A veces me gustaría viajar en el tiempo para poder resetear
mi actual línea temporal por ver que hubiera sucedido si. Si hubiera tomado otra decisión, si me hubiera
atrevido a decirlo aquella noche, si hubiese elegido otra carrera u otro
trabajo. Así empieza la lista de condicionales que repito cuando el semáforo
tarda demasiado o cuando la sopa se enfría y el tenedor se queda haciendo sombra
en el plato.
Y, sin embargo, una tarde cualquiera, cuando ya había
aprendido a convivir con mis “si”, vi encendida la posibilidad en el neón de
una tienda antigua, como de cuento, que decía:
RELOJERÍA EL REGRESO
No estaba allí la semana anterior, o al menos no lo recuerdo.
Estaba entre una tienda de llaves y una papelería donde aún vendían plumas
estilográficas y cuadernos de lomo cosido. Abrí la puerta y me tragó un pasillo
estrecho con olor a metal limpio. El timbre sonó al empujar, no por costumbre
mecánica, sino como si celebrara mi llegada. Tras el mostrador, un hombre
diminuto con chaleco de cuadros y una lupa en el ojo izquierdo me miró con una
paciencia que no practicaba nadie desde mi abuela.
—Vengo a mirar —dije, por decir algo que no comprometiera mi
futuro.
—Todos venimos a eso —sonrió, y el brillo de su diente de oro
hizo un guiño a la lamparita verde.
Sobre el paño azul, alineados con la geometría de los
milagros, reposaban relojes de todas las edades: de bolsillo con iniciales
ajenas, despertadores con una campana picada, digitales con números de ámbar.
El relojero apartó uno, apartó dos, hasta dejar a la vista un aparato pequeño,
redondo, con una esfera sin horas. En lugar de números, una superficie de
espejo bruñido; en lugar de agujas, una manecilla única, corta, inmóvil como un
alfiler clavado en el centro.
—Éste no da la hora —dijo—. La devuelve.
Reí, pero sólo un poco. Él no.
—Funciona con puntos de anclaje. No lleva todas las fechas:
sólo aquellas sobre las que ha pensado tanto que han dejado huella. Ponga el
dedo aquí y piense una.
Apoyé el índice en el cristal y pensé en una frase que no se
me iba nunca: te vas a morir de hambre. La había oído con distintas
voces, siempre la misma intención; me la habían dejado caer como una piedra
encima de la mesa cuando aún no tenía fuerza en las manos.
El espejo se empañó por dentro como un vidrio en invierno y
vi la habitación familiar: la ventana a Carriquiri, los muebles del dormitorio comprados hace
cuatro años. Me vi a mí mismo, joven, con esa forma de seriedad que sólo tiene
quien cree que la vida se decide en una tarde.
—Para regresar, pulse el botón —señaló un redondel mínimo en
el lateral—. No podrá quedarse allí como quien se muda. Sólo podrá elegir.
Rectificar. El tiempo es orgulloso: no tolera huéspedes. Y… —calló un segundo—
cada regreso cuesta.
—¿Cuánto?
—Ya lo sabrá.
Pagué sin preguntar cuánto costaba aquello que el resto del
mundo llamaría broma cara. Salí con el reloj en el bolsillo como se sale con
una contraseña antigua. En mi piso, apagué las luces, me senté en el suelo y
puse el dedo otra vez sobre el cristal. El despacho. La frase. La presión. La
tentación de ceder para que todo quedara en paz.
Pulso.
No me desmayo. No viajo en un túnel. Simplemente estoy allí.
Siento el peso del aire de aquella tarde y el temblor que me sube por el
antebrazo como una fiebre discreta.
—Periodismo —pienso primero, pero el querer seguir estando
cerca de ella, me empuja a elegir otra
—Filosofía y Letras. Historia.
Es una frase pequeña, pero ocupa toda la habitación. El
silencio que cae después no es el del triunfo: es el de una puerta que se
cierra sin ruido y a la que, sin embargo, todos miran.
