sábado, 8 de noviembre de 2025

Alguien llama

En la llanura, cuando sopla el aire  de la Nava, el adobe parece respirar. La casa crujía entonces, en los años treinta, en invierno por los mismos sitios donde crujía treinta años más tarde  cuando  veía a mi abuela Teodora, encender  la lumbre de la cocina  con paja y avivarla con un fuelle. Si cierro los ojos puedo verla, menuda, con el pelo negro sembrado de canas recogido en un moño y preparando la legumbre junto al hogar. Y veo también a mi abuelo Vicente, pastor  entrar del campo con la cachaba, limpiarse el barro en el felpudo, sentarse en la banqueta de la cocina y, tras cenar liar con parsimonia un cigarrillo que encendía con aquellos chisqueros de entonces. 

De igual modo imagino a mi abuelo, más joven,  dando  unas  caladas lentas al cigarrillo y con  voz profunda preguntar a sus hijos que estaban acabando de cenar

—¿Queréis os cuente alguna historia o queréis iros a dormir?

Nunca queríamos irnos  pronto a la cama, me contaba mi madre en aquella época en que no había ni radio ni televisión en las casas de la gente sencilla.

Aquellas noches, y en aquellos años la cocina era un teatro. La luz de la lumbre agrandaba las manos de mi abuelo y volvía gigantes las sombras en la pared. Él sabía alargar la espera como quien ordeña la última leche de la oveja. Primero recordaba almas en pena, difuntos mal amortajados, luces que andan, perros que ven lo que los hombres no ven. Y al fin, cuando las cucharas temblaban un poco en las manos de mi madre y de mis tíos, llegaba el final de la historia en que el muerto regresaba de la tumba a casa, final que todos deseaban y temían. Bajaba el tono de la voz, se inclinaba hacia la puerta y  con voz hueca y cavernosa reproducía el sonido de la aldaba sobre el portón:

—¡¡Tam, tam!!

El portón de la casa parecía responder. El abuelo hacía las tres voces del relato, la del fantasma y la del padre y el niño de la historia con las necesarias onomatopeyas

—¿Quién es? —preguntaba el niño a su padre

—Vengo a por la osadura, dura, que me sacaste de la sepultura —contestaba el fantasma, con rima de esparto.

El padre replicaba, conciliador:

—Déjale, hijo, déjale hijo, que ya se irá.

Entonces el abuelo volvía a golpear:

—Tam, tam

—¿Quién es?

—Vengo a por la osadura, dura, que me sacaste de la sepultura.

—Déjale, hijo… —insistía el padre.

—No me voy, no me voy, que en la puerta de la calle estoy, señalaba el fantasma

Otra pausa, otro tam, tam, más cerca. El estribillo avanzaba por el pasillo de la casa como una helada por la llanura, hasta que mi  abuelo, de un manotazo de sombra, se erguía, se levantaba y en la última estrofa gritaba:

—No me voy, no me voy, que agarrándote de los pelos estoy.

Las manos del abuelo, multiplicadas por la luz, parecían hacerse con las cabezas de sus hijos, y la audiencia infantil ponía los pies en polvorosa —así lo contaba mi madre entre risa y sonrojo, muchos años después—, cada uno a su cama, a salvo bajo las mantas.


Con el tiempo, supe que no todas las puertas se golpean desde fuera. A principios del siglo pasado, cuando la mala gripe que el mundo llamó injustamente española dejó la llanura sembrada de cruces, esta comarca acumuló historias como el tiempo acumula polvo. Mi abuela Teodora, tenía dieciocho años entonces, y contó a sus hijos dos que no he podido olvidar.

La primera sucedió una noche clara de noviembre. A un vecino se le fue la respiración de golpe; la familia, acostumbrada ya a los desenlaces rápidos, avisó a la autoridad y lo llevaron al depósito del cementerio, iluminado por una bombilla escuálida que pendía de un cable torcido. “Mañana a primera hora le enterraremos”, dijeron. Pero antes de terminar el día llamaron a la casa. ¿Quién es?, preguntaron dentro. Abre, respondió una voz conocida. ¡Es padre!, gritó la hija. No puede ser, si está muerto, dudó el hermano. Abrieron: allí estaba, descalzo, pálido de frío, con los ojos agrandados por la noche. No había muerto. Había entrado en un estado de catalepsia y despertado a solas bajo la bombilla, y luego saltado la tapia como un ladrón al revés —ladrón de su propia muerte— para volver a casa. “Imagina el susto —decía mi abuela—; luego debió venir un gozo tan raro como la risa en el entierro.”

