¡Qué infinita tristeza la de
aquella gélida tarde de diciembre! El día había discurrido, como casi siempre, con una monotonía parda, sin suceso
ni color. Al caer la tarde encendí el fuego de la chimenea y, a ciegas, elegí
un volumen cualquiera de entre los muchos que coronaban la vasta biblioteca del
salón. Abajo, junto a la escalera, el viejo reloj de pared marcaba con
testaruda puntualidad su tic-tac, tic-tac; solo ese latido de madera y bronce
rompía el silencio de la casa. El fuego crepitaba con un gozo que no contagiaba
a nadie.
La luna, redonda como una
moneda de cal, dejaba entrever su blancura tras el paso errante de unas
nubecillas de relieve extraño, que cruzaban su faz y se perdían, a intervalos,
en la bóveda tenebrosa de donde habían surgido. El aire, abochornado en los recodos,
crujía de pronto con ráfagas frías, como si un gigante invisible soplara contra
los postigos.
¿Dónde estaba? ¡Qué desolado
paraje! Ni una estrella, ni un canto, ni un rescoldo de vida. Silencio. Todo
parecía envuelto en un halo de irreal fantasía. ¿Era un sueño? Llevé la mano a
mis ropas: las sentí, sí; pero entonces…
Sin saber cómo me vi andando
por un camino retorcido que hendía un bosque espeso, tan solitario como aquel
trozo de luna, tan callado como una tumba. El ruido seco de mis pasos, el
vaivén mismo de mi respiración, despertaron en mí un nerviosismo primero, una
ansiedad después, una angustia inenarrable al cabo. Me detuve. Quise detener
asimismo los latidos del corazón para escuchar el absoluto, el silencio sin
grietas. Fue entonces cuando creí percibir, a mi espalda, un rumor extraño. No
quise volver la cabeza; mas una fuerza, súbita y arrebatadora, me obligó a
hacerlo. Respiré, aliviado: nada. El camino se perdía a lo lejos, como si se
borrara solo.

Y, sin embargo, ante mí me
aguardaba otra sorpresa. El sendero desembocaba en un claro abierto sobre una
colina. En la cumbre, erguida con orgullosa desolación, una construcción
dibujaba su oscura silueta contra el cielo más negro aún. Un murmullo, sofocado,
me rozó el oído. Sentí un sudor frío, y el corazón se me contrajo como en puño.
La angustia dio paso al miedo, y mis piernas, ya sin voluntad, temblaron como
espigas al capricho del viento. Aquella mole de piedra, horadada por agujeros
que querían parecer ventanas, agrandaba mi pavor con solo existir. El ansia de
lo desconocido me empujó a acercarme a aquel torreón; mas, extrañamente, no
hallé puerta alguna. Los vanos, dispuestos sin concierto, se abrían muy por
encima del suelo.
De pronto el cielo se
encendió. Una claridad breve, lechosa, iluminó cuanto alcanzaban mis ojos, y,
tras ella, el más hondo de los silencios. Otra vez la blancura de tormenta sin
descarga barrió el páramo. Permanecí inmóvil, mirando cómo la piedra verdinegra
parecía encenderse por un instante. Juraría que vi, fugaz, una silueta asomarse
a uno de aquellos vanos. ¿Fantasmagorías de mi imaginación? Dudaba aún cuando,
de súbito, entre el hueco de una de esas oquedades, brillaron los dientes
afilados del más feroz de los perros. Forcejeaba por ensanchar el agujero;
metía sus patas negras entre las piedras como si la roca, por compasión o por
horror, fuera a ceder.
Se me heló la sangre. Quedé
clavado, testigo impotente de los nerviosos movimientos de aquel ser gigantesco
y siniestro que luchaba por liberarse, por precipitarse sobre mí. En sus
pupilas —dos carbones húmedos— se reflejaba la pálida luna. ¿Cómo decir lo que
sentí? Un terror sin nombre me habitó de pronto, y con todo no había salido del
estupor cuando mis ojos asistieron a la visión más fantasmal que jamás han
visto ojos humanos. De otros vanos, en contraste luminoso con la profundidad
oscura de la piedra, comenzaron a escurrirse unos brazos amarillentos,
cadavéricos. Venían de lo profundo, de los avernos que no figuran en los mapas.
