sábado, 8 de noviembre de 2025

Gramática del casi

El primer amor no llega como un trueno.
Llega como una corriente de aire por debajo de la puerta.
No lo ves, pero cambia la habitación.

De pronto la mañana tiene otra densidad.
La tiza deja un olor más blanco.
El radiador cruje como si supiera algo.
Y el patio, ese rectángulo de gritos y balón,
se vuelve escenario sin telón,
una película muda
donde todo se entiende con un gesto mínimo.

Qué extraño.
Uno sigue siendo el mismo
y, sin embargo, ya no lo es.

El amor adolescente es así:
una fe sin dogma,
una sed sin vaso,
un hambre que no se confiesa
porque pronunciarlo lo vuelve ridículo
y perderlo lo vuelve eterno.

Aparece un nombre en la cabeza
y lo repites en silencio
como quien prueba una palabra nueva
con la lengua todavía torpe.
Una sílaba, dos, tres.
Y el mundo se organiza alrededor de ese sonido
con obediencia de planeta.

Hay un instante —siempre hay uno—
en que la mirada se cruza con otra
y te quema,
no por intensa,
sino por exacta.
Como si alguien hubiera encendido una bombilla
dentro de tu pecho
y tú, asustado,
quisieras taparla con la mano.

Entonces empiezan los rituales.
Los ridículos rituales sagrados.

La silla que arrastras un poco
para estar más cerca de ella
sin que se note.
El cuaderno abierto
como coartada.
El “¿tienes una goma?”
que en realidad quiere decir: “existo”.
El “¿qué tal el examen de hoy?”
que quiere decir: “me importas”.
El saludo casual
ensayado diez veces
antes de que suene el timbre.

Y la cobardía,
esa artesana minuciosa,
te fabrica argumentos
con una paciencia cruel:

No es el momento.
No lo digas.
No hagas el ridículo.
Es mejor esperar.
Mañana.
La próxima vez.

La próxima vez…
Ese país.

Porque el primer amor se escribe en condicional.
Se conjuga en futuro imperfecto.
Se alimenta de frases que no llegan a nacer
y de cartas que nadie verá.

Y tú sigues andando por los pasillos
como si no llevaras dentro
una ciudad en llamas.

A veces, en mitad de la clase,
la vida se vuelve una cosa inmensa y pequeña a la vez:
una risa que no es para ti
y que, sin embargo, te pertenece.
Un mechón de pelo acomodado tras la oreja.
Un gesto de fastidio o de alegría.
Un detalle insignificante
que te arrastra a un abismo
y te deja allí, quieto,
mirando.

Te preguntas: ¿qué me pasa?
Y no te respondes,
porque la respuesta es demasiado simple
y demasiado peligrosa.

El amor adolescente también es esto:
una tormenta que sucede por dentro
mientras por fuera sigues siendo un alumno correcto,
un chico cualquiera,
una sombra que aparenta normalidad.

Pero no.
No eres normal.
Estás aprendiendo la fiebre.

En el patio, el ruido.
En el aula, el silencio.
En tu cabeza, la música.
Una canción pegada al día
como un anuncio luminoso en la niebla.
Y el corazón marcando el ritmo
con un tic, tac
que no se parece al del reloj:
es otro tiempo,
un tiempo que no pide permiso.

Y llega la tarde,
y llega la noche,
y te acuestas
con la sensación de haber vivido algo enorme
sin haberlo tocado.

Eso es lo más cruel y lo más hermoso:
que el primer amor no necesita consumarse
para dejar marca.
Le basta con rondarte,
con iluminarte un segundo,
con enseñarte que la vida, de repente,
puede doler
y brillar
al mismo tiempo.

Después pasan años.
Pasan calles, nombres, estaciones.

Y, sin embargo, a veces vuelves
a aquella edad exacta
en la que el mundo estaba por estrenar,
y te ves allí:
en el umbral de una palabra,
en el borde de un paso,
en la orilla del “te lo diría si…”.

Y entonces entiendes, por fin,
que aquel amor no fue un fracaso.
Fue una iniciación.

Una primera lección sobre el miedo.
Una primera lección sobre el deseo.
Una primera lección sobre el tiempo
y su manera de no esperar.

Silencio.
El timbre suena.
El patio vuelve a ser patio.
La tiza, tiza.
El radiador, radiador.

Pero tú ya no eres el mismo.

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