sábado, 27 de diciembre de 2025

Relojería "El Regreso"

A veces me gustaría viajar en el tiempo para poder resetear mi actual línea temporal por ver que hubiera sucedido si. Si hubiera tomado otra decisión, si me hubiera atrevido a decirlo aquella noche, si hubiese elegido otra carrera u otro trabajo. Así empieza la lista de condicionales que repito cuando el semáforo tarda demasiado o cuando la sopa se  enfría y el tenedor se queda haciendo sombra en el plato.

Y, sin embargo, una tarde cualquiera, cuando ya había aprendido a convivir con mis “si”, vi encendida la posibilidad en el neón de una tienda antigua, como de cuento, que decía:

RELOJERÍA EL REGRESO

No estaba allí la semana anterior, o al menos no lo recuerdo. Estaba entre una tienda de llaves y una papelería donde aún vendían plumas estilográficas y cuadernos de lomo cosido. Abrí la puerta y me tragó un pasillo estrecho con olor a metal limpio. El timbre sonó al empujar, no por costumbre mecánica, sino como si celebrara mi llegada. Tras el mostrador, un hombre diminuto con chaleco de cuadros y una lupa en el ojo izquierdo me miró con una paciencia que no practicaba nadie desde mi abuela.

—Vengo a mirar —dije, por decir algo que no comprometiera mi futuro.

—Todos venimos a eso —sonrió, y el brillo de su diente de oro hizo un guiño a la lamparita verde.

Sobre el paño azul, alineados con la geometría de los milagros, reposaban relojes de todas las edades: de bolsillo con iniciales ajenas, despertadores con una campana picada, digitales con números de ámbar. El relojero apartó uno, apartó dos, hasta dejar a la vista un aparato pequeño, redondo, con una esfera sin horas. En lugar de números, una superficie de espejo bruñido; en lugar de agujas, una manecilla única, corta, inmóvil como un alfiler clavado en el centro.

—Éste no da la hora —dijo—. La devuelve.

Reí, pero sólo un poco. Él no.

—Funciona con puntos de anclaje. No lleva todas las fechas: sólo aquellas sobre las que ha pensado tanto que han dejado huella. Ponga el dedo aquí y piense una.

Apoyé el índice en el cristal y pensé en una frase que no se me iba nunca: te vas a morir de hambre. La había oído con distintas voces, siempre la misma intención; me la habían dejado caer como una piedra encima de la mesa cuando aún no tenía fuerza en las manos.

El espejo se empañó por dentro como un vidrio en invierno y vi la habitación familiar: la ventana a Carriquiri,  los muebles del dormitorio comprados hace cuatro años. Me vi a mí mismo, joven, con esa forma de seriedad que sólo tiene quien cree que la vida se decide en una tarde.

—Para regresar, pulse el botón —señaló un redondel mínimo en el lateral—. No podrá quedarse allí como quien se muda. Sólo podrá elegir. Rectificar. El tiempo es orgulloso: no tolera huéspedes. Y… —calló un segundo— cada regreso cuesta.

—¿Cuánto?

—Ya lo sabrá.

Pagué sin preguntar cuánto costaba aquello que el resto del mundo llamaría broma cara. Salí con el reloj en el bolsillo como se sale con una contraseña antigua. En mi piso, apagué las luces, me senté en el suelo y puse el dedo otra vez sobre el cristal. El despacho. La frase. La presión. La tentación de ceder para que todo quedara en paz.

Pulso.

No me desmayo. No viajo en un túnel. Simplemente estoy allí. Siento el peso del aire de aquella tarde y el temblor que me sube por el antebrazo como una fiebre discreta.

—Periodismo —pienso primero, pero el querer seguir estando cerca de ella, me empuja  a elegir otra

—Filosofía y Letras. Historia.

Es una frase pequeña, pero ocupa toda la habitación. El silencio que cae después no es el del triunfo: es el de una puerta que se cierra sin ruido y a la que, sin embargo, todos miran.

