Nosotros lo combatíamos como podíamos: con la estufa de gas en el cuarto comunitario, con jerséis prestados, con cafés
recalentados tres veces en la misma cazuela y con ese heroísmo de los veinte
años que cree que todo se puede arreglar con una canción y una asamblea.
Éramos cuatro. No hacía falta decir “compañeros” para
saberlo. En aquel piso, “compañeros” no era una palabra de carteles: era una
forma de mantener la vida a flote.
Mikel dormía en la habitación que daba a la calle. Tenía el
pelo rizado y las manos siempre manchadas de tinta de la imprenta clandestina, la llamábamos la "vietnamita".
Había entrado en Filosofía, pero lo suyo eran las palabras con destino. Las
escribía en octavillas, en pancartas, en márgenes de apuntes, y a veces también
en cartas que nunca enviaba. Llamaba “el Régimen” a todo lo que oliera a orden
impuesto: desde la policía hasta el horario del comedor universitario.
Rosa era de Iturrama, hija de ferroviario. Estudiaba
Magisterio y llevaba una libreta con dibujos minuciosos de ojos, manos,
pañuelos. Hablaba poco en público, pero cuando hablaba se hacía silencio. Tenía
una manera de mirar que parecía haber nacido con veinte años de memoria por
dentro, como si la vida ya le hubiera pasado antes y ahora la estuviera
repasando para darle sentido.
Iñaki venía de la Sakana; el único que no decía “Pamplona”
sino “Iruña” sin que se notara que lo hacía a propósito. Estudiaba Derecho y
caminaba siempre con un libro bajo el brazo que no abría. Su verdadero banderín
era una radio que captaba todo tipo de emisoras, por la que escuchaba por las noches las
transmisiones de Radio Francia Internacional como quien oye el partido de los domingos. Tenía algo de notario
del futuro: le obsesionaba poner nombre exacto a las cosas que estaban
naciendo.
Y luego estaba yo. O, mejor dicho, estábamos yo y el miedo
que intentaba esconder. Estudiaba Periodismo. Esa carrera entonces era una
mezcla de ilusión y trinchera: queríamos contar el mundo, sí, pero sobre todo
queríamos que el mundo nos dejara contarlo. Mi pasión era la cámara de Super-8
que me había prestado mi tío, un aparato negro con brillo de novedad
extranjera. Era mi herramienta de salvación: si yo grababa algo, existía; si
existía, era más difícil que lo borrasen.
A las tardes, la casa era un hervidero de cosas pequeñas:
Mikel cortando cartones con tijeras de colegio para hacer plantillas; Rosa cosiendo
un parche en una chaqueta vaquera mientras escuchaba a Aute; Iñaki revisando
listas de firmas para una asociación vecinal que aún no tenía local; yo
escribiendo en la Olivetti de segunda mano que sonaba como una lluvia seca.
A veces venía Jon, el novio de Rosa, con una guitarra. A
veces venían algunos compañeros de la Facultad con la excusa de “hablar un rato” y nos
llenaba el piso de humo, consignas y risas nerviosas. En Jarauta todo estaba cerca: las tabernas, las plazas, el pulso de la ciudad. A la noche, cuando el
Casco Viejo se recogía temprano, aún había luz en nuestra cocina.
Las paredes estaban cubiertas de carteles: uno de amnistía,
con letras grandes y feas; otro del Aberri Eguna; otro de una obra de teatro
universitario que nunca llegó a representarse porque “no era el momento”.
Teníamos también un póster donde George Harrison sonreía como si supiera algo
que nosotros aún no.
De vez en cuando, alguien llamaba a la puerta y no era un
amigo, sino una mujer del segundo que venía a
quejarse de la música. Era una viuda pequeña, con bata azul y mirada de quien
no quiere meterse en nada pero vive rodeada de cosas que la obligan. Se llamaba
Aurelia. A nosotros nos trataba con una mezcla de maternal ternura y miedo
prudente.
—No os metáis en líos, majetes —decía siempre, como quien
ofrece pan bendito.
Nosotros asentíamos con una sonrisa que era más compromiso
que cortesía. Claro que nos metíamos en líos. Los líos estaban en el aire.
Aquel noviembre de 1976 Pamplona olía a leña mojada, a castañas en cucurucho y a ese perfume nuevo de libertad
que todavía picaba en la garganta.