—Te vas a morir de hambre —dice mi padre, como si la frase
fuera un sello oficial.
—Entonces me moriré con hambre de historia —contesto, y hasta
a mí me sorprende mi firmeza.
En la vida que yo recordaba, aquella conversación había terminado con un acuerdo para hacer Periodismo conseguido a fuerza de contundentes palabras de mi hermano ante unos padres que no acababan de decidirse. Y es que era mucho dinero lo que costaba la carrera.
Pulso de nuevo.
El mundo me devuelve a mi habitación. La taza olvidada sigue
en la mesa como un testigo. En el espejo del pasillo noto una variación
minúscula: ya no recuerdo el nombre de un profesor del instituto, el que me
enseñaba Literatura. No es dramático; es como si el tiempo, al aceptar el
cambio, se cobrara un detalle sin importancia para no perder la costumbre del
trueque.
Comprendo que funciona. Que los anclajes son reales. Que los
“si” tienen cuerpo.
Vuelvo a apoyar el dedo. Pienso en ella.
No en una escena perfecta, ni en un beso, ni en una película.
Pienso en aquella compañera de estudios que en mi adolescencia ocupaba todo mi
mundo con naturalidad: la risa de quien no teme a las bibliotecas, la manera de
subrayar los libros como si conversara con el autor. En mi línea actual, había
sido mi amor de adolescencia y, después, la perdí de vista tras unos breves
encuentros en los caminos del campus.
Pulso.
Estoy en la Facultad. Huelo el polvo amable de los pasillos,
el yeso de las paredes, el café con leche del Faustino. Ella viene con el pelo
recogido en una coleta que realza su cara ovalada. Me saluda con una
familiaridad nueva, más profunda. No hay tensión romántica: hay compañía.
—¿Te has enterado? —me dice—. Han abierto una plaza en el
Archivo para estudiantes. Pagan poco, pero te dejan tocar documentos.
—Me parece el paraíso —respondo.
Me mira como si ya supiera que digo la verdad. Caminamos
juntos hacia clase de Historia Contemporánea y el día, sin hacer nada heroico,
se coloca. Durante dos años somos inseparables: estudiamos, discutimos, hacemos
chistes malos sobre reyes y guerras. Crecemos en paralelo como dos líneas que
se acompañan. Hay una tentación de boda en la
imaginación de otros. Pero lo nuestro no es de salir: no se convierte en
promesa. Es otra cosa: una amistad tan íntima que confunde. Y, aun así, no
duele. Es como si el tiempo, al darnos “buenos momentos”, nos pidiera a cambio
renunciar a la idea de que todo final feliz debe llevar traje blanco. A ella,
vete a saber el por que, lo descubrí más tarde en la línea original, le iban más los malotes o al menos al ver las compañías eso supuse. C´est la vie!
Pulso de nuevo, por prudencia, porque el reloj parece tener
hambre de decisiones.
De vuelta en mi salón, la pérdida es otra: ya no recuerdo la
melodía que silbaba mi tio cuando arreglaba la bicicleta en el pueblo. La busco
y no aparece. Cada regreso cuesta, sí, pero el peaje no llega como castigo:
llega como un impuesto discreto por reescribir el mapa.
No había previsto hasta qué punto las vidas no cambian por
grandes discursos, sino por una noche en un pueblo.
Ese fue mi tercer anclaje.
En mi línea original, yo salía con una chica, llevaba más de
un año con ella. Una relación correcta, de salidas de fin de semana y llamadas a la hora. Y,
sin embargo, hubo un día en que me invitó a pasar la noche en un pueblo.
Pulso.
Quedamos junto a la estación de Autobuses, con una mochila ligera. Ella llega
corriendo, riéndose de algo que sólo ella sabe. Subimos a un coche con otra
pareja. La carretera se hace estrecha. El pueblo aparece entre sombras, con
farolas amarillas y olor a chimenea. Hablamos hasta iniciada la noche en una cocina donde
alguien había dejado algunas viandas. Hubo una
intimidad distinta esa noche: esa seguridad de quien te ve en pijama y sigue tomándote en
serio. Esa confianza de compartir una madrugada sin máscaras hasta donde nos
llevasen nuestros deseos.