—Te vas a morir de hambre —dice mi padre, como si la frase fuera un sello oficial.

—Entonces me moriré con hambre de historia —contesto, y hasta a mí me sorprende mi firmeza.

En la vida que yo recordaba, aquella conversación había terminado con un acuerdo para hacer Periodismo conseguido a fuerza de  contundentes palabras de mi hermano  ante unos padres  que no acababan de decidirse. Y es que era mucho dinero lo que costaba la carrera.

Pulso de nuevo.

El mundo me devuelve a mi habitación. La taza olvidada sigue en la mesa como un testigo. En el espejo del pasillo noto una variación minúscula: ya no recuerdo el nombre de un profesor del instituto, el que me enseñaba Literatura. No es dramático; es como si el tiempo, al aceptar el cambio, se cobrara un detalle sin importancia para no perder la costumbre del trueque.

Comprendo que funciona. Que los anclajes son reales. Que los “si” tienen cuerpo.

Vuelvo a apoyar el dedo. Pienso en ella.

No en una escena perfecta, ni en un beso, ni en una película. Pienso en aquella compañera de estudios que en mi adolescencia ocupaba todo mi mundo con naturalidad: la risa de quien no teme a las bibliotecas, la manera de subrayar los libros como si conversara con el autor. En mi línea actual, había sido mi amor de adolescencia y, después, la perdí de vista tras unos breves encuentros en los caminos del campus.

Pulso.

Estoy en la Facultad. Huelo el polvo amable de los pasillos, el yeso de las paredes, el café con leche del Faustino. Ella viene con el pelo recogido en una coleta que realza su cara ovalada. Me saluda con una familiaridad nueva, más profunda. No hay tensión romántica: hay compañía.

—¿Te has enterado? —me dice—. Han abierto una plaza en el Archivo para estudiantes. Pagan poco, pero te dejan tocar documentos.

—Me parece el paraíso —respondo.

Me mira como si ya supiera que digo la verdad. Caminamos juntos hacia clase de Historia Contemporánea y el día, sin hacer nada heroico, se coloca. Durante dos años somos inseparables: estudiamos, discutimos, hacemos chistes malos sobre reyes y guerras. Crecemos en paralelo como dos líneas que se acompañan. Hay una tentación de boda en la imaginación de otros. Pero lo nuestro no es de salir: no se convierte en promesa. Es otra cosa: una amistad tan íntima que confunde. Y, aun así, no duele. Es como si el tiempo, al darnos “buenos momentos”, nos pidiera a cambio renunciar a la idea de que todo final feliz debe llevar traje blanco. A ella, vete a saber el por que, lo descubrí más tarde  en la línea original,  le iban más los malotes o al menos al ver las compañías eso supuse. C´est la vie!

Pulso de nuevo, por prudencia, porque el reloj parece tener hambre de decisiones.

De vuelta en mi salón, la pérdida es otra: ya no recuerdo la melodía que silbaba mi tio cuando arreglaba la bicicleta en el pueblo. La busco y no aparece. Cada regreso cuesta, sí, pero el peaje no llega como castigo: llega como un impuesto discreto por reescribir el mapa.

No había previsto hasta qué punto las vidas no cambian por grandes discursos, sino por una noche en un pueblo.

Ese fue mi tercer anclaje.

En mi línea original, yo salía con una chica, llevaba más de un año con ella. Una relación correcta, de salidas de fin de semana y llamadas a la hora. Y, sin embargo, hubo  un día en  que me invitó a pasar la noche en un pueblo.

Pulso.

Quedamos junto a la estación de Autobuses, con una mochila ligera. Ella llega corriendo, riéndose de algo que sólo ella sabe. Subimos a un coche con otra pareja. La carretera se hace estrecha. El pueblo aparece entre sombras, con farolas amarillas y olor a chimenea. Hablamos hasta iniciada la noche  en una cocina donde alguien había dejado algunas viandas. Hubo  una intimidad distinta esa noche: esa seguridad de quien te ve en pijama y sigue tomándote en serio. Esa confianza de compartir una madrugada sin máscaras hasta donde nos llevasen nuestros deseos.

