En la llanura, cuando sopla el aire de la Nava, el adobe parece respirar. La casa crujía entonces, en los años treinta, en invierno por los mismos sitios donde crujía treinta años más tarde cuando veía a mi abuela Teodora, encender la lumbre de la cocina con paja y avivarla con un fuelle. Si cierro los ojos puedo verla, menuda, con el pelo negro sembrado de canas recogido en un moño y preparando la legumbre junto al hogar. Y veo también a mi abuelo Vicente, pastor entrar del campo con la cachaba, limpiarse el barro en el felpudo, sentarse en la banqueta de la cocina y, tras cenar liar con parsimonia un cigarrillo que encendía con aquellos chisqueros de entonces.
De igual modo imagino a mi abuelo, más joven, dando unas caladas lentas al cigarrillo y con voz profunda preguntar a sus hijos que estaban acabando de cenar
—¿Queréis os cuente alguna historia o queréis iros a dormir?
Nunca queríamos irnos pronto a la cama, me contaba mi madre en aquella época en que no había ni radio ni televisión en las casas de la gente sencilla.
Aquellas noches, y en aquellos años la cocina era un teatro. La luz de la lumbre agrandaba las manos de mi abuelo y volvía gigantes las sombras en la pared. Él sabía alargar la espera
como quien ordeña la última leche de la oveja. Primero recordaba almas en pena, difuntos
mal amortajados, luces que andan, perros que ven lo que los hombres no ven. Y
al fin, cuando las cucharas temblaban un poco en las manos de mi madre y de mis
tíos, llegaba el final de la historia en que el muerto regresaba de la tumba a casa, final que todos deseaban y temían. Bajaba el tono de la voz, se
inclinaba hacia la puerta y con voz hueca y cavernosa reproducía el sonido de la aldaba sobre el portón:
—¡¡Tam, tam!!
El portón de la casa parecía
responder. El abuelo hacía las tres voces del relato, la del fantasma y la del padre y el niño de la historia con las necesarias onomatopeyas
—¿Quién es? —preguntaba el niño a su padre
—Vengo a por la osadura,
dura, que me sacaste de la sepultura —contestaba el fantasma, con rima de
esparto.
El padre replicaba, conciliador:
—Déjale, hijo, déjale hijo, que
ya se irá.
Entonces el abuelo volvía a
golpear:
—Tam, tam
—¿Quién es?
—Vengo a por la osadura,
dura, que me sacaste de la sepultura.
—Déjale, hijo… —insistía el
padre.
—No me voy, no me voy, que en
la puerta de la calle estoy, señalaba el fantasma
Otra pausa, otro tam, tam, más
cerca. El estribillo avanzaba por el pasillo de la casa como una helada por la
llanura, hasta que mi abuelo, de un manotazo de sombra, se erguía, se levantaba y en la última estrofa gritaba:
—No me voy, no me voy, que
agarrándote de los pelos estoy.
Las manos del abuelo, multiplicadas por
la luz, parecían hacerse con las cabezas de sus hijos, y la audiencia infantil ponía
los pies en polvorosa —así lo contaba mi madre entre risa y sonrojo, muchos
años después—, cada uno a su cama, a salvo bajo las mantas.
Con el tiempo, supe que no
todas las puertas se golpean desde fuera. A principios del siglo pasado, cuando
la mala gripe que el mundo llamó injustamente española dejó la llanura sembrada
de cruces, esta comarca acumuló historias como el tiempo acumula polvo. Mi abuela
Teodora, tenía dieciocho años entonces, y contó a sus hijos dos que no he podido olvidar.
La primera sucedió una noche
clara de noviembre. A un vecino se le fue la respiración de golpe; la familia,
acostumbrada ya a los desenlaces rápidos, avisó a la autoridad y lo llevaron al
depósito del cementerio, iluminado por una bombilla escuálida que pendía de un
cable torcido. “Mañana a primera hora le enterraremos”, dijeron. Pero antes de terminar el día llamaron a la casa. ¿Quién es?, preguntaron dentro. Abre, respondió una voz conocida. ¡Es
padre!, gritó la hija. No puede ser, si está muerto, dudó el hermano. Abrieron:
allí estaba, descalzo, pálido de frío, con los ojos agrandados por la noche. No
había muerto. Había entrado en un estado de catalepsia y despertado a solas bajo la
bombilla, y luego saltado la tapia como un ladrón al revés —ladrón de su propia
muerte— para volver a casa. “Imagina el susto —decía mi abuela—; luego debió
venir un gozo tan raro como la risa en el entierro.”