La segunda historia no tuvo ningún final de risa. A la mujer de un tal Juan, cuyo apellido se perdió como se pierden las huellas en los caminos de barro, la enterraron deprisa, como se enterraba entonces para ahorrar contagios y lágrimas. Días después, por una de esas razones que no cuentan en voz alta, la exhumaron. Estaba boca abajo. El ataúd, arañado por dentro. “No me preguntes cómo se supo —concluía mi abuela—. En los pueblos se saben de pronto cosas que nadie dice.”

Estas historias, aprendidas al amor de la lumbre, son las que ahora me piden que escriba porque alguien llama. Lo hace desde hace semanas. Y no sé desde dónde.


La primera noche fue un golpecito, tan leve que lo atribuí al viento haciendo música con la contraventana de la casa familiar. La segunda fueron dos, secos, como los nudillos de una mano familiar. Tam, tam. Me quedé con el vaso de agua en el aire, escuchando. El reloj de pared —heredado con su tic-tac de siempre— contaba el miedo. Me descubrí, contra toda lógica, contestando en voz baja:

—¿Quién es?

El silencio se me devolvió como un espejo. Cerré la ventana, alimenté el fuego como hacía mi abuela, llamé a la prudencia.

En la tercera noche se acercó. Lo supe por el modo en que callaron los perros. En los pueblos los perros avisan antes de la palabra: hay ladridos para el borracho, ladridos para el zorro el lobo que acecha, ladridos para el familiar que regresa tarde. Aquel no era. Aquel fue un no: un silencio tenso con las orejas en punta. Entonces sí: tam, tam, más dentro que fuera, como si algo golpease las paredes de adobe desde el otro lado del tiempo. Tuve que apoyarme en la mesa.

No era mi abuelo teatralizando aquellos cuentos. Mi madre ya no vivía. La casa, sin embargo, conocía el guión. Y yo también. Tan pronto oí el cuarto golpe me puse de pie, descalzo, con el corazón en la boca.

—¿Quién es? —pregunté, convertido en niño súbitamente  a mi edad.

La respuesta no fue una voz, sino un aire que entró por las junturas como frío de iglesia. Y, con ese aire, unas sílabas que no sonaron con sonido, sino con memoria:

—Vengo a por la osadura, dura, que me sacaste de la sepultura.

No dudé entonces de qué quería. Porque yo había tomado un hueso. Fue de niño, por travesura y por vanidad. Entrábamos a veces en el cementerio junto a la ermita de San Miguel por un hueco que había en la tapia y curioseábamos en el osario, ajenos a lo serio como son ajenos los que no han perdido aún a nadie. Una tarde, entre calaveras grisáceas y tibias desdentadas, me guardé una falange en el bolsillo, blanca como un diente de santo. La tuve años en una caja de lata, con sellos y canicas, y a veces la tocaba para sentir el escalofrío de ser otro. Después la olvidé. O creí haberla olvidado.

La cuarta noche la recordé, en la caja del armario alto, detrás del mantel de bautizos. Allí estaba: ligera, inofensiva, con su silencio mineral. La tomé con la punta de los dedos, como se toma una reliquia o un insecto. El golpe volvió:

—Tam, tam.

—¿Quién es?

—Vengo a por la osadura, dura, que me sacaste de la sepultura.

Mi voz, obediente al viejo teatro, dijo sola:

—Déjale, hijo, déjale, que ya se irá…

No se fue.

—No me voy, no me voy, que en la puerta de la calle estoy.

La frase avanzó por la casa como entonces. Yo di dos pasos hacia la entrada. La sombra de mi mano en la pared pareció alargarse con la lumbre. Abrí el portón. Nadie. Invernaba la calle, escarchada de estrellas. Cerré. Tam, tam en la puerta de la cocina.

—¿Quién es?

—Vengo a por la osadura…

—Déjale, hijo…

—No me voy, no me voy, que en la puerta del cuarto estoy.

Yo retrocedía y la voz —o lo que fuese— avanzaba. El estribillo se apretó como la lana mojada. Llegó a la alcoba, se sentó con peso leve a los pies de la cama y se calló. Mi respiración no me pertenecía. Noté en la nuca ese frío dulce que deja el aliento de los que ya no gastan aire. Abrí la mano. La falange cayó al suelo con un clic mínimo, más elocuente que un grito. Entonces la sábana se alisó. Alguien —como una madre— me apartó un mechón de la frente. No me voy —parecía decir—, pero no te haré daño.