Por la mañana, caminamos por una calle vacía y me dijo:
—Tú siempre te quedas donde no te ves.
No entendí la frase en ese momento, pero me acompañó como un
eco.
Cuando vuelvo a la ciudad, no rompimos como sucedió en la
vida real. Al revés: la relación se consolidó, precisamente porque volví con una claridad rara. Le hablé mejor. Le
escuché mejor. Ella agradeció que no convirtiera mi vida en una mentira por
inercia. Y eso, que suena poco novelesco, me cambió la forma de vivir durante
algún tiempo.
Pulso de nuevo.
En el espejo de casa, esta vez noto un coste más agudo:
durante unos segundos no recuerdo mi propio número de DNI. Me lo sé al rato,
como quien lo relee en un papel. El tiempo empieza a jugar con mis datos, como
si dijera: ¿quieres otra vida? Perfecto. Pero no pretendas conservar intacto
el inventario.
Aun así, sigo.
El cuarto anclaje es una tarde de estudio para una oposición.
La palabra “oposición” siempre me había dado una mezcla de miedo y deseo: miedo
por la cantidad de vida que se deja en una mesa; deseo por esa promesa de
estabilidad que a mí, en el fondo, me parecía una forma de tiempo ganado.
En mi vida actual había rozado la posibilidad de lograrlo,
quedé el primero en el primer ejercicio, pero antes del segundo examen alguien
me adelantó que la plaza iba a quedar
desierta .
Pulso.
Me veo mirando las listas en la trasera del Ayuntamiento. Veo
las calificaciones de los dos finalistas. He ganado.
No hay música. No hay estallido. Días más tarde una llamada
con tono neutro, un “enhorabuena”, un “tiene usted la plaza”.
Días después, entro por primera vez como funcionario
municipal. Área de Cultura del Ayuntamiento. Dinamizador sociocultural. Me
entregan una mesa, un sello, un calendario de actividades que parece imposible
de llenar y, sin embargo, me da ganas de vivir.
Empiezo a programar ciclos de conferencias, talleres, visitas
guiadas, semanas temáticas. Hago de puente entre la historia y la gente.
Aprendo el oficio de juntar generaciones en una sala y conseguir que, por un
rato, todos miren en la misma dirección. Hay días de burocracia. Hay noches de
montaje de exposiciones con cinta adhesiva y prisas. Hay una satisfacción que
no conocía: que tu trabajo sirva para que la ciudad se entienda a sí misma.
Pulso de nuevo.
En casa, el coste llega como una tristeza sin nombre. De
pronto no recuerdo el olor de una colonia de verano. Sé que existía. Sé que me
acompañó durante mis primeros años. Pero el frasco está vacío en mi memoria. Me
quedo un rato mirando la ventana abierta, oyendo la calle, aceptando que el
reloj no regala: intercambia.
El quinto anclaje llega en un sobre con membrete que, incluso
en la imaginación, impresiona: una carta de la embajada china con un pasaje en avión.
En mi línea original, esa llamada había existido como una
posibilidad improbable, algo que uno cuenta en cenas como “¿te acuerdas
cuando…?”. Había dicho que no. Por miedo, por comodidad, por fidelidad a lo
conocido. Había seguido mi vida recta, con sus logros y sus rutinas.
En esta línea, el reloj guarda esa llamada como un punto
luminoso. Un lugar donde el mundo se abre.
Pulso.
—Le llamamos para ofrecerle una plaza como profesor de
español en la Universidad de Pekín.
La voz suena formal, amable, lejana. Mi primera reacción es
la misma que siempre tuve: buscar excusas. La vida que llevo —muy cómoda-, -la
familia— parece un conjunto de piezas que no se pueden mover sin romperlo todo.
Y, sin embargo, digo:
—Sí.