No pude más. Quise correr, pero mis piernas no me obedecían. El animal, al fin,
consiguió desclavarse del hueco y se lanzó como una sombra. No sé de dónde
saqué bríos, pero eché a correr sin rumbo, con la torpeza del pánico.
Sobre unos riscos —en el
horizonte, tenebroso— emergió la figura del perseguidor. Dondequiera que
volviera la vista, allí estaba: lóbrego y fiel a su condena, guardián de
infiernos y de insomnios. Torné al bosque, que me tragó con sus sombras, y
entonces, por un instante, una visión tan dulce que parecía mentira me lavó de
espanto.
Entre los troncos añosos
apareció una joven hermosísima. Llevaba un vestido blanco, finísimo, casi un
susurro. Sus cabellos, dorados, parecían luciérnagas; sus ojos, verdes, daban
luz a su rostro. Una cinta rojiza ceñía uno de sus pies desnudos y humedecidos
por la hierba. La delicadeza de su talle contrastaba con el tronco rugoso al
que se apoyaba. Caminé hacia ella con prisa de náufrago, y cuando casi rozaban
mis manos el aire que la envolvía, se desvaneció como niebla al sol. Quedé
solo.
Mas volvió a aparecer, allá,
sobre las agudas crestas de los riscos. Su mirada parecía llamarme. De
perseguido me vi hecho perseguidor. En mi cabeza brotaron pensamientos que no
eran míos, maquinaciones, deseos sin nombre. De pronto, sin saber cómo ni por
qué, la vi nítida como nunca, sentada en el brocal de un pozo, silenciosamente
hermosa.
Mis pies, por fin seguros, se
encaminaron hacia ella como la alimaña a su presa cuando ya no hay escapatoria.
No era un fantasma: el palpitar de sus pechos delataba la carrera reciente.
Llegué. Mis manos, mansas, se extendieron. Una sonrisa, entre ingenua y
maligna, se dibujó en su rostro, y entonces sentí cómo su talle se quebraba con
brusca decisión; se dejó caer en el pozo y, en su caída, arrastró mis manos.
Perdí el equilibrio. Caí en un abismo sin fin.
La oscuridad de la estancia
era casi absoluta, rota tan solo por las brasas agonizantes de la chimenea. El
libro yacía en el suelo. En mi mente confusa giraba un pensamiento único:
¿había sido un sueño? Las llamas ya no proyectaban mi sombra en las paredes. En
la oscuridad habría querido sentir una presencia… ¡Deseo inútil! Al fin y al
cabo, un sueño, me dije. Me incliné para recoger el volumen y, cuando iba a
cerrarlo, vi —entre sus páginas amarillentas, oxidadas de tiempo— brillar, con
la suavidad de la seda, una cinta de color rojizo.
Un escalofrío me recorrió
entero. Era la primera vez que veía aquella cinta. Se me anudó la garganta; un
sudor frío me perló la frente. El reloj de la escalera, con la dureza de un
juez, dio tres campanadas: sonoras, secas, frías, eternas.
No quise mirar la ventana. Me
pareció —o quise creerlo— que un resplandor blanquecino, parecido al de la luna
cuando decide no marcharse, cruzó el cristal. Cerré el libro, y la cinta,
obediente, quedó aprisionada dentro. El tic-tac volvió a erguir su pobre
consuelo. En el hogar, una brasa se quebró con un gemido.
Aún hoy no sé si aquella noche viví o soñé. Pero cuando, días después, bajé al jardín y me detuve frente al viejo brocal, vi, en el verdín húmedo de la piedra, el rastro leve de unos pies descalzos… y, en el borde, como olvidada por una mano ausente, otra cinta igual, rojiza, que el viento no se atrevía a llevarse.
Pamplona. 1981. (Revisada en Octubre de 2025)
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