Las manifestaciones eran casi semanales. Un día por la
amnistía, otro por el estatuto, otro por el precio del pan, otro porque todo
parecía moverse y había que empujar para que no se quedara a medias. Las calles
se llenaban de panfletos como hojas de otoño. Había más miedo que antes, pero
también más ganas.
Ese sábado salimos los cuatro. Mikel se había empeñado en
que era importante “estar”. Iñaki quería escuchar lo que se gritaba, lo que no
salía en la radio. Rosa llevaba una bufanda roja que le había tejido su madre y
que parecía un aviso. Yo me colgué la cámara al cuello como si fuese una
medalla.
Bajamos a Mercaderes y nos metimos por Estafeta. Había
gente por todas partes, y no solo estudiantes. Había obreros con chaquetas
gruesas, señoras con bolsas de la compra, jubilados que miraban desde los
portales. La ciudad parecía haber salido de sí misma para verse actuar.
Los gritos se levantaban como olas:
—¡Libertad! ¡Amnistía! ¡Estatuto de autonomía!
Y otros, más bajos, más oscuros, que nacían en grupos
pequeños y se apagaban rápido.
En la Plaza del Castillo el gentío era un cuerpo único,
compacto. Yo grababa a ráfagas: un plano de los pañuelos, uno de las pancartas,
uno de un policía nervioso que se ajustaba el casco con una mano que temblaba.
La tensión subió sin avisar. Bastó una carrera, una botella
rota, un megáfono que cambió de tono. Los grises se desplegaron como una
persiana metálica. Alguien gritó “¡cuidado!” y sin saber quién ni por qué,
corrimos.
Corrimos por San Nicolás, salimos por la plaza de San Francisco, nos deshicimos en
callejones. Yo no dejé de rodar, a trompicones, con la cámara contra el pecho.
No quería que aquello se perdiera en el ruido.
Nos refugiamos en un portal. Unos segundos de silencio
pegajoso, la respiración de cuatro animales asustados. Luego las risas, que
siempre venían como una defensa.
—¿Has grabado algo? —me preguntó Rosa, medio en serio medio
jugando a quitarle hierro.
—Creo que sí —dije, intentando parecer valiente. En
realidad, no recordaba si la cámara había estado encendida o si yo solo fingía.
Volvimos al piso con la ropa oliendo a gas lacrimógeno y
lluvia. Mikel estaba eufórico. Iñaki hacía un relato ordenado de lo que había
visto, con fechas, con nombres. Rosa no decía nada: ponía agua a hervir y
dejaba que la cocina hiciera de casa.
Yo tenía el cuerpo duro por dentro, como si me hubieran
metido una vara de madera por la espalda. Aún me vibraba el rumor de la plaza
en los huesos.
—Esta vez sí que va en serio —dijo Mikel, mientras se
quitaba las botas mojadas—. Esto ya no hay quien lo pare.
Aurelia llamó esa noche. No para pedir fuego. Para vernos.
—He oído jaleo abajo —dijo desde el quicio, sin atreverse a
entrar—. ¿Estáis bien?
—Nada, señora Aurelia, un poco de carrera —respondió Iñaki
con su voz de abogado en prácticas.
Ella nos miró uno por uno. Se notaba que quería preguntar
más, pero no sabía qué ni cómo.
—Bueno… pues eso… cuidadito. —Y añadió, casi susurrando—: Yo
también tuve veinte años.
Luego se fue. Y durante un segundo nos quedamos como
congelados. Fue una frase pequeña, de esas que sueltas para cerrar una
conversación, pero nos dejó un eco raro en el pasillo.
Esa noche cenamos tortilla de patata recalentada y pan duro.
Rasgamos el silencio hasta volverlo normal. Después, como siempre, caímos en
una charla larga y circular sobre lo que estaba pasando en España, sobre lo que
podía pasar, sobre si nos estaban dejando ganar o solo estaban cambiando el decorado.
Iñaki sostuvo que se estaba abriendo una vía legal que había
que ocupar. Mikel dijo que la legalidad era un traje de otros y que nosotros
teníamos que crear la nuestra. Rosa opinó que al final lo importante era la
gente, los barrios, el día a día, que de nada valía cambiar la bandera si la
escuela seguía siendo la misma. Yo escuchaba y tocaba la cámara sin mirarla,
como una superstición.
—¿La vemos? —preguntó Mikel de pronto, señalando el aparato.
