Desde el día en que la desgracia me privó del uso de las piernas, mi mundo quedó reducido a una celda sin barrotes: un cuarto sombrío y una ventana que daba a la calle angosta del viejo barrio. Todo lo que me era dado contemplar —la sombra de las farolas, el furtivo paso de un gato, el eco lejano de una campana— me llegaba por ese marco rectangular que era ya mi única frontera con la vida.
Frente a mi ventana se alzaba una casa antigua, silenciosa y vacía desde hacía muchos años. Su fachada, ennegrecida por el tiempo, parecía más tumba que morada. Y, sin embargo, una noche de lluvia y viento, entre el repiqueteo de las gotas y el lamento de las maderas, la vi.
Sí, la vi. En una de las ventanas altas, recortada contra la penumbra, se erguía la figura de una mujer.
Inmóvil, casi espectral, con una fijeza tan insoportable que sentí que me atravesaba. Quise convencerme de que era un maniquí abandonado, un reflejo, un capricho de la tormenta. Pero a la mañana siguiente, al abrir los postigos, allí estaba de nuevo, quieta, mirándome.
Los días siguientes se tornaron insoportables. No dormía, apenas comía. Esperaba. Y ella nunca faltaba. A veces creí distinguir el leve parpadeo de unos ojos; otras, un imperceptible temblor en la comisura de sus labios. Nada podía apartar mi pensamiento de aquella visión.
Al fin, un impulso extraño, acaso febril, me arrastró a cruzar la calle con mi silla de ruedas. El portal del caserón estaba entreabierto, como si aguardara mi llegada. El aire, denso y frío, me golpeó con un olor a humedad y polvo antiguo. Ascendí como pude, arrastrándome escalón tras escalón. Cada peldaño me acercaba al misterio y a mi perdición.
De pronto, sentí que desfallecían mis piernas. Mi precario equilibrio se rompió, y mi cuerpo rodó con estrépito por la escalera. Sentí un golpe seco en mi nuca, la respiración escapándose como un hilo. Comprendí, con la serenidad del moribundo, que había llegado mi hora.
Entonces la oí. Pasos leves, firmes, descendían hacia mí. Alcé los ojos y allí estaba. La mujer. La misma figura de la ventana, inclinándose sobre mí, con un rostro tan pálido que parecía tejido de luna, con una sonrisa que me heló hasta el alma.
No recuerdo más.
Algunos, cuando me hallaron, dijeron que en aquel piso no había nadie, que las ventanas estaban cubiertas de polvo y telarañas. Que mi mente enferma, obsesionada y solitaria, había engendrado un fantasma propio.
Otros, en cambio, aseguran que, incluso ahora, si uno observa con atención, puede ver una mujer tras la ventana del caserón, inmóvil, aguardando.
Yo no sé ya qué creer. Solo sé que, en el instante final, ella me miraba. Y en esa mirada se consumió mi último aliento.
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