En Fuentes de Nava hay casas
que parecen agachar la cabeza cuando sopla el cierzo, y otras que, aun
ruinosas, miran de frente como viejas que ya han llorado bastante. La casa de
la mujer enlutada no hacía ninguna de las dos cosas: permanecía como suspendida,
a medio gesto, con los adobes lisos de tanto viento y un portón sin aldaba que
nadie había visto abrirse jamás, salvo cuando ella quería.
La veíamos pasar, negra de
pies a cabeza, con el luto sin arrugas, como si la tela hubiera nacido así. No
envejecía. Desde mis años de escuela —cuando la Laguna de la Nava era sólo
palabra apagada y los palomares aún eran catedrales de barro— hasta mi juventud
de domingo en la plaza, ella conservó la misma nuca blanca, el mismo paso sin
prisa, la misma sombra que no marcaba las horas. Se iba y volvía. Nadie sabía
adónde. Un día buena tarde; dos semanas, tal vez un mes; y de nuevo su silueta
pegada al tapial, rozando las paredes de adobe con un respeto antiguo, como si
pidiera permiso a la tierra.
Vivía sola. O eso decían. Yo
juraría que la casa respiraba. Tenía una reja estrecha, por la que sólo cabía
la mano de un niño y, a veces, unos ojos amarillos que encendían la noche. Los
gatos. Había muchos, de todos los colores posibles salvo el inocente.
Servidores, murmuraban las viejas mientras tendían la ropa. “Le hacen la casa
—decía mi madre—: calientan las sábanas, calzan la soledad, espantan lo que no
es de Dios.” Yo me reía, pero los maullidos a veces parecían palabras en una
lengua que había olvidado aprender.
A los muchachos de entonces
nos tiraban las prohibiciones como a las moscas el vidrio. Bastó con que
Severiano el cartero asegurase que, una noche de San Juan, vio una hilera de
gatos bajar en orden por la escalera interior, portando en la boca pequeñas llaves,
para que la casa se convirtiera en leyenda. “Gatos que eran hombres”, remató en
el bar de Román entre orujo y fantasmas. Reímos, claro. Al salir, el viento nos
despeinó la soberbia y dejó la llanura cuadrada como una mesa. Hicimos lo que
hacen los tontos a la edad de los tontos: entrar.
No fue difícil. Tito el galguero, Luisín de la Tía Pura y yo
esperamos a que anocheciera con luna que no estorbara. Llevábamos una navaja,
una cuerda y la certeza imbécil de ser inmortales. El portón no cedió, pero la
tapiala del corral del ganado, reseca por años de sol, dejó que la cuerda
hiciera de escalera. Caímos dentro con el ruido de los sacrilegios pequeños.
Olor a paja vieja, a pozo cerrado, a ceniza que no era de ayer ni de anteayer.
En el fondo, junto a una higuera que no sabía del mundo, un brocal y,
alrededor, ocho gatos sentados con la dignidad recta de un coro.
—Chss —dijo Tito, como si uno
pudiera mandar callar a los animales ceremoniales.
Nos miraron sin pestañear.
Ojos redondos, uñas guardadas, cola recogida como rezo. Cruzamos el corral
entre cacharros de barro y jaulas sin pájaro. La puerta de la cocina —una hoja
de madera con herraje de herrero viejo— estaba entornada lo justo para que
nadie, y lo suficiente para nosotros. Dentro, sombras. El fogón miraba con su
boca apagada. Había tazas alineadas, manteles doblados, un bastidor con hilo
negro enhebrado. Todo en su sitio de casa viva. Y, sin embargo, nadie.
—¿Ves? —susurró Luisín,
valiente de boquilla—. No hay nada.
Entonces respiró la escalera.
Se oyó arriba un rozar de
tela, un paso sin peso, y un maullido que no venía de garganta estrecha, sino
de pecho. Subimos. Las tablas se quejaron lo justo; los peldaños sabían de pies y
de culpas. En el cuarto grande, con ventana al campo, estaba ella. De luto,
como siempre. De pie, mirándonos como se mira un mal tiempo que todavía no
merece cerrar la puerta. No envejecida. No joven.
—Esta casa no es vuestra —dijo
sin levantar la voz.
Nos clavó a los tres donde
estábamos. Los gatos que habíamos dejado abajo estaban ahora sentados en el
quicio y alguno sobre el arcón. Ocho conté; luego doce; luego uno, que era
todos. No sé si fue la luna metiendo hierro en el cuarto o la mujer ajustando
el aire, pero del enlutado se desprendió un olor que no era de iglesia ni de
viuda: tierra mojada, humo de espinos, piel guardada.
—Se va y vuelve —murmuró Tito,
que en los peligros siempre repite lo último que ha oído en la plaza.
Ella sonrió apenas.
—Me voy —dijo— cuando ellos
necesitan beber. Vuelvo cuando alguien abre sin convidar.
