domingo, 12 de octubre de 2025

El ángel de la carretera

Volvía tarde a Pamplona por la carretera vieja de San Sebastián, con el Seat 850 resoplando como una estufa y el parabrisas rayado por una llovizna tercamente fina. Habíamos apurado más de la cuenta el café en Tolosa, porque a esas horas la N-240 parecía una cinta de alquitrán tendida sólo para los camiones y los guardias con tricornio. La radio radiaba, roncaba casi Los Brincos cuando quería, y cuando no, un zumbido de abejas viejas. En el cajón de la guantera, una linterna con pilas cansadas y un rosario de mi madre. Nada más.

A la altura de la travesía de Betelu se espesó la niebla con esa prisa que tienen los accidentes. Apagué la radio para oír mejor la carretera —manía o costumbre— y dejé que la calefacción, más rumor que calor, me soplara a los tobillos. Curva, recta, curva: el bosque asomaba por los faros como si fuera a cruzarse un secreto.

Fue en una recta antes de encarar el puerto de Azpiroz cuando la vi. A la derecha, en la cuneta, una chica levantaba la mano muy recta, sin aspavientos, envuelta en una chaqueta clara y una falda oscura que el agua pegaba a sus piernas. El pelo negro, sujeto con una diadema pálida; los ojos grandes, asustados, pero sin llegar a ser histéricos. Bajé la velocidad, puse el intermitente, miré por el retrovisor,  por si la Guardia Civil andaba cerca y me arrimé.

—¿Vas a Pamplona? —preguntó, sin rodeos, asomándose al marco de la ventanilla. Tenía una voz limpia, de internado, con algo de frío.

—Sí. Sube.

Abrió con cuidado, como si no quisiera mojar la tapicería, y se acomodó encogida, pegando las manos al bolso. Olía a agua y a algo dulce, quizá colonia de las de antes. Cerré la puerta. El coche vibró para sí mismo, satisfecho de tener por fin conversación.

—¿De dónde vienes? —pregunté, más por cortesía que por curiosidad.

—De San Sebastián —dijo—. Me he quedado sin combinación… y ya sabes cómo es esto.

Asentí. Yo también sabía: autobuses que no esperan, paradas sin marquesina, un mundo que se apaga temprano. Miré de reojo. Era guapa de una manera antigua: ojos firmes, pómulos limpios, la diadema puesta con precisión. Se frotó los brazos.

—Si quieres, sube la calefacción —propuse.

—Gracias. No hace falta —dijo, pero luego estiró un poco las manos hacia el aire tibio, como quien se concede un  pequeño lujo.

La carretera comenzó a ganar altura. En la cuneta apareció un crucero de madera con un ramo húmedo. Siempre me impresiona cómo el duelo aprende geografía. La chica lo miró sin girar la cabeza, como quien conoce cada señal.

—Te dejo en Cuatrovientos si te parece —dije—. De ahí tendrás autobuses o taxis.

—Sí —dijo—. Me viene bien.

Nos callamos un rato. Los faros de algún Pegaso nos daban de frente como bueyes con sueño. Cedí. Él también. La chica, a mi lado, respiraba leve, como si temiera enturbiar el cristal. Me di cuenta de que tiritaba.

—Toma —le ofrecí mi americana, que llevaba en el asiento de atrás—. Está seca.

—No —dijo de primeras, con vergüenza. Luego, sí. Se la puso sobre los hombros con cuidado. Me dio las gracias con un gesto mínimo.

La niebla hacía islotes en la carretera. Delante nuestra solo tres metros de asfalto nos pertenecían. Me vino a la cabeza un chiste, una tontería para aliviar, pero no me salió.

—¿Cómo te llamas? —arranqué al fin.

—No importa —dijo. No sonó hosca; sonó verdad.

—Como quieras.

Nos acompañó otro silencio, este más cómodo. Luego, ella se inclinó apenas hacia adelante, como hacen los copilotos atentos, y señaló con una mano pálida.

—Despacio aquí —susurró—. Esta curva siempre se me resiste.

“Se me resiste”, pensé. La conocía. Frené. Los neumáticos besaron el asfalto con un quejido fino. La curva era de las que engañan: parece que cierran poco y se empeñan en cerrarse más. Pasamos.

—Gracias —dijo, y lo dijo como quien agradece algo de más peso.

