jueves, 6 de diciembre de 2012

La cinta roja

¡Qué infinita tristeza la de aquella gélida tarde de diciembre! El día había discurrido, como casi siempre, con una monotonía parda, sin suceso ni color. Al caer la tarde encendí el fuego de la chimenea y, a ciegas, elegí un volumen cualquiera de entre los muchos que coronaban la vasta biblioteca del salón. Abajo, junto a la escalera, el viejo reloj de pared marcaba con testaruda puntualidad su tic-tac, tic-tac; solo ese latido de madera y bronce rompía el silencio de la casa. El fuego crepitaba con un gozo que no contagiaba a nadie.

La luna, redonda como una moneda de cal, dejaba entrever su blancura tras el paso errante de unas nubecillas de relieve extraño, que cruzaban su faz y se perdían, a intervalos, en la bóveda tenebrosa de donde habían surgido. El aire, abochornado en los recodos, crujía de pronto con ráfagas frías, como si un gigante invisible soplara contra los postigos.

¿Dónde estaba? ¡Qué desolado paraje! Ni una estrella, ni un canto, ni un rescoldo de vida. Silencio. Todo parecía envuelto en un halo de irreal fantasía. ¿Era un sueño? Llevé la mano a mis ropas: las sentí, sí; pero entonces…

Sin saber cómo me vi andando por un camino retorcido que hendía un bosque espeso, tan solitario como aquel trozo de luna, tan callado como una tumba. El ruido seco de mis pasos, el vaivén mismo de mi respiración, despertaron en mí un nerviosismo primero, una ansiedad después, una angustia inenarrable al cabo. Me detuve. Quise detener asimismo los latidos del corazón para escuchar el absoluto, el silencio sin grietas. Fue entonces cuando creí percibir, a mi espalda, un rumor extraño. No quise volver la cabeza; mas una fuerza, súbita y arrebatadora, me obligó a hacerlo. Respiré, aliviado: nada. El camino se perdía a lo lejos, como si se borrara solo.

Y, sin embargo, ante mí me aguardaba otra sorpresa. El sendero desembocaba en un claro abierto sobre una colina. En la cumbre, erguida con orgullosa desolación, una construcción dibujaba su oscura silueta contra el cielo más negro aún. Un murmullo, sofocado, me rozó el oído. Sentí un sudor frío, y el corazón se me contrajo como en puño. La angustia dio paso al miedo, y mis piernas, ya sin voluntad, temblaron como espigas al capricho del viento. Aquella mole de piedra, horadada por agujeros que querían parecer ventanas, agrandaba mi pavor con solo existir. El ansia de lo desconocido me empujó a acercarme a aquel torreón; mas, extrañamente, no hallé puerta alguna. Los vanos, dispuestos sin concierto, se abrían muy por encima del suelo.

De pronto el cielo se encendió. Una claridad breve, lechosa, iluminó cuanto alcanzaban mis ojos, y, tras ella, el más hondo de los silencios. Otra vez la blancura de tormenta sin descarga barrió el páramo. Permanecí inmóvil, mirando cómo la piedra verdinegra parecía encenderse por un instante. Juraría que vi, fugaz, una silueta asomarse a uno de aquellos vanos. ¿Fantasmagorías de mi imaginación? Dudaba aún cuando, de súbito, entre el hueco de una de esas oquedades, brillaron los dientes afilados del más feroz de los perros. Forcejeaba por ensanchar el agujero; metía sus patas negras entre las piedras como si la roca, por compasión o por horror, fuera a ceder.

