A mano izquierda, los
palomares redondos dormían con los ojos abiertos; a la derecha, la llanura se
hacía la interesante, enseñando cigüeñas sobre un campanario que juraba haberme
visto crecer verano tras verano. En el cruce alguien había pintado con letras chuecas “Autillo” en
una flecha de hojalata.
El aire de la calle, cuando
bajé del autobús, fue un golpe blando de horno y polvo. La casa de mi tía, donde vívia ahora también mi abuelo olía a piedra fresca, a armario de sábanas y a cuchara de madera. Teodora, la vecina de mi tía, me dijo “ya está aquí el de la capital” con ese modo de bienvenida que
es también un examen. Yo asentí, me miré las piernas todavía demasiado blancas bajo una bermudas negras de algodón que dejaban ver mis tobillos, y fingí que no me
temblaban.
Las veía venir desde lejos:
primero, el timbre metálico, luego el parpadeo del sol en los radios, y por
último ellas. Tres bicis BH pintadas de colores imposibles bajaron por la calle
como una bandada sin prisa. Llevaba una una faldita corta y diadema, las piernas morenitas y bien torneadas, otra con el pelo recogido en dos coletas desafiantes, la
tercera con un vestido de flores (o quizá eran soles) y unas gafas de espejo
que me devolvieron una versión más ruborizada de mí mismo.
—¿Tú eres el de Pamplona?
—preguntó la de la diadema, sin freno.
—Sí —dije, y me pareció una
palabra corta.
—En las fiestas de San Agustín de Fuentes hay verbenas —anunció la de las coletas, como si me ofreciera un contrato—.
¿Sabes bailar?
—Regular —admití.
—Pues regular no vale —remató
la de las gafas—. Aquí hay que bailar bien o mirar mucho.
Rieron las tres, no de mí sino
por el gusto de reír en plural. Dieron una vuelta a la plaza mayor, giraron en
torno al banco donde Tío Amancio hacía de estatua y, como si hubieran trazado
un círculo sobre la tierra, volvieron y me rodearon a mí, el urbanita.
—Yo soy Lola —la de las
coletas—. Esta es Marina —la de la diadema—. Y la de las gafas es Celia, pero
puedes llamarla “ojo de halcón”.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque lo ve todo —dijo
Celia, bajándose las gafas sólo lo justo para que me llegara una mirada
limpia—. Y porque sabe cuando un forastero finge que no está nervioso.
No supe qué contestar. A
cambio, ellas me regalaron una tarea: la cadena de la BH de Marina se había
salido. Puse las manos donde había que ponerlas, como si mi vida entera hubiese
sido un ensayo para ese gesto. La cadena encajó con un clic pequeño y yo me
quedé con los dedos negros de grasa y un orgullo recién nacido.
—Gracias —dijo Marina—. Te has
ganado un paseo.
Salimos de la plaza como se
sale del cine después de una película que te ha cambiado un poco sin que te des
cuenta. Bajamos por la calleja que daba al rio Valdeginate; cruzamos el puente de
piedras, pasamos junto a un corral con ovejas que se apartaron con respeto y
llegamos a un camino que bordea el canal. El aire olía a albahaca y a
paja caliente. Las chicharras afinaban la tarde.
—¿En Pamplona hay mar?
—preguntó Lola de pronto, ganándome una rueda.
—Hay sanfermines —respondí, y
la tarde se llenó de preguntas que eran deporte: que si los toros son de
verdad, que si me dejan salir por la noche, que si en la ciudad hay chicas con
el pelo azul.
—Las de aquí lo tenemos
castaño —dijo Marina, apartándose un mechón con el dorso de la mano—. Castaño y
sudado.
No sé si fue el sol o su modo
de decir “aquí”, pero esa palabra me quedó latiendo por debajo de las
costillas.
Paramos cerca del puente que hay cerca de Fuentes. Celia sacó de su cestita una botella
de gaseosa con La Casera en letras rojas y un chasquido que todavía hoy me
quita años. Bebimos a morro, sin ascos de pueblo, pasando la botella de mano en
mano como si en el fondo llevara una promesa. Marina se sentó en el pretil y
metió los pies en el agua. Me miró —creo— por primera vez como si me viera.
—¿Te vas a quedar todo el
verano? —preguntó.
—Creo que sí —dije—. Mis
padres dicen que aquí duermo y como mejor.
—Aquí se sueña de otra manera
—dijo ella, y el agua pareció estar de acuerdo.
A la hora de la siesta el
pueblo se recogió como una tortuga vieja. Los postigos cerraron sus párpados, y
en la plaza el polvo se emparejó con el silencio. Nosotros nos refugiamos bajo
el soportal de la iglesia de Santa María, donde el fresco era un milagro que no llevaba firma.
Hicimos competencias de escupir cáscaras de pipa, reímos por debajo, contamos
leyendas sobre brujas y de un pozo que no era pozo, y de repente el
tiempo se puso a andar más despacio, como si supiera que no nos hacía falta.
