jueves, 6 de noviembre de 2025

Sonaba en el patio “Aline”

En 3º de BUP el amor entró en mi vida con la discreción ruidosa de un rumor de pasillo. Fue tan simple como decirle a un amigo—“me gusta esa chica”—y tan irreversible como ver su nombre escrito en la tapa de mi cuaderno entre fórmulas y dibujos. A los tres días ya era un secreto a voces: miradas que no se disimulan, codos que empujan, sonrisas de medio lado, comentarios con risita al pasar junto a mi pupitre.

Era espectacular. Más alta que la media para nuestra edad, de curvas generosas que, en la timidez confusa de los dieciséis, imponían tanto como deslumbraban. Ojos almendrados, pelo castaño oscuro a media melena con la raya al centro, esa mezcla de serenidad y alegría que hace parecer fácil y llevadero hasta el lunes. Llevaba una parka marrón con forro y, debajo, un suéter blanco que yo habría podido reconocer a diez metros. Siempre con la sonrisa a punto, una luz de buen humor que contagiaba. A veces imitaba un acento francés deliciosamente falso; otras jugaba a ser Nadiuska, con una impostación de diva que nos hacía llorar de risa. Ese año, por alguna razón que desconozco, sonaban en las ondas dos canciones francesas "La quiero a morir" de Francis Cabrel y “Aline” de Christophe, una vieja y exitosa balada romántica de los años 60; cada vez que la ponían en el bar de enfrente, el patio parecía una película de verano y ella, inevitablemente, la protagonista.

Al principio se sentaba delante de mí. Yo aprendí sus gestos mínimos: el mechón que se apartaba con el índice, el círculo que trazaba con la uña en la mesa cuando se aburría, la forma en que respiraba antes de contestar en voz alta o la de moverse en el asiento.

Mi cobardía estaba hecha de cosas pequeñas: tragos de aire cuando la veía venir, frases ensayadas que se me deshacían en la lengua, un miedo ilógico y absurdo a quedar ante ella en mal lugar. Y yo, en un río de segundas intenciones, encontraba orillas al “¿Me pasas los apuntes?” o “¿me pasas la goma?” que se alternaba con el juego del frio y el calor “¡Qué frío hace aquí!” decía cuando abría yo el ventanal  en invierno  o ¡Qué calor!—y se abría un poco el cuello del jersey para reír; “¿Adónde vas tan rápido?”—me interpelaba cuando yo, cobarde, enrojecía y huía hacia el pasillo antes de decir nada que me comprometiera. Mis miradas indiscretas me delataban. Y de ellas eran conscientes tanto ella como sus amigas.

En casa, viví una comedia paralela. El día que me crucé con ella cerca de la plaza de toros y la saludé, mi padre me miró con esa sonrisa de adulto que cree que no sabes que te está observando:

—¿Y esa compañera quién es? Vaya… bombón.

Yo me encogí de hombros como si hablara del parte del tiempo. Mi hermano, en cuanto olió cuitas sentimentales, me taladró un montón de días con la canción de  “La mochila azul” de Pedrito Fernández, aquella canción que arrancaba con el “¿qué te pasa, chiquillo?” y me dejaba vendido antes del desayuno, demostrándome una vez más que no hay tortura más fina que la de los que te quieren.

En clase, el juego seguía. Ella tenía ese don de hacer grupo: éramos tres chicas y yo, el chico, junto a veces el amigo indiscreto. Muchos días no salíamos al recreo; nos quedábamos charlando en el interior del aula. Hablábamos de canciones, de exámenes, de películas que no habíamos visto, de la vez que el bedel le dijo a un repetidor que ya tenía edad para votar. Ella reía; y cuando reía, el aula parecía más ancha.

