Era espectacular. Más alta que
la media para nuestra edad, de curvas generosas que, en la timidez confusa de
los dieciséis, imponían tanto como deslumbraban. Ojos almendrados, pelo castaño
oscuro a media melena con la raya al centro, esa mezcla de serenidad y alegría
que hace parecer fácil y llevadero hasta el lunes. Llevaba una parka marrón con
forro y, debajo, un suéter blanco que yo habría podido reconocer a diez metros.
Siempre con la sonrisa a punto, una luz de buen humor que contagiaba. A veces
imitaba un acento francés deliciosamente falso; otras jugaba a ser Nadiuska,
con una impostación de diva que nos hacía llorar de risa. Ese año, por alguna
razón que desconozco, sonaban en las ondas dos canciones francesas "La quiero a morir" de Francis Cabrel y “Aline” de Christophe, una vieja y exitosa balada romántica de los años 60; cada vez que la
ponían en el bar de enfrente, el patio parecía una película de verano y ella,
inevitablemente, la protagonista.
Al principio se sentaba delante
de mí. Yo aprendí sus gestos mínimos: el mechón que se apartaba con el índice,
el círculo que trazaba con la uña en la mesa cuando se aburría, la forma en que
respiraba antes de contestar en voz alta o la de moverse en el asiento.
Mi cobardía estaba hecha de
cosas pequeñas: tragos de aire cuando la veía venir, frases ensayadas que se me
deshacían en la lengua, un miedo ilógico y absurdo a quedar ante ella en mal
lugar. Y yo, en un río de segundas intenciones, encontraba orillas al “¿Me
pasas los apuntes?” o “¿me pasas la goma?” que se alternaba con el juego del
frio y el calor “¡Qué frío hace aquí!” decía cuando abría yo el ventanal en invierno o ¡Qué calor!—y se abría un poco el cuello del
jersey para reír; “¿Adónde vas tan rápido?”—me interpelaba cuando yo, cobarde, enrojecía y huía hacia el pasillo antes de decir nada que me comprometiera. Mis miradas indiscretas me delataban. Y de ellas eran conscientes tanto ella como sus amigas.
En casa, viví una comedia
paralela. El día que me crucé con ella cerca de la plaza de toros y la saludé,
mi padre me miró con esa sonrisa de adulto que cree que no sabes que te está
observando:
—¿Y esa compañera quién es?
Vaya… bombón.
Yo me encogí de hombros como
si hablara del parte del tiempo. Mi hermano, en cuanto olió cuitas
sentimentales, me taladró un montón de días con la canción de “La mochila azul” de Pedrito Fernández, aquella
canción que arrancaba con el “¿qué te pasa, chiquillo?” y me dejaba vendido
antes del desayuno, demostrándome una vez más que no hay tortura más fina que
la de los que te quieren.
En clase, el juego seguía.
Ella tenía ese don de hacer grupo: éramos tres chicas y yo, el chico, junto a
veces el amigo indiscreto. Muchos días no salíamos al recreo; nos quedábamos
charlando en el interior del aula. Hablábamos de canciones, de exámenes, de
películas que no habíamos visto, de la vez que el bedel le dijo a un repetidor
que ya tenía edad para votar. Ella reía; y cuando reía, el aula parecía más
ancha.
Llegó la fiesta de fin de curso
en la Ciudad Deportiva Amaya. Me repetí
hasta creérmelo que esa tarde iba a sacarla a bailar. Dos palabras y media: “¿Bailas
conmigo?” La vi entrar—la parka en el brazo, el suéter blanco, el pelo más
suelto—y sentí el cuerpo darme ese permiso raro que dan las grandes ocasiones.
Di un paso. Otro. La música bajó a un lento de los que ponen a prueba la
respiración, y entonces ocurrió lo previsible: él, un chico de nuestro curso
con el que nunca había hablado, se acercó por su lado, dijo algo breve, hizo un
gesto natural; ella asintió. Bailaron. Yo sostuve un vaso con hielo como si se
me fuera a derretir el corazón dentro.
No pasó nada dramático. Pasó
lo que tenía que pasar cuando el miedo gana por la mínima. Ella volvió al corro
de las amigas, la bola siguió repartiendo pedacitos de luz, y la vida se me
llenó de condicionales: si hubiéramos hablado claramente, si habría sido más
decidido, si..
En COU la coreografía cambió y
fue peor: ahora yo me sentaba delante y ella detrás. La sentía reírme en la nuca, apoyarse
con suavidad en el respaldo, arrastrar la silla medio centímetro hacia mí
cuando empezábamos a hablar y, sin embargo, el mundo seguía sin moverse del
sitio. La escuchaba respirar antes que hablar, y a veces me giraba para
encontrarme con su mirada directa.
El mundo, con su ironía
perfecta, puso a medio metro lo que yo no sabía alcanzar. El invierno olía a tiza
y a radiador, y nosotros dos, en el hueco que dejaban los que bajaban al patio,
hablábamos como si el reloj pidiera silencio.
A veces, de espaldas a mí,
soplaba bromeando hacia mi nuca y decía:
“Frío polar”, y yo, sin girarme, contestaba: “Calor ecuatorial”, y los dos
reíamos, cómplices de un idioma que no pasaba por la palabra te quiero.
Otras, cuando yo me levantaba
sin decidirme, volvía a dejar caer
aquella frase de: “¿Adónde vas tan rápido?”, y ese tirón suave me sentaba otra
vez, prometiéndome a mí mismo que sería la próxima vez.
Un jueves, justo al timbre, me
dijo en ese acento francés inventado:
—Mon ami, ¿vendrás a la soirée
del viernes?
—Si vas tú —respondí, creyendo
ser osado.
—Alors voy —se rió, y la erre
sonó a promesa pequeña.
Las frases con segunda
intención nos sostenían: eran nuestros puentes levadizos. Había tardes en que
me miraba como se mira a alguien que te cae bien; otras, como se mira a alguien
que podría caerte aún mejor. Yo sobrevivía en ese intermedio: el país del casi.
A veces pienso que aquel
primer amor no se frustró; simplemente eligió su forma. Fue una religión sin
milagro, un verano que se quedó en primavera, una lengua que dominamos en el
modo subjuntivo. En los últimos meses del curso, las palabras equivocas
vinieron de su entorno: ella quiere hablar contigo. Pero no me atreví a dar el paso.
Preferí alimentar ese amor en secreto por miedo al rechazo.
Hay días—lo confieso—en que
vuelvo a esa clase de 3º. Ella delante, yo detrás. O ella detrás, yo delante.
No salimos al recreo. Nos quedamos hablando. Ella junta los dedos sobre el
borde del pupitre, inclina la cabeza, y juega a ser francesa:
—Dime, mon ami, ¿qué te pasa, chiquillo?
A veces vuelvo al aula en la
cabeza. En la ventana entra una luz que tiembla; se oye, de fondo, un bote de balón
en las pistas; alguien discute en el aparcamiento por una plaza; el polideportivo
respira como un animal dormido. Ella está delante y luego detrás. Y cuando yo “me
abro” pretendiendo salir de una situación incomoda suelta una risita
y dice: “¿Adónde vas tan rápido?”. Y yo, que entonces no me atreví, ahora me
doy la vuelta y digo, por fin, lo que siempre quise decir, en el idioma que
hablábamos:
—Me quedo. Y si quieres… bailamos.
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