domingo, 16 de noviembre de 2025

No los despertéis

Decían los viejos que el cementerio de la ermita de San Miguel nunca debió construirse tan lejos del pueblo. “Un kilómetro de nada”, repetía el Alcalde en la cantina de mi abuelo, como si un kilómetro no fuera una eternidad cuando no hay luna, el aire corta la cara y el silencio pesa más que el abrigo.

Para llegar hasta la ermita, el camino salía de las últimas casas y se alejaba, dejando atrás las calles rectas del pueblo hasta perderse en la llanura. A un lado quedaban los campos y los prados que miraban hacia el Canal de Castilla; al otro, las tierras más bajas, mirando al agua de la laguna de La Nava que se empeñaba en permanecer aunque el verano hubiera pasado.

Y a ambos lados del camino, cada veinte metros, se alzaba una hilera de cruces de piedra, descoloridas por el tiempo, como si una procesión se hubiera quedado petrificada allí para siempre. De día pasaban casi desapercibidas; pero al anochecer, cuando las sombras se estiraban, aquellas cruces daban al sendero un aire sombrío, casi gótico. Si uno se volvía para mirar atrás, veía una fila interminable de siluetas grises escoltando sus pasos.

De día, el paisaje era llano y manso, casi tedioso. De noche, en cambio, aquellas mismas tierras parecían hundirse, como si la oscuridad las viniera a reclamar.

Aquella noche de noviembre, el aire olía a barro húmedo, carbón… y desinfectante. Desde hacía meses, en Fuentes casi todo olía a enfermedad.

La gente ya no hablaba de fiebres ni de malos aires: hablaban de la gripe. La llamaban “la enfermedad esa”. El caso es que el cementerio de San Miguel llevaba semanas recibiendo más gente de la que le correspondía.

Mateo, el campanero, caminaba junto al sacristán nuevo, un chico de diecisiete años llamado Julián que había llegado de Villarramiel buscando trabajo “hasta que pase todo esto”. Llevaban faroles de aceite que proyectaban círculos amarillentos sobre el camino. Delante de ellos, avanzaba más deprisa el cura, don Eusebio, con la sotana recogida y un farolillo  más pequeño.

—Apresuraos, que la familia no puede estar toda la noche velando a la  difunta —gruñó sin girarse—. Bastante llevan visto estos meses.

Era el tercer entierro en dos días. Ya nadie se sorprendía al oír las campanas doblar por la mañana… Pero por la noche era distinto.

—Don Eusebio… —se atrevió Julián, con la voz fina quebrada por el frío—. ¿Es cierto eso que dicen de la campana de San Miguel? ¿Que no se puede tocar cuando oscurece?

Mateo frunció el ceño. El cura no respondió. Solo se oyó el crujido de las botas en la tierra helada y a lo lejos un perro. El camino, despejado de casas, parecía más largo que nunca. A lo lejos se adivinaba el perfil de la espadaña de la ermita, aislada, con su cementerio rodeado por un muro bajo.

—Mi madre me habló de la Virgen de los Remedios —continuó el muchacho, bajito—. Que está en el interior de la ermita,  y que cuando viene tormenta los labradores suben a hacer sonar las campanas para espantar las nubes. Pero también dice que de noche es mejor dejarlas quietas.

Don Eusebio se detuvo en seco y el farolillo iluminó sus facciones tensas.

—En este pueblo se dicen muchas tonterías —sentenció—. Lo único que no se debe hacer es retrasar un entierro. El cuerpo es cuerpo, y se corrompe. El alma es asunto de Dios. Y Dios no se asusta de campanas.

Mateo bajó la mirada, pero la respuesta no le dejó tranquilo. Su abuelo le había contado cosas al calor del brasero: que la ermita de San Miguel, levantada en el siglo XVI con ladrillo, adobe y piedra, se alzaba sobre una iglesia más antigua todavía, de cuando al pueblo lo llamaban Fuentes de Don Bermudo; que los hombres del lugar le pedían a la Virgen de los Remedios sol o lluvia según tocara, y que hace tiempo, hubo otras epidemias en la que el cementerio se quedó pequeño, hubo entierros sin misa y noches en las que nadie quiso venir a San Miguel aunque hubiera cuerpos que sacar de casa.

