Dicen los viejos que la construyó un mayorazgo tacaño para vigilar la Laguna, cuando la Nava era
todavía espejo y negocio, y que al secarse el agua quedó mirando la nada. Nadie
vive allí —solíamos decir—, pero algo extraño flota en el ambiente. Porque
hay noches de junio en que la cigüeña del campanario no duerme,
los perros plantan las patas, se agachan de grupa, y lloran sin
voz mirando el ojo ciego de piedra, y en los corrales amanece, de vez en cuando, una
oveja muerta, sin sangre y sin haber sido mordida, como si la hubiera dejado
vacía una sed sin dientes.
No se habló
de brujas al principio. En Tierra de Campos la palabra pesa
más que un saco de trigo, y se pronuncia lo justo. Se dijo que si un
zorro, que si un perro asilvestrado. Don Primitivo, el cura,
aconsejó revisar las tapias, y Severiano, el cartero, juró haber
visto sombras de muchachos en la era a la hora del baile.
Quien más quien menos alzaba las trancas antes de acostarse, metía al galgo en
la cuadra y dejaba un sarmiento encendido en el fogón, por
si el mal aire. Pero el mal no olía a perro ni a zorro:
olía a hierro y romero seco, a ropa agitada por
manos que no estaban.
Fue Titín quien bajó la
voz en el bar de Román:
—Yo la he
visto andar por la Torre.
Lo dijo sin mirar a nadie, como
dicen los que prefieren no convencer. Román limpió un vaso que no
estaba sucio. El tío Rogelio se rascó la barbilla, que era su manera
de bendecir o maldecir una noticia.
—¿Qué has visto? —preguntó al
fin.
Titín apretó el vaso de vino
entre las manos.
—Una luz.
Y alguien que asoma por el ventanuco alto,
donde no llega la escalera.
Rieron los mozos. La risa se
convierte en una instintiva defensa cuando hay miedo. Yo no me reí.
Aquella misma semana había amanecido seca la oveja más mansa
de mi abuelo, con los ojos abiertos como si mirase el cielo desde dentro.
No tenía una gota de sangre. Sólo pelo alborotado en la pechera,
como cuando la mula se deja peinar a medias.
I
En las casas, las
camas comenzaron a tener peso. No era pesadilla —o no
siempre—: alguno de los nuestros contaba al amanecer haber sentido un
cuerpo sentarse a los pies, un aliento frío en
la nuca, una mano suave que alisa la sábana, y
luego una fatiga dulce como resaca. Las mozas no lo
decían; las madres lo intuían. Alguna amanecía
con marcas en los muslos como dedos de sombra;
algún mozo con marcas en el cuello que parecían pequeños
chupetones. Don Primitivo rezó ensalmos contra las
brujas en una misa sin calendario; doña Águeda, que sabe
de yerbas, colgó ruda en su puerta. Los
perros respondían con un silencio tenso, que es su manera
de gritar cuando el grito se ha olvidado.
—¿Tú crees en brujas? —me
preguntó don Leandro, maestro jubilado, con su voz de clarinete.
—Creer… creer—dije—. No lo se.
Solo sé que algo nos come por la noche.
—Trigo cegado antes de tiempo
—musitó él—. Fuerza vital: así lo llamaban los médicos de los pueblos que
no tenían médico.
II
La Torre tenía cuatro
alturas de tablas y cigüeñas al tejado. Las escaleras crujían
de memoria. Subimos tres: yo, Mauro el
galguero y Manolito, el de la Tía Pura. Fue en luna nueva.
Mejor no ver —dijo Mauro— lo que te obliga a creer.
Llevábamos un farol, una cuerda y un rosario que nadie
se colgó en la pechera.
Subimos por la escalera de caracol, con el musgo resbalando bajo las uñas. El primer piso olía a grano viejo, el segundo a palomar abandonado, el tercero… el tercero no olía. Aire de iglesia sin gente. Arriba, un ventanuco daba a la Nava —ahora campo— como un ojo reseco. Encendimos el farol y no hubo sombras; sólo claridad inmóvil, como cuando la nieve lo iguala todo. En la pared, como garabatos de niño enfermo, había signos pintados con tinta que no conocimos: círculos, líneas que se tocaban sin quererse, un alfabeto de sed que reza. Manolito tocó un trazo.
—Está frío —dijo.
