El tren entró sin épica:
primero viento, después un zumbido que se volvió hierro, luego el lomo de los
vagones. Frenó con ese quejido de tiza sobre pizarra vieja y dejó un silencio
demasiado grande, como el de la iglesia cuando cierran la puerta y aún no ha
empezado la misa. Subí al coche 6, asiento 12A, ventanilla. Un señor con
sombrero dobló el periódico sin mover las manos; una mujer con un niño acarició
la cabeza de su hijo sin mirarlo; dos chicas se rieron sin que se les arrugara
la cara. Detalles nimios que no me habrían llamado la atención de no ser porque
todo parecía exacto, como si lo hubieran ensayado para mí.
El tren partió con un tirón
que no tiró de nada. Afuera, los descampados se deslizaron como una baraja que
alguien corta con oficio. Las primeras casas bajas, los huertos apretados
contra los muros, un perro inmóvil sobre un tejado, ropa tendida que no flameaba.
No había viento. Tampoco sombras. Había luz, sí, pero una luz sin dueño, igual
en todas partes, que dejaba a las cosas sin edad. Me dije que era el cansancio.
El revisor apareció sin ruido.
No pidió billete: lo señaló con la barbilla, como si supiera dónde lo había
guardado, y yo lo saqué por obediencia más que por trámite. Lo miró con unos
ojos de color incierto, lo rozó con el dedo índice —un roce que dejó un frío
redondo— y lo devolvió sin sello. Sonrió con la cortesía de los enterradores.
—¿El tren va lleno? —pregunté,
por llenar el aire.
—Siempre —dijo, como si me
corrigiera la gramática.
Cuando siguió su ronda, me
quedé mirando mi billete. No había destino. Sólo una fecha que no era hoy ni
ayer, un número de tren que no se parecía a ninguno, y, donde esperaba ver mi
nombre, una palabra corta que me sonó a apodo de infancia. No supe por qué me
dio vergüenza.
El paisaje se hizo impreciso.
No por rápido, sino por decidido. Pasamos un bosque que olía a pan; una fábrica
sin humo que echaba suspiros; un río con peces que nadaban en línea como si
obedecieran a una cuerda. Las vías, en las curvas, no chirriaban. En el vagón
el aire estaba templado como una manta recién tendida. Nadie hablaba, pero yo
oía conversaciones. La mía, en particular, me llegaba desde el pasillo, la voz
de otro yo diciendo frases que no recordaba haber dicho: No pasa nada, no
te preocupes, en un rato vuelvo. Me levanté con la excusa de ir al
baño y miré. El pasillo estaba vacío, salvo por una maleta pequeña que parecía
dejar rastro. Cuando volví a mi asiento, mi billete estaba donde lo había
dejado, pero ahora tenía sangre en una esquina. La limpié con el pulgar. No
manchó.
La mujer del niño tarareaba
una nana que yo conocía. La letra me faltaba, la melodía no. Era la que mi
madre cantaba cuando el fiebre hacía ola. Volví la cabeza, dispuesto a
preguntarle dónde había aprendido esa canción, pero el niño llevaba los ojos
cerrados con seriedad de actor. No era sueño. Era otra cosa: la quietud de los
que han llegado donde iban.
El tren entró en un túnel sin
avisar. No oscureció. La luz siguió igual y, en el vidrio, mi reflejo no era el
mío: tenía un corte en la ceja —pequeño, preciso— y un hilo rojo en la
comisura. Me toqué. Nada. En el reflejo, sin embargo, sí. Sonreí por cobardía,
y el vidrio no me la devolvió.
Busqué mi móvil. No había
cobertura. No había batería. No había móvil. Revisé los bolsillos con esa
habilidosa desesperación que da la costumbre; encontré una llave (no reconocí
puerta), un recibo de un bar de estación (café solo, vaso de agua), y un papel
doblado que no sabía que llevaba. Lo abrí. Una nota con letra mía: “Hazlo
rápido. No pienses.” No recordaba haberla escrito. Quise volver a doblarla;
las manos me temblaron como a los viejos cuando esconden las cartas.
Detrás de mí, alguien tosió.
Me giré. Había una chica de pie, apoyada en el respaldo, mojada. Goteaba sobre
el suelo con la decencia de quien pide perdón por pisar alfombras. No me miraba
a mí, miraba por la ventanilla. Llevaba un abrigo claro y una bufanda que
parecía una toalla escurrida. Tenía el pelo pegado a la frente en mechones.
Olía a río.
—¿Todo bien? —pregunté, porque
es lo que se pregunta cuando no se sabe.
—No —dijo—. Nunca está bien al
principio.
—¿El principio de qué?
—Del último viaje.
Lo dijo sin épica. Me reí, por
dejar constancia de mi dignidad.
—No creo en esas cosas.
—Ya —dijo—. Nadie cree. Hasta
que sabe.
El tren salió del túnel como
quien sale de una frase mal dicha. Afuera, había campo y sol y nadie. Ni una
carretera, ni una vaca, ni un cable. La línea del horizonte estaba limpia, como
en los dibujos de los niños cuando aún creen que el mundo cabe en un folio. La
chica seguía goteando sin manchar. El suelo, donde caían las gotas, no se
mojaba.