Asentí. Puse el proyector sobre la mesa del comedor. Era una
caja blanca que hacía un ruido de ventilador enfermo, y a la que teníamos que
darle golpes suaves para que no se tragara la cinta.
Apagamos las luces. La pared se volvió pantalla. El haz de
luz empezó a temblar.
Primero, planos torcidos de calle: pies corriendo, paraguas,
trozos de cielo gris. Luego pancartas borrosas. Gente girando la cabeza. Un
letrero de una taberna. La imagen daba saltos como si también tuviera miedo.
—¡Mira, ahí estamos! —dijo Rosa, riendo al verse un segundo
de perfil, con la bufanda roja.
Yo también me vi, pero no del todo: el cristal de un
escaparate devolvía un reflejo que no sabía si era mío o del que grababa. Me
dio un orgullo tonto.
La cinta avanzó. Entrábamos en la Plaza del Castillo. Se
veía el núcleo de la concentración. El plano se detuvo en una escena fija,
quizá porque yo había apretado fuerte la cámara contra el pecho y sin querer la
dejé apuntando a un lugar.
El plano era simple: nosotros cuatro de espaldas, mirando
hacia el centro de la plaza. Las siluetas inmóviles de cientos de personas. Una
pancarta. Y la fuente al fondo.
Entonces lo vimos.
Detrás de nosotros —un metro, quizá menos— aparecía un
hombre. No era parte de la manifestación, porque no llevaba gesto de grito ni
de empuje. Estaba quieto. Miraba a cámara. Tenía la cara seria y pálida, como
si le hubieran puesto harina. Vestía una gabardina antigua, de esas que ya no
se veían. Y lo más raro: su postura no era la de alguien que se ha colado en el
plano, sino la de alguien que sabe que lo están filmando y acepta ser filmado.
Yo no recordaba a nadie así. Ni yo, ni ninguno.
—¿Quién es ese? —preguntó Iñaki, inclinándose hacia la pared
como si eso lo acercara.
—No estaba ahí —dijo Rosa, sin rastro de broma.
Mikel se levantó y puso la mano en la imagen, como quien
quiere tocar un cuadro.
—Será algún tipo que pasaba. Mira cómo nos mira.
Yo tragué saliva.
—No me acuerdo.
La cinta siguió. Volvieron las carreras, los giros, el
portal donde nos metimos. Pero ya no veíamos nada más. Todo lo demás era ruido
alrededor de esa presencia.
Volvimos atrás. Rebobiné con el dedo, con cuidado, buscando
el plano fijo. Lo dejamos otra vez correr.
Ahí estaba otra vez. El hombre en gabardina, mirándonos
desde detrás de nosotros. Igual de quieto. Igual de nítido.
—¿Un policía? —aventuró Mikel, combativo por instinto.
—No. Los policías no llevan esas gabardinas —dijo Iñaki, que
observaba los detalles como si firmara un documento.
Rosa no decía nada. Se había quedado con la cara pálida, los
ojos clavados.
Yo sentí algo raro en el estómago, como un escalón que no
esperas. Tenía la sensación de haber metido la mano en un cajón y tocar algo
que no era suyo.
—Igual es alguien del barrio —murmuré—. Algún vecino.
—¿Y por qué te mira así? —Rosa habló por fin, bajito.
No contesté. No sabía.
De pronto, en la imagen, justo antes de que la cinta diera
un salto, el hombre alzó un poco la mano. No como un saludo. Más bien como una
advertencia o una despedida.
El proyector tragó la película. El ruido aumentó, se apagó
la luz. Se encendió la cocina con una claridad de domingo.
Nos quedamos allí, con las caras como si hubiéramos visto
llover dentro de casa.
—Es un fallo —dije al fin, queriendo barrer el miedo con una
palabra técnica. Periodista de manual, ya ves.
—Un fallo de qué —replicó Iñaki—. La cámara ha grabado lo
que había.
—No siempre —respondió Mikel—. A veces graba otras cosas. Si
está mal la bobina, si el proyector…
No insistí. Me di cuenta de que estaba intentando
persuadirme a mí mismo.
Rosa se levantó, fue hasta la ventana, apartó la cortina.
Miró la calle Jarauta vacía, mojada, quieta.
—¿Os habéis fijado en la cara? —dijo sin girarse.
—Qué cara.
