domingo, 12 de octubre de 2025

Juegos

1.-El anillo

—¿Qué es esto? ¿De dónde lo has sacado?

El anillo brillaba bajo la luz mortecina de la lamparilla. En la mano húmeda y temblorosa de su madre, el dorado destello parecía un reproche. Richar sintió que todo se derrumbaba de golpe.

Ella lo miró fijamente, con el ceño fruncido, los labios apretados y el rostro enrojecido, no ya por la obesidad o la mala circulación, sino por la rabia. Llevaba años soportando las habladurías, los cuchicheos de las vecinas sobre las malas compañías de su hijo. No quería creerlo, pero sabía que había verdad en cada rumor.

—Este anillo no es tuyo. ¿De quién es? ¿A quién se lo habéis quitado? ¡No me mientas!

Richar bajó la cabeza. El silencio le pesaba como una piedra en el pecho. Pensaba en la noche anterior, en lo que no podía contar, en ese momento que se le antojaba ya remoto pero que lo había cambiado todo. Inventar era más fácil: diría que lo había encontrado junto al campo de fútbol, que Rafa se lo había dado para guardarlo. Cualquier cosa antes de revelar lo que de verdad había pasado.

Su madre esperaba. Recordaba los episodios del verano anterior, cuando tuvo que devolver a otras madres relojes y monedas, tragándose la vergüenza, disculpándose delante de desconocidas. Recordaba la humillación de enfrentarse al padre de Richar, su marido, cuando este se enteró. Él sí levantaba la mano, y ella había tenido que callar. Aquella noche aún le dolía más que los golpes: la certeza de que su hijo, tan pequeño, ya caminaba por una senda torcida.

—Te lo juro que lo encontré —dijo Richar con voz temblorosa—. Esta vez no miento, mamá. Fue junto a las escuelas, te lo prometo.

Cada palabra la acompañaba con un movimiento de cabeza, casi suplicante. Había algo en su tono que no sonaba a simple mentira: una angustia verdadera, un miedo que traspasaba el papel de hijo travieso y lo mostraba como un niño acorralado.

La madre lo observó largo rato, hasta que, agotada, se retiró con el anillo aún en la mano. Murmuró palabras que ni ella misma entendió. No estaba convencida, pero tampoco tenía fuerzas para seguir. Temía lo que sucedería cuando llegara su marido: a él Richar no podría ocultarle nada, la correa del cinturón hacia maravillas.

Durante la comida reinó un silencio pesado. Richar apenas probaba bocado, y ella masticaba con dificultad, con la mente enredada entre la desconfianza y la esperanza de estar equivocada. La radio llenaba la estancia con música y luego con noticias locales. Hasta que la voz del locutor quebró la calma:

—Se ruega colaboración ciudadana. Falta de su domicilio el niño F.P.D. de nueve años de edad… Vestía pantalón corto azul y camisa blanca…

Richar dejó el tenedor sobre el plato. Sintió cómo el sudor le corría por la nuca. La madre, inmóvil, apretó el anillo dentro de su puño cerrado hasta hacerse daño.

Ambos entendieron. Ninguno pronunció palabra.

La comida se quedó fría. Afuera, en la calle,  ladraba un perro, y dentro, el silencio se convirtió en un pacto de miedo. Porque los juegos de los niños, lo sabían ya los dos, a veces terminan en tragedia.

2. Los juegos

Los niños del barrio no están locos ni son demonios. Son niños: fuman valentía en papel de estraza, prueban límites como quien prueba el filo de una navaja. Richar, Juan Carlos, Rafa, Alberto, Manolo: nombres que se gritan de esquina a tapia, que dejan en los labios el sabor de la hierba mordida.

Roban manzanas en el huerto de doña Elvira: uno vigila, dos sacuden, otro recoge. Higos pegajosos, camisetas de franela. En las escuelas sueltan el aire de las ruedas de las bicicletas, cambian cromos, patean una pelota descosida. Se miden con las bandas vecinas a pedradas mal medidas; algún cristal paga la fiesta. Tocan timbres y corren; dejan trapos en barandillas; mean en el interior de los portales como si la ciudad fuera un mapa de retos. Con las chicas ensayan otra valentía: correr tras ellas en el descampado, rozarlas, a veces algo más, pedir un cigarrillo, mirar demasiado y no saber qué hacer con los ojos cuando se ríen.

Y está él: el niño nuevo. Se llama Fernando Pérez Dopico, pero alguien —Juan Carlos, siempre— decide una mañana llamarlo Corki, palabra traída de no se sabe dónde que suena a golpe y a risa. Otras veces jugando con su apellido le llaman "perezoso" o "topico" (de topo). Corki: gordito, blandito, torpe para el balón, con un abrigo heredado y la costumbre de pedir permiso para entrar en juegos ya empezados. El mote se le pega a uno como barro seco.