Por la mañana, caminamos por una calle vacía y me dijo:

—Tú siempre te quedas donde no te ves.

No entendí  la frase en ese momento, pero me acompañó como un eco.

Cuando vuelvo a la ciudad, no rompimos como sucedió en la vida real. Al revés: la relación se consolidó, precisamente porque volví  con una claridad rara. Le hablé mejor. Le escuché mejor. Ella agradeció que no convirtiera mi vida en una mentira por inercia. Y eso, que suena poco novelesco, me cambió la forma de vivir durante algún tiempo.

Pulso de nuevo.

En el espejo de casa, esta vez noto un coste más agudo: durante unos segundos no recuerdo mi propio número de DNI. Me lo sé al rato, como quien lo relee en un papel. El tiempo empieza a jugar con mis datos, como si dijera: ¿quieres otra vida? Perfecto. Pero no pretendas conservar intacto el inventario.

Aun así, sigo.

El cuarto anclaje es una tarde de estudio para una oposición. La palabra “oposición” siempre me había dado una mezcla de miedo y deseo: miedo por la cantidad de vida que se deja en una mesa; deseo por esa promesa de estabilidad que a mí, en el fondo, me parecía una forma de tiempo ganado.

En mi vida actual había rozado la posibilidad de lograrlo, quedé el primero en el primer ejercicio, pero antes del segundo examen alguien me adelantó que  la plaza iba a quedar desierta .

Pulso.

Me veo mirando las listas en la trasera del Ayuntamiento. Veo las calificaciones de los dos finalistas. He ganado.

No hay música. No hay estallido. Días más tarde una llamada con tono neutro, un “enhorabuena”, un “tiene usted la plaza”.

Días después, entro por primera vez como funcionario municipal. Área de Cultura del Ayuntamiento. Dinamizador sociocultural. Me entregan una mesa, un sello, un calendario de actividades que parece imposible de llenar y, sin embargo, me da ganas de vivir.

Empiezo a programar ciclos de conferencias, talleres, visitas guiadas, semanas temáticas. Hago de puente entre la historia y la gente. Aprendo el oficio de juntar generaciones en una sala y conseguir que, por un rato, todos miren en la misma dirección. Hay días de burocracia. Hay noches de montaje de exposiciones con cinta adhesiva y prisas. Hay una satisfacción que no conocía: que tu trabajo sirva para que la ciudad se entienda a sí misma.

Pulso de nuevo.

En casa, el coste llega como una tristeza sin nombre. De pronto no recuerdo el olor de una colonia de verano. Sé que existía. Sé que me acompañó durante mis primeros años. Pero el frasco está vacío en mi memoria. Me quedo un rato mirando la ventana abierta, oyendo la calle, aceptando que el reloj no regala: intercambia.

El quinto anclaje llega en un sobre con membrete que, incluso en la imaginación, impresiona: una carta de  la embajada china con un pasaje en avión.

En mi línea original, esa llamada había existido como una posibilidad improbable, algo que uno cuenta en cenas como “¿te acuerdas cuando…?”. Había dicho que no. Por miedo, por comodidad, por fidelidad a lo conocido. Había seguido mi vida recta, con sus logros y sus rutinas.

En esta línea, el reloj guarda esa llamada como un punto luminoso. Un lugar donde el mundo se abre.

Pulso.

—Le llamamos para ofrecerle una plaza como profesor de español en la Universidad de Pekín.

La voz suena formal, amable, lejana. Mi primera reacción es la misma que siempre tuve: buscar excusas. La vida que llevo —muy cómoda-, -la familia— parece un conjunto de piezas que no se pueden mover sin romperlo todo.

