sábado, 1 de noviembre de 2025

La estación

Nunca me gustaron las estaciones a medias, esas de andenes largos con bancos contados y una máquina de café que siempre marca “en servicio” aunque nadie la haya visto funcionar. La mía era así: techumbre de hierro con goteras antiguas, relojes que daban la hora justa para que uno dudara de la suya, altavoces que escupían nombres de ciudades como si fuesen enfermedades curables. Llegué con tiempo —demasiado—, un bolso ligero, un billete plegado en cuatro y la sensación tonta de estar entrando en una sala que ya conocía sin recordar por qué.

El tren entró sin épica: primero viento, después un zumbido que se volvió hierro, luego el lomo de los vagones. Frenó con ese quejido de tiza sobre pizarra vieja y dejó un silencio demasiado grande, como el de la iglesia cuando cierran la puerta y aún no ha empezado la misa. Subí al coche 6, asiento 12A, ventanilla. Un señor con sombrero dobló el periódico sin mover las manos; una mujer con un niño acarició la cabeza de su hijo sin mirarlo; dos chicas se rieron sin que se les arrugara la cara. Detalles nimios que no me habrían llamado la atención de no ser porque todo parecía exacto, como si lo hubieran ensayado para mí.

El tren partió con un tirón que no tiró de nada. Afuera, los descampados se deslizaron como una baraja que alguien corta con oficio. Las primeras casas bajas, los huertos apretados contra los muros, un perro inmóvil sobre un tejado, ropa tendida que no flameaba. No había viento. Tampoco sombras. Había luz, sí, pero una luz sin dueño, igual en todas partes, que dejaba a las cosas sin edad. Me dije que era el cansancio.

El revisor apareció sin ruido. No pidió billete: lo señaló con la barbilla, como si supiera dónde lo había guardado, y yo lo saqué por obediencia más que por trámite. Lo miró con unos ojos de color incierto, lo rozó con el dedo índice —un roce que dejó un frío redondo— y lo devolvió sin sello. Sonrió con la cortesía de los enterradores.

—¿El tren va lleno? —pregunté, por llenar el aire.

—Siempre —dijo, como si me corrigiera la gramática.

Cuando siguió su ronda, me quedé mirando mi billete. No había destino. Sólo una fecha que no era hoy ni ayer, un número de tren que no se parecía a ninguno, y, donde esperaba ver mi nombre, una palabra corta que me sonó a apodo de infancia. No supe por qué me dio vergüenza.

El paisaje se hizo impreciso. No por rápido, sino por decidido. Pasamos un bosque que olía a pan; una fábrica sin humo que echaba suspiros; un río con peces que nadaban en línea como si obedecieran a una cuerda. Las vías, en las curvas, no chirriaban. En el vagón el aire estaba templado como una manta recién tendida. Nadie hablaba, pero yo oía conversaciones. La mía, en particular, me llegaba desde el pasillo, la voz de otro yo diciendo frases que no recordaba haber dicho: No pasa nada, no te preocupes, en un rato vuelvo. Me levanté con la excusa de ir al baño y miré. El pasillo estaba vacío, salvo por una maleta pequeña que parecía dejar rastro. Cuando volví a mi asiento, mi billete estaba donde lo había dejado, pero ahora tenía sangre en una esquina. La limpié con el pulgar. No manchó.

La mujer del niño tarareaba una nana que yo conocía. La letra me faltaba, la melodía no. Era la que mi madre cantaba cuando el fiebre hacía ola. Volví la cabeza, dispuesto a preguntarle dónde había aprendido esa canción, pero el niño llevaba los ojos cerrados con seriedad de actor. No era sueño. Era otra cosa: la quietud de los que han llegado donde iban.

El tren entró en un túnel sin avisar. No oscureció. La luz siguió igual y, en el vidrio, mi reflejo no era el mío: tenía un corte en la ceja —pequeño, preciso— y un hilo rojo en la comisura. Me toqué. Nada. En el reflejo, sin embargo, sí. Sonreí por cobardía, y el vidrio no me la devolvió.

Busqué mi móvil. No había cobertura. No había batería. No había móvil. Revisé los bolsillos con esa habilidosa desesperación que da la costumbre; encontré una llave (no reconocí puerta), un recibo de un bar de estación (café solo, vaso de agua), y un papel doblado que no sabía que llevaba. Lo abrí. Una nota con letra mía: “Hazlo rápido. No pienses.” No recordaba haberla escrito. Quise volver a doblarla; las manos me temblaron como a los viejos cuando esconden las cartas.

Detrás de mí, alguien tosió. Me giré. Había una chica de pie, apoyada en el respaldo, mojada. Goteaba sobre el suelo con la decencia de quien pide perdón por pisar alfombras. No me miraba a mí, miraba por la ventanilla. Llevaba un abrigo claro y una bufanda que parecía una toalla escurrida. Tenía el pelo pegado a la frente en mechones. Olía a río.

—¿Todo bien? —pregunté, porque es lo que se pregunta cuando no se sabe.

—No —dijo—. Nunca está bien al principio.

—¿El principio de qué?

—Del último viaje.

Lo dijo sin épica. Me reí, por dejar constancia de mi dignidad.

—No creo en esas cosas.

—Ya —dijo—. Nadie cree. Hasta que sabe.