—La cara de ese hombre. No es de ahora.
Aquello nos hizo callar. Porque no sabíamos si tenía razón,
pero la idea encajaba demasiado bien. El rostro era como de foto antigua, de
esas que ves en cajones de abuelos y no sabes quién es pero te inquietan igual.
—Venga, va —Mikel forzó una risa seca—. Nos ha afectado el
gas lacrimógeno.
—O el café recalentado —añadí, agradecido por el chiste.
Pero nadie rió.
Esa noche cada uno se fue a su cuarto sin el ritual habitual
de sobremesa. Era como si de repente el piso hubiera cambiado de tamaño. Como
si Jarauta, con su frío de piedra, se hubiera acercado un paso más.
Yo me metí en la cama con la cámara encima de la silla.
Antes de apagar, la miré. Era solo una máquina, claro. Pero una máquina puede
ser una ventana si te empeñas lo suficiente. Y también un espejo hacia atrás.
Tardé en dormirme. Oí a Mikel dar vueltas. Oí a Iñaki toser.
Oí la radio de algún vecino con un partido nocturno. Y, muy tarde, creí oír
algo más: pasos en la escalera, lentos, casi ceremoniosos. Pensé que sería
Aurelia yendo al baño, pero no había baño en la escalera. Había dos pisos más
arriba y silencio de tejados.
Me levanté. Miré por la mirilla. No había nadie.
Volví a la cama sin encender, con esa sensación de haber
soñado despierto.
A la mañana siguiente, Rosa nos dijo que iba a la compra. No
pidió compañía. Se fue sola, con la bufanda roja y una cara de determinación
triste.
Mikel y yo salimos más tarde hacia la Facultad. Jarauta estaba llena de vida diurna: niños que salían de los portales, tenderos que abrían con golpes de
persiana. Todo lo normal parecía un poco más normal, como si el
mundo se hubiera esforzado por tranquilizarnos.
En clase intenté atender, pero tenía el plano fijo dando
vueltas en la cabeza. En el descanso me encontré a un profesor de prácticas que olía a
tabaco rubio y a libertad reciente. Le conté por encima lo de la cinta. Se rió.
—La cámara no inventa, muchacho. Solo revela. A veces revela
más de lo que queremos ver.
No supe si me estaba tomando el pelo o dándome una lección,
pero me dejó peor.
Al volver al piso, Rosa estaba en la cocina. Tenía una foto
sobre la mesa. Una foto vieja, en blanco y negro, con bordes dentados.
—Me he pasado por casa de mi tía —dijo.
La foto mostraba la Plaza del Castillo en otra época:
hombres con boina, mujeres con abrigo oscuro, un autobús con el letrero
“Pamplona–San Sebastián”. Y, a la derecha, casi fuera del encuadre, un hombre
con gabardina que miraba al fotógrafo.
El mismo hombre.
No era parecido. Era él. La misma nariz delgada, la misma
frente limpia, la misma expresión de “sé que estás mirando”.
Sentí un frío que no venía del día.
—¿Quién es? —pregunté, aunque la voz me salió más pequeña
que yo.
Rosa tragó saliva.
—Dice mi tía que se llamaba Julián. Era vecino de Jarauta.
Desapareció hace cuarenta años. Se lo llevaron de noche un grupo de falangistas. Nunca volvió.
Se hizo un silencio de esos que pesan.
Iñaki llegó justo en ese momento. Le enseñamos la foto. Se
quedó serio, sin el gesto de abogado.
—Entonces… —empezó Mikel.
—Entonces qué —dijo Rosa.
—Entonces en la cinta está.
Yo no pude hablar. Me limitaba a mirar la foto y recordar la
imagen en movimiento. El hombre levantando la mano. No como saludo; como aviso.
—¿Por qué en nuestra manifestación? —pregunté al fin.
Nadie contestó por un rato. La pregunta estaba hecha, pero
no tenía sitio donde posarse.
Iñaki fue el primero en atreverse:
—Porque es la misma plaza. Porque la historia no se ha ido.
Porque lo que gritamos ahora quizá lo gritó él alguna vez, aunque no fuera con
las mismas palabras.
Mikel añadió:
—O porque quiere que recordemos. Que no nos quedemos solo
con lo que estamos viviendo.
Rosa cerró la foto con la palma como si apagara una vela.
—O porque no sabe que está muerto —susurró.