La segunda historia no tuvo ningún final de risa. A la mujer de un tal Juan, cuyo apellido se perdió como se
pierden las huellas en los caminos de barro, la enterraron deprisa, como se
enterraba entonces para ahorrar contagios y lágrimas. Días después, por una de
esas razones que no cuentan en voz alta, la exhumaron. Estaba boca abajo. El
ataúd, arañado por dentro. “No me preguntes cómo se supo —concluía mi abuela—.
En los pueblos se saben de pronto cosas que nadie dice.”
Estas historias, aprendidas al
amor de la lumbre, son las que ahora me piden que escriba porque alguien llama.
Lo hace desde hace semanas. Y no sé desde dónde.
La primera noche fue un
golpecito, tan leve que lo atribuí al viento haciendo música con la
contraventana de la casa familiar. La segunda fueron dos, secos, como los nudillos de una mano
familiar. Tam, tam. Me quedé con el vaso de agua en el aire, escuchando. El
reloj de pared —heredado con su tic-tac de siempre— contaba el miedo. Me
descubrí, contra toda lógica, contestando en voz baja:
—¿Quién es?
El silencio se me devolvió
como un espejo. Cerré la ventana, alimenté el fuego como hacía mi abuela, llamé a la prudencia.
En la tercera noche se acercó.
Lo supe por el modo en que callaron los perros. En los pueblos los perros
avisan antes de la palabra: hay ladridos para el borracho, ladridos para el zorro el lobo que acecha, ladridos para el familiar que regresa tarde. Aquel no era. Aquel fue un
no: un silencio tenso con las orejas en punta. Entonces sí: tam, tam, más
dentro que fuera, como si algo golpease las paredes de adobe desde el otro lado
del tiempo. Tuve que apoyarme en la mesa.
No era mi abuelo teatralizando aquellos cuentos. Mi
madre ya no vivía. La casa, sin embargo, conocía el guión. Y yo también. Tan
pronto oí el cuarto golpe me puse de pie, descalzo, con el corazón en la
boca.
—¿Quién es? —pregunté, convertido en niño súbitamente a mi edad.
La respuesta no fue una voz,
sino un aire que entró por las junturas como frío de iglesia. Y, con ese aire,
unas sílabas que no sonaron con sonido, sino con memoria:
—Vengo a por la osadura,
dura, que me sacaste de la sepultura.
No dudé entonces de qué
quería. Porque yo había tomado un hueso. Fue de niño, por travesura y por vanidad.
Entrábamos a veces en el cementerio junto a la ermita de San Miguel por un hueco que había en la tapia y curioseábamos en el osario, ajenos a lo serio como son
ajenos los que no han perdido aún a nadie. Una tarde, entre calaveras grisáceas
y tibias desdentadas, me guardé una falange en el bolsillo, blanca como un
diente de santo. La tuve años en una caja de lata, con sellos y canicas, y a
veces la tocaba para sentir el escalofrío de ser otro. Después la olvidé. O
creí haberla olvidado.
La cuarta noche la recordé, en
la caja del armario alto, detrás del mantel de bautizos. Allí estaba: ligera,
inofensiva, con su silencio mineral. La tomé con la punta de los dedos, como se
toma una reliquia o un insecto. El golpe volvió:
—Tam, tam.
—¿Quién es?
—Vengo a por la osadura,
dura, que me sacaste de la sepultura.
Mi voz, obediente al viejo
teatro, dijo sola:
—Déjale, hijo, déjale, que ya
se irá…
No se fue.
—No me voy, no me voy, que en
la puerta de la calle estoy.
La frase avanzó por la casa
como entonces. Yo di dos pasos hacia la entrada. La sombra de mi mano en la
pared pareció alargarse con la lumbre. Abrí el portón. Nadie. Invernaba la
calle, escarchada de estrellas. Cerré. Tam, tam en la puerta de la cocina.
—¿Quién es?
—Vengo a por la osadura…
—Déjale, hijo…
—No me voy, no me voy, que en
la puerta del cuarto estoy.
Yo retrocedía y la voz —o lo
que fuese— avanzaba. El estribillo se apretó como la lana mojada. Llegó a la
alcoba, se sentó con peso leve a los pies de la cama y se calló. Mi respiración
no me pertenecía. Noté en la nuca ese frío dulce que deja el aliento de los que
ya no gastan aire. Abrí la mano. La falange cayó al suelo con un clic mínimo,
más elocuente que un grito. Entonces la sábana se alisó. Alguien —como una
madre— me apartó un mechón de la frente. No me voy —parecía decir—, pero no te
haré daño.
