domingo, 12 de octubre de 2025

El primer amor de verano

La carretera de Autillo empezaba unos kilómetros antes de empezar de verdad: un hilo recto entre trigales que vibraban como si tuvieran fiebre, el sol sentado en el capó del autobús de Pobes y la voz de mis padres diciendo que ya llegábamos. Veníamos de Pamplona con el maletero lleno de ropa y la promesa de un verano largo. Yo acababa de cumplir los trece y llevaba una inquietud nueva colgada del cuello, como un colgante invisible.

A mano izquierda, los palomares redondos dormían con los ojos abiertos; a la derecha, la llanura se hacía la interesante, enseñando cigüeñas sobre un campanario que juraba haberme visto crecer verano tras verano. En el cruce alguien había pintado con letras chuecas “Autillo” en una flecha de hojalata. 

El aire de la calle, cuando bajé del autobús, fue un golpe blando de horno y polvo. La casa de mi tía, donde vívia ahora también mi abuelo olía a piedra fresca, a armario de sábanas y a cuchara de madera. Teodora, la vecina de mi tía, me dijo “ya está aquí el de la capital” con ese modo de bienvenida que es también un examen. Yo asentí, me miré las piernas todavía demasiado blancas bajo una bermudas negras de algodón que dejaban ver mis tobillos, y fingí que no me temblaban.

Las veía venir desde lejos: primero, el timbre metálico, luego el parpadeo del sol en los radios, y por último ellas. Tres bicis BH pintadas de colores imposibles bajaron por la calle como una bandada sin prisa. Llevaba una una faldita corta y diadema, las piernas morenitas y bien torneadas, otra con el pelo recogido en dos coletas desafiantes, la tercera con un vestido de flores (o quizá eran soles) y unas gafas de espejo que me devolvieron una versión más ruborizada de mí mismo.

—¿Tú eres el de Pamplona? —preguntó la de la diadema, sin freno.

—Sí —dije, y me pareció una palabra corta.

—En las fiestas de San Agustín de Fuentes hay verbenas —anunció la de las coletas, como si me ofreciera un contrato—. ¿Sabes bailar?

—Regular —admití.

—Pues regular no vale —remató la de las gafas—. Aquí hay que bailar bien o mirar mucho.

Rieron las tres, no de mí sino por el gusto de reír en plural. Dieron una vuelta a la plaza mayor, giraron en torno al banco donde Tío Amancio hacía de estatua y, como si hubieran trazado un círculo sobre la tierra, volvieron y me rodearon a mí, el urbanita.

—Yo soy Lola —la de las coletas—. Esta es Marina —la de la diadema—. Y la de las gafas es Celia, pero puedes llamarla “ojo de halcón”.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque lo ve todo —dijo Celia, bajándose las gafas sólo lo justo para que me llegara una mirada limpia—. Y porque sabe cuando un forastero finge que no está nervioso.

No supe qué contestar. A cambio, ellas me regalaron una tarea: la cadena de la BH de Marina se había salido. Puse las manos donde había que ponerlas, como si mi vida entera hubiese sido un ensayo para ese gesto. La cadena encajó con un clic pequeño y yo me quedé con los dedos negros de grasa y un orgullo recién nacido.

—Gracias —dijo Marina—. Te has ganado un paseo.

Salimos de la plaza como se sale del cine después de una película que te ha cambiado un poco sin que te des cuenta. Bajamos por la calleja que daba al rio Valdeginate; cruzamos el puente de piedras, pasamos junto a un corral con ovejas que se apartaron con respeto y llegamos a un camino  que bordea el canal. El aire olía a albahaca y a paja caliente. Las chicharras afinaban la tarde.

—¿En Pamplona hay mar? —preguntó Lola de pronto, ganándome una rueda.

—Hay sanfermines —respondí, y la tarde se llenó de preguntas que eran deporte: que si los toros son de verdad, que si me dejan salir por la noche, que si en la ciudad hay chicas con el pelo azul.

—Las de aquí lo tenemos castaño —dijo Marina, apartándose un mechón con el dorso de la mano—. Castaño y sudado.

No sé si fue el sol o su modo de decir “aquí”, pero esa palabra me quedó latiendo por debajo de las costillas.

Paramos cerca del puente que hay cerca de Fuentes. Celia sacó de su cestita una botella de gaseosa con La Casera en letras rojas y un chasquido que todavía hoy me quita años. Bebimos a morro, sin ascos de pueblo, pasando la botella de mano en mano como si en el fondo llevara una promesa. Marina se sentó en el pretil y metió los pies en el agua. Me miró —creo— por primera vez como si me viera.

—¿Te vas a quedar todo el verano? —preguntó.

—Creo que sí —dije—. Mis padres dicen que aquí duermo y como mejor.

—Aquí se sueña de otra manera —dijo ella, y el agua pareció estar de acuerdo.