Nadie se rió. Ninguno quiso llevarle la contraria.
Aquella tarde no hubo asamblea. Nos quedamos en el piso,
como retenidos por una cuerda invisible. Los carteles del comedor parecían más
viejos, más serios. La estufa Super Ser crepitaba como si fuese algo vivo.
Esa noche, sin decirlo, nos instalamos en la cocina. Hicimos
sopa de ajo. Pusimos música bajita. Intentamos hablar de cualquier cosa, pero
siempre volvíamos al hombre con gabardina, a Julián, a la plaza de 1936 que se
nos había metido en el noviembre de 1976.
Yo cargué otra bobina en la cámara. La pusimos sobre la mesa
como un pacto.
—Mañana volvemos a la plaza —dijo Mikel.
No era una orden. Era una necesidad.
—¿Para qué? —preguntó Rosa, aunque ya sabía.
—Para filmar otra vez. Para ver si sale. Para decirle algo.
Iñaki asintió despacio.
Yo no quería, y quería. Tenía miedo, pero también una
curiosidad que era más fuerte que el miedo. Si no volvíamos, ese plano fijo
quedaría como una espina sin nombre. Si volvíamos, quizá la espina se
convertiría en memoria, o en locura.
Al acostarnos, me llevé la cámara a mi cuarto. La puse en el
alféizar de la ventana, apuntando hacia la calle, sin encender. No era un gesto
racional; era como dejar una luz en el pasillo por si alguien llegaba tarde.
Me dormí con la sensación de que el piso ya no era solo
nuestro. Era un cruce. Un lugar donde los tiempos se rozaban al pasar, como
gente en una escalera estrecha.
Al día siguiente, la Plaza del Castillo estaba limpia, como
si no hubiera ocurrido nada. En febrero siempre hay algo de domingo en
Pamplona: incluso los lunes. Caminamos los cuatro sin pancartas, sin gritos.
Solo con la cámara y una atención rara.
Yo filmé la plaza. La fuente. Los bancos. Los tenderetes. La
gente que paseaba. Me detuve en el lugar donde, según el plano fijo, había
estado él.
No apareció nadie. Solo un anciano que daba migas a las
palomas. Solo una pareja que discutía bajito. Solo la vida.
Volvimos al piso con una especie de alivio triste, como
cuando se te pasa la fiebre y no sabes si era enfermedad o sueño.
Esa noche proyectamos la nueva cinta.
Era normal. Demasiado normal. Plaza, fuente, palomas. Ni
rastro de gabardina.
—Bueno —dijo Mikel, respirando como si se quitara una piedra
del pecho—. Fue una casualidad. Una sombra. Un doble.
Pero no sonaba convencido.
Yo rebobiné y volví a mirar. Todo normal. Y, sin embargo, al
final de la bobina, cuando ya creía que no quedaba nada, apareció un segundo de
imagen oscura, como si la cámara se hubiera encendido sin querer en el portal
de vuelta.
Un segundo solo.
Se veía nuestra escalera, la de Jarauta, desde abajo. Y,
subiendo despacio, un hombre con gabardina.
No miraba a cámara. Subía. Como quien vuelve a casa.
La imagen se cortó.
El proyector hizo su ruido final. Se encendieron las luces.
Los cuatro nos miramos como si de pronto hubiéramos envejecido diez años.
Rosa empezó a llorar sin ruido. Mikel apretó los puños.
Iñaki se quedó mirando la pared vacía como si fuera una hoja en blanco llena de
leyes.
Yo sentí una certeza extraña, quieta: no era una amenaza.
Era una visita.
—Aurelia… —dijo Rosa de pronto, limpiándose los ojos.
Nos miramos todos. Era verdad. Aurelia había dicho algo: “Yo
también tuve veinte años”.
Esa noche bajamos al segundo.
Aurelia abrió con la bata azul. Al vernos cuatro juntos, se
asustó.
—¿Qué pasa? ¿Os han hecho algo?
—No, no. Señora Aurelia… —Iñaki no sabía por dónde empezar—.
Queríamos preguntarle por un vecino que tuvo usted. Se llamaba Julián.
La viuda se quedó helada. No de frío. De memoria.
—¿Quién os ha hablado de Julián?
Le enseñamos la foto. Le conté lo de la cinta sin entrar en
locuras. Ella nos escuchó con la mano sobre la boca.
