—¿Qué es esto? ¿De dónde lo
has sacado?
El anillo brillaba bajo la luz
mortecina de la lamparilla. En la mano húmeda y temblorosa de su madre, el
dorado destello parecía un reproche. Richar sintió que todo se derrumbaba de
golpe.
Ella lo miró fijamente, con
el ceño fruncido, los labios apretados y el rostro enrojecido, no ya por la
obesidad o la mala circulación, sino por la rabia. Llevaba años soportando las
habladurías, los cuchicheos de las vecinas sobre las malas compañías de su hijo. No quería creerlo, pero sabía que había
verdad en cada rumor.
—Este anillo no es tuyo. ¿De
quién es? ¿A quién se lo habéis quitado? ¡No me mientas!
Richar bajó la cabeza. El
silencio le pesaba como una piedra en el pecho. Pensaba en la noche anterior,
en lo que no podía contar, en ese momento que se le antojaba ya remoto pero que
lo había cambiado todo. Inventar era más fácil: diría que lo había encontrado
junto al campo de fútbol, que Rafa se lo había dado para guardarlo.
Cualquier cosa antes de revelar lo que de verdad había pasado.
Su madre esperaba. Recordaba
los episodios del verano anterior, cuando tuvo que devolver a otras madres
relojes y monedas, tragándose la vergüenza, disculpándose delante de desconocidas.
Recordaba la humillación de enfrentarse al padre de Richar, su marido, cuando
este se enteró. Él sí levantaba la mano, y ella había tenido que callar.
Aquella noche aún le dolía más que los golpes: la certeza de que su hijo, tan
pequeño, ya caminaba por una senda torcida.
—Te lo juro que lo encontré
—dijo Richar con voz temblorosa—. Esta vez no miento, mamá. Fue junto a las
escuelas, te lo prometo.
Cada palabra la acompañaba con
un movimiento de cabeza, casi suplicante. Había algo en su tono que no sonaba a
simple mentira: una angustia verdadera, un miedo que traspasaba el papel de
hijo travieso y lo mostraba como un niño acorralado.
La madre lo observó largo
rato, hasta que, agotada, se retiró con el anillo aún en la mano. Murmuró
palabras que ni ella misma entendió. No estaba convencida, pero tampoco tenía
fuerzas para seguir. Temía lo que sucedería cuando llegara su
marido: a él Richar no podría ocultarle nada, la correa del cinturón hacia maravillas.
Durante la comida reinó un
silencio pesado. Richar apenas probaba bocado, y ella masticaba con
dificultad, con la mente enredada entre la desconfianza y la esperanza de estar
equivocada. La radio llenaba la estancia con música y luego con noticias locales.
Hasta que la voz del locutor quebró la calma:
—Se ruega colaboración
ciudadana. Falta de su domicilio el niño F.P.D. de nueve años de edad…
Vestía pantalón corto azul y camisa blanca…
Richar dejó el tenedor sobre
el plato. Sintió cómo el sudor le corría por la nuca. La madre, inmóvil, apretó
el anillo dentro de su puño cerrado hasta hacerse daño.
Ambos entendieron. Ninguno
pronunció palabra.
La comida se quedó fría.
Afuera, en la calle, ladraba un perro, y dentro, el silencio se convirtió en un pacto de
miedo. Porque los juegos de los niños, lo sabían ya los dos, a veces terminan
en tragedia.
2. Los juegos
Los niños del barrio no están locos ni son demonios. Son niños: fuman valentía en papel de estraza, prueban límites como quien prueba el filo de una navaja. Richar, Juan Carlos, Rafa, Alberto, Manolo: nombres que se gritan de esquina a tapia, que dejan en los labios el sabor de la hierba mordida.
Roban manzanas en el huerto de doña Elvira: uno vigila, dos sacuden, otro recoge. Higos pegajosos, camisetas de franela. En las escuelas sueltan el aire de las ruedas de las bicicletas, cambian cromos, patean una pelota descosida. Se miden con las bandas vecinas a pedradas mal medidas; algún cristal paga la fiesta. Tocan timbres y corren; dejan trapos en barandillas; mean en el interior de los portales como si la ciudad fuera un mapa de retos. Con las chicas ensayan otra valentía: correr tras ellas en el descampado, rozarlas, a veces algo más, pedir un cigarrillo, mirar demasiado y no saber qué hacer con los ojos cuando se ríen.
Y está él: el niño nuevo. Se
llama Fernando Pérez Dopico, pero alguien —Juan Carlos, siempre— decide una mañana llamarlo
Corki, palabra traída de no se sabe dónde que suena a golpe y a risa. Otras veces jugando con su apellido le llaman "perezoso" o "topico" (de topo). Corki:
gordito, blandito, torpe para el balón, con un abrigo heredado y la costumbre
de pedir permiso para entrar en juegos ya empezados. El mote se le pega a uno como barro
seco.
