Decían los viejos que el cementerio de la ermita de San Miguel nunca debió construirse tan lejos del pueblo. “Un kilómetro de nada”, repetía el Alcalde en la cantina de mi abuelo, como si un kilómetro no fuera una eternidad cuando no hay luna, el aire corta la cara y el silencio pesa más que el abrigo.
Para llegar hasta la ermita, el camino salía de las últimas
casas y se alejaba, dejando atrás las calles rectas del pueblo hasta perderse
en la llanura. A un lado quedaban los campos y los prados que miraban hacia el Canal
de Castilla; al otro, las tierras más bajas, mirando al agua de la laguna
de La Nava que se empeñaba en permanecer aunque el verano hubiera pasado.
Y a ambos lados del camino, cada veinte metros, se alzaba
una hilera de cruces de piedra, descoloridas por el tiempo, como si una
procesión se hubiera quedado petrificada allí para siempre. De día pasaban casi
desapercibidas; pero al anochecer, cuando las sombras se estiraban, aquellas
cruces daban al sendero un aire sombrío, casi gótico. Si uno se volvía para
mirar atrás, veía una fila interminable de siluetas grises escoltando sus
pasos.
De día, el paisaje era llano y manso, casi tedioso. De
noche, en cambio, aquellas mismas tierras parecían hundirse, como si la
oscuridad las viniera a reclamar.
Aquella noche de noviembre, el aire olía a barro húmedo,
carbón… y desinfectante. Desde hacía meses, en Fuentes casi todo olía a
enfermedad.
La gente ya no hablaba de fiebres ni de malos aires:
hablaban de la gripe. La llamaban “la enfermedad esa”. El caso es que el
cementerio de San Miguel llevaba semanas recibiendo más gente de la que le
correspondía.
Mateo, el campanero, caminaba junto al sacristán nuevo, un
chico de diecisiete años llamado Julián que había llegado de Villarramiel
buscando trabajo “hasta que pase todo esto”. Llevaban faroles de aceite que
proyectaban círculos amarillentos sobre el camino. Delante de ellos, avanzaba
más deprisa el cura, don Eusebio, con la sotana recogida y un farolillo más pequeño.
—Apresuraos, que la familia no puede estar toda la noche
velando a la difunta —gruñó sin
girarse—. Bastante llevan visto estos meses.
Era el tercer entierro en dos días. Ya nadie se sorprendía
al oír las campanas doblar por la mañana… Pero por la noche era distinto.
—Don Eusebio… —se atrevió Julián, con la voz fina quebrada
por el frío—. ¿Es cierto eso que dicen de la campana de San Miguel? ¿Que no se
puede tocar cuando oscurece?
Mateo frunció el ceño. El cura no respondió. Solo se oyó el
crujido de las botas en la tierra helada y a lo lejos un perro. El camino,
despejado de casas, parecía más largo que nunca. A lo lejos se adivinaba el
perfil de la espadaña de la ermita, aislada, con su cementerio rodeado por un
muro bajo.
—Mi madre me habló de la Virgen de los Remedios —continuó el
muchacho, bajito—. Que está en el interior de la ermita, y que cuando viene tormenta los labradores
suben a hacer sonar las campanas para espantar las nubes. Pero también dice que
de noche es mejor dejarlas quietas.
Don Eusebio se detuvo en seco y el farolillo iluminó sus
facciones tensas.
—En este pueblo se dicen muchas tonterías —sentenció—. Lo
único que no se debe hacer es retrasar un entierro. El cuerpo es cuerpo, y se
corrompe. El alma es asunto de Dios. Y Dios no se asusta de campanas.
Mateo bajó la mirada, pero la respuesta no le dejó
tranquilo. Su abuelo le había contado cosas al calor del brasero: que la ermita
de San Miguel, levantada en el siglo XVI con ladrillo, adobe y piedra, se
alzaba sobre una iglesia más antigua todavía, de cuando al pueblo lo llamaban Fuentes
de Don Bermudo; que los hombres del lugar le pedían a la Virgen de los Remedios
sol o lluvia según tocara, y que hace tiempo, hubo otras epidemias en la que el
cementerio se quedó pequeño, hubo entierros sin misa y noches en las que nadie
quiso venir a San Miguel aunque hubiera cuerpos que sacar de casa.
