, ten cuidado, no te cortes, al verme agacharme a recoger los restos de la botella

Volví, finalmente a casa sin la botella de leche, la miga hecha engrudo en la boca y un ruido nuevo entre el pecho y la garganta. Mi madre no me regañó. Miró la pantorrilla, me lavó la saliva con jabón Lagarto y dijo, muy despacio: “Ya sabes”.

Desde ese día supe. Supe que los perros huelen el miedo como nosotros el pimiento frito, que las cadenas miden círculos exactos, que los ojos del animal pueden ser normales y, sin embargo, dejarte helado. Supe, sobre todo, que el ladrido se queda viviendo en los rincones de la cabeza como se queda el vaho en los cristales en invierno.

Hubo más episodios. El perro del taller de los Ochoa, un ratonero negro, tenía el don de aparecer debajo de los coches aparcados cuando uno quería recoger canicas perdidas; el chucho del trapero con una oreja rota, te pedía pan con unos ojos que eran una trampa de ternura; el galgo de  Sánchez, de la calleja de los cutos, cruzaba como una sombra y juraría que no pisaba el suelo. La Rochapea era una escuela y cada perro, un maestro: de distancias, de respeto, de alerta.

En San Fermín, cuando por la cuesta de Santo Domingo tronaban los toros, mis primos de la Chantrea se reían de mí: “Tiene más miedo a un perro que a un toro”. Yo les dejaba decir. Los toros eran de fiesta: tenían periodo, pastores, vallas y un canto que uno aprende mirando a los mayores. El perro era otra cosa: sin banda, sin cartel, sin padrino. El perro podía estar en cualquier esquina, tras cualquier recodo. No sabías.

Una día de verano, al mediodía, mi padre  me llevó a dar un paseo por el camino del Plazaola. Íbamos por la antigua caja del tren, con los pantalones remangados, sintiendo el calor en los tobillos y la cabeza cubierta por un pañuelo al que le había hecho cuatro nudos. De una huerta cercana salió un chucho negro, pequeño, suelto corriendo con el rabo fino como látigo. Ladraba como si fuera grande. Yo me quedé clavado. Mi padre no. Se agachó, metió la mano en el bolsillo y corto un trozo del pan del bocadillo que llevábamos por si azuzaba el hambre; lo echó lejos, sin mirar al perro.

—A éste no le caes tú bien —dijo—. Vámonos por allí.

No le plantó cara. No le explicó teorías. Torció el camino, sencillo como el que cambia de tema en la mesa. Ese giro me enseñó más que todas las frases del mundo. No todo se gana por valentía; a veces se gana por saber doblar.

Con los años, el miedo dejó de ser puro pánico y se hizo talento. Sé por el metal del ladrido si invita o advierte, por el andar si caza o descansa, por la cola si juega o miente. Sigo cruzando de acera cuando hace falta, sigo evitando mirar de frente más de lo debido, sigo alejando la mano de los alambrados. No me da vergüenza. Llevo en la piel el jabón de aquella saliva, en la oreja el crash de la botella contra el bordillo, en la lengua la miga que no bajaba. Eso soy yo también.

A veces paso —ya hombre— por donde estuvo la panadería. Ahora hay una tienda de productos étnicos. Tampoco está la calderería. La huerta hace algunas años se convirtió en perrera. Me paro un minuto, cierro los ojos y oigo (lo juro) el golpe breve de una cadena tensándose en el aire. Abro los ojos y sigo, con la certeza humilde de quien sabe de dónde viene su miedo y no lo trata como a un intruso, sino como a un viejo vecino de la Rocha: se saluda, se da el rodeo, y cada cual a su casa.

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