domingo, 12 de octubre de 2025

Segunda oportunidad

Si pudiera volver atrás, si pudiera rehacer mi pasado. Cuántas veces me levantaba cada mañana repitiéndome la misma cantinela. Por mucho empeño que pusiera, por mayor esfuerzo que hiciera en no cometer una y otra vez los mismos errores, al cabo del tiempo me arrepentía de lo hecho y volvía, una y otra vez, a decirme: “Esto dije, esto no debí decir; aquello no hice, aquello debí hacer”.

Pero era imposible volver atrás. El tiempo había teñido de vetas blancas mis sienes, como si quisiera adelantar el invierno de mi vida: un declive lento, más mental que físico —apenas tenía treinta y cinco años— que me sumía en una soledad sin ruido y en una apatía de agua estancada.

Algunas noches me despertaba con la sensación de estar viviendo un largo, angustioso, interminable sueño, sin principio ni fin; un sueño en el que se agitaban, como sombras gigantes, mis temores y mis miedos, sin darme cuenta, tal vez, de que —como en las sombras chinescas— a menudo es mayor el reflejo que vemos en la pared, a la luz de una vela vacilante, que el pequeño objeto que lo proyecta.

Obsesionado con revivir mi pasado, volqué todos mis esfuerzos, mentales y físicos, en ese propósito. Quise creer que, como en ciertas historias de fantasía y ciencia ficción que había devorado desde niño, todo era posible.

“Nuestras acciones —me repetía—, e incluso la ausencia de ellas, generan diferentes líneas vitales paralelas que coexisten en planos contiguos e impermeables. En alguno de esos pliegues habrá un individuo igual que yo que logró enamorar a la mujer de mis sueños; otro —o el mismo con mayor fortuna— eligió otra ocupación y triunfó. Hay actos determinantes capaces de desviar el cauce del río, de abrir vidas paralelas. Si pudiera atravesar la realidad y mirar qué habría sido si…”

Los pensamientos cruzaban cada vez más hondos e insistentes. En el fondo, todo se reducía a una elección mal hecha; a mi elección; a la infelicidad que de ella pendía.

No hallé ninguna puerta física que llevara a ese otro lado. Así que decidí entrar por donde el mundo se ablanda: los sueños.

La disciplina de la noche

Leí manuales de “sueño lúcido” con el fervor de un converso: higiene del sueño, rituales previos, alarmas en mitad de la noche, diarios en la mesilla, ejercicios de visualización. Me acostaba con la habitación en penumbra y, antes de cerrar los ojos, repetía un pequeño conjuro aprendido en un libro barato: “Cuando vea mis manos en el sueño, sabré que sueño”.

Pronto llegaron las primeras señales: el leve tirón en el estómago previo a la caída, la puerta que no conducía a la cocina sino a un pasillo con espejos, el reloj que marcaba horas imposibles. Y, con ellas, el primer regreso: la tarde de la fiesta de graduación.

El salón volvía a encenderse con luz de naranja y humo. La orquesta probaba un lento indeciso. Yo estaba sentado junto a la ventana, girando con los dedos el vaso alto del cubata, fingiendo que miraba la calle, mirándola a ella de reojo. Temía el ridículo como se teme una fiebre: más por la previsión de padecerla que por su daño real. Entonces apareció él —“el maromo”, lo llamé siempre, porque no supe aprender su nombre— y le pidió bailar. Un lento, lentísimo. Se perdieron en el rincón más oscuro. Yo seguí girando el vaso hasta gastarle la banda de sudor.

En el sueño, me levanté. Puse el vaso en la mesa. Caminé hacia ellos, con ese andar elástico del que todavía no extingue la confianza. “¿Bailas?” Nunca sabré si ella me oyó o el sueño cambió de escena para no humillarme. Desperté con el corazón en la boca y una frase en la garganta que no había sabido decir en veinte años.