Y también le había dicho una vez, muy serio:

—Las campanas, hijo, son para llamar al cielo… pero si te empeñas, llaman a más cosas. Sobre todo si las despiertas cuando no toca.

Cuando por fin llegaron, la pequeña ermita de San Miguel se recortó contra el cielo negro, tal como él la recordaba: la fábrica de piedra, la espadaña de ladrillo rojizo con su campana, la puerta de madera gruesa que daba a la nave y, justo delante, el patio de tumbas reciente, salpicado de cruces y montones de tierra todavía fresca.

Al cruzar la verja de hierro, el olor cambió. La mezcla de humedad, flores marchitas y cal viva se pegó a la garganta.

—Julián, ve a la caseta y enciende los cirios —ordenó el cura—. Mateo, entra conmigo.

Mientras el sacristán correteaba hacia la caseta donde guardaban herramientas, cajas de velas y algún saco de cal, Mateo siguió a don Eusebio al interior de la ermita. Allí el aire era más denso, cargado del aliento de muchas oraciones y poco ventilado.

—Es la cuarta esta semana —murmuró el cura, dejando la linterna junto al pequeño altar—. Si esto sigue así, el cementerio se nos llena antes de Navidad.

Mateo tragó saliva. Sabía que la gripe estaba arrasando pueblos enteros. En Fuentes, las mujeres hablaban de casas donde habían caído dos, tres personas en pocos días. La muerte había cogido carrerilla.

Salió de nuevo al exterior para buscar a Julián. Fue entonces cuando lo oyó.

Un clin-clin apagado, metálico, breve.

Se detuvo. Miró a ambos lados. El viento no soplaba con fuerza; apenas un hilo de aire venía desde la dirección del Canal. Las ramas de los pocos árboles del atrio se movían lo justo para susurrar.

El sonido se repitió. Venía de arriba.

De la campana.

Mateo alzó la vista. La espadaña recortaba su silueta contra el cielo. La campana colgaba quieta… o eso parecía. Desde donde estaba, juraría haberla visto temblar apenas, un balanceo mínimo, como el de una mecedora que termina de frenarse.

—Julián… —llamó, sin apartar la vista de la espadaña.

El muchacho apareció en ese momento desde la caseta, con los brazos llenos de cirios y un candil colgándole de la muñeca.

—Aquí estoy. No encuentro el hisopo ese…

—¿Has tocado la campana?

—¿La campana? No, si ni he entrado todavía.

El clin-clin sonó una tercera vez, ahora un poco más grave. No era un tañido entero, solo un golpecito, como si alguien rozara el bronce con la punta de los dedos

Mateo sintió cómo se le erizaba la piel bajo la camisa. Recordó la frase de su abuelo, el miedo en sus ojos viejos.

Se obligó a respirar hondo.

—Será el frío en el hierro —murmuró para sí—. El metal se encoge… cruje…

Pero la explicación se le antojó pobre cuando, minutos después, mientras don Eusebio comenzaba el responso junto al ataúd —el cuerpo de una mujer joven, la quinta de su casa en menos de un mes—, la campana volvió a sonar.

Esta vez con un toque de difuntos perfecto.

No un clin, no un chirrido. Un tañido grave, completo, exactamente igual que si alguien hubiera tirado de la cuerda con ambas manos. El sonido se derramó sobre el cementerio y sobre los campos, cruzó el kilómetro hasta las primeras casas del pueblo y rebotó, tenue, en las aguas calmas del Canal.

Todos alzaron la cabeza a la vez. La cuerda colgaba quieta. No había nadie en el campanario.

Los ojos de Julián brillaron como los de un animal acorralado.

—No… no hay nadie ahí… —susurró.

La campana volvió a tañer. Otro toque de difuntos, solemne, pausado. Con cada golpe, los cirios temblaban y el aire parecía espesarse.