—Julián era mi hermano —dijo al fin, y la frase cayó como
una piedra en un pozo.
Ninguno sabía qué decir. Aurelia se hizo a un lado para
dejarnos pasar, como si de pronto el piso entero fuera otra cosa.
Nos sentamos en una sala pequeña con muebles viejos. Acababa
de oler a manzanilla y a costumbre, a casa que ha aguantado demasiado.
Aurelia nos miró como si nosotros fuéramos los fantasmas.
—Cuando se lo llevaron, yo tenía dieciocho —dijo—. Era
febrero también, creo. O igual me lo invento para que encaje. Nunca encaja.
Nos habló poco a poco. Sin dramatismos, como si contara algo
que ya ha contado tantas veces que se ha gastado por dentro. Dijo que Julián
trabajaba en una imprenta. Dijo que hablaba de justicia como quien habla de
pan. Dijo que una noche llamaron a la puerta tres hombres uniformados con correajes y se lo llevaron “a
declarar”. Dijo que la madre esperó en la ventana hasta que se murieron las
dos.
—Y luego… silencio —remató—. Silencio de cuarenta años.
Yo no sabía dónde poner las manos.
Mikel, por primera vez desde que lo conocíamos, no tenía una
proclama preparada.
Rosa le cogió la mano a Aurelia.
—Lo hemos visto —dijo con la voz temblorosa—. En una
película. Estaba en la plaza. Estaba detrás de nosotros.
Aurelia no se rió. No dijo “qué tontería”. Solo cerró los
ojos un instante.
—No me extraña. A Julián no le gustaba irse sin despedirse.
Se secó la cara con la punta de la bata.
—¿Sabéis qué? —añadió—. Si lo veis otra vez, decidle que
estamos bien. Que ya podéis hablar vosotros. Que no se preocupe tanto.
Nos quedamos ahí, en un silencio que ya no era espeso sino
necesario.
Al salir, en la escalera, yo levanté la vista hacia arriba.
No había nadie. Solo la luz amarilla y el eco de nuestras botas.
Pasaron los días. La ciudad siguió su camino turbulento de
artículos nuevos y viejas heridas. Hubo más manifestaciones. Hubo más carreras.
Hubo más cafés eternos en nuestra cocina.
El hombre de gabardina no volvió a aparecer en ninguna
cinta.
Pero algo cambió.
Mikel empezó a colar, entre sus octavillas, nombres que no
eran consignas sino personas. Rosa se implicó en alfabetización de mayores del
barrio. Iñaki, que antes pensaba en constituciones como en planos limpios,
empezó a hablar de memoria como de cimiento. Yo filmaba más despacio, buscando
en las caras no solo el presente sino eso que lo sostiene.
Aurelia, cuando nos encontraba en la escalera, ya no repetía
“no os metáis en líos”. Sonreía como quien ha hecho las paces con el tiempo.
—¿Qué tal, majetes?
—Bien, señora Aurelia.
—Pues hale, a estudiar… y a vivir.
En Jarauta seguía haciendo frío. La estufa de gas calentaba la habitación. Los carteles seguían pegándose con cola barata. Pero la casa tenía
ahora otra temperatura, una especie de calor serio. Supimos que no estábamos
solos en nuestra juventud, que había otras juventudes sujetándola desde abajo.
Años más tarde, cuando cada uno tomó su camino y el piso fue
ocupado por otros estudiantes que no sabían nuestros nombres, yo guardé aquella
bobina como se guarda una reliquia doméstica. Nunca la enseñé en público. No
por miedo a que no me creyeran, sino por respeto a algo que no era mío.
De vez en cuando, en alguna noche de febrero, la saco, la
miro a contraluz y pienso en el plano fijo: cuatro jóvenes de espaldas mirando
al futuro, y detrás un hombre que venía del pasado para recordarnos que la
libertad no empieza nunca desde cero.
No sé si Julián era un fantasma, un error de exposición o un
pliegue del tiempo. Lo que sé es que aquella cinta nos hizo crecer de golpe, no
para envejecernos, sino para darnos raíz.
Y en una ciudad como Pamplona, donde las piedras hablan
aunque no quieras escucharlas, eso es casi lo mismo que decir que aquella
noche, en Jarauta, la historia subió la escalera y entró en casa. Sin hacer
ruido. Como vuelven los que solo quieren saber si, al fin, todo va a ir bien.
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