Lo digo con una valentía que no es épica, sino práctica, como
quien decide cruzar un puente sin mirar demasiado abajo. Los meses siguientes
son una sucesión de trámites, despedidas, miedos. En Pekín todo es excesivo: la
escala, el ruido, el idioma que te convierte en niño otra vez. Enseño español
en aulas enormes. Aprendo a pronunciar nombres que mi lengua nunca imaginó. Me
pierdo. Me encuentro. Me vuelvo más humilde.
Y, contra lo que habría jurado, no me alejo de la historia: la llevo conmigo. Doy clases y, en las noches, escribo notas sobre mi ciudad, como si la distancia la hiciera más nítida. Descubro que mi vocación no era un lugar, sino un gesto: mirar el pasado y traerlo al presente con cuidado.
Pulso de nuevo.
En el salón, el reloj pesa más que antes, como si tuviera
plomo. Me miro las manos. Las líneas de la palma siguen ahí, pero una de ellas
se ha adelgazado. Me da un escalofrío: no quiero quedarme sin mapa.
Me queda un anclaje, lo sé sin que nadie me lo diga. El
reloj, como si fuera un animal, se calienta bajo mi dedo cuando lo rozo. Pienso
en una tarde doméstica y corriente: llegar antes del trabajo.
En mi línea actual, esa tarde había sido un “si hubiera”.
Había llegado tarde, o había llegado justo cuando tenía que llegar, y mi madre,
al subirse a una banqueta para alcanzar algo, había resbalado. Una cadera rota.
Una tristeza larga. Una dependencia que no era sólo física: era una forma de
encoger el mundo. Mi padre, absorbido por el cuidado, había dejado sus
revisiones médicas, como si la salud fuera un lujo que se pospone por amor. Los
años se habían ido torciendo en silencio.
Ese condicional me perseguía con una crueldad particular,
porque no tenía drama cinematográfico: una habitación. Una banqueta. Un minuto.
Pulso.
Llego a casa más temprano. El reloj de pared marca una hora
que en mi vida original no existió. Abro la puerta. Oigo a mi madre tararear en
la habitación del patio. La veo —viva, entera, cotidiana— subir a la banqueta
para alcanzar una prenda del armario. Me adelanto, casi sin pensar.
—Déjalo, mama —digo—. Ya lo cojo yo.
Ella protesta por costumbre. Yo insisto. La banqueta se queda
quieta. No hay caída. No hay fractura. No hay ese primer día de una dinámica
triste.
Mi padre entra días después, con unos papeles bajo el brazo.
—He ido a la revisión —dice, como quien confiesa algo
innecesario.
Y entonces, como si el mundo se hubiera reordenado con sólo
esos dos gestos, los veo vivir más tiempo. No sólo por estadística. Por
calidad. Porque la casa no se convierte en hospital. Porque el cuidado no
devora la dignidad. Porque el amor no se confunde con el sacrificio ciego.
Yo los veo, sobre todo, mirarse más. Hablar más. Tener tiempo
el uno para el otro sin que el dolor marque las horas.
Pulso por última vez.
Regreso a mi salón. Me quedo con la mano sobre el reloj, sin
atreverme a soltarlo. Espero el coste.
Y el coste llega, pero no como las veces anteriores. No me
roba un olor. No me borra una melodía. Me trae un vacío extraño: durante unos
segundos no sé en qué vida estoy. Me falta el borde. Como si el tiempo hubiera
mezclado dos líquidos hasta volverlos indistinguibles.
Me siento despacio. Abro un cuaderno al azar. Hay páginas con
letras que reconozco como mías pero con ciudades que nunca pisé en mi línea
actual. Hay fotos en las que aparezco ante un campus inmenso. Hay un recorte de
un programa cultural municipal con mi nombre. Hay, también, un correo impreso:
“Universidad de Pekín”.
