A la altura de la travesía de Betelu se espesó la niebla con esa prisa que tienen los accidentes. Apagué la
radio para oír mejor la carretera —manía o costumbre— y dejé que la
calefacción, más rumor que calor, me soplara a los tobillos. Curva, recta,
curva: el bosque asomaba por los faros como si fuera a cruzarse un secreto.
Fue en una recta antes de
encarar el puerto de Azpiroz cuando la vi. A la derecha, en la cuneta, una chica levantaba la
mano muy recta, sin aspavientos, envuelta en una chaqueta clara y una falda
oscura que el agua pegaba a sus piernas. El pelo negro, sujeto con una diadema
pálida; los ojos grandes, asustados, pero sin llegar a ser histéricos. Bajé la velocidad,
puse el intermitente, miré por el retrovisor, por si la Guardia Civil andaba cerca y me arrimé.
—¿Vas a Pamplona? —preguntó,
sin rodeos, asomándose al marco de la ventanilla. Tenía una voz limpia, de
internado, con algo de frío.
—Sí. Sube.
Abrió con cuidado, como si no
quisiera mojar la tapicería, y se acomodó encogida, pegando las manos al bolso.
Olía a agua y a algo dulce, quizá colonia de las de antes. Cerré la puerta. El
coche vibró para sí mismo, satisfecho de tener por fin conversación.
—¿De dónde vienes? —pregunté,
más por cortesía que por curiosidad.
—De San Sebastián —dijo—. Me
he quedado sin combinación… y ya sabes cómo es esto.
Asentí. Yo también sabía:
autobuses que no esperan, paradas sin marquesina, un mundo que se apaga
temprano. Miré de reojo. Era guapa de una manera antigua: ojos firmes, pómulos
limpios, la diadema puesta con precisión. Se frotó los brazos.
—Si quieres, sube la
calefacción —propuse.
—Gracias. No hace falta —dijo,
pero luego estiró un poco las manos hacia el aire tibio, como quien se concede
un pequeño lujo.
La carretera comenzó a ganar
altura. En la cuneta apareció un crucero de madera con un ramo húmedo. Siempre
me impresiona cómo el duelo aprende geografía. La chica lo miró sin girar la
cabeza, como quien conoce cada señal.
—Te dejo en Cuatrovientos si
te parece —dije—. De ahí tendrás autobuses o taxis.
—Sí —dijo—. Me viene bien.
Nos callamos un rato. Los
faros de algún Pegaso nos daban de frente como bueyes con sueño. Cedí. Él
también. La chica, a mi lado, respiraba leve, como si temiera enturbiar el
cristal. Me di cuenta de que tiritaba.
—Toma —le ofrecí mi americana,
que llevaba en el asiento de atrás—. Está seca.
—No —dijo de primeras, con
vergüenza. Luego, sí. Se la puso sobre los hombros con cuidado. Me dio las
gracias con un gesto mínimo.
La niebla hacía islotes en la carretera. Delante nuestra solo tres metros de asfalto nos pertenecían.
Me vino a la cabeza un chiste, una tontería para aliviar, pero no me salió.
—¿Cómo te llamas? —arranqué al
fin.
—No importa —dijo. No sonó
hosca; sonó verdad.
—Como quieras.
Nos acompañó otro silencio,
este más cómodo. Luego, ella se inclinó apenas hacia adelante, como hacen los
copilotos atentos, y señaló con una mano pálida.
—Despacio aquí —susurró—. Esta
curva siempre se me resiste.
“Se me resiste”, pensé. La
conocía. Frené. Los neumáticos besaron el asfalto con un quejido fino. La curva
era de las que engañan: parece que cierran poco y se empeñan en cerrarse más.
Pasamos.
—Gracias —dijo, y lo dijo como
quien agradece algo de más peso.
Azpiroz ya estaba detrás.
Bajábamos. La niebla aflojaba, la lluvia no. La vi sonreír por primera vez: una
sonrisa breve, casi de fotografía. Se ajustó la diadema, miró el cristal con
una atención que no era cuidado, era reconocimiento. Y entonces me dijo, en voz
suave, sin drama, como se dice una dirección:
—Aquí. Para un momento.