El tren salió del túnel como quien sale de una frase mal dicha. Afuera, había campo y sol y nadie. Ni una carretera, ni una vaca, ni un cable. La línea del horizonte estaba limpia, como en los dibujos de los niños cuando aún creen que el mundo cabe en un folio. La chica seguía goteando sin manchar. El suelo, donde caían las gotas, no se mojaba.

El revisor volvió. Esta vez llevó guantes. Se detuvo a nuestra altura, inclinó la cabeza a la chica con un respeto que no había tenido conmigo, y me pidió, ahora sí, el billete. Se lo di. Lo sostuvo en el aire, lo rompió en dos con las uñas, y los trozos no cayeron.

—Próxima —anunció, como quien canta misa—: Estación Final.

Las dos palabras se quedaron aleteando bajo la lámpara del techo. Nadie reaccionó. El señor del periódico siguió doblando noticias; las chicas siguieron riéndose sin arrugarse; la madre besó la frente del niño con labios que no dejaban huella. Yo sentí sed. Me levanté al vagón cafetería.

No había cafetería. Había una puerta que decía “no abrir” y que pedía que la abrieran. La empujé. Detrás no había pasillo: había andén. Mi andén. Mi estación. La misma techumbre, los mismos bancos contados, la máquina de café que decía en servicio. Y yo, en el andén, de pie, mirando el tren entrar, con la cara seria de quien ya ha decidido. Vi mi abrigo, vi mi boca decir algo que no oí, vi mi cuerpo dar dos pasos demasiado hacia el borde.

Cerré la puerta de golpe. El corazón me golpeaba la camisa como si quisiera salir antes que yo. Busqué a la chica mojada con la mirada. No estaba. El revisor tampoco. El vagón se me llenó de ruidos que venían de atrás: hierro sobre hierro, un grito que podía ser de cualquiera, un claxon como esos que no se olvidan, el aire que corta como una carta que no querías abrir.

Me senté. No supe cuánto rato. El tren fue frenando despacio, con esa delicadeza que tienen los carros funerarios cuando pasan frente a las casas. Se hizo silencio. Anunciaron algo que no escuché. Cuatro golpes leves en el techo, como si alguien contara con los nudillos. Puertas que se abren. Gente que se levanta.

Salimos al andén. No era el mío, dije al principio. Era el mismo: bancas, reloj, máquina de café, golondrinas invisibles. La hora era otra. El reloj daba siempre las 12:07. Parpadeé. Había en el suelo, junto al borde, una mancha que no era de aceite. Los altavoces crepitaron con esa voz que lo ha dicho todo demasiadas veces:

—Pasajeros del servicio especial con destino Final: rogamos no cruzar la línea amarilla. Gracias.

—¿Cuánto falta? —pregunté en voz alta, a nadie, a todos.

—Nada —dijo el revisor detrás de mí—. Ya ha pasado.

Me giré. Llevaba mi rostro. No superpuesto, no disfraz: mi rostro con el corte en la ceja, el hilo rojo en la comisura, los ojos que no sabía que eran míos hasta verlos ahí. Sonrió con mi sonrisa de fotos de carne.

—No —dije.

—Sí —dijo—. Lo hiciste. Saltaste.

Y entonces recordé. No como se recuerda la lista de la compra: recordé de golpe. La tarde, la lluvia indecisa, el telefonazo que no quise contestar, la carta en el bolsillo que decía Hazlo rápido. No pienses, el andén vacío, yo mirando cómo entraba el tren como quien espera un perdón que ya no llega. Dos pasos tontos, el bramido como de animal antiguo, el metal saltando y saltándome, y luego águilas invisibles tirando de mí hacia arriba mientras el hierro pasaba por donde ya no estaba.

Quise correr hacia la salida, hacia donde sea que vuelven los que no quieren ir, y no pude. No había salida. La estación tenía todas las puertas abiertas a la misma vía, y la vía, una sola dirección. El tren silbó con dulzura.

—Es injusto —dije, porque era la palabra que me quedaba.

—Es —dijo mi voz desde la cara del revisor—. Luego ya veremos.

La chica de abrigo mojado pasó a mi lado, ya sin gotas, con el pelo seco como un gesto nuevo. Me rozó el codo con la comisura de su abrigo.

—Nunca está bien al principio —repitió—. Luego hay estaciones con bancos a la sombra.

El altavoz cantó mi nombre —el de la nota, el de infancia— con esa ternura de los que leen listas en voz alta y no quieren equivocarse. Subimos. El tren olía a pan y a ropa al sol. El asiento 12A seguía ahí, mi ventanilla, mi reflejo con la ceja cerrándose, con la comisura limpia.

Cuando partimos, la estación se quedó igual de llena que siempre: un hombre leyendo, una mujer bostezando, una máquina que marca en servicio. La vía hacia adelante era recta durante un tramo imposible, y, al fondo, una curva que no daba miedo. No había prisa.

Podría llamarse el último viaje. Prefiero llamarlo la estación, porque el horror fue saberlo ahí, en el andén conocido, y la paz —un rato después, no a tiempo— fue subir de nuevo, ahora sin peso, con la certeza humilde de quien se ha equivocado y aún así oye, en boca de un altavoz cansado, la promesa de otra parada con bancos a la sombra.

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