Y, sin embargo, digo:

—Sí.

Lo digo con una valentía que no es épica, sino práctica, como quien decide cruzar un puente sin mirar demasiado abajo. Los meses siguientes son una sucesión de trámites, despedidas, miedos. En Pekín todo es excesivo: la escala, el ruido, el idioma que te convierte en niño otra vez. Enseño español en aulas enormes. Aprendo a pronunciar nombres que mi lengua nunca imaginó. Me pierdo. Me encuentro. Me vuelvo más humilde.

Y, contra lo que habría jurado, no me alejo de la historia: la llevo conmigo. Doy clases y, en las noches, escribo notas sobre mi ciudad, como si la distancia la hiciera más nítida. Descubro que mi vocación no era un lugar, sino un gesto: mirar el pasado y traerlo al presente con cuidado.

Pulso de nuevo.

En el salón, el reloj pesa más que antes, como si tuviera plomo. Me miro las manos. Las líneas de la palma siguen ahí, pero una de ellas se ha adelgazado. Me da un escalofrío: no quiero quedarme sin mapa.

Me queda un anclaje, lo sé sin que nadie me lo diga. El reloj, como si fuera un animal, se calienta bajo mi dedo cuando lo rozo. Pienso en una tarde doméstica y corriente: llegar antes del trabajo.

En mi línea actual, esa tarde había sido un “si hubiera”. Había llegado tarde, o había llegado justo cuando tenía que llegar, y mi madre, al subirse a una banqueta para alcanzar algo, había resbalado. Una cadera rota. Una tristeza larga. Una dependencia que no era sólo física: era una forma de encoger el mundo. Mi padre, absorbido por el cuidado, había dejado sus revisiones médicas, como si la salud fuera un lujo que se pospone por amor. Los años se habían ido torciendo en silencio.

Ese condicional me perseguía con una crueldad particular, porque no tenía drama cinematográfico: una habitación. Una banqueta. Un minuto.

Pulso.

Llego a casa más temprano. El reloj de pared marca una hora que en mi vida original no existió. Abro la puerta. Oigo a mi madre tararear en la habitación del patio. La veo —viva, entera, cotidiana— subir a la banqueta para alcanzar una prenda del armario. Me adelanto, casi sin pensar.

—Déjalo, mama —digo—. Ya lo cojo yo.

Ella protesta por costumbre. Yo insisto. La banqueta se queda quieta. No hay caída. No hay fractura. No hay ese primer día de una dinámica triste.

Mi padre entra días después, con unos papeles bajo el brazo.

—He ido a la revisión —dice, como quien confiesa algo innecesario.

Y entonces, como si el mundo se hubiera reordenado con sólo esos dos gestos, los veo vivir más tiempo. No sólo por estadística. Por calidad. Porque la casa no se convierte en hospital. Porque el cuidado no devora la dignidad. Porque el amor no se confunde con el sacrificio ciego.

Yo los veo, sobre todo, mirarse más. Hablar más. Tener tiempo el uno para el otro sin que el dolor marque las horas.

Pulso por última vez.

Regreso a mi salón. Me quedo con la mano sobre el reloj, sin atreverme a soltarlo. Espero el coste.

Y el coste llega, pero no como las veces anteriores. No me roba un olor. No me borra una melodía. Me trae un vacío extraño: durante unos segundos no sé en qué vida estoy. Me falta el borde. Como si el tiempo hubiera mezclado dos líquidos hasta volverlos indistinguibles.

Me siento despacio. Abro un cuaderno al azar. Hay páginas con letras que reconozco como mías pero con ciudades que nunca pisé en mi línea actual. Hay fotos en las que aparezco ante un campus inmenso. Hay un recorte de un programa cultural municipal con mi nombre. Hay, también, un correo impreso: “Universidad de Pekín”.