A la mañana siguiente me fui al cementerio como quien va a una cita. La tapia seguía con su hueco como una cicatriz. Salté con la torpeza aprendida. El osario olía a cal y a humedad de siglos. Abrí la caja y dejé la falange con delicadeza en un hueco discreto, junto a una tibia que parecía esperar compañía. Recé sin saber. Pedí sin pedir. Di gracias.

Fue entonces cuando vi la bombilla. No alumbraba el osario —no somos tan finos—, sino el cuarto del depósito, al lado. Amarilla, colgaba de un cable oblicuo, como en la historia de mi abuela. La puerta estaba entornada. Me acerqué. El frío de dentro no era el de la mañana. Empujé.

Dentro no había nadie. Sólo una mesa, una sábana doblada, un cubilete de zinc, el gancho de hierro y, en el suelo de baldosa, dos huellas humedecidas que salían hacia la tapia. Podrían ser de cualquiera —me dije—. Podrían ser de otro tiempo —me dijo algo más.

Al volver a casa la lumbre acogió mi frío con brasa buena. Puse el puchero como habría hecho mi abuela. La cocina olía a legumbre y a memoria. El reloj —tac, tac— marcaba una hora que no era peligrosa. Pensé: ya está, ya se fue.

Esa madrugada volvió.

No golpeó. Abrió. O se abrió. La contraventana dejó pasar un aire que no era de invierno. Se sentó en la cama con la misma delicadeza de la noche anterior. Noté —no en la piel, en el ánimo— que no venía solo. Traía historias.

Primero la voz sin voz del que volvió de la bombilla: un hombre descalzo con frío en los pies y prisa en el corazón por decir “abre”. Sentí el raspado en la tapial del que salta, el alivio de la hija al reconocer, la risa extraña de la vida que se retira un paso.

Luego la noche ciega de la otra: la mujer boca abajo que despierta tarde, que repta en la madera sin salida, que reza con la lengua pegada al paladar y no encuentra la palabra. Oí —no sé cómo— el golpe de su pulso contra el ataúd, una plegaria sin santo. No supe ayudarla. Lloré con un llanto muy viejo.

La presencia —llamémosla así— me alisó el pelo como hace una madre con un niño que finge ser hombre. No pidió nada. No tocó nada. Respiró conmigo un momento, y luego se apartó. Antes de irse, en ese punto de la casa donde se juntan todos los pasillos del aire, escuché —o me pareció escuchar— la voz del abuelo:

—Tam, tam.

—¿Quién es? —susurré, con la sonrisa sorprendida del que repite un juego y entiende, de pronto, que nunca fue juego.

La cocina respondió con brillo. El fogón chasqueó. La lumbre agrandó las manos en la pared. Y la frase vieja que conocimos niños me salió nueva:

—Déjale, hijo, déjale, que ya se irá.

Se fue.

Desde entonces, algunas noches se oye. No a diario, no a horas. Alguien llama. A veces golpea en la puerta del corral con gorjeo de madera, a veces en la ventana de la calle con uña de rama. Cuando viene, digo su nombre si es de los que regresan con calor de bombilla, y si es de los que no volvieron a tiempo, dejo el postigo abierto para que entre por un rato y se siente al fuego como en la casa del abuelo. No traen mal; traen hambre breve de aliento y compañía, y se van conformes si se las damos sin miedo.

Cuando hay mucho viento y la Nava sopla su nota larga, algunos vecinos dicen que oyen en la plaza un tam  tam que no cuadra con las tejas. Nadie lo confirma. Nadie lo niega. La llanura tiene la decencia de no hurgar en lo que no arregla. Yo, por si acaso, no guardo ya huesos en la caja. Y si alguna vez usted escucha golpes en la noche y un verso mal medido al otro lado del portón, no se burle. Pregunte con voz de niño:

—¿Quién es?

Y si le responden:

—Vengo a por la osadura, dura, que me sacaste de la sepultura,

no le discuta la rima. Abra si puede el corazón y devuelva lo que no es suyo; y si no puede, diga con voz de madre:

—Déjale, hijo, déjale, que ya se irá.

Porque al final —lo he aprendido tarde— no todos los que llaman vienen a llevarse: algunos regresan a comprobar que todavía sabemos sentarnos al calor y escuchar. Y, cuando escuchamos, las sombras bajan su mano y se quedan quietas, sin agarrarnos del pelo, mirando, como entonces, cómo arde la lumbre en una cocina de adobe mientras los niños —dentro de nosotros o en otra pieza— corren con los pies en polvorosa hacia la cama, seguros de que el cuento ha terminado por esta noche.


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