sábado, 1 de noviembre de 2025

Los gatos de la mujer enlutada

En Fuentes de Nava hay casas que parecen agachar la cabeza cuando sopla el cierzo, y otras que, aun ruinosas, miran de frente como viejas que ya han llorado bastante. La casa de la mujer enlutada no hacía ninguna de las dos cosas: permanecía como suspendida, a medio gesto, con los adobes lisos de tanto viento y un portón sin aldaba que nadie había visto abrirse jamás, salvo cuando ella quería.

La veíamos pasar, negra de pies a cabeza, con el luto sin arrugas, como si la tela hubiera nacido así. No envejecía. Desde mis años de escuela —cuando la Laguna de la Nava era sólo palabra apagada y los palomares aún eran catedrales de barro— hasta mi juventud de domingo en la plaza, ella conservó la misma nuca blanca, el mismo paso sin prisa, la misma sombra que no marcaba las horas. Se iba y volvía. Nadie sabía adónde. Un día buena tarde; dos semanas, tal vez un mes; y de nuevo su silueta pegada al tapial, rozando las paredes de adobe con un respeto antiguo, como si pidiera permiso a la tierra.

Vivía sola. O eso decían. Yo juraría que la casa respiraba. Tenía una reja estrecha, por la que sólo cabía la mano de un niño y, a veces, unos ojos amarillos que encendían la noche. Los gatos. Había muchos, de todos los colores posibles salvo el inocente. Servidores, murmuraban las viejas mientras tendían la ropa. “Le hacen la casa —decía mi madre—: calientan las sábanas, calzan la soledad, espantan lo que no es de Dios.” Yo me reía, pero los maullidos a veces parecían palabras en una lengua que había olvidado aprender.

A los muchachos de entonces nos tiraban las prohibiciones como a las moscas el vidrio. Bastó con que Severiano el cartero asegurase que, una noche de San Juan, vio una hilera de gatos bajar en orden por la escalera interior, portando en la boca pequeñas llaves, para que la casa se convirtiera en leyenda. “Gatos que eran hombres”, remató en el bar de Román entre orujo y fantasmas. Reímos, claro. Al salir, el viento nos despeinó la soberbia y dejó la llanura cuadrada como una mesa. Hicimos lo que hacen los tontos a la edad de los tontos: entrar.

No fue difícil.  Tito el galguero, Luisín de la Tía Pura y yo esperamos a que anocheciera con luna que no estorbara. Llevábamos una navaja, una cuerda y la certeza imbécil de ser inmortales. El portón no cedió, pero la tapiala del corral del ganado, reseca por años de sol, dejó que la cuerda hiciera de escalera. Caímos dentro con el ruido de los sacrilegios pequeños. Olor a paja vieja, a pozo cerrado, a ceniza que no era de ayer ni de anteayer. En el fondo, junto a una higuera que no sabía del mundo, un brocal y, alrededor, ocho gatos sentados con la dignidad recta de un coro.

—Chss —dijo Tito, como si uno pudiera mandar callar a los animales ceremoniales.

Nos miraron sin pestañear. Ojos redondos, uñas guardadas, cola recogida como rezo. Cruzamos el corral entre cacharros de barro y jaulas sin pájaro. La puerta de la cocina —una hoja de madera con herraje de herrero viejo— estaba entornada lo justo para que nadie, y lo suficiente para nosotros. Dentro, sombras. El fogón miraba con su boca apagada. Había tazas alineadas, manteles doblados, un bastidor con hilo negro enhebrado. Todo en su sitio de casa viva. Y, sin embargo, nadie.

—¿Ves? —susurró Luisín, valiente de boquilla—. No hay nada.

Entonces respiró la escalera.

Se oyó arriba un rozar de tela, un paso sin peso, y un maullido que no venía de garganta estrecha, sino de pecho. Subimos. Las tablas se quejaron lo justo; los peldaños sabían de pies y de culpas. En el cuarto grande, con ventana al campo, estaba ella. De luto, como siempre. De pie, mirándonos como se mira un mal tiempo que todavía no merece cerrar la puerta. No envejecida. No joven. 

—Esta casa no es vuestra —dijo sin levantar la voz.

Nos clavó a los tres donde estábamos. Los gatos que habíamos dejado abajo estaban ahora sentados en el quicio y alguno sobre el arcón. Ocho conté; luego doce; luego uno, que era todos. No sé si fue la luna metiendo hierro en el cuarto o la mujer ajustando el aire, pero del enlutado se desprendió un olor que no era de iglesia ni de viuda: tierra mojada, humo de espinos, piel guardada.

—Se va y vuelve —murmuró Tito, que en los peligros siempre repite lo último que ha oído en la plaza.

Ella sonrió apenas.

—Me voy —dijo— cuando ellos necesitan beber. Vuelvo cuando alguien abre sin convidar.