—El viento —dijo don Eusebio, en voz más alta de lo normal—. No nos dejemos llevar por cuentos. Sigamos.

Pero el viento apenas soplaba. Y la campana siguió tocando, una y otra vez, marcando un ritmo que ninguno se atrevía a romper.

Fue entonces cuando alguien habló desde la verja del cementerio:

—Ya os dije que no había que traerlos de noche.

Era Santos, uno de los hombres más viejos de Fuentes, apoyado en el hierro, con la boina calada y el bastón en la mano. Nadie lo había visto llegar.

—Santos, por favor, estamos en un entierro —lo reprendió el cura—. Vuelva al pueblo y deje de asustar a la gente.

El viejo no apartó la vista de la espadaña.

—Desde que empezó la gripe, traéis cuerpos a cualquier hora —gruñó—. Como en las fiebres de hace años, ¿se acuerda? Cuando aquí cerca se cavaron fosas deprisa y corriendo, sin nombres, sin rezos. Solo montones de tierra y cal.

Mateo sintió un peso en el estómago. Sabía que en el mismo cementerio habían abierto en pocas semanas más fosas de las que nadie recordaba. Algunas, casi pegadas unas a otras. Había enterramientos sin misa, rezos atropellados, despedidas cortadas por el miedo al contagio.

—Las campanas doblaban sin parar —siguió Santos—. Hasta que una noche empezaron a sonar solas. Y alguien decidió que, al menos de noche, no se las volvería a despertar. Ni a ellas ni a los que estaban debajo.

La campana, como si respondiera a sus palabras, dio un nuevo toque, más largo, más profundo. Mateo creyó ver, pegado al bronce, algo oscuro, como un manchón moviéndose al compás del balanceo: una especie de rostro desdibujado, sin ojos, que se estiraba hacia abajo. Y, por un instante, otro junto a él. Y otro.

El suelo bajo sus pies vibró apenas. Un crujido sordo recorrió la tierra suelta de las tumbas más recientes. Como si algo, muy abajo, se revolviera incómodo.

—Don Eusebio… —murmuró Mateo—. Creo que…

—¡Basta! —interrumpió el cura, alzando el crucifijo hacia la espadaña—. En nombre de Dios, callaos y dejad dormir a esta mujer. Ya hubo bastante muerte estos meses.

La campana pareció dudar. Durante un segundo, todo quedó en silencio. Hasta que, de las entrañas del cementerio, llegó un sonido distinto: un rascar suave, madera contra tierra, tierra contra madera.

En una esquina del camposanto, junto a una cruz de madera sin nombre, la tierra empezó a abombarse levemente. Luego junto a otra. Y otra. No era que saliera nada a la superficie: apenas asomaban esquinas de cajas viejas, tablones húmedos, restos de féretros antiguos que nadie recordaba haber enterrado allí.

El olor cambió, volviéndose más denso, más añejo, como si la gripe de ahora hubiera sacado a respirar a todas las muertes de aquel otoño maldito.

Julián dejó caer un cirio, que se apagó en la tierra húmeda.

—No quieren uno más —dijo Santos en voz baja—. No quieren prisa, No quieren oscuridad y silencio, ni que los traigáis aquí como a sacos.  Quieren lo que no tuvieron estos meses: que alguien se pare a mirarlos, a rezar por ellos uno por uno.

Mateo sintió que algo frío le ceñía los tobillos. No vio manos, ni sombras con forma. Pero la sensación era clara: una especie de agarre seco, invisible, que no dolía pero le impedía moverse.

La campana dio otro tañido. Y el murmullo empezó.

No eran palabras claras. Era como si un montón de personas hablaran a la vez por debajo de la tierra, demasiado bajo para entenderlas, pero lo bastante fuerte como para llenarlo todo. Un zumbido de recuerdos. De quejas. De nombres nunca pronunciados en voz alta.

Entonces comprendió.

