En Tierra de Campos la noche no cae: se tumba. Huele a paja templada, a adobe aún con calor, a agua quieta del canal que suspira bajo los chopos. Yo volvía tarde, con el verano pegado a la nuca, y el zumbido de un transformador marcando el ritmo como un bajo obstinado. A la altura de un palomar vencido, el aire cambió: un perfume de hinojo y almendra me abrió la piel como una puerta entreabierta.
Me senté en el talud y cerré
los ojos un segundo. Bastó. La llanura entera se me acostó al lado: el trigo
rozándome las piernas, el canal respirando, la grava fría recordándome el
cuerpo. Y ella llegó sin hacer ruido, como llega el calor a la yema de los
dedos.
—Has tardado —susurró.
La voz fue una lengua tibia en
el oído. No la miré aún. Empecé por olerla: almendra, heno recién volteado, una
sombra de humo dulce. Noté su aliento en la mejilla, los cabellos —o el viento—
rozándome la boca. Una mano fría se posó en mi muñeca. No apretó: pesó. El
pulso me cambió el compás, y la noche entera se sincronizó a esa métrica lenta.
—No quería venir —mentí, y me
tembló la mentira en los labios.
—No venís —rió—: os traemos.
Se acostó a mi flanco con esa
habilidad que tienen los cuerpos que conocen el cuerpo ajeno antes del primero
roce. No hubo prisa. Me desvistió sin dedos: con aire, con boca, con silencio.
El tejido de la camiseta se me pegó a los pezones y de pronto sobró; el
cinturón dejó de existir; la tela me obedeció como obedecen las cosas cuando se
las pronuncia por su nombre. Su mano siguió en la muñeca, marcando tiempos:
ahora; todavía; ya.
El primer contacto fue con el
trigo: una barba de espiga abrió un surco mínimo en la rodilla; ese ardor
despertó otros. Luego vino su muslo, frío de sombra, deslizándose hasta
encontrar mi calor. Me lamió la clavícula con una paciencia antigua, subiendo y
bajando como quien prueba el punto de una mermelada. La lengua se le volvió
palabra:
—Así.
Le hice caso. Abrí donde
pidió, cerré donde enseñó, aflojé el cuello para que su aliento entrara hasta
el fondo. Me tomó despacio, con una boca que sabía de agua y miga, de saliva y
espera. El zumbido del transformador se volvió quejido y succión; el canal, un
gemido largo. Yo enterré los dedos en el polvo y la sentí sonreír con mi
temblor. Subió la mano por el pecho, me contó las costillas, jugó con el hueso
de la cadera, bajó a recoger lo que ya era suyo.
—Mírame —dijo.
Obedecí. No vi un rostro fijo,
sino todos los que alguna vez deseé y no me atreví a nombrar. Boca húmeda, ojos
que se cierran a mitad de sonrisa, pómulo que pide mordisco. Era ella y otras,
era la suma y la resta, y la constante era el apetito. Me montó lenta,
acomodándose como quien se sienta en un hombro conocido. El primer encaje fue
un ah que nos pertenecía a los dos. Me miró desde arriba con esa soberbia
blanda de quien sabe conducir sin manos. Yo levanté la cadera y la llanura
entera se curvó conmigo.
No hubo urgencia: hubo
mandato. Se movió en círculos pequeños, midiendo la profundidad, cambiando de
eje, subiendo, bajando, apretándome la muñeca para marcar cada golpe. El trigo
aplaudía en seco; una cigarra equivocada decidió ser metronomo. La piel se nos
volvió fruta en julio: tensa, jugosa, a punto. Se inclinó, me llenó la boca de
almendra, me dijo mi nombre como si fuera una grosería dulce. Cuando el ritmo
pidió más, apretó: ahora. La agarré por el lomo y el mundo perdió la educación.
—No pares —ordené, y obedeció
con una fidelidad que dolía.
Se dejó caer, se levantó, me
hizo suyo una y otra vez, hasta que ya no hubo borde posible entre su calor y
el mío. El orgasmo nos encontró de costado, con las manos trabadas y el canal
diciendo sí en su idioma de hierro. Nos rompimos con gusto, sin pudor, y la
noche tardó en volver del todo.
Quedamos tendidos, sudor y
polvo, con el cielo negro clavado a dos dedos de la cara. Me besó en el hueso
de la mandíbula, un beso agradecido y codicioso a la vez. Su mano volvió a mi
muñeca y me bajó las revoluciones como baja el barquero la palanca de la
esclusa.
—¿Quién eres? —repetí, ya sin
fuerza para la mentira.
—La sed cuando no bebes
—dijo—. La que se marcha si amas.
—¿Y si no amo?
—Entonces vuelvo.
Se incorporó. El frío que dejó
su ausencia fue un recuerdo, no una queja. Me pasó los dedos por la frente,
recogió el sudor como si fuese suyo, me lo llevó a la boca. Sabía a trigo y a
sal. Cerré los ojos un instante. Cuando los abrí, sólo quedaban juncos y un
perfume como una firma.
Volví al pueblo andando con la
ropa desordenada y la piel bien puesta. La plaza yacía: tres sillas solas, una
puerta entreabierta, el pan de mañana esperando horno. Mi madre, al verme, olió
el aire sin acercarse. Hervió agua, me dejó pan y manteca. No preguntó. Las
mujeres de Tierra de Campos no lanzan piedras a la noche si la noche ha hecho
su trabajo.
La segunda vez nos encontramos
de pie, junto al silo. El viento me subió la camisa y ella aprovechó el hueco.
Un dedo frío me hizo sitio en la espalda; la lengua se entretuvo de nuevo en
ese hueco donde el deseo y el susto son el mismo músculo. Me tomó contra la
pared, con una crueldad dulce que me arrancó sílabas que no sabía que tenían
vocales. El hormigón me raspó los riñones, su boca me corrigió el idioma.
Cuando terminé, acabó ella, rozándome la oreja con un jadeo que me dejó fama de
santo sin serlo.
La tercera vez vino a casa. La
cama crujió como un animal viejo que recuerda su torrera. Se sentó sobre mis
muslos, me abrió con el peso, me subió como si el verano tuviera medida. Me
enseñó a pedir sin hablar. Me enseñó a decir basta con la mano abierta. Me
enseñó a amarme un poco para no invocarla por hambre. Luego se rió, mordió mi
labio inferior, me dejó una sombra violeta de recuerdo y desapareció como
desaparece el viento cuando acaba el turno.
Desde entonces la llanura
tiene otros nombres. El trigo ya no es sólo comida: es piel que me rozó; el
canal ya no es sólo agua: es boca que me bebió; el palomar vencido se inclinó
aquella noche para tapar nuestra falta de vergüenza. Hay madrugadas en que
despierto con la muñeca caliente y sé que anduvo cerca. No siempre la dejo
pasar. No siempre me conviene. Pero cuando huelo almendra, sé que el verano ha
vuelto a poner su mano sobre la mía y que la sed —ése es su otro nombre—
reclama su deuda.
Si algún vecino os cuenta que
en Tierra de Campos se sueña con mujeres que pesan la piel y ordenan el pulso,
no os riáis. Dadle agua, pan, una sombra y una tarde sin oficio. Que camine por
la ronda hasta que el cuerpo le devuelva la métrica propia. Si ama, no volverá
esa noche. Si no, volverá. Y no pasa nada: en la llanura hay sitio para el
trigo y para la sed; para el trabajo y para el sueño; para la paz limpia del
día y para esa otra, más turbia y necesaria, que nos desnuda sin pedir permiso
y, con una mano en la muñeca, nos enseña a decir sí con todo el cuerpo.
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