Al regresar de noche, por la larguísima calle donde solo suenan mis pasos, me parece escuchar otros pisando detrás, desfasados, apagados por la sonoridad de los míos. Giro en seco, dispuesto a sorprender al perseguidor, y no hay nadie. Doblo las esquinas: bajo la luz funeraria de las farolas, una sombra se proyecta en la pared: ¿es la mía o…? Sí, es la mía —me digo—, y sin embargo tarda un segundo en obedecer.
Por la tarde, leyendo o fingiendo leer, oigo un murmullo tras la puerta entornada del cuarto. La casa está vacía; tras la puerta no hay nadie; en el corredor sólo sombras de muebles que conozco desde siempre. Alguna vez ha llegado un olor extraño, indescriptible como de pétalos de rosa viejos, polvo húmedo, una acidez antigua, como si alguien hubiese abierto un arcón que no era de esta casa.
Los días transcurren interminables y me atormento. Me digo que me estoy volviendo loco; que he perdido, quizá, el fino hilo de la razón; o que esto es un presentimiento que se hizo cuerpo. No lo he visto, y sin embargo lo siento cerca. Alguien sigue mis pasos, aguarda el momento oportuno. Para qué, no lo sé. En la soledad se es presa fácil —me repito—; debería rodearme de gente… aunque sé que no servirá. ¿Por qué yo y no otro? No, no puede ser: deliro. Nadie me sigue. Todo es imaginación. No cabe duda. ¿No?
Pasan lentas, lentísimas, las horas pegadas a las noches. Ya no salgo. Me tumbo boca arriba y vigilo el techo como si escondiera rendijas. Pierdo la cuenta del tiempo. A veces —lo juro— el cuarto se agranda un palmo en la penumbra, como si la pared buscara más aire para entrar conmigo alguien más.
Hoy, por fin, ha ocurrido.
Un susurro leve —no palabra, sino roce de hilo— ha cruzado desde el fondo del pasillo. Me he incorporado con esa ligereza torpe del miedo, he salido al corredor y he encendido la luz. He caminado hasta la puerta de entrada: el felpudo donde debe, las llaves en su cuenco, el abrigo colgado. Todo en orden. Me he reído en voz baja: qué idiota. He apagado.
Al volver, desandando pasos, el espejo ovalado que cuelga junto a la entrada me ha devuelto una imagen que no olvidaré mientras respire. Me vi a mí —mis hombros, mi camisa, el cansancio entre las cejas— pero no era mi reflejo. Lo supe sin necesidad de pruebas, del mismo modo en que se reconoce a un hermano en la multitud. El hombre del otro lado no imitaba mi gesto: me esperaba. Y cuando yo aún no había tensado la boca, sonrió.
No fue una sonrisa amable. Fue una sardónica media luna, precisa, como dibujada con compás, que dejaba ver apenas los dientes. Yo acerqué la mano; él no la alzó. Yo contuve el aire; él respiró. Aquel otro habitaba un cuarto gemelo al mío, pero más hondo, con un brillo pegajoso en el cristal, como de agua vieja. No había polvo en su cornisa. Ni mis llaves, ni mi cuenco. Sólo luz, la suya, más fría, inclinándose sobre mi vida como si fuese suya.
—Basta —dije. No me oí.
En mi lado, el pasillo estaba vacío. En el suyo, el pasillo parecía recién habitado: un movimiento leve, como si alguien acabara de doblar la esquina de su casa y se dispusiera a entrar.
Intenté recordar todas las fórmulas aprendidas contra la superstición: la psicología de las pareidolias, el truco del cerebro anticipando el gesto, el juego infantil de la sugestión. Me repetí causas, nombres, hipótesis. El otro, paciente, esperó a que terminara. Cuando mis argumentos se cansaron, inclinó apenas la cabeza, igual que yo la inclino cuando cedo el paso.
—¿Qué quieres? —pregunté, sin voz.
Su sonrisa cambió un grado, no más. Con la yema del dedo índice rozó el lado interno del cristal —su lado— describiendo un pequeño círculo en el aire. Reconocí el gesto. Es mío cuando pienso.
Una certeza, fría y urgente, me atravesó: no había venido a imitarme; venía a sustituirme. No eran sombras extraviadas ni restos de vigilia: era El Otro, el que se ha ido llenando de mí por la espalda hasta saber mis ritmos, amar mis rutinas, despreciar mis dudas. El que busca el instante exacto en que el mundo, cansado, baja la guardia.
Retrocedí un paso. El espejo no reflejó ese retroceso: el hombre del otro lado avanzó el suyo.
Entonces entendí que no hay huida posible en una casa con espejos; que el cristal es puerta cuando alguien desde dentro llama con paciencia de relojero; que la locura quizá no sea estar equivocado, sino acompañado.
He cubierto el espejo con una sábana. He apagado todas las luces salvo esta, mínima, con la que escribo. Sé que espera al otro lado, con mi sonrisa y mi cansancio recién planchados, la mano suspendida a la altura exacta de la superficie.
No oigo ya mis pasos en la calle ni los susurros en las puertas. Oigo otra cosa: la respiración de quien comparte mis pulmones, el roce de un dedo dibujando círculos en un vidrio mudo, el golpe ínfimo de un llamador que no cesa.
Si mañana encuentran la sábana en el suelo y el espejo desnudo, digan que no fue un accidente. Que abrí o que me abrieron: ya no importa. Porque desde hace algún tiempo —no sé cuántos días— yo he sido, para alguien, el reflejo. Y ahora, por fin, nos hemos intercambiado la orilla.
Reelaboración del relato corto "Presagio" escrito en octubre de 1982. Noviembre 2025
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