En la verbena de San Agustín,
la cuerda de bombillas parecía una constelación domesticada. El conjunto tocaba
rancheras y pasodobles con la seriedad de lo importante; las madres vigilaban
desde la fila de sillas, los padres hablaban con los brazos cruzados y una
cerveza tibia. Yo no sabía bailar, pero Marina me puso las manos donde había
que ponerlas: una en su cintura, la otra a la altura del vuelo. Nos movimos
poco, lo justo para que el mundo no notara que se nos había encogido a dos
metros cuadrados de tierra y música.
—Así —me dijo—. No pises.
Siente.
Sentí. El primer beso llegó
sin estridencias, detrás del frontón, con el ladrillo caliente en la espalda y
el ruido salvaje de nuestros propios corazones haciéndonos de orquesta. No hubo
fuegos artificiales: hubo una certeza sencilla, esa de que la vida se abre con
un sonido parecido al de una pestaña cuando cae un poco de polvo. Celia y Lola
nos encontraron y nos dejaron seguir, con una carcajada que era bendición.
Marina tenía una manera de
morderse el labio cuando no estaba segura de algo. Yo aprendí a reconocer en
ese gesto un semáforo que no existía. No hablamos de futuro; no sabíamos hablar
de lo que todavía no aprendía a tener nombre. Nos bastó con ocupar el presente
como quien ocupa una habitación recién pintada: con cuidado de no dejar marcas
y la alegría secreta de la novedad.
El verano avanzó con la
regularidad de los riegos. En el canal jugábamos a saltarnos el reflejo del
sol; en la era aprendí a trillar con el cuerpo —uno aprende cosas así cuando
nadie te mira—; los atardeceres traían una frescura que nos regalaba media hora
de palabras de más. Hubo celos pequeños, de juego: que si Marina hablaba con un
primo de Valladolid, que si a mí me miró la del kiosco. Pero los celos, a esa
edad, se curan con un helado y una carrera hasta el palomar más cercano.
La noche antes de volver a
Pamplona, mi madre me hizo una cena especial que disfrute con el abuelo. Chorizo en rodajas,
queso, pan y melón frío. Yo masticaba el pan como si se me fuera a escapar algo
por el paladar. Marina me había citado en el sitio de siempre, el recodo del
canal, después de los platos, antes del café. Salí con el corazón en el codo.
La encontré descalza, con la
falda cogida entre los dedos, mirando cómo el agua insistía. Nos sentamos, cada
uno en su piedra. No hacía falta hacernos promesas; el pueblo entiende de
tiempos sin calendario mejor que nosotros.
—El verano que viene volverás
—dijo, no como pregunta.
—Sí —mentí, o no.
—La ciudad te cambia —dijo—.
Vuelve como te dé la gana, pero vuelve.
Le di un beso que sabía a
gaseosa y tarde, a pipa de sal y a la piel del hombro caliente. Ella me dejó
guardarme una cinta de su diadema entre los dedos, un talismán barato con
efectos secundarios. Nos reímos de nada y de todo y nos fuimos cada uno por su
calle, como si supiéramos andar alejándonos sin romper nada.
Al amanecer, la carretera de Autillo a Fuentes
nos recibió igual que a la ida: derecha, sin disculpas. En el retrovisor, las
cigüeñas pretendían no mirarnos, los palomares se hacían los distraídos. Mi
madre preguntó si me había gustado el verano; yo dije que sí, como se dice una
palabra grande por primera vez sin que se te note.
En Pamplona, el tráfico, los
amigos de barrio, el primer curso del instituto con su olor a goma y
tiza, y la primera lluvia de otoño inventaron la rutina. La cinta de Marina
vivió en mi billetero hasta que el cuero aprendió su forma. A veces, en el
autobús, la tocaba como si fuera una tecla y el recuerdo sonara entero: el
cansancio feliz de un baile mal bailado, el calor de una piedra, el metal de
una cadena que encaja, el charco de sombra bajo la bombilla de la verbena.
Volví a Fuentes más veces.
Ella estaba algunas, otras ya no; el mundo se movía, porque esa es su
educación. Las bicis seguían bajando por la calle con risas de bandada. Yo
aprendí a bailar mejor —no mucho— y a mirar menos el suelo. Supe, con los años,
que no era Marina sólo quien me había besado aquella noche, sino la llanura
entera, con su modo antiguo de decirte las cosas sin apretar. Y supe, sobre
todo, que el primer amor de verano es un idioma que no se olvida aunque cambien
las palabras.
Aún hoy, cuando una carretera
recta me aprieta el pecho y el sol se sienta en el capó, me vuelve una curva de
polvo en la boca: la de Fuentes a Autillo a la hora en que el calor afloja, el mundo se
calla y, a lo lejos, tres bicis BH anuncian —con campanillas y piernas morenas—
que, sin saberlo, estás entrando en la adolescencia como se entra en el río:
poco a poco, hasta el cuello, y de pronto, entero.
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