Y también le había dicho una vez, muy serio:
—Las campanas, hijo, son para llamar al cielo… pero si te
empeñas, llaman a más cosas. Sobre todo si las despiertas cuando no toca.
Cuando por fin llegaron, la pequeña ermita de San Miguel
se recortó contra el cielo negro, tal como él la recordaba: la fábrica de
piedra, la espadaña de ladrillo rojizo con su campana, la puerta de madera
gruesa que daba a la nave y, justo delante, el patio de tumbas reciente,
salpicado de cruces y montones de tierra todavía fresca.
Al cruzar la verja de hierro, el olor cambió. La mezcla de
humedad, flores marchitas y cal viva se pegó a la garganta.
—Julián, ve a la caseta y enciende los cirios —ordenó el
cura—. Mateo, entra conmigo.
Mientras el sacristán correteaba hacia la caseta donde
guardaban herramientas, cajas de velas y algún saco de cal, Mateo siguió a don
Eusebio al interior de la ermita. Allí el aire era más denso, cargado del
aliento de muchas oraciones y poco ventilado.
—Es la cuarta esta semana —murmuró el cura, dejando la
linterna junto al pequeño altar—. Si esto sigue así, el cementerio se nos llena
antes de Navidad.
Mateo tragó saliva. Sabía que la gripe estaba arrasando
pueblos enteros. En Fuentes, las mujeres hablaban de casas donde habían caído
dos, tres personas en pocos días. La muerte había cogido carrerilla.
Salió de nuevo al exterior para buscar a Julián. Fue
entonces cuando lo oyó.
Un clin-clin apagado, metálico, breve.
Se detuvo. Miró a ambos lados. El viento no soplaba con
fuerza; apenas un hilo de aire venía desde la dirección del Canal. Las ramas de
los pocos árboles del atrio se movían lo justo para susurrar.
El sonido se repitió. Venía de arriba.
De la campana.
Mateo alzó la vista. La espadaña recortaba su silueta contra
el cielo. La campana colgaba quieta… o eso parecía. Desde donde estaba, juraría
haberla visto temblar apenas, un balanceo mínimo, como el de una mecedora que
termina de frenarse.
—Julián… —llamó, sin apartar la vista de la espadaña.
El muchacho apareció en ese momento desde la caseta, con los
brazos llenos de cirios y un candil colgándole de la muñeca.
—Aquí estoy. No encuentro el hisopo ese…
—¿Has tocado la campana?
—¿La campana? No, si ni he entrado todavía.
El clin-clin sonó una tercera vez, ahora un poco más grave. No era un tañido entero, solo un golpecito, como si alguien rozara el bronce con la punta de los dedos
Mateo sintió cómo se le erizaba la piel bajo la camisa.
Recordó la frase de su abuelo, el miedo en sus ojos viejos.
Se obligó a respirar hondo.
—Será el frío en el hierro —murmuró para sí—. El metal se
encoge… cruje…
Pero la explicación se le antojó pobre cuando, minutos
después, mientras don Eusebio comenzaba el responso junto al ataúd —el cuerpo
de una mujer joven, la quinta de su casa en menos de un mes—, la campana volvió
a sonar.
Esta vez con un toque de difuntos perfecto.
No un clin, no un chirrido. Un tañido grave,
completo, exactamente igual que si alguien hubiera tirado de la cuerda con
ambas manos. El sonido se derramó sobre el cementerio y sobre los campos, cruzó
el kilómetro hasta las primeras casas del pueblo y rebotó, tenue, en las aguas
calmas del Canal.
Todos alzaron la cabeza a la vez. La cuerda colgaba quieta.
No había nadie en el campanario.
Los ojos de Julián brillaron como los de un animal
acorralado.