El revisor volvió. Esta vez
llevó guantes. Se detuvo a nuestra altura, inclinó la cabeza a la chica con un
respeto que no había tenido conmigo, y me pidió, ahora sí, el billete. Se lo
di. Lo sostuvo en el aire, lo rompió en dos con las uñas, y los trozos no
cayeron.
—Próxima —anunció, como quien
canta misa—: Estación Final.
Las dos palabras se quedaron
aleteando bajo la lámpara del techo. Nadie reaccionó. El señor del periódico
siguió doblando noticias; las chicas siguieron riéndose sin arrugarse; la madre
besó la frente del niño con labios que no dejaban huella. Yo sentí sed. Me
levanté al vagón cafetería.
No había cafetería. Había una
puerta que decía “no abrir” y que pedía que la abrieran. La empujé. Detrás no
había pasillo: había andén. Mi andén. Mi estación. La misma techumbre, los
mismos bancos contados, la máquina de café que decía en servicio. Y yo, en el
andén, de pie, mirando el tren entrar, con la cara seria de quien ya ha
decidido. Vi mi abrigo, vi mi boca decir algo que no oí, vi mi cuerpo dar dos
pasos demasiado hacia el borde.
Cerré la puerta de golpe. El
corazón me golpeaba la camisa como si quisiera salir antes que yo. Busqué a la
chica mojada con la mirada. No estaba. El revisor tampoco. El vagón se me llenó
de ruidos que venían de atrás: hierro sobre hierro, un grito que podía ser de
cualquiera, un claxon como esos que no se olvidan, el aire que corta como una
carta que no querías abrir.
Me senté. No supe cuánto rato.
El tren fue frenando despacio, con esa delicadeza que tienen los carros
funerarios cuando pasan frente a las casas. Se hizo silencio. Anunciaron algo
que no escuché. Cuatro golpes leves en el techo, como si alguien contara con
los nudillos. Puertas que se abren. Gente que se levanta.
Salimos al andén. No era el
mío, dije al principio. Era el mismo: bancas, reloj, máquina de café,
golondrinas invisibles. La hora era otra. El reloj daba siempre las 12:07.
Parpadeé. Había en el suelo, junto al borde, una mancha que no era de aceite.
Los altavoces crepitaron con esa voz que lo ha dicho todo demasiadas veces:
—Pasajeros del servicio
especial con destino Final: rogamos no cruzar la línea amarilla. Gracias.
—¿Cuánto falta? —pregunté en
voz alta, a nadie, a todos.
—Nada —dijo el revisor detrás
de mí—. Ya ha pasado.
Me giré. Llevaba mi rostro. No
superpuesto, no disfraz: mi rostro con el corte en la ceja, el hilo rojo en la
comisura, los ojos que no sabía que eran míos hasta verlos ahí. Sonrió con mi
sonrisa de fotos de carne.
—No —dije.
—Sí —dijo—. Lo hiciste.
Saltaste.
Y entonces recordé. No como se
recuerda la lista de la compra: recordé de golpe. La tarde, la lluvia indecisa,
el telefonazo que no quise contestar, la carta en el bolsillo que decía Hazlo
rápido. No pienses, el andén vacío, yo mirando cómo entraba el tren como
quien espera un perdón que ya no llega. Dos pasos tontos, el bramido como de
animal antiguo, el metal saltando y saltándome, y luego águilas invisibles
tirando de mí hacia arriba mientras el hierro pasaba por donde ya no estaba.
Quise correr hacia la salida,
hacia donde sea que vuelven los que no quieren ir, y no pude. No había salida.
La estación tenía todas las puertas abiertas a la misma vía, y la vía, una sola
dirección. El tren silbó con dulzura.
—Es injusto —dije, porque era
la palabra que me quedaba.
—Es —dijo mi voz desde la cara
del revisor—. Luego ya veremos.
La chica de abrigo mojado pasó
a mi lado, ya sin gotas, con el pelo seco como un gesto nuevo. Me rozó el codo
con la comisura de su abrigo.
—Nunca está bien al principio
—repitió—. Luego hay estaciones con bancos a la sombra.
El altavoz cantó mi nombre —el
de la nota, el de infancia— con esa ternura de los que leen listas en voz alta
y no quieren equivocarse. Subimos. El tren olía a pan y a ropa al sol. El
asiento 12A seguía ahí, mi ventanilla, mi reflejo con la ceja cerrándose, con
la comisura limpia.
Cuando partimos, la estación
se quedó igual de llena que siempre: un hombre leyendo, una mujer bostezando,
una máquina que marca en servicio. La vía hacia adelante era recta durante un
tramo imposible, y, al fondo, una curva que no daba miedo. No había prisa.
Podría llamarse el último
viaje. Prefiero llamarlo la estación, porque el horror fue saberlo ahí, en el
andén conocido, y la paz —un rato después, no a tiempo— fue subir de nuevo,
ahora sin peso, con la certeza humilde de quien se ha equivocado y aún así oye,
en boca de un altavoz cansado, la promesa de otra parada con bancos a la
sombra.
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