Empiezan con pequeñas cosas: quitarle el bocadillo y devolvérselo mordido, esconderle el estuche en clase, empujarle en la fila, cantarle al oído “Corki”, darle capones en la nuca cuando escribe lento. Fernando sonríe con torpeza, como se sonríe a los adultos cuando cuentan chistes que no se entienden. “No pasa nada”, dice. Y no pasa. Todavía.

Luego vienen los desplantes calculados: “a ver, Corki, corre por los columpios, que eres el conejo”, “Corki, sujétame la mochila”, “Corki, cruza el patio con los ojos cerrados”. A cada reto, un círculo de niños; a cada risa, un poco menos de alguien.

Richar no es líder ni santo. Va detrás, copia la risa, repite la frase una octava más baja. Sabe que está mal. Sabe, sobre todo, que es fácil seguir la corriente.

3. La casa quemada

Atardecía cuando Rafa habló de la prueba en el patio de las Escuelas. La casa quemada era leyenda: cuatro paredes ahumadas al borde del campo, cerca de los Mogotes, una chimenea sola, un pozo a ras de suelo cubierto con tablas mal puestas, desiguales, bailonas, que apenas tapaban el hueco. Los mayores decían “no entréis”; los niños por aquello de llevar la contraria y jugar con el peligro entraban desde siempre.

—Hoy toca prueba —anunció Rafa, como un entrenador.

—¿A quién? —preguntó Alberto, aunque todos miraron al mismo sitio.

Fernandito. Corki. Con su bolso de deportes donde lleva los libros

—Es fácil —mintió Rafa—. Entrar, pisar las tablas del pozo y salir. Dos minutos. El que lo hace, se queda en el grupo. El que no…

El cielo olía a verano y a vacaciones próximas. Las sombras se alargaban como cuerdas. Un perro ladró dos veces.

A la salida, alcanzaron a Fernando.

—¿Te vienes a jugar? —preguntó Richar, con la voz prestada.

Los ojos de Fernando brillaron como cuando sabe una respuesta y nadie se la pregunta.

—¿De verdad?

—De verdad.

Siguieron el camino de tierra. La casa quemada apareció como un castillo pobre cerca de las vías del tren. Rafa explicó las reglas: nadie entra con él, nadie enciende fósforos, nadie se echa atrás.

—¿Y si me da miedo? —preguntó Fernando

—Si te da miedo, te aguantas —dijo Rafa, encogiéndose de hombros.

No le vendaron los ojos. “Para que veas que no pasa nada”, dijo Juan Carlos. La crueldad, cuando aprende a caminar, ya no necesita vendas.

Fernando avanzó con las manos por delante, tanteando el aire. Dentro olía a humo viejo y a madera mojada. El suelo crujía a capricho. Llegó al pozo. Las tablas —tres, desiguales— lo cubrían a medias: un parche de madera sobre un agujero negro.

—¿Así? —dijo, y puso el pie suave sobre la primera.

—Más —ordenó Rafa desde la sombra—. En medio. Si aguantan, vale.

Fernando dudó. Miró atrás. Vio ojos. Risas. Vio a Richar, que pudo decir basta y no dijo nada. Puso el pie en medio. La tabla gemela se levantó un dedo. El hueco respiró. Nadie entendió bien quién apretó primero ni cómo bastan dos dedos para mover un centro de gravedad. Hubo un empujón mínimo, una broma que buscaba un grito y encontró un golpe.

Las tablas bailaron un palmo. El cuerpo de Fernando osciló como un saco pesado y  cayó al pozo

El ruido fue un ahogo súbito, lejos, abajo. Luego, silencio.

—¡Eh! —gritó Richar—. ¡Corki!

—Shhh —dijo Rafa, con una autoridad que no conocía su edad.

—Hay que sacarlo —dijo Juan Carlos pero lo dijo para adentro.

—Nos van a pillar —contestó Alberto.

—Nos van a matar —dijo Manolo.

—Nadie sabe que estamos aquí —sentenció Rafa, y la frase pesó más que el miedo.

Miraron el hueco. Las tablas se habían recolocado torcidas, dejando un claro negro en el medio. Del fondo subió un olor a agua vieja y a piedra. Nadie se atrevió a apartarlas del todo. Nadie gritó. Todos corrieron del lugar como alma que lleva el diablo. Se fueron. Como se huye de una cosa recién nacida a la que uno ha ayudado a nacer sin querer.

4. Pactos, radios y anillos

Esa noche, el barrio se acostó con las puertas entreabiertas. Alguna madre llamó más veces de lo habitual. La pandilla se disolvió entre  sombras, camino de casa, con el corazón gorjeando en la boca. Rafa sentenció: “Nadie cuenta nada”. Y todos entendieron la gramática del pacto.