—No… no hay nadie ahí… —susurró.
La campana volvió a tañer. Otro toque de difuntos, solemne,
pausado. Con cada golpe, los cirios temblaban y el aire parecía espesarse.
—El viento —dijo don Eusebio, en voz más alta de lo normal—.
No nos dejemos llevar por cuentos. Sigamos.
Pero el viento apenas soplaba. Y la campana siguió tocando,
una y otra vez, marcando un ritmo que ninguno se atrevía a romper.
Fue entonces cuando alguien habló desde la verja del
cementerio:
—Ya os dije que no había que traerlos de noche.
Era Santos, uno de los hombres más viejos de Fuentes,
apoyado en el hierro, con la boina calada y el bastón en la mano. Nadie lo
había visto llegar.
—Santos, por favor, estamos en un entierro —lo reprendió el
cura—. Vuelva al pueblo y deje de asustar a la gente.
El viejo no apartó la vista de la espadaña.
—Desde que empezó la gripe, traéis cuerpos a cualquier hora
—gruñó—. Como en las fiebres de hace años, ¿se acuerda? Cuando aquí cerca se
cavaron fosas deprisa y corriendo, sin nombres, sin rezos. Solo montones de
tierra y cal.
Mateo sintió un peso en el estómago. Sabía que en el mismo
cementerio habían abierto en pocas semanas más fosas de las que nadie
recordaba. Algunas, casi pegadas unas a otras. Había enterramientos sin misa,
rezos atropellados, despedidas cortadas por el miedo al contagio.
—Las campanas doblaban sin parar —siguió Santos—. Hasta que
una noche empezaron a sonar solas. Y alguien decidió que, al menos de noche, no
se las volvería a despertar. Ni a ellas ni a los que estaban debajo.
La campana, como si respondiera a sus palabras, dio un nuevo
toque, más largo, más profundo. Mateo creyó ver, pegado al bronce, algo oscuro,
como un manchón moviéndose al compás del balanceo: una especie de rostro
desdibujado, sin ojos, que se estiraba hacia abajo. Y, por un instante, otro
junto a él. Y otro.
El suelo bajo sus pies vibró apenas. Un crujido sordo
recorrió la tierra suelta de las tumbas más recientes. Como si algo, muy abajo,
se revolviera incómodo.
—Don Eusebio… —murmuró Mateo—. Creo que…
—¡Basta! —interrumpió el cura, alzando el crucifijo hacia la
espadaña—. En nombre de Dios, callaos y dejad dormir a esta mujer. Ya hubo
bastante muerte estos meses.
La campana pareció dudar. Durante un segundo, todo quedó en
silencio. Hasta que, de las entrañas del cementerio, llegó un sonido distinto:
un rascar suave, madera contra tierra, tierra contra madera.
En una esquina del camposanto, junto a una cruz de madera
sin nombre, la tierra empezó a abombarse levemente. Luego junto a otra. Y otra.
No era que saliera nada a la superficie: apenas asomaban esquinas de cajas
viejas, tablones húmedos, restos de féretros antiguos que nadie recordaba haber
enterrado allí.
El olor cambió, volviéndose más denso, más añejo, como si la
gripe de ahora hubiera sacado a respirar a todas las muertes de aquel otoño
maldito.
Julián dejó caer un cirio, que se apagó en la tierra húmeda.
—No quieren uno más —dijo Santos en voz baja—. No quieren
prisa, No quieren oscuridad y silencio, ni que los traigáis aquí como a sacos. Quieren lo que no tuvieron estos meses: que
alguien se pare a mirarlos, a rezar por ellos uno por uno.
Mateo sintió que algo frío le ceñía los tobillos. No vio
manos, ni sombras con forma. Pero la sensación era clara: una especie de agarre
seco, invisible, que no dolía pero le impedía moverse.
La campana dio otro tañido. Y el murmullo empezó.