Noté algo: un
soplo en la boca del estómago, no de fuera sino de
dentro, como cuando uno se asusta antes de saber por qué. Mauro olió
el aire con nariz de perro.
—¿Oyes? —preguntó.
No oí. Sentí.
Fue como cuando, niños, jugábamos
a aplastarnos la pechera bajo el trillo:
un peso amable al principio y
un ahogo de risa después. Pero aquí no había
risa. Algo nos probó la pechera desde dentro,
con curiosidad. No dolió. Asustó.
—Nos mira —dijo Mauro, que
dice a veces la palabra exacta.
Bajamos con
la seriedad del cansancio. El ventanuco dejó de
ser ojo y volvió a ser agujero. En la era,
el viento nos secó el sudor.
III
La semana siguiente murieron tres ovejas de la Tía Pura. Autillo y Fuentes se pasaron la noticia por la carretera vieja como se pasan los cántaros en la fuente. Los corderos más jóvenes no miraban a nadie. Las gallinas dejaron dos huevos sin cáscara, blandos como pulmones. En el corral de Donato, un macho que no conocía derrota se dejó tumbar por un perro viejo y lo aceptó. Don Primitivo se planchó la voz y pronunció palabras, una mezcla de latín y pena antigua. Las mujeres colgaron ajos y cruces en las cabeceras de cama. Los perros dormían de día y rondaban en la medianoche.
Nadie decía bruja o menos aún vampiro —eso
es de libros—, pero todos mordíamos la palabra por
dentro. Don Leandro escribió en la pizarra de su casa,
para sí mismo: “Lo que chupa “esa cosa” no es sangre, es vigor”. A la
mañana siguiente apareció con ojeras.
—Ha venido —dijo
sin drama—. Se ha sentado a los pies y me ha dejado ligero…
y viejo.
—¿La viste?
—No es
mujer ni hombre —contestó—. Es visita.
IV
Los sucesos empezaron una
Candelaria. No había luna. Ni viento. Ni cigüeña. Ni
perro. Un silencio igual que el de la nieve, pero de verano. En
la madrugada se oyeron las campanas de Autillo con un compás que no lo
conocíamos: tres golpes, un silencio, otros tres, y el aire en suspensión. A la
mañana, encontramos a Martín el porquero con la cara metida en la pocilga,
respirando, sí, pero como quien no recuerda el movimiento. No tenía una marca.
Sólo esa blancura en la sien que deja el miedo cuando se sienta.
—Se nos ha cansado —dijo el
médico, y nos fuimos con esa palabra, “cansado”, metida en las botas.
La segunda noche fue de crujidos.
Las camas, muy despacio, empezaron a mecer a quienes dormían. No era cimbreo de
maderas viejas ni resuello de cimientos: era un balanceo de cuna. Yo dormía a medias, con
ese oído que se deja fuera como los zapatos. En
el peso de mis párpados noté otro
peso: alguien se sentaba en mi cama. No olía ni sentí ningún pie frio. Un
desliz de sábanas ordenadas con cuidado.
—¿Qué quieres? —pregunté al aire,
como preguntan los que no creen.
No
respondió palabra. Respondió respiración. No era la mía.
Sentí que algo tomaba prestado mi aliento y
me lo devolvía filtrado, usado. No dolía. Me
vaciaba. Me gustó un instante. Me horrorizó después.
—Vete —dije, y me oí
la voz de niño.
A la hora (o a
la segunda, o al minuto; el tiempo en
esa orilla se estira) se levantó de
mi cama con el mismo cuidado con que se había
sentado. La ventana —que yo juraría cerrada— respiró.
Bajé al corral. El
cielo estaba limpio y alto. En la Torre,
lejos, una luz anduvo de lado por
el ventanuco. Los palomares, redondos,
parecían vigilar como viejos. Me santigüé con
un hábito prestado.
V
Al día siguiente nos
juntamos en la plaza como en un funeral. Severiano trajo noticias: en
Villarramiel se había secado de golpe la vaca de Anselmo, “sin sangre y con
el ojo como un espejo”. Doña Águeda sacó una estampa de San
Benito y enseñó a las mozas un ensalmo:
“A ti te digo, bruja o brujón,
que de cama en cama vas,
vuelve al palo y a tu rincón,
que aquí no te hartarás.”
Lo rezaron con miedo y risa,
como si la risa fuese un amén con faldas.