La segunda noche fue distinta. La música volvió a caer en alfombra, pero ahora el bar olía al mismo perfume que ella llevaba entonces —jazmín y un alcohol barato— y el hielo del vaso tenía el mismo crujido. Supe que no era un simple sueño: mis sentidos estaban calibrados con el recuerdo, como si mi mente realmente hubiese viajado a un sitio remoto donde pasado y deseo comparten mesa. Extendí la mano; ella sonrió con una sorpresa tranquila, como si esperara desde siempre esa invitación. Bailamos. La orquesta dejó de ser un rumor —por una vez— para tocar la melodía exacta. Desperté con la música en el oído y, sobre la mesilla, un detalle imposible: una horquilla dorada, con dos dientes torcidos.

La sostuve entre los dedos con un respeto ridículo. La metí en el cajón. No se desvaneció con la mañana. El mundo, obediente a su lógica, no se desplomó: era una horquilla, nada más. Pero para mí fue un acta notarial. Volví a acostarme con la avidez del niño que encuentra la llave del desván.

Cartografía de lo onírico

El mundo de los sueños es una región vasta aún sin mapa, de orografía caprichosa: tierras oscuras y pantanosas donde la voluntad se hunde; sierras súbitas que obligan a trepar para no olvidar; nieblas donde no se sabe dónde empieza el río y termina el campo; y criaturas que cambian de bando: ángeles que, al doblar la esquina, resultan demonios domésticos; monstruos que, al encender la luz, son percheros. Aprendí a orientarme con tres reglas: no mirar dos veces el mismo reloj, no entrar en habitaciones sin ventana, no pronunciar nombres en voz alta.

Noche tras noche fui perfeccionando el regreso. Ajustaba la hora como quien sintoniza una radio vieja, corregía la distancia con la precisión del que vuelve a un banco público y lo encuentra ocupado por otros. A veces el sueño me traicionaba y, cuando creía volver a la fiesta, me devolvía al pasillo del instituto o al portal de su casa o a la mañana del examen de literatura que improvisé con descaro; otras, me concedía el milagro: poder decir “no te vayas” justo cuando ella recogía el bolso; poder confesar que tenía miedo; poder escuchar que ella también.

De día me convertí en un oficiante silencioso: respiración cuadrada, libreta de sueños, dibujos torpes de plantas de edificios que sólo existen en el sueño. Todo lo apuntaba: letras de canciones, marcas de suelo, el color del mantel. Empecé a traer pruebas: un tiquet amarillento de la barra con el nombre del local que cerró al año siguiente, un alfiler de corbata que jamás compré, un azúcar en sobre con la fecha impresa en violeta y una errata.

La realidad, a cambio, comenzó a ofrecerme grietas. En mitad de una reunión dije “nos vemos mañana” a un compañero que llevaba dos años trasladado. En la calle saludé a un vecino que nunca había vivido allí. Me descubrí tarareando una canción que no había sido publicada aún. La horquilla, sin embargo, seguía en el cajón: la tocaba algunas noches para saber que no me había vuelto loco.

La otra orilla

Quise ir más lejos: no sólo corregir un gesto, sino explorar los mundos paralelos de los que me hablaba en voz baja. Preparé mi cerebro con una obstinación casi cruel: ayuno de pantallas, música repetitiva, té ligero, una lista de preguntas debajo de la almohada. Me dormí con la mente como una brújula enfadada.

La tercera vuelta al salón de la graduación no fue igual. Las paredes respiraban; las lámparas parpadeaban con una luz más fría; ella llevaba, ahora, el pelo suelto, sin horquilla. Cuando me acerqué, se apartó un poco, no con miedo, sino con la cortesía de quien no quiere engaños. “Hoy no —dijo—. Hoy no soy yo.” Detrás de su voz parecía hablar alguien más; o la suma de todas sus voces en todas mis líneas. El maromo, sin nombre, me miró con la cara en blanco y una mueca prestada. El sueño, por primera vez, me dio miedo. Desperté con un ardor en el pecho y un sabor metálico en la lengua.

A la noche siguiente me prometí quedarme en la orilla: mirar sin corregir, aceptar. El sueño, cruel como un buen maestro, me llevó a una escena que no había deseado: la tarde en que mi padre me llamó para decirme “me preocupa un dolor”. Yo —el de entonces— no cogí  el teléfono. En el sueño pude cogerlo. Cogí. Hablé. Le escuché. Al despertar lloré con un alivio agrio, como el de los que llegan tarde a todo. En el jersey, a la altura del hombro, encontré un pelo cano adherido a la lana. Lo recogí con la punta de los dedos. No supe qué hacer con él.