Obedecí. No había arcén, sólo
un respiro de cuneta junto a un tramo de quitamiedos viejo y una cruz apagada.
La chica puso la mano en el salpicadero, despacio, como quien bendice. Y dijo:
—Aquí me maté yo.
Giré la cabeza hacia ella. No
estaba.
No hubo ruido de puerta, ni
aire de fuga, ni agua en la moqueta. Nada. Sólo mi americana, doblada pulcra
sobre su asiento. Tardé unos segundos en entender que la respiración que oía
era sólo la mía. El Seat seguía al ralentí, terco, como si nada en el mundo
hubiese cambiado. Miré por el cristal: el quitamiedos abollado, la marca vieja
de un golpe, una cruz rudimentaria con un ramo descolorido. La diadema —una cinta pálida—
colgaba del hierro como un gesto.
No recuerdo bien cómo arranqué
otra vez. Sé que llegué a Cuatrovientos con las manos entumecidas y me apoyé en
la barra del bar con el hambre súbita de los que acaban de llegar vivos. Pedí
un café. El camarero —bigote corto, delantal cansado— me miró el color.
—¿Le ha pasado algo? —preguntó
con el usted automático de las madrugadas.
—He… He recogido a una chica
en Azpiroz —dije—. Bajando me ha dicho… —no supe terminar—. En una curva. Aquí
me maté yo.
El hombre dejó la cafetera en
su sitio. No se rió. No dijo “déjese de bromas”. No llamó loco a nadie. Se secó
las manos en el paño como quien se seca un gesto.
—No es el primero —dijo al
fin, con la voz baja de los hechos viejos—. En el sesenta y tantos, una
muchacha del internado de San Sebastián se salió en esa curva con un 600.
Llovía. Dicen que iba tarde. Dicen tantas cosas. A veces vuelve a pedir paso.
Avisa.
No hablaba de fantasmas.
Hablaba como se habla del viento, de la nieve, de lo que sucede y pasa. Bebí el
café de golpe. Una parte de mí quería reírse; otra dar las gracias.
—Se ha dejado esto —dije,
sacando la americana del brazo. En el bolsillo noté algo. Saqué la mano. La
diadema. La misma: pálida, húmeda aún.
El camarero la miró, pesó el
silencio y, como si ya supiera el trámite, señaló hacia la puerta.
—Si quiere, vuelva. Póngasela
en la cruz. Ella sabrá.
Volví. Lloviznaba con más
piedad. La carretera tenía ahora coches de gente con prisa de pan y de sueño.
Aparqué mal, peligrosamente, con los intermitentes parpadeando como pestañas.
Crucé. El quitamiedos frío, la cuneta blanda, el ramo viejo que olía a nada.
Colgué la diadema con una torpeza que me sacó una sonrisa. No recé; no supe. Me
aparté.
Cuando subí al coche, el
asiento del acompañante seguía vacío, con la americana doblada, seca. Dejé el
motor un momento en silencio. Me pareció —quizá fue sólo mi deseo— que el
cristal del lado de ella se desempañaba desde dentro con la forma leve de una
mano.
Al llegar a Pamplona, mi madre
no preguntó por qué olía a lluvia el forro de la chaqueta. Me puso en la mesa
un plato de sopa y el rosario en la radio acompañó, sin pretenderlo, el resto.
No busqué la noticia en el
Diario de Navarra ni pregunté en el internado. En estas cosas, la curiosidad
peca de mala educación. De vez en cuando, cuando subo por la vieja carretera hacia San
Sebastián —pocas veces ya—, bajo un punto antes de esa curva. La saludo con el
volante, como saludan los hombres a las vacas que han conocido de terneras. Y,
si es de noche y llueve, dejo en el asiento de al lado una chaqueta doblada,
por si acaso.
Por si alguien levanta la mano
en la neblina y dice, con voz limpia de internado, que baje la calefacción y
que despacio aquí; por si, sin dolor y sin teatro, vuelve a señalar la curva y,
antes de desaparecer, deja dicho, como quien deja una dirección en un sobre:
Aquí me maté yo.
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