Mi abuela, que había visto más
mundo en los carrillos que cualquiera en los mapas, dejaba un platillo con agua
junto a la puerta y recitaba, con esa cantinela que se queda en las paredes
como humo:
—Agua bendita en los rincones
para que no haya brujas ni sapalandrones.
Lo decía despacito, apuntando con
el dedo a cada esquina de la cocina, y el agua temblaba un poco como si
entendiera. Yo me reía por dentro del sapalandrón, palabra hinchada de cuento;
pero luego, al ir solo al pajar, notaba cómo las crines del potro se erizaban y se me deshacía la risa en la boca.
Don
Primitivo se limó la piel con agua
bendita y repartió un puñado de sal a cada
cual. El tío Rogelio habló poco:
—Alguien vive en la Torre. No
le gusta la luz ni el ruido. Come sombra.
—¿Y si vamos? —propuso Mauro,
que baila valiente cuando tocan diana.
—No se mata lo que no se
nombra —dijo doña Águeda.
VI
Fueron cuatro los
que subieron esa noche: Mauro, Manolito, Román y yo. Llevábamos faroles, laurel, sal y palabras de miedo metidas
en el bolsillo. Entramos. Subimos. El mismo aire. El
mismo ojo. La misma escritura en la pared.
Vino.
No anduvo: estuvo. Y
cuando estuvo, todo lo demás sobró. El
farol se volvió amarillo de susto. El
laurel se dobló como cera. La
sal hizo círculo. Mi pecho recibió peso suave y cuchillo de tela. No
vi cara. No había. No vi manos. Había tacto. No
vi ojos. Había atención. Quiso mi aliento; se lo
di con la mitad, me guardé la otra. Mauro rezó con palabras
torcidas; Román llevó la canción a nota clara; Manolito lloró sin sonido.
—Vete —dije otra vez, y
me salió voz de viejo.
Se
apartó con delicadeza. No huye quien no teme. Se
retiró a la pared donde
la escritura parecía latir. Sopló una brisa de pozo. Nos
dejó.
Bajamos rotos y ligeros como los
campos después de la siega. No habíamos vencido. No
habíamos sido vencidos. Nos habían dejado ser.
VII
Desde
entonces pasan cosas y no
pasan. Murió alguna oveja más. Una novia amaneció
con ojeras nuevas y una alegría difícil; un
viudo volvió a dormir sin pastillas. Los
perros aceptaron una noche sí y otra no. Los
niños dejaron de jugar a la Torre y volvieron a
la rayuela. Don Primitivo habla
de resignarse sin decirlo. Doña Águeda ha cambiado el ensalmo por lavanda debajo
de la almohada. Don Leandro anota en su cuaderno: “Si lo
nombras, viene. Si lo callas, también”.
Yo sigo atajando por
el carril de barbecho que lleva a la Torre cuando
vuelvo de Autillo. Al atardecer, el ventanuco es
un ojo cosido. Nadie lo confirma: en los pueblos,
lo inconveniente no
se certifica. Pero quien duerme solo sabe —y
quien duerme acompañado, a veces más— que de
noche alguien vive en la
Torre y baja a probar si todavía sabemos respirar.
Cuando
me pesa el pecho, pongo sal en
la ventana y ruda en
la cama y rezo con palabras de mi madre;
otras noches dejo el postigo entreabierto y escucho. No
siempre quiero lo mismo. No siempre viene.
La Laguna ha vuelto a
su modo —primaveras de alas, inviernos de silencio— y,
en septiembre, el trillo hace su música sobre
la parva. La Torre sigue mirando la nada, que aquí es
la forma más decente del todo. Autillo y Fuentes han aprendido a no
preguntar demasiado. Si usted pasa y
ve perros que no ladran, camas con peso, ovejas que amanecen ligeras, no
maldiga. Ponga agua bendita en los rincones. Las brujas —si es
que lo son— no se van con insultos; a veces
se contentan con ensalmos y respeto.
Y si una
noche nota —como yo— que alguien se sienta a
los pies de su cama y
le roba el aliento con mimo, recuerde lo que
dijo el tío Rogelio, que vio muchos inviernos:
—No todo lo
que chupa es malo. A veces se alimenta de lo
que sobra. A veces enseña a respirar.
Nadie lo confirma. Nadie lo niega. La Torre sigue en su sitio. Y por las mañanas, cuando amanece raso, a veces se ve —si uno mira fino— una luz posada en el ventanuco, como la última brasa de un fuego que no ha querido quemarnos.
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