A la hora de la cena, la radio trajo la frase que ataba la historia:

“Falta de su domicilio el menor F.P.D., de nueve años…”

Richar dejó la cuchara en el plato. El anillo quemó en el bolsillo, como si tuviera sangre. Recordó el tirón en la muñeca de Fernando cuando, días antes, se lo había arrebatado en un juego de manos y bromas. Recordó el “dámelo” sin fuerza. Recordó no devolverlo. Recordó el brillo bajo la lamparilla. Recordó, sobre todo, que el anillo llevaba iniciales que ahora la radio deletreaba en su cabeza.

La madre de Richar recogió los platos en silencio. No preguntó más por el anillo. A veces, las madres sostienen el mundo por no preguntar.

Pasaron horas largas.  Richar soñó con tablas que se abrían y se cerraban como párpados. A la mañana, corrieron rumores: habían encontrado el bolso de deportes junto al campo de futbol; decían que alguien lo había visto cerca de las vías del tren, junto a un grupo de chicos; otros decían que no.

El tercer día, al amanecer, un guarda de campo ayudado de un par de policías municipales merodearon por el lugar. Y encontraron el cuerpo de Fernandito. Lo sacaron con cuerdas. Hubo sirenas. Hubo mantas. Hubo insultos sin dueño lanzados al aire. Hubo “accidente” en los papeles. Hubo “no se sabe”. Hubo “se investigará”.

Nadie dijo pozo. Nadie dijo tablas. Nadie dijo empujón. Era el pacto.

En la escuela se rezó lo que se reza. En la tienda del barrio se murmuró lo que se murmura. La señora Remigia dijo: “Los juegos se llevan lo suyo”, y nadie se atrevió a pedirle precisión.

Richar pasó el día como quien va por un pasillo estrecho cargando un jarrón. Al atardecer salió con el anillo en la mano. Caminó al regacho por la vereda del campo de fútbol. La casa quemada respiraba. Se asomó al agua turbia y abrió los dedos. El anillo dio una vuelta y desapareció sin ruido, como si volviera al lugar del que nunca debió salir. No sintió alivio. Sintió hueco.

5. Lo que queda

Durante semanas, el barrio respiró a medias. La gente hablaba de accidente. Los chicos, de otra cosa. La palabra Corki se borró de las bocas como se borra una blasfemia delante de un cura. En los recreos, la risa supo menos. En la casa quemada, un vecino —de oficio albañil— fue por su cuenta y clavó tablones nuevos sobre el pozo. Nadie se lo pidió. Nadie se lo agradeció en voz alta.

El pacto se mantuvo. No por valentía, sino por pánico. Alberto dejó de mirar a los ojos. Manolo caminó un mes sin chulería. Juan Carlos cambió de acera al cruzarse con la madre de Fernandito y se pellizcó los muslos por no llorar. Rafa endureció algo por dentro y ningún verano le quitó ya ese gesto.

Richar empezó a tener la boca ardiéndole cada vez que oía “tonto” en un patio. No siempre habló; a veces llegó tarde. A veces llegó. Un día, en clase, paró un capón que iba para otro: puso la mano en el aire y dijo basta con una voz firme que no sabía que era suya. No cambió el mundo; cambió esa mañana.

Los años pasaron. Algunos contaron la historia como se cuenta un calambre: breve, tensa, con una mueca. Dijeron “éramos chavales”. Dijeron “un juego”. Dijeron “se nos fue”. Nadie supo encontrar palabra que sirviera para dejar a Fernando en su sitio.

En ciertas tardes, cuando el sol cae por la esquina del campo y la casa quemada vuelve a respirar, alguien cree ver en el suelo un brillo pequeño, un círculo que late y que no es vidrio. Nadie se agacha. Los mayores aprendieron a no remover el fondo de las cosas. Los niños nuevos pasan en bicicleta y no saben.

La radio ya no tiene aquel locutor, pero a veces, muy de noche, parece oírse en todas las cocinas la misma frase:

“Falta de su domicilio el niño…”

Entonces, sin saber por qué, alguna madre apaga la lamparilla y abre la ventana, como si el aire, entrando, pudiera corregir el brillo de un anillo que ya no está. Y algún chaval, en otra casa, se guarda en el bolsillo una canica que no es suya, y no sabe todavía que hay juegos que no se juegan, porque una vez —aquí— pisaron unas tablas y alguien cayó.

Lo terrible no fue el golpe ni la sirena; lo terrible fue la risa antes del golpe, la facilidad con que todas las manos se vuelven una. Y que, cuando el juego se va de las manos, la mano de nadie sea, en realidad, la de todos.

Pamplona. 1986

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