Nos echó. No con manos, sino
con ese gesto mínimo que tienen las mujeres que han decidido. Bajamos,
tropezando con nuestro miedo. Al cruzar el corral, los gatos se apartaron en
dos hileras, dejando libre el pozo. Brillaba el agua sin luna. En el espejo vi
nuestros tres cuerpos y, detrás, otros hombres que no estaban. Eran serios,
descalzos y callados. Llevaban ojos de gato y manos de hombre. Servidores.
No sé en qué momento empezó el
fuego. Una llama menuda, obediente, prendió en la cocina como si hubiera estado
esperando la orden. Subió por el listón de la despensa con la gracia de las
guindillas. Chasqueó la paja del jergón, cantó el entablado, y en un suspiro la
casa cerrada se volvió hoguera. Ella, quieta en el quicio, no se movió. Los
gatos se acercaron y la rodearon en círculo. Miau y miau, pero el sonido ya no
era animal; era voz afinando sílabas que un idioma recuerda.
—¡Un cubo! —gritó
Luisín, mientras Tito corría hacia el pozo con una cuerda que no sabía de agua.
Yo no me moví. El fuego tenía
olor a romero viejo y a secretos. La mujer alzó los brazos. No se quemaba. O
sí, pero como se queman los santos en los cuadros, sin llaga y con luz. Los
gatos alzaron el lomo y, uno a uno, crecieron. Las patas se estiraron como
dedos, el pelo se aplanó, la cola se volvió columna. Hombres. Hombres con ojos
amarillos y silencio de gato. Servidores. La dama enlutada no les miró: sabía.
Atravesaron el fuego sin prisa, levantaron los muebles con manos que parecían
patas, abrieron ventanas que llevaban años sin aire. Nosotros éramos sobra.
—Fuera —dijo ella. Fuimos.
En la calle, los vecinos
empezaron a salir con empleita y manta. Román trajo cubos; don Primitivo, un
crucifijo; mi madre, pañuelos. El cielo se puso color de herrumbre. La casa
ardía con música. Los palomares al fondo, redondos, parecían vigilar como soldados
cansados. Oí a Severiano decir: “Se queman los pecados”, y a Tía Pura replicar:
“Se purifica”. No sabían. Yo tampoco.
Cuando cesó, no quedó nada. Ni
escombro. Ni hollín. Ni sombra. Sólo una plaza de tierra alisada, como cuando
los niños preparan el terreno para bolos. La mujer no estaba. Los gatos
tampoco. En el centro, el pozo: brocal limpio, soga nueva, cubo brillante como
nunca. Prendí mis ojos en el agua. Me vi. Detrás, ella. Sonreía con una dulzura
que no había mostrado. Extendió una mano. La mía, sin voluntad, bajó hacia el
reflejo. Toqué. Frío y metal. Olfateé un perfume que no era de aquí: jazmín sin
jardín, noche sin pueblo, piel sin edad.
—No —dijo mi madre a mis
espaldas, con un hilo de voz que me salvó la nuca.
Di un paso atrás. El agua se
cerró con un círculo serio, como cuando un pescado decide no morder. Tito y
Luisín lloraban sin saber por qué.
Desde aquel día, la casa no
volvió a levantarse. Pasabas y había campo donde había pared. Ocho o doce gatos
de Fuentes empezaron a desaparecer sin ruido; volvieron otros, nuevos, con
costumbres viejas: cruzaban la plaza a la hora del Angelus y se paraban frente
al pozo, como soldados en formación. Nadie se atrevió a tapar el brocal. Nadie
dijo bruja. Tierra de Campos tiene la decencia de nombrar poco lo que no
arregla.
Años después, en Autillo, supe
por boca de un forastero que en su pueblo quemaron otra casa de enlutada que no
envejecía. Ardió con música y no dejó ceniza. Había gatos. Había hombres. Había
pozo. Al forastero le tembló la mano al contarlo; le brillaron los ojos como a
un gato que ha visto abrirse una puerta.
Cuando volvió la Laguna,
muchos años después, y las aves pusieron sonido al horizonte, bajé solo al
pozo. Me asomé con respeto. No llamé. No recité. No pedí. El agua estaba quieta
como una decisión. En lo hondo, muy hondo, vi una casa que respiraba y un corredor
de sombras que se inclinaban alrededor de una mujer sin edad. Uno de los gatos
—o hombre— volvió la cabeza. Sentí que me conocía. Apreté la cuerda del cubo
con una ternura que no me cabía en las manos.
Desde entonces oigo por las
noches un maullido que no pide comida. Abro la ventana y en la tapiala pasa un
gato negro, alto, con paso de hombre que vuelve tarde. No me asusta. No lo
llamo. Le hago sitio en la memoria.
Si alguna vez ven en Fuentes
de Nava un solar más liso de lo que manda el viento, una higuera que da sombra
sin tronco, y un pozo que brilla aunque el cielo esté cerrado, no tiren
piedras. No acerquen cerillas. Asómense y guarden silencio. Puede que ella se
vaya. Puede que ella vuelva. Los gatos sabrán el camino. Y si, en el agua, ven
su cara y detrás una sonrisa que no es de ustedes, no la sigan… a no ser que
estén dispuestos a servir toda la vida con ojos amarillos y paso de sombra.
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