Llegó la fiesta de fin de curso en la Ciudad Deportiva Amaya. Me  repetí hasta creérmelo que esa tarde iba a sacarla a bailar. Dos palabras y media: “¿Bailas conmigo?” La vi entrar—la parka en el brazo, el suéter blanco, el pelo más suelto—y sentí el cuerpo darme ese permiso raro que dan las grandes ocasiones. Di un paso. Otro. La música bajó a un lento de los que ponen a prueba la respiración, y entonces ocurrió lo previsible: él, un chico de nuestro curso con el que nunca había hablado, se acercó por su lado, dijo algo breve, hizo un gesto natural; ella asintió. Bailaron. Yo sostuve un vaso con hielo como si se me fuera a derretir el corazón dentro.

No pasó nada dramático. Pasó lo que tenía que pasar cuando el miedo gana por la mínima. Ella volvió al corro de las amigas, la bola siguió repartiendo pedacitos de luz, y la vida se me llenó de condicionales: si hubiéramos hablado claramente, si habría sido más decidido, si..

En COU la coreografía cambió y fue peor: ahora yo me sentaba delante y ella  detrás. La sentía reírme en la nuca, apoyarse con suavidad en el respaldo, arrastrar la silla medio centímetro hacia mí cuando empezábamos a hablar y, sin embargo, el mundo seguía sin moverse del sitio. La escuchaba respirar antes que hablar, y a veces me giraba para encontrarme con su mirada directa.

El mundo, con su ironía perfecta, puso a medio metro lo que yo no sabía alcanzar. El invierno olía a tiza y a radiador, y nosotros dos, en el hueco que dejaban los que bajaban al patio, hablábamos como si el reloj pidiera silencio.

A veces, de espaldas a mí, soplaba bromeando  hacia mi nuca y decía: “Frío polar”, y yo, sin girarme, contestaba: “Calor ecuatorial”, y los dos reíamos, cómplices de un idioma que no pasaba por la palabra te quiero.

Otras, cuando yo me levantaba sin decidirme, volvía a dejar  caer aquella frase de: “¿Adónde vas tan rápido?”, y ese tirón suave me sentaba otra vez, prometiéndome a mí mismo que sería la próxima vez.

Un jueves, justo al timbre, me dijo en ese acento francés inventado:

—Mon ami, ¿vendrás a la soirée del viernes?

—Si vas tú —respondí, creyendo ser osado.

—Alors voy —se rió, y la erre sonó a promesa pequeña.

Las frases con segunda intención nos sostenían: eran nuestros puentes levadizos. Había tardes en que me miraba como se mira a alguien que te cae bien; otras, como se mira a alguien que podría caerte aún mejor. Yo sobrevivía en ese intermedio: el país del casi.

A veces pienso que aquel primer amor no se frustró; simplemente eligió su forma. Fue una religión sin milagro, un verano que se quedó en primavera, una lengua que dominamos en el modo subjuntivo. En los últimos meses del curso, las palabras equivocas vinieron de su entorno: ella quiere hablar contigo. Pero no me atreví a dar el paso. Preferí alimentar ese amor en secreto por miedo al rechazo.

Hay días—lo confieso—en que vuelvo a esa clase de 3º. Ella delante, yo detrás. O ella detrás, yo delante. No salimos al recreo. Nos quedamos hablando. Ella junta los dedos sobre el borde del pupitre, inclina la cabeza, y juega a ser francesa:

—Dime, mon ami, ¿qué te pasa, chiquillo?

A veces vuelvo al aula en la cabeza. En la ventana entra una luz que tiembla; se oye, de fondo, un bote de balón en las pistas; alguien discute en el aparcamiento por una plaza; el polideportivo respira como un animal dormido. Ella está delante y luego detrás. Y cuando yo “me abro” pretendiendo salir de una situación incomoda suelta   una risita y dice: “¿Adónde vas tan rápido?”. Y yo, que entonces no me atreví, ahora me doy la vuelta y digo, por fin, lo que siempre quise decir, en el idioma que hablábamos:

—Me quedo. Y si quieres… bailamos.

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