A la mañana siguiente me fui
al cementerio como quien va a una cita. La tapia seguía con su hueco como una cicatriz. Salté con la torpeza aprendida. El osario olía a cal y a humedad de
siglos. Abrí la caja y dejé la falange con delicadeza en un hueco discreto,
junto a una tibia que parecía esperar compañía. Recé sin saber. Pedí sin pedir.
Di gracias.
Fue entonces cuando vi la
bombilla. No alumbraba el osario —no somos tan finos—, sino el cuarto del
depósito, al lado. Amarilla, colgaba de un cable oblicuo, como en la historia
de mi abuela. La puerta estaba entornada. Me acerqué. El frío de dentro no era
el de la mañana. Empujé.
Dentro no había nadie. Sólo
una mesa, una sábana doblada, un cubilete de zinc, el gancho de hierro y, en el
suelo de baldosa, dos huellas humedecidas que salían hacia la tapia. Podrían
ser de cualquiera —me dije—. Podrían ser de otro tiempo —me dijo algo más.
Al volver a casa la lumbre
acogió mi frío con brasa buena. Puse el puchero como habría hecho mi abuela. La
cocina olía a legumbre y a memoria. El reloj —tac, tac— marcaba una hora que no
era peligrosa. Pensé: ya está, ya se fue.
Esa madrugada volvió.
No golpeó. Abrió. O se abrió.
La contraventana dejó pasar un aire que no era de invierno. Se sentó en la cama
con la misma delicadeza de la noche anterior. Noté —no en la piel, en el ánimo—
que no venía solo. Traía historias.
Primero la voz sin voz del que
volvió de la bombilla: un hombre descalzo con frío en los pies y prisa en el
corazón por decir “abre”. Sentí el raspado en la tapial del que salta, el
alivio de la hija al reconocer, la risa extraña de la vida que se retira un
paso.
Luego la noche ciega de la
otra: la mujer boca abajo que despierta tarde, que repta en la madera sin
salida, que reza con la lengua pegada al paladar y no encuentra la palabra. Oí
—no sé cómo— el golpe de su pulso contra el ataúd, una plegaria sin santo. No
supe ayudarla. Lloré con un llanto muy viejo.
La presencia —llamémosla así—
me alisó el pelo como hace una madre con un niño que finge ser hombre. No pidió
nada. No tocó nada. Respiró conmigo un momento, y luego se apartó. Antes de
irse, en ese punto de la casa donde se juntan todos los pasillos del aire,
escuché —o me pareció escuchar— la voz del abuelo:
—Tam, tam.
—¿Quién es? —susurré, con la
sonrisa sorprendida del que repite un juego y entiende, de pronto, que nunca
fue juego.
La cocina respondió con
brillo. El fogón chasqueó. La lumbre agrandó las manos en la pared. Y la
frase vieja que conocimos niños me salió nueva:
—Déjale, hijo, déjale, que ya
se irá.
Se fue.
Desde entonces, algunas noches
se oye. No a diario, no a horas. Alguien llama. A veces golpea en la puerta del
corral con gorjeo de madera, a veces en la ventana de la calle con uña de rama.
Cuando viene, digo su nombre si es de los que regresan con calor de bombilla, y
si es de los que no volvieron a tiempo, dejo el postigo abierto para que entre
por un rato y se siente al fuego como en la casa del abuelo. No traen mal;
traen hambre breve de aliento y compañía, y se van conformes si se las damos
sin miedo.
Cuando hay mucho viento y la
Nava sopla su nota larga, algunos vecinos dicen que oyen en la plaza un tam tam que no cuadra con las tejas. Nadie lo confirma. Nadie lo niega. La llanura
tiene la decencia de no hurgar en lo que no arregla. Yo, por si acaso, no
guardo ya huesos en la caja. Y si alguna vez usted escucha golpes en la noche y
un verso mal medido al otro lado del portón, no se burle. Pregunte con voz de
niño:
—¿Quién es?
Y si le responden:
—Vengo a por la osadura,
dura, que me sacaste de la sepultura,
no le discuta la rima. Abra si
puede el corazón y devuelva lo que no es suyo; y si no puede, diga con voz de
madre:
—Déjale, hijo, déjale, que ya
se irá.
Porque al final —lo he
aprendido tarde— no todos los que llaman vienen a llevarse: algunos regresan a
comprobar que todavía sabemos sentarnos al calor y escuchar. Y, cuando
escuchamos, las sombras bajan su mano y se quedan quietas, sin agarrarnos del
pelo, mirando, como entonces, cómo arde la lumbre en una cocina de adobe
mientras los niños —dentro de nosotros o en otra pieza— corren con los pies en
polvorosa hacia la cama, seguros de que el cuento ha terminado por esta noche.
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