Empecé a sospechar lo que no quería oír: que el sueño no era un cine a la carta, sino un puente; y que los peajes, aunque discretos, existían. Dormía mejor —o peor— que nunca. De día iba perdiendo pequeñas islas: una receta de tortilla que hacía sin pensar; una dirección antigua que siempre recordé; el segundo apellido de un amigo de infancia; la manera exacta de atarme los cordones con un gesto aprendido de mi madre. Ganaba, sí, una calma rara; perdía, sin querer, piezas del puzzle.

Última sesión

La noche decisiva volvía a ser la de la graduación. Lloviznaba bajo techo. La música caía a plomo, a cámara lenta. Todo replicaba el original como si la memoria, por fin, hubiera pulido su espejo. Me acerqué a ella sin ansiedad ni grandilocuencia. Me vio venir y, por primera vez en veinte años, me sostuvo la mirada sin ironía.

—¿Sabes? —le dije—. He venido muchas veces.

—Lo sé —contestó—. Yo también te he esperado muchas veces.

Entonces ocurrió lo que jamás había ocurrido: el sueño dejó de ser sueño. Sentí el calor de su mano con grado exacto; la aspereza de la etiqueta mal cortada en mi camisa; la nota desafinada del trombón. “Vivir de nuevo”, pensé, sin atreverme a cerrar los ojos por miedo a apagarlo.

Bailamos. Cuando terminó el lento, ella sacó del bolso una servilleta con un teléfono que ya no existe. “Llámame mañana”, dijo. “Mañana sí.” Guardé la servilleta en el bolsillo interior de la americana con el gesto de quien ha recibido el breve santo de la vida.

Desperté con el corazón sereno. Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta —la real— y allí estaba: una servilleta doblada dos veces, con un perfume de jazmín y tinta corrida; y un número de siete cifras que no correspondía a ningún prefijo actual. La apoyé en la mesa como prueba y reliquia.

Intenté llamarla, por supuesto. La voz automática contestó que aquel número no existía. El papel, en mi mano, olía aún a la fiesta.

Epílogo: la vía

No supe nunca que había otra vía —me digo a veces—. O quizá sí lo supe y no quise nombrarla: la muerte. Los viejos místicos del desierto hablaban de sueños verdaderos como de pequeños ensayos; los físicos de hoy murmuran que, en un universo infinito, todo ocurre y nos ocurre, repetido y variado, como el burro que no cesa en la noria. Lo que haya de ser será; lo que pueda ser, será. A mí me bastó (me basta) este ir y venir por la cuerda floja de la noche, con la servilleta en el bolsillo y la horquilla en el cajón, sabiendo que el puente no es autopista, que traer una prueba no cambia el mundo, que quizá lo único que cambia es mi manera de habitarlo.

Desde entonces, cuando me asalta la cantinela matinal del “si pudiera”, preparo té, abro la ventana y me siento a escribir los sueños con letra lenta, como se copian salmos en un claustro. Algunas veces vuelvo —no tantas—; otras dejo pasar el tren. Me repito, por higiene: no todo se repara; no todo se repite; no todo conviene.

Y, sin embargo, cada cierto tiempo, de madrugada, oigo sonar muy lejos la canción de aquel lento. Entonces cierro los ojos, pongo las manos frente a mi cara —como me enseñé—, reconozco que sueño, y cruzo. No para cambiar el pasado, no para atraparlo, sino para rozar su gracia y regresar con una brizna nueva de aceptación. Con eso —lo juro— el invierno del pelo se vuelve menos temprano, y la vida, sin reset, se deja vivir como si estrenara mesa y mantel.

La servilleta sigue en su sitio. Nadie la ha visto. Nadie me creería. Yo tampoco me lo creería si no fuera por el perfume obstinado, por el siete torcido de un número que ya no existe y por esta certeza mansa: a veces el sueño no corrige la vida; la reconcilia. Y eso, quizá, era lo único que yo andaba buscando cuando empecé a decirme, al despertar: si pudiera volver atrás… y, al acostarme, en voz más baja: esta noche, con cuidado.

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