No eran palabras claras. Era como si un montón de personas
hablaran a la vez por debajo de la tierra, demasiado bajo para entenderlas,
pero lo bastante fuerte como para llenarlo todo. Un zumbido de recuerdos. De
quejas. De nombres nunca pronunciados en voz alta.
Entonces comprendió.
No pedían venganza. No querían arrastrar a nadie. Lo que
exigían era que alguien supiera cómo había sido: la noche, las fosas,
las prisas, el miedo de los vivos que no dejaron tiempo a los muertos.
—Fue culpa nuestra —dijo Mateo, casi sin darse cuenta—. Os
enterraron a toda prisa. A muchos sin nombre. Tenían miedo de acercarse, de
tocaros. No hubo misas como antes, no hubo velas suficientes. La campana sonaba
y nadie se atrevía a venir.
El murmullo cambió de tono, como si se recogiera sobre sí
mismo. La presión en sus piernas aflojó un poco.
—Pero hoy hemos venido —añadió, alzando la voz—. Hoy os
hemos oído. Yo os he oído.
Santos lo miraba muy fijo, pero no le interrumpió.
—Si queréis rezos, os los daremos —continuó Mateo—.
Vendremos de día. Rezaremos por los que murieron en las otras fiebres, por
los de la gripe, por los que no tuvieron velatorio. Aunque no sepamos
vuestros nombres, diremos: “por los olvidados de San Miguel”. No volveréis a
estar enterrados en la prisa.
Las esquinas de los viejos ataúdes dejaron de empujar hacia
arriba. La tierra se fue asentando, poco a poco, como si se relajara. El
murmullo se fue apagando hasta quedar en nada.
La campana dio un último clin, suave, casi tímido. Y
calló.
Nadie habló durante un rato. Solo se oyó la respiración de
los presentes y un sollozo aislado de un familiar de la difunta.
Finalmente, don Eusebio se aclaró la garganta.
—Enterremos a esta mujer —dijo—. Como Dios manda. Y… —miró a
Mateo y a Santos— mañana vendremos otra vez. Y pasado. Y todos los días que
haga falta. Rezaremos por los de ahora, por los de antes de estos meses y por
los que vengan.
Santos asintió lentamente.
—Pero recordad —añadió, clavando su bastón en la tierra—:
esto ha sido un aviso. Les basta con que no los olvidemos. Lo único que no
perdonan es que los despertéis de noche como entonces.
Era cierto que, cuando el cielo se cerraba en pleno verano,
los labradores aún subían corriendo a la ermita para hacer sonar la campana y
pedir a la Virgen que desviara la nube y librara la cosecha. Eso se seguiría
haciendo. Pero a partir de entonces, todos se cuidaron muy bien de que esas
campanadas fueran siempre a plena luz.
Terminada la ceremonia, cubrieron la tumba con calma, palada
a palada, sin prisas por primera vez en semanas.
Al amanecer, cuando el primer resplandor gris empezó a
recortar los tejados de Fuentes de Nava y a platear la lámina quieta del Canal,
Mateo fue el último en salir del cementerio. Se volvió hacia la ermita, hacia
la espadaña de ladrillo rojizo. La campana colgaba quieta, pesada, inocente.
Sabía que, si se fijaba mucho, vería en el bronce alguna
mancha alargada, algún óxido con forma de rostro desdibujado.
—No os preocuparemos más —susurró—. No os despertaremos.
Y desde entonces, aunque la gripe fue cediendo y la vida
volvió a llenar las calles de Fuentes de Nava, hubo una costumbre que nadie
discutió:
Las campanas de San Miguel siguieron sonando para ahuyentar
tormentas, para el paloteo del 8 de mayo, para las fiestas y procesiones… pero nunca
volvieron a sonar de noche.
Porque aún se decía, en voz baja, cuando los niños
preguntaban por la ermita que se ve al final del camino:
—Cuando caiga el sol, no vayas hasta allí. Y si alguna vez
oyes la campana de San Miguel en la oscuridad, aunque nadie la esté tocando…
reza bajito a la Virgen de los Remedios y sigue caminando.
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