En los inviernos de mi
infancia, cuando las calles del pueblo se quedaban vacías a las
siete de la tarde y el viento levantaba las hojas secas contra las tapias,
había un nombre que circulaba de boca en boca entre los niños: el hombre del saco.
No tenía rostro fijo ni domicilio conocido. Unos lo pintaban como un mendigo
que pedía pan de pueblo en pueblo, de puerta en puerta; otros, como un arriero desarrapado con barba
de siglos. Para todos tenía lo mismo: un saco de arpillera colgado al hombro,
tan grande que dentro cabía un niño entero.
Decían que se llevaba a los
pequeños desobedientes, a los que no entraban en casa cuando sonaba el toque de
queda del reloj de la iglesia, a los que hacían travesuras o se
escapaban hasta el Canal. El hombre del saco era, en esas tardes largas de enero,
la sombra que nos empujaba a obedecer. No hacía falta que nuestros padres
levantaran la voz: bastaba con pronunciar su nombre.
—Métete ya, que viene el
hombre del saco.
Corríamos entonces hacia el
calor del hogar como quien huye del mismísimo demonio.
Yo juraba no creerlo. Con
ocho años, estaba convencido de que aquello era un cuento viejo, un invento
para mantener a raya a los críos. Sin embargo, algo en la manera en que los
mayores callaban cuando se hablaba demasiado del asunto me hacía dudar. Había
un silencio entre ellos, una mirada esquiva, como si recordaran de pronto un
detalle que no convenía repetir.
Una tarde de niebla, mientras
regresaba de la escuela por la carretera vieja que lleva a las eras, lo vi. O eso
creí. Caminaba despacio por la cuneta, doblado bajo el peso de un saco inmenso.
El abrigo era un harapo oscuro; el sombrero, un ala caída que no dejaba ver su
cara. Pasó a pocos metros de mí. No me miró, pero sentí un frío en la nuca como
si sí lo hubiera hecho. El saco se agitó. Juro que escuché un ruido apagado,
como de quejido o de respiración.
Llegué a casa pálido. Mi madre
me miró de reojo mientras removía la olla.
—¿Con quién te has cruzado?
—preguntó, como si lo supiera ya.
—Con nadie —mentí, y subí a mi
cuarto.
Aquella noche soñé con el
saco. No era de arpillera: era negro, profundo, como un pozo. Dentro se movían
sombras de niños que conocía: mi vecino Julián o la pequeña Rosa de la
panadería Todos estiraban los brazos, pero sus manos
nunca llegaban al borde.
Al día siguiente, el rumor
corrió por el pueblo: había desaparecido un niño. El hijo de un jornalero que
vivía en las afueras. Nadie lo había visto desde la víspera, cuando salió a
jugar. Los guardias registraron las calles, los corrales, los pajares. Nada.
Alguien dijo, en voz baja, que por la carretera vieja había pasado un hombre
con un saco. Nadie se atrevió a repetirlo en voz alta.
Yo guardé silencio. Sabía lo
que había visto, pero no quería que me tomaran por fabulador. La imagen del
saco se me clavaba cada vez más hondo. Cuando, días después, otra criatura
desapareció —una niña de siete años, camino de la escuela—, el miedo se extendió
como un incendio. Las madres nos acompañaban hasta la misma puerta del aula;
los hombres organizaban batidas nocturnas. No hallaban rastro.
Una noche de tormenta, vencido
por una mezcla de temor y curiosidad, me atreví a salir. Llevaba una linterna y
un palo. Me encaminé hacia la carretera de las eras. El viento sacudía las
ramas desnudas, y la lluvia golpeaba como piedras.
Entonces lo vi. En el recodo
del camino, bajo la sombra de un árbol, estaba él. El saco, oscuro y pesado, se
apoyaba en el suelo. El hombre se inclinaba sobre él, murmurando palabras que
no entendí. Se movía como si rezara, como si calmara a una criatura invisible.
Me acerqué unos pasos, temblando.
El saco se agitó. Algo dentro
golpeó con fuerza. Oí un lamento.
El hombre alzó la cabeza. Bajo
el ala del sombrero no había rostro, sólo un vacío negro que me absorbió la
mirada. Levantó una mano huesuda y me señaló. El saco se abrió un instante,
mostrando un interior que no era de tela sino de sombra infinita, como la boca
de una caverna. El viento me empujó hacia él.
Corrí. No recuerdo cómo llegué
a casa, ni cómo subí la escalera, ni cómo me metí en la cama con la ropa
empapada. Al amanecer, desperté con la garganta seca y la convicción de que
había visto lo que no debía.
Con el tiempo, las
desapariciones cesaron. Nadie volvió a hablar del asunto. Los mayores lo
borraron con el silencio, como se barren las cenizas después de un fuego. Pero
yo aún recuerdo el murmullo del saco en la cuneta, el peso de esa mirada sin
ojos.
Y aunque crecí y dejé de creer
en cuentos, todavía hoy, cuando regreso de noche por la carretera vieja,
acelero el paso sin querer, temiendo escuchar a mi espalda el arrastre de unos
pasos lentos y el roce de la arpillera contra el suelo.
Porque el hombre del saco no
es un mito para asustar a los niños. Es un recuerdo que se oculta en las
cunetas, esperando a que alguien le dé otra vez un nombre.
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