Se me heló la sangre. Quedé clavado, testigo impotente de los nerviosos movimientos de aquel ser gigantesco y siniestro que luchaba por liberarse, por precipitarse sobre mí. En sus pupilas —dos carbones húmedos— se reflejaba la pálida luna. ¿Cómo decir lo que sentí? Un terror sin nombre me habitó de pronto, y con todo no había salido del estupor cuando mis ojos asistieron a la visión más fantasmal que jamás han visto ojos humanos. De otros vanos, en contraste luminoso con la profundidad oscura de la piedra, comenzaron a escurrirse unos brazos amarillentos, cadavéricos. Venían de lo profundo, de los avernos que no figuran en los mapas. No pude más. Quise correr, pero mis piernas no me obedecían. El animal, al fin, consiguió desclavarse del hueco y se lanzó como una sombra. No sé de dónde saqué bríos, pero eché a correr sin rumbo, con la torpeza del pánico.

Sobre unos riscos —en el horizonte, tenebroso— emergió la figura del perseguidor. Dondequiera que volviera la vista, allí estaba: lóbrego y fiel a su condena, guardián de infiernos y de insomnios. Torné al bosque, que me tragó con sus sombras, y entonces, por un instante, una visión tan dulce que parecía mentira me lavó de espanto.

Entre los troncos añosos apareció una joven hermosísima. Llevaba un vestido blanco, finísimo, casi un susurro. Sus cabellos, dorados, parecían luciérnagas; sus ojos, verdes, daban luz a su rostro. Una cinta rojiza ceñía uno de sus pies desnudos y humedecidos por la hierba. La delicadeza de su talle contrastaba con el tronco rugoso al que se apoyaba. Caminé hacia ella con prisa de náufrago, y cuando casi rozaban mis manos el aire que la envolvía, se desvaneció como niebla al sol. Quedé solo.

Mas volvió a aparecer, allá, sobre las agudas crestas de los riscos. Su mirada parecía llamarme. De perseguido me vi hecho perseguidor. En mi cabeza brotaron pensamientos que no eran míos, maquinaciones, deseos sin nombre. De pronto, sin saber cómo ni por qué, la vi nítida como nunca, sentada en el brocal de un pozo, silenciosamente hermosa.

Mis pies, por fin seguros, se encaminaron hacia ella como la alimaña a su presa cuando ya no hay escapatoria. No era un fantasma: el palpitar de sus pechos delataba la carrera reciente. Llegué. Mis manos, mansas, se extendieron. Una sonrisa, entre ingenua y maligna, se dibujó en su rostro, y entonces sentí cómo su talle se quebraba con brusca decisión; se dejó caer en el pozo y, en su caída, arrastró mis manos. Perdí el equilibrio. Caí en un abismo sin fin.

La oscuridad de la estancia era casi absoluta, rota tan solo por las brasas agonizantes de la chimenea. El libro yacía en el suelo. En mi mente confusa giraba un pensamiento único: ¿había sido un sueño? Las llamas ya no proyectaban mi sombra en las paredes. En la oscuridad habría querido sentir una presencia… ¡Deseo inútil! Al fin y al cabo, un sueño, me dije. Me incliné para recoger el volumen y, cuando iba a cerrarlo, vi —entre sus páginas amarillentas, oxidadas de tiempo— brillar, con la suavidad de la seda, una cinta de color rojizo.

Un escalofrío me recorrió entero. Era la primera vez que veía aquella cinta. Se me anudó la garganta; un sudor frío me perló la frente. El reloj de la escalera, con la dureza de un juez, dio tres campanadas: sonoras, secas, frías, eternas.

No quise mirar la ventana. Me pareció —o quise creerlo— que un resplandor blanquecino, parecido al de la luna cuando decide no marcharse, cruzó el cristal. Cerré el libro, y la cinta, obediente, quedó aprisionada dentro. El tic-tac volvió a erguir su pobre consuelo. En el hogar, una brasa se quebró con un gemido.

Aún hoy no sé si aquella noche viví o soñé. Pero cuando, días después, bajé al jardín y me detuve frente al viejo brocal, vi, en el verdín húmedo de la piedra, el rastro leve de unos pies descalzos… y, en el borde, como olvidada por una mano ausente, otra cinta igual, rojiza, que el viento no se atrevía a llevarse.

Pamplona. 1981. (Revisada en Octubre de 2025)

No hay comentarios:

Publicar un comentario