Y, sin embargo, hay algo que me resulta inquietantemente familiar: un montón de folios con fechas antiguas, notas sobre calles, sobre comercios, sobre rumores de barrio, sobre la vida mínima de mi ciudad. No sé de dónde salen y, sin embargo, sé que los he escrito yo.

Ahí, en el centro de la mezcla, lo entiendo: aunque mi línea temporal cambie, aunque mi carrera se llame de otro modo, aunque mis trabajos y mis amores se ordenen distinto, acabo haciendo lo mismo de una manera sorprendente: recuperar la historia de mi ciudad. Es como si mi vida, con todas sus variaciones, tuviera un imán.

Me veo en la otra línea —en la de Pekín— escribiendo a medianoche sobre mi plaza de siempre. Me veo en la del Ayuntamiento haciendo visitas guiadas. Me veo en la actual, aquí, con una página en blanco, buscando nombres olvidados. El contenido cambia; el gesto persiste.

En la línea original tomé otras decisiones que no viene al caso desgranar, -equivocadas o no, fueron las que elegí en ese momento- o no las tomé y eso casi siempre es más doloroso. Aprendí a la fuerza, como todos. Y algunas cosas me salieron mejor en cada uno de los ámbitos de la vida  y otras sencillamente no salieron.

El relojero me vió entrar dos días después. No sé si habían pasado dos días o dos años. Su lamparita verde seguía  encendida con la misma obstinación.

—¿Cuántos? —preguntó, como quien calcula sin papel.

—Seis… —digo—. O uno solo, pero muy largo.

Sonrió, como si esa respuesta fuera habitual.

—¿Y? ¿Ha conseguido resetearse?

Me quedo mirando el paño azul, los relojes ajenos, el espejo sin horas.

—He conseguido entender —digo— que no era tanto cambiar de calle como aprender a caminar sin arrastrar los “si” como cadenas.

Él asiente con la solemnidad de quien afina máquinas y personas.

—El regreso no es para huir. Es para ver. Usted quería otra vida y la ha tenido. Pero el tiempo siempre devuelve el mismo tipo de pregunta: ¿qué hace usted con lo que le toca?

Meto la mano en el bolsillo. El reloj está frío ahora, obediente, como si ya hubiera cumplido. Pienso en mi madre sin caída. En mi padre yendo a revisiones sin culpa. En la noche del pueblo que prolongó una relación frágil   lastrada además por la presión familiar. En la carrera de Historia como una rebelión tranquila. En Pekín como una puerta enorme. En aquella compañera de estudios —mi amor adolescente— que no terminó en boda y, sin embargo, fue uno de mis pilares. Pienso, también, en mí, en todas mis versiones, regresando una y otra vez al mismo lugar interior: la ciudad como un texto, como un espacio  que no se agota.

—Vengo a devolverlo —digo, ofreciendo el mecanismo con las dos manos.

—No se devuelven —sonríe—. Se heredan.

—¿A quién?

—A usted mismo —dice, y me devuelve el reloj con un gesto suave—. Para cuando olvide que el tiempo no se domina: se acompaña.

Salgo. El neón parpadea una vez y se queda fijo. Camino con los semáforos en verde y, en un charco, veo reflejado un trozo de cielo que no sé si pertenece a esta línea o a otra. En el portal, una vecina trae pan y leche. Subo a pie, por sentir el aire en la escalera. Abro la puerta.

Está, como siempre, la taza olvidada. Está, como nunca, una hoja en blanco en la mesa con un bolígrafo encima.

Me siento.

Empiezo a escribir sobre una calle antigua, una tienda desaparecida, un nombre que merece volver. Y mientras escribo, sin apretar ningún botón, entiendo por fin la forma verdadera del regreso: no una máquina para borrar el pasado, sino una herramienta para devolverle sentido. Para escoger, no ya otra vida, sino la misma vida con menos sombra.

El reloj, en el cajón, no late. Por ahora.

Y yo, con la mano sobre el papel, digo en voz baja —por si el tiempo escucha—: gracias.

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