A la hora de la siesta el pueblo se recogió como una tortuga vieja. Los postigos cerraron sus párpados, y en la plaza el polvo se emparejó con el silencio. Nosotros nos refugiamos bajo el soportal de la iglesia de Santa María, donde el fresco era un milagro que no llevaba firma. Hicimos competencias de escupir cáscaras de pipa, reímos por debajo, contamos leyendas sobre brujas y de un pozo que no era pozo, y de repente el tiempo se puso a andar más despacio, como si supiera que no nos hacía falta.

En la verbena de San Agustín, la cuerda de bombillas parecía una constelación domesticada. El conjunto tocaba rancheras y pasodobles con la seriedad de lo importante; las madres vigilaban desde la fila de sillas, los padres hablaban con los brazos cruzados y una cerveza tibia. Yo no sabía bailar, pero Marina me puso las manos donde había que ponerlas: una en su cintura, la otra a la altura del vuelo. Nos movimos poco, lo justo para que el mundo no notara que se nos había encogido a dos metros cuadrados de tierra y música.

—Así —me dijo—. No pises. Siente.

Sentí. El primer beso llegó sin estridencias, detrás del frontón, con el ladrillo caliente en la espalda y el ruido salvaje de nuestros propios corazones haciéndonos de orquesta. No hubo fuegos artificiales: hubo una certeza sencilla, esa de que la vida se abre con un sonido parecido al de una pestaña cuando cae un poco de polvo. Celia y Lola nos encontraron y nos dejaron seguir, con una carcajada que era bendición.

Marina tenía una manera de morderse el labio cuando no estaba segura de algo. Yo aprendí a reconocer en ese gesto un semáforo que no existía. No hablamos de futuro; no sabíamos hablar de lo que todavía no aprendía a tener nombre. Nos bastó con ocupar el presente como quien ocupa una habitación recién pintada: con cuidado de no dejar marcas y la alegría secreta de la novedad.

El verano avanzó con la regularidad de los riegos. En el canal jugábamos a saltarnos el reflejo del sol; en la era aprendí a trillar con el cuerpo —uno aprende cosas así cuando nadie te mira—; los atardeceres traían una frescura que nos regalaba media hora de palabras de más. Hubo celos pequeños, de juego: que si Marina hablaba con un primo de Valladolid, que si a mí me miró la del kiosco. Pero los celos, a esa edad, se curan con un helado y una carrera hasta el palomar más cercano.

La noche antes de volver a Pamplona, mi madre me hizo una cena especial que disfrute con el abuelo. Chorizo en rodajas, queso, pan y melón frío. Yo masticaba el pan como si se me fuera a escapar algo por el paladar. Marina me había citado en el sitio de siempre, el recodo del canal, después de los platos, antes del café. Salí con el corazón en el codo.

La encontré descalza, con la falda cogida entre los dedos, mirando cómo el agua insistía. Nos sentamos, cada uno en su piedra. No hacía falta hacernos promesas; el pueblo entiende de tiempos sin calendario mejor que nosotros.

—El verano que viene volverás —dijo, no como pregunta.

—Sí —mentí, o no.

—La ciudad te cambia —dijo—. Vuelve como te dé la gana, pero vuelve.

Le di un beso que sabía a gaseosa y tarde, a pipa de sal y a la piel del hombro caliente. Ella me dejó guardarme una cinta de su diadema entre los dedos, un talismán barato con efectos secundarios. Nos reímos de nada y de todo y nos fuimos cada uno por su calle, como si supiéramos andar alejándonos sin romper nada.

Al amanecer, la carretera de Autillo a Fuentes nos recibió igual que a la ida: derecha, sin disculpas. En el retrovisor, las cigüeñas pretendían no mirarnos, los palomares se hacían los distraídos. Mi madre preguntó si me había gustado el verano; yo dije que sí, como se dice una palabra grande por primera vez sin que se te note.

En Pamplona, el tráfico, los amigos de barrio, el primer curso del instituto  con su olor a goma y tiza, y la primera lluvia de otoño inventaron la rutina. La cinta de Marina vivió en mi billetero hasta que el cuero aprendió su forma. A veces, en el autobús, la tocaba como si fuera una tecla y el recuerdo sonara entero: el cansancio feliz de un baile mal bailado, el calor de una piedra, el metal de una cadena que encaja, el charco de sombra bajo la bombilla de la verbena.

Volví a Fuentes más veces. Ella estaba algunas, otras ya no; el mundo se movía, porque esa es su educación. Las bicis seguían bajando por la calle con risas de bandada. Yo aprendí a bailar mejor —no mucho— y a mirar menos el suelo. Supe, con los años, que no era Marina sólo quien me había besado aquella noche, sino la llanura entera, con su modo antiguo de decirte las cosas sin apretar. Y supe, sobre todo, que el primer amor de verano es un idioma que no se olvida aunque cambien las palabras.

Aún hoy, cuando una carretera recta me aprieta el pecho y el sol se sienta en el capó, me vuelve una curva de polvo en la boca: la de Fuentes a Autillo a la hora en que el calor afloja, el mundo se calla y, a lo lejos, tres bicis BH anuncian —con campanillas y piernas morenas— que, sin saberlo, estás entrando en la adolescencia como se entra en el río: poco a poco, hasta el cuello, y de pronto, entero.

No hay comentarios:

Publicar un comentario