No pedían venganza. No querían arrastrar a nadie. Lo que exigían era que alguien supiera cómo había sido: la noche, las fosas, las prisas, el miedo de los vivos que no dejaron tiempo a los muertos.

—Fue culpa nuestra —dijo Mateo, casi sin darse cuenta—. Os enterraron a toda prisa. A muchos sin nombre. Tenían miedo de acercarse, de tocaros. No hubo misas como antes, no hubo velas suficientes. La campana sonaba y nadie se atrevía a venir.

El murmullo cambió de tono, como si se recogiera sobre sí mismo. La presión en sus piernas aflojó un poco.

—Pero hoy hemos venido —añadió, alzando la voz—. Hoy os hemos oído. Yo os he oído.

Santos lo miraba muy fijo, pero no le interrumpió.

—Si queréis rezos, os los daremos —continuó Mateo—. Vendremos de día. Rezaremos por los que murieron en las otras fiebres, por los de la gripe, por los que no tuvieron velatorio. Aunque no sepamos vuestros nombres, diremos: “por los olvidados de San Miguel”. No volveréis a estar enterrados en la prisa.

Las esquinas de los viejos ataúdes dejaron de empujar hacia arriba. La tierra se fue asentando, poco a poco, como si se relajara. El murmullo se fue apagando hasta quedar en nada.

La campana dio un último clin, suave, casi tímido. Y calló.

El aire pareció hacerse más ligero. El olor, sin dejar de ser el de un cementerio, se volvió soportable.
El agarre invisible de los tobillos de Mateo desapareció del todo.

Nadie habló durante un rato. Solo se oyó la respiración de los presentes y un sollozo aislado de un familiar de la difunta.

Finalmente, don Eusebio se aclaró la garganta.

—Enterremos a esta mujer —dijo—. Como Dios manda. Y… —miró a Mateo y a Santos— mañana vendremos otra vez. Y pasado. Y todos los días que haga falta. Rezaremos por los de ahora, por los de antes de estos meses y por los que vengan.

Santos asintió lentamente.

—Pero recordad —añadió, clavando su bastón en la tierra—: esto ha sido un aviso. Les basta con que no los olvidemos. Lo único que no perdonan es que los despertéis de noche como entonces.

Era cierto que, cuando el cielo se cerraba en pleno verano, los labradores aún subían corriendo a la ermita para hacer sonar la campana y pedir a la Virgen que desviara la nube y librara la cosecha. Eso se seguiría haciendo. Pero a partir de entonces, todos se cuidaron muy bien de que esas campanadas fueran siempre a plena luz.

Terminada la ceremonia, cubrieron la tumba con calma, palada a palada, sin prisas por primera vez en semanas.

Al amanecer, cuando el primer resplandor gris empezó a recortar los tejados de Fuentes de Nava y a platear la lámina quieta del Canal, Mateo fue el último en salir del cementerio. Se volvió hacia la ermita, hacia la espadaña de ladrillo rojizo. La campana colgaba quieta, pesada, inocente.

Sabía que, si se fijaba mucho, vería en el bronce alguna mancha alargada, algún óxido con forma de rostro desdibujado.

—No os preocuparemos más —susurró—. No os despertaremos.

Y desde entonces, aunque la gripe fue cediendo y la vida volvió a llenar las calles de Fuentes de Nava, hubo una costumbre que nadie discutió:

Las campanas de San Miguel siguieron sonando para ahuyentar tormentas, para el paloteo del 8 de mayo, para las fiestas y procesiones… pero nunca volvieron a sonar de noche.

Porque aún se decía, en voz baja, cuando los niños preguntaban por la ermita que se ve al final del camino:

—Cuando caiga el sol, no vayas hasta allí. Y si alguna vez oyes la campana de San Miguel en la oscuridad, aunque nadie la esté tocando… reza bajito a la Virgen de los Remedios y sigue caminando.

Hay cosas a las que es mejor dejar dormir.
Y a los de San Miguel, sobre todo, no los despertéis.

 Fuentes de Nava, Palencia. Otoño de 1918.


No hay comentarios:

Publicar un comentario