Nos echó. No con manos, sino con ese gesto mínimo que tienen las mujeres que han decidido. Bajamos, tropezando con nuestro miedo. Al cruzar el corral, los gatos se apartaron en dos hileras, dejando libre el pozo. Brillaba el agua sin luna. En el espejo vi nuestros tres cuerpos y, detrás, otros hombres que no estaban. Eran serios, descalzos y callados. Llevaban ojos de gato y manos de hombre. Servidores.

No sé en qué momento empezó el fuego. Una llama menuda, obediente, prendió en la cocina como si hubiera estado esperando la orden. Subió por el listón de la despensa con la gracia de las guindillas. Chasqueó la paja del jergón, cantó el entablado, y en un suspiro la casa cerrada se volvió hoguera. Ella, quieta en el quicio, no se movió. Los gatos se acercaron y la rodearon en círculo. Miau y miau, pero el sonido ya no era animal; era voz afinando sílabas que un idioma recuerda.

—¡Un cubo! —gritó Luisín, mientras Tito corría hacia el pozo con una cuerda que no sabía de agua.

Yo no me moví. El fuego tenía olor a romero viejo y a secretos. La mujer alzó los brazos. No se quemaba. O sí, pero como se queman los santos en los cuadros, sin llaga y con luz. Los gatos alzaron el lomo y, uno a uno, crecieron. Las patas se estiraron como dedos, el pelo se aplanó, la cola se volvió columna. Hombres. Hombres con ojos amarillos y silencio de gato. Servidores. La dama enlutada no les miró: sabía. Atravesaron el fuego sin prisa, levantaron los muebles con manos que parecían patas, abrieron ventanas que llevaban años sin aire. Nosotros éramos sobra.

—Fuera —dijo ella. Fuimos.

En la calle, los vecinos empezaron a salir con empleita y manta. Román trajo cubos; don Primitivo, un crucifijo; mi madre, pañuelos. El cielo se puso color de herrumbre. La casa ardía con música. Los palomares al fondo, redondos, parecían vigilar como soldados cansados. Oí a Severiano decir: “Se queman los pecados”, y a Tía Pura replicar: “Se purifica”. No sabían. Yo tampoco.

Cuando cesó, no quedó nada. Ni escombro. Ni hollín. Ni sombra. Sólo una plaza de tierra alisada, como cuando los niños preparan el terreno para bolos. La mujer no estaba. Los gatos tampoco. En el centro, el pozo: brocal limpio, soga nueva, cubo brillante como nunca. Prendí mis ojos en el agua. Me vi. Detrás, ella. Sonreía con una dulzura que no había mostrado. Extendió una mano. La mía, sin voluntad, bajó hacia el reflejo. Toqué. Frío y metal. Olfateé un perfume que no era de aquí: jazmín sin jardín, noche sin pueblo, piel sin edad.

—No —dijo mi madre a mis espaldas, con un hilo de voz que me salvó la nuca.

Di un paso atrás. El agua se cerró con un círculo serio, como cuando un pescado decide no morder. Tito y Luisín lloraban sin saber por qué.

Desde aquel día, la casa no volvió a levantarse. Pasabas y había campo donde había pared. Ocho o doce gatos de Fuentes empezaron a desaparecer sin ruido; volvieron otros, nuevos, con costumbres viejas: cruzaban la plaza a la hora del Angelus y se paraban frente al pozo, como soldados en formación. Nadie se atrevió a tapar el brocal. Nadie dijo bruja. Tierra de Campos tiene la decencia de nombrar poco lo que no arregla.

Años después, en Autillo, supe por boca de un forastero que en su pueblo quemaron otra casa de enlutada que no envejecía. Ardió con música y no dejó ceniza. Había gatos. Había hombres. Había pozo. Al forastero le tembló la mano al contarlo; le brillaron los ojos como a un gato que ha visto abrirse una puerta.

Cuando volvió la Laguna, muchos años después, y las aves pusieron sonido al horizonte, bajé solo al pozo. Me asomé con respeto. No llamé. No recité. No pedí. El agua estaba quieta como una decisión. En lo hondo, muy hondo, vi una casa que respiraba y un corredor de sombras que se inclinaban alrededor de una mujer sin edad. Uno de los gatos —o hombre— volvió la cabeza. Sentí que me conocía. Apreté la cuerda del cubo con una ternura que no me cabía en las manos.

Desde entonces oigo por las noches un maullido que no pide comida. Abro la ventana y en la tapiala pasa un gato negro, alto, con paso de hombre que vuelve tarde. No me asusta. No lo llamo. Le hago sitio en la memoria.

Si alguna vez ven en Fuentes de Nava un solar más liso de lo que manda el viento, una higuera que da sombra sin tronco, y un pozo que brilla aunque el cielo esté cerrado, no tiren piedras. No acerquen cerillas. Asómense y guarden silencio. Puede que ella se vaya. Puede que ella vuelva. Los gatos sabrán el camino. Y si, en el agua, ven su cara y detrás una sonrisa que no es de ustedes, no la sigan… a no ser que estén dispuestos a servir toda la vida con ojos amarillos y paso de sombra.


No hay comentarios:

Publicar un comentario