Empiezan con pequeñas cosas:
quitarle el bocadillo y devolvérselo mordido, esconderle el estuche en clase, empujarle
en la fila, cantarle al oído “Corki”, darle capones en la nuca cuando escribe lento.
Fernando sonríe con torpeza, como se sonríe a los adultos cuando cuentan chistes
que no se entienden. “No pasa nada”, dice. Y no pasa. Todavía.
Luego vienen los desplantes
calculados: “a ver, Corki, corre por los columpios, que eres el conejo”,
“Corki, sujétame la mochila”, “Corki, cruza el patio con los ojos cerrados”. A
cada reto, un círculo de niños; a cada risa, un poco menos de alguien.
Richar no es líder ni santo.
Va detrás, copia la risa, repite la frase una octava más baja. Sabe que está
mal. Sabe, sobre todo, que es fácil seguir la corriente.
3. La casa quemada
Atardecía cuando Rafa habló de la prueba en el patio de las Escuelas. La casa quemada era leyenda:
cuatro paredes ahumadas al borde del campo, cerca de los Mogotes, una chimenea sola, un pozo a ras de
suelo cubierto con tablas mal puestas, desiguales, bailonas, que apenas tapaban
el hueco. Los mayores decían “no entréis”; los niños por aquello de llevar la contraria y jugar con el peligro entraban desde siempre.
—Hoy toca prueba —anunció Rafa, como un entrenador.
—¿A quién? —preguntó Alberto,
aunque todos miraron al mismo sitio.
Fernandito. Corki. Con su bolso de deportes donde lleva los libros
—Es fácil —mintió Rafa—. Entrar, pisar las tablas del pozo y salir. Dos minutos. El que lo
hace, se queda en el grupo. El que no…
El cielo olía a verano y a vacaciones próximas. Las sombras se alargaban como cuerdas. Un perro ladró dos veces.
A la salida, alcanzaron a
Fernando.
—¿Te vienes a jugar? —preguntó
Richar, con la voz prestada.
Los ojos de Fernando brillaron
como cuando sabe una respuesta y nadie se la pregunta.
—¿De verdad?
—De verdad.
Siguieron el camino de
tierra. La casa quemada apareció como un castillo pobre cerca de las vías del tren. Rafa explicó
las reglas: nadie entra con él, nadie enciende fósforos, nadie se echa atrás.
—¿Y si me da miedo? —preguntó
Fernando
—Si te da miedo, te aguantas
—dijo Rafa, encogiéndose de hombros.
No le vendaron los ojos. “Para
que veas que no pasa nada”, dijo Juan Carlos. La crueldad, cuando aprende a caminar,
ya no necesita vendas.
Fernando avanzó con las manos por
delante, tanteando el aire. Dentro olía a humo viejo y a madera mojada. El
suelo crujía a capricho. Llegó al pozo. Las tablas —tres, desiguales— lo
cubrían a medias: un parche de madera sobre un agujero negro.
—¿Así? —dijo, y puso el pie
suave sobre la primera.
—Más —ordenó Rafa desde
la sombra—. En medio. Si aguantan, vale.
Fernando dudó. Miró atrás. Vio
ojos. Risas. Vio a Richar, que pudo decir basta y no dijo nada. Puso el pie en
medio. La tabla gemela se levantó un dedo. El hueco respiró. Nadie entendió
bien quién apretó primero ni cómo bastan dos dedos para mover un centro de
gravedad. Hubo un empujón mínimo, una broma que buscaba un grito y encontró un golpe.
Las tablas bailaron un palmo.
El cuerpo de Fernando osciló como un saco pesado y cayó al pozo
El ruido fue un ahogo súbito,
lejos, abajo. Luego, silencio.
—¡Eh! —gritó Richar—. ¡Corki!
—Shhh —dijo Rafa, con
una autoridad que no conocía su edad.
—Hay que sacarlo —dijo Juan Carlos pero lo dijo para adentro.
—Nos van a pillar —contestó
Alberto.
—Nos van a matar —dijo Manolo.
—Nadie sabe que estamos aquí
—sentenció Rafa, y la frase pesó más que el miedo.
Miraron el hueco. Las tablas se habían recolocado torcidas, dejando un claro negro en el medio. Del fondo subió un olor a agua vieja y a piedra. Nadie se atrevió a apartarlas del todo. Nadie gritó. Todos corrieron del lugar como alma que lleva el diablo. Se fueron. Como se huye de una cosa recién nacida a la que uno ha ayudado a nacer sin querer.
4. Pactos, radios y anillos
Esa noche, el barrio se acostó
con las puertas entreabiertas. Alguna madre llamó más veces de lo habitual. La
pandilla se disolvió entre sombras, camino de casa, con el corazón gorjeando en la
boca. Rafa sentenció: “Nadie cuenta nada”. Y todos entendieron la gramática
del pacto.
