I
Ayer por la noche pensaba que
había sido tan solo un producto de mi imaginación calenturienta. Hoy sé a
ciencia cierta que algo me ocurre. Creo que estoy enfermo, gravemente enfermo.
Mi cuerpo parece haber envejecido cien años en un solo día y, sin embargo, me
miro en el espejo y me veo igual que ayer, quizás algo más demacrado, con las
ojeras pronunciadas como dos profundos valles violáceos, en los cuales asoman
sin brillo unos ojos cansados, apagados como velas a punto de consumirse. Tengo
las orejas frías y traslúcidas y la piel ha adquirido un preocupante tono
plomizo, gris como la ceniza. Apenas ingiero alimentos, pues su solo olor me
provoca náuseas.
Estoy sentado ahora sobre el
viejo y polvoriento sillón de mi despacho, intentando dar forma al relato de
los hechos que en estas dos semanas han dado un vuelco total a mi vida. Temo
que este relato aún no haya alcanzado su final, aunque presiento el desenlace.
Debo escribir cuanto antes, antes de que el cansancio se apodere de mí y me
impida continuar.
Todo comenzó el 19 de octubre,
hace exactamente doce días. Esa madrugada tuve un sueño extraño, paradójico,
que se ha repetido ya cuatro veces, la última anoche. Ignoro qué fuerza me
empujaba a acudir a un lugar tan inhóspito y lúgubre como el cementerio. Hacía
frío y una espesa niebla colgaba sobre los arbustos y yerbajos que crecían
entre las musgosas lápidas. Mis pasos eran temerosos y, sin embargo, una fuerza
más grande que mi voluntad me guiaba siempre al mismo punto: una losa hundida
bajo la raíz de un olmo muerto.
II
En el primero de mis sueños
solo la contemplé, inmóvil, como si esperase mi llegada. En el segundo escuché
bajo la tierra un rumor sordo, como una respiración lenta. En el tercero, mis
manos —contra toda lógica— comenzaron a apartar la tierra húmeda y negra, y en
el cuarto palpé algo indescriptible: no piedra ni madera, sino una superficie
fibrosa y palpitante, que se estremecía al contacto como si estuviera viva.
Desde entonces, algo en mí ha
cambiado. Lo primero fue un cosquilleo bajo la piel, que atribuí a mi
nerviosismo. Pero pronto ese cosquilleo se convirtió en un latido subterráneo:
ondas que recorren mi abdomen y mi espalda como si una criatura reptara en mi
interior. He pasado noches enteras tendido, con los ojos muy abiertos,
sintiendo cómo algo se mueve bajo mis costillas, cómo roza mis órganos con una
familiaridad impía.
El médico de familia, un tal
doctor Iriarte, me examinó el sexto día. Me dijo que no veía nada grave, más
allá de una fatiga generalizada y una ligera anemia. Le hablé del movimiento
interno. Sonrió con paternal condescendencia y recetó reposo, leche caliente y
calmantes. No regresé. ¿Cómo explicarle que, al palpar mi vientre, yo mismo he
notado que la carne se desliza con una elasticidad antinatural, como si ya no
fuese piel humana sino túnel de paso para algo más?
III
El octavo día encontré, sobre
la alfombra de mi despacho, un fragmento de tierra húmeda. No era polvo ni
barro corriente, sino un terrón oscuro, compacto, idéntico a la tierra que
cubre las tumbas del cementerio. Al tocarlo, un frío indescriptible me recorrió
el brazo y paralizó mis dedos durante minutos.
He buscado respuestas en mis libros, en esas ediciones mohosas que heredé de un tío excéntrico, un erudito de provincias. En uno de ellos, el “De Vermibus Sepulcralibus” (atribuido a un monje apostata del siglo XV), hallé un pasaje perturbador que describe con horrorosa precisión lo que me ocurre::
“Debajo de los campos santos no reposan los cuerpos en soledad, sino que sirven de alimento y morada a los "Vermes eterni", criaturas que no son gusanos ni serpientes, sino progenie anterior a los hombres. Ellos se deslizan en sueños hacia los elegidos y, cuando hallan huésped, lo vacían para renacer en carne nueva.”
No sé si ese libro es fábula,
pero al leerlo sentí que hablaba de mí.
IV
El décimo día me atreví a
escribir al profesor Salvatierra, experto en literatura esotérica, con quien
había coincidido en una conferencia. Le remití copia del pasaje y una
descripción, sin mencionar mis síntomas. Su respuesta llegó ayer:
“Estimado amigo: lo que cita
es parte de un ciclo de leyendas rurales de origen bretón, aunque halladas
también en Navarra y el País Vasco. Se habla de ‘El Gusano’, entidad
subterránea vinculada a raíces de árboles muertos en cementerios abandonados.
Según la tradición, no es metáfora: el gusano es real, aunque invisible para
los profanos. Aparece primero en sueños y más tarde reclama al soñador como
‘puerta de salida’. Si lo que ha leído le produce turbación, le ruego se
mantenga alejado de cementerios y lugares húmedos.”
No respondí. ¿Cómo decirle que
es demasiado tarde?
V
Hoy, duodécimo día, la
transformación se acelera. Apenas puedo sostener la pluma. Mis uñas se han
vuelto quebradizas y bajo ellas se acumula tierra negra. Mi piel ha adquirido
vetas verdosas, como raíces que se dibujan bajo la carne. El hambre ha desaparecido,
sustituida por una ansia de humedad, de suelo. Paso horas apoyado contra la
pared, con el oído pegado, escuchando cómo algo mastica muy despacio al otro
lado.
Hace unas horas me incliné
sobre el espejo. Lo que vi ya no era enteramente yo. Mis ojos se han hundido,
pero en sus fondos palpita una luz viscosa, un reflejo húmedo que no pertenece
a ninguna criatura terrestre.
Escribo apresurado, porque
escucho el ruido otra vez. No viene del suelo ni de las paredes, sino de dentro
de mí: un crujido húmedo, como de anillos que se frotan en túneles estrechos.
He comprendido al fin: no estoy enfermo. Estoy gestando.
Cuando esta noche me recueste,
el gusano romperá la última barrera. Tal vez, al amanecer, no quede de mí más
que una envoltura gris. Si alguien encuentra estas páginas, que huya del
cementerio y del olmo muerto. No levante la losa. No escuche el murmullo de la tierra, no deje que el sueño lo arrastre.
Porque allí abajo no duerme un cadáver, sino un dios larvario que reclama huéspedes. Yo he sido su primera llave. Pronto saldrá.
Y cuando El Gusano se arrastre a la superficie, no habrá muro ni plegaria que contenga su regreso.
Pamplona. 17 de marzo de 1987
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