Y, sin embargo, hay algo que me resulta inquietantemente
familiar: un montón de folios con fechas antiguas, notas sobre calles, sobre
comercios, sobre rumores de barrio, sobre la vida mínima de mi ciudad. No sé de
dónde salen y, sin embargo, sé que los he escrito yo.
Ahí, en el centro de la mezcla, lo entiendo: aunque mi línea
temporal cambie, aunque mi carrera se llame de otro modo, aunque mis trabajos y
mis amores se ordenen distinto, acabo haciendo lo mismo de una manera
sorprendente: recuperar la historia de mi ciudad. Es como si mi vida,
con todas sus variaciones, tuviera un imán.
Me veo en la otra línea —en la de Pekín— escribiendo a
medianoche sobre mi plaza de siempre. Me veo en la del Ayuntamiento haciendo
visitas guiadas. Me veo en la actual, aquí, con una página en blanco, buscando
nombres olvidados. El contenido cambia; el gesto persiste.
En la línea original tomé otras decisiones que no viene al caso desgranar, -equivocadas o no, fueron las que elegí en ese momento- o no las tomé y eso casi siempre es más doloroso. Aprendí a la fuerza, como todos. Y algunas cosas me salieron mejor en cada uno de los ámbitos de la vida y otras sencillamente no salieron.
El relojero me vió entrar dos días después. No sé si habían
pasado dos días o dos años. Su lamparita verde seguía encendida con la misma
obstinación.
—¿Cuántos? —preguntó, como quien calcula sin papel.
—Seis… —digo—. O uno solo, pero muy largo.
Sonrió, como si esa respuesta fuera habitual.
—¿Y? ¿Ha conseguido resetearse?
Me quedo mirando el paño azul, los relojes ajenos, el espejo
sin horas.
—He conseguido entender —digo— que no era tanto cambiar de
calle como aprender a caminar sin arrastrar los “si” como cadenas.
Él asiente con la solemnidad de quien afina máquinas y
personas.
—El regreso no es para huir. Es para ver. Usted quería otra
vida y la ha tenido. Pero el tiempo siempre devuelve el mismo tipo de pregunta:
¿qué hace usted con lo que le toca?
Meto la mano en el bolsillo. El reloj está frío ahora,
obediente, como si ya hubiera cumplido. Pienso en mi madre sin caída. En mi
padre yendo a revisiones sin culpa. En la noche del pueblo que prolongó una relación frágil lastrada además por la presión familiar. En la carrera de Historia como una rebelión tranquila.
En Pekín como una puerta enorme. En aquella compañera de estudios —mi amor
adolescente— que no terminó en boda y, sin embargo, fue uno de mis pilares.
Pienso, también, en mí, en todas mis versiones, regresando una y otra vez al
mismo lugar interior: la ciudad como un texto, como un espacio que no se agota.
—Vengo a devolverlo —digo, ofreciendo el mecanismo con las
dos manos.
—No se devuelven —sonríe—. Se heredan.
—¿A quién?
—A usted mismo —dice, y me devuelve el reloj con un gesto
suave—. Para cuando olvide que el tiempo no se domina: se acompaña.
Salgo. El neón parpadea una vez y se queda fijo. Camino con
los semáforos en verde y, en un charco, veo reflejado un trozo de cielo que no
sé si pertenece a esta línea o a otra. En el portal, una vecina trae pan y
leche. Subo a pie, por sentir el aire en la escalera. Abro la puerta.
Está, como siempre, la taza olvidada. Está, como nunca, una
hoja en blanco en la mesa con un bolígrafo encima.
Me siento.
Empiezo a escribir sobre una calle antigua, una tienda
desaparecida, un nombre que merece volver. Y mientras escribo, sin apretar
ningún botón, entiendo por fin la forma verdadera del regreso: no una máquina
para borrar el pasado, sino una herramienta para devolverle sentido. Para
escoger, no ya otra vida, sino la misma vida con menos sombra.
El reloj, en el cajón, no late. Por ahora.
Y yo, con la mano sobre el papel, digo en voz baja —por si el tiempo escucha—: gracias.
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