A la hora de la cena, la radio
trajo la frase que ataba la historia:
“Falta de su domicilio el
menor F.P.D., de nueve años…”
Richar dejó la cuchara en el
plato. El anillo quemó en el bolsillo, como si tuviera sangre. Recordó el tirón
en la muñeca de Fernando cuando, días antes, se lo había arrebatado en un juego de
manos y bromas. Recordó el “dámelo” sin fuerza. Recordó no devolverlo. Recordó
el brillo bajo la lamparilla. Recordó, sobre todo, que el anillo llevaba
iniciales que ahora la radio deletreaba en su cabeza.
La madre de Richar recogió
los platos en silencio. No preguntó más por el anillo. A veces, las madres
sostienen el mundo por no preguntar.
Pasaron horas largas. Richar soñó con tablas que se abrían y se cerraban como
párpados. A la mañana, corrieron rumores: habían encontrado el bolso de deportes junto al campo de futbol; decían que alguien lo había visto cerca de las vías del tren, junto a un grupo de chicos; otros decían que no.
El tercer día, al amanecer, un guarda de campo ayudado de un par de policías municipales merodearon por el lugar.
Y encontraron el cuerpo de Fernandito. Lo sacaron con cuerdas. Hubo sirenas. Hubo mantas. Hubo insultos sin
dueño lanzados al aire. Hubo “accidente” en los papeles. Hubo “no se sabe”.
Hubo “se investigará”.
Nadie dijo pozo. Nadie dijo
tablas. Nadie dijo empujón. Era el pacto.
En la escuela se rezó lo que
se reza. En la tienda del barrio se murmuró lo que se murmura. La señora Remigia dijo: “Los
juegos se llevan lo suyo”, y nadie se atrevió a pedirle precisión.
Richar pasó el día como quien
va por un pasillo estrecho cargando un jarrón. Al atardecer salió con el anillo
en la mano. Caminó al regacho por la vereda del campo de fútbol. La casa
quemada respiraba. Se asomó al agua turbia y abrió los dedos. El anillo dio una
vuelta y desapareció sin ruido, como si volviera al lugar del que nunca debió
salir. No sintió alivio. Sintió hueco.
5. Lo que queda
Durante semanas, el barrio
respiró a medias. La gente hablaba de accidente. Los chicos, de otra cosa. La
palabra Corki se borró de las bocas como se borra una blasfemia delante de un
cura. En los recreos, la risa supo menos. En la casa quemada, un vecino —de
oficio albañil— fue por su cuenta y clavó tablones nuevos sobre el pozo. Nadie
se lo pidió. Nadie se lo agradeció en voz alta.
El pacto se mantuvo. No por
valentía, sino por pánico. Alberto dejó de mirar a los ojos. Manolo caminó un mes
sin chulería. Juan Carlos cambió de acera al cruzarse con la madre de Fernandito y se
pellizcó los muslos por no llorar. Rafa endureció algo por dentro y
ningún verano le quitó ya ese gesto.
Richar empezó a tener la boca
ardiéndole cada vez que oía “tonto” en un patio. No siempre habló; a veces
llegó tarde. A veces llegó. Un día, en clase, paró un capón que iba para otro:
puso la mano en el aire y dijo basta con una voz firme que no sabía que era
suya. No cambió el mundo; cambió esa mañana.
Los años pasaron. Algunos
contaron la historia como se cuenta un calambre: breve, tensa, con una mueca.
Dijeron “éramos chavales”. Dijeron “un juego”. Dijeron “se nos fue”. Nadie supo
encontrar palabra que sirviera para dejar a Fernando en su sitio.
En ciertas tardes, cuando el
sol cae por la esquina del campo y la casa quemada vuelve a respirar, alguien
cree ver en el suelo un brillo pequeño, un círculo que late y que no es vidrio.
Nadie se agacha. Los mayores aprendieron a no remover el fondo de las cosas.
Los niños nuevos pasan en bicicleta y no saben.
La radio ya no tiene aquel
locutor, pero a veces, muy de noche, parece oírse en todas las cocinas la misma
frase:
“Falta de su domicilio el
niño…”
Entonces, sin saber por qué,
alguna madre apaga la lamparilla y abre la ventana, como si el aire, entrando,
pudiera corregir el brillo de un anillo que ya no está. Y algún chaval, en otra
casa, se guarda en el bolsillo una canica que no es suya, y no sabe todavía que
hay juegos que no se juegan, porque una vez —aquí— pisaron unas tablas y
alguien cayó.
Lo terrible no fue el golpe ni
la sirena; lo terrible fue la risa antes del golpe, la facilidad con que todas
las manos se vuelven una. Y que, cuando el juego se va de las manos, la mano de
nadie sea, en realidad, la de todos.
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