Azpiroz ya estaba detrás. Bajábamos. La niebla aflojaba, la lluvia no. La vi sonreír por primera vez: una sonrisa breve, casi de fotografía. Se ajustó la diadema, miró el cristal con una atención que no era cuidado, era reconocimiento. Y entonces me dijo, en voz suave, sin drama, como se dice una dirección:

—Aquí. Para un momento.

Obedecí. No había arcén, sólo un respiro de cuneta junto a un tramo de quitamiedos viejo y una cruz apagada. La chica puso la mano en el salpicadero, despacio, como quien bendice. Y dijo:

—Aquí me maté yo.

Giré la cabeza hacia ella. No estaba.

No hubo ruido de puerta, ni aire de fuga, ni agua en la moqueta. Nada. Sólo mi americana, doblada pulcra sobre su asiento. Tardé unos segundos en entender que la respiración que oía era sólo la mía. El Seat seguía al ralentí, terco, como si nada en el mundo hubiese cambiado. Miré por el cristal: el quitamiedos abollado, la marca vieja de un golpe, una cruz rudimentaria con un ramo descolorido. La diadema —una cinta pálida— colgaba del hierro como un gesto.

No recuerdo bien cómo arranqué otra vez. Sé que llegué a Cuatrovientos con las manos entumecidas y me apoyé en la barra del bar con el hambre súbita de los que acaban de llegar vivos. Pedí un café. El camarero —bigote corto, delantal cansado— me miró el color.

—¿Le ha pasado algo? —preguntó con el usted automático de las madrugadas.

—He… He recogido a una chica en Azpiroz —dije—. Bajando me ha dicho… —no supe terminar—. En una curva. Aquí me maté yo.

El hombre dejó la cafetera en su sitio. No se rió. No dijo “déjese de bromas”. No llamó loco a nadie. Se secó las manos en el paño como quien se seca un gesto.

—No es el primero —dijo al fin, con la voz baja de los hechos viejos—. En el sesenta y tantos, una muchacha del internado de San Sebastián se salió en esa curva con un 600. Llovía. Dicen que iba tarde. Dicen tantas cosas. A veces vuelve a pedir paso. Avisa.

No hablaba de fantasmas. Hablaba como se habla del viento, de la nieve, de lo que sucede y pasa. Bebí el café de golpe. Una parte de mí quería reírse; otra dar las gracias.

—Se ha dejado esto —dije, sacando la americana del brazo. En el bolsillo noté algo. Saqué la mano. La diadema. La misma: pálida, húmeda aún.

El camarero la miró, pesó el silencio y, como si ya supiera el trámite, señaló hacia la puerta.

—Si quiere, vuelva. Póngasela en la cruz. Ella sabrá.

Volví. Lloviznaba con más piedad. La carretera tenía ahora coches de gente con prisa de pan y de sueño. Aparqué mal, peligrosamente, con los intermitentes parpadeando como pestañas. Crucé. El quitamiedos frío, la cuneta blanda, el ramo viejo que olía a nada. Colgué la diadema con una torpeza que me sacó una sonrisa. No recé; no supe. Me aparté.

Cuando subí al coche, el asiento del acompañante seguía vacío, con la americana doblada, seca. Dejé el motor un momento en silencio. Me pareció —quizá fue sólo mi deseo— que el cristal del lado de ella se desempañaba desde dentro con la forma leve de una mano.

Al llegar a Pamplona, mi madre no preguntó por qué olía a lluvia el forro de la chaqueta. Me puso en la mesa un plato de sopa y el rosario en la radio acompañó, sin pretenderlo, el resto.

No busqué la noticia en el Diario de Navarra ni pregunté en el internado. En estas cosas, la curiosidad peca de mala educación. De vez en cuando, cuando subo por la vieja carretera hacia San Sebastián —pocas veces ya—, bajo un punto antes de esa curva. La saludo con el volante, como saludan los hombres a las vacas que han conocido de terneras. Y, si es de noche y llueve, dejo en el asiento de al lado una chaqueta doblada, por si acaso.

Por si alguien levanta la mano en la neblina y dice, con voz limpia de internado, que baje la calefacción y que despacio aquí; por si, sin dolor y sin teatro, vuelve a señalar la curva y, antes de desaparecer, deja dicho, como quien deja una dirección en un sobre:

Aquí me maté yo.

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