domingo, 12 de octubre de 2025

El ángel de la carretera

Volvía tarde a Pamplona por la carretera vieja de San Sebastián, con el Seat 850 resoplando como una estufa y el parabrisas rayado por una llovizna tercamente fina. Habíamos apurado más de la cuenta el café en Tolosa, porque a esas horas la N-240 parecía una cinta de alquitrán tendida sólo para los camiones y los guardias con tricornio. La radio radiaba, roncaba casi Los Brincos cuando quería, y cuando no, un zumbido de abejas viejas. En el cajón de la guantera, una linterna con pilas cansadas y un rosario de mi madre. Nada más.

A la altura de la travesía de Betelu se espesó la niebla con esa prisa que tienen los accidentes. Apagué la radio para oír mejor la carretera —manía o costumbre— y dejé que la calefacción, más rumor que calor, me soplara a los tobillos. Curva, recta, curva: el bosque asomaba por los faros como si fuera a cruzarse un secreto.

Fue en una recta antes de encarar el puerto de Azpiroz cuando la vi. A la derecha, en la cuneta, una chica levantaba la mano muy recta, sin aspavientos, envuelta en una chaqueta clara y una falda oscura que el agua pegaba a sus piernas. El pelo negro, sujeto con una diadema pálida; los ojos grandes, asustados, pero sin llegar a ser histéricos. Bajé la velocidad, puse el intermitente, miré por el retrovisor,  por si la Guardia Civil andaba cerca y me arrimé.

—¿Vas a Pamplona? —preguntó, sin rodeos, asomándose al marco de la ventanilla. Tenía una voz limpia, de internado, con algo de frío.

—Sí. Sube.

Abrió con cuidado, como si no quisiera mojar la tapicería, y se acomodó encogida, pegando las manos al bolso. Olía a agua y a algo dulce, quizá colonia de las de antes. Cerré la puerta. El coche vibró para sí mismo, satisfecho de tener por fin conversación.

—¿De dónde vienes? —pregunté, más por cortesía que por curiosidad.

—De San Sebastián —dijo—. Me he quedado sin combinación… y ya sabes cómo es esto.

Asentí. Yo también sabía: autobuses que no esperan, paradas sin marquesina, un mundo que se apaga temprano. Miré de reojo. Era guapa de una manera antigua: ojos firmes, pómulos limpios, la diadema puesta con precisión. Se frotó los brazos.

—Si quieres, sube la calefacción —propuse.

—Gracias. No hace falta —dijo, pero luego estiró un poco las manos hacia el aire tibio, como quien se concede un  pequeño lujo.

La carretera comenzó a ganar altura. En la cuneta apareció un crucero de madera con un ramo húmedo. Siempre me impresiona cómo el duelo aprende geografía. La chica lo miró sin girar la cabeza, como quien conoce cada señal.

—Te dejo en Cuatrovientos si te parece —dije—. De ahí tendrás autobuses o taxis.

—Sí —dijo—. Me viene bien.

Nos callamos un rato. Los faros de algún Pegaso nos daban de frente como bueyes con sueño. Cedí. Él también. La chica, a mi lado, respiraba leve, como si temiera enturbiar el cristal. Me di cuenta de que tiritaba.

—Toma —le ofrecí mi americana, que llevaba en el asiento de atrás—. Está seca.

—No —dijo de primeras, con vergüenza. Luego, sí. Se la puso sobre los hombros con cuidado. Me dio las gracias con un gesto mínimo.

La niebla hacía islotes en la carretera. Delante nuestra solo tres metros de asfalto nos pertenecían. Me vino a la cabeza un chiste, una tontería para aliviar, pero no me salió.

—¿Cómo te llamas? —arranqué al fin.

—No importa —dijo. No sonó hosca; sonó verdad.

—Como quieras.

Nos acompañó otro silencio, este más cómodo. Luego, ella se inclinó apenas hacia adelante, como hacen los copilotos atentos, y señaló con una mano pálida.

—Despacio aquí —susurró—. Esta curva siempre se me resiste.

“Se me resiste”, pensé. La conocía. Frené. Los neumáticos besaron el asfalto con un quejido fino. La curva era de las que engañan: parece que cierran poco y se empeñan en cerrarse más. Pasamos.

—Gracias —dijo, y lo dijo como quien agradece algo de más peso.

Azpiroz ya estaba detrás. Bajábamos. La niebla aflojaba, la lluvia no. La vi sonreír por primera vez: una sonrisa breve, casi de fotografía. Se ajustó la diadema, miró el cristal con una atención que no era cuidado, era reconocimiento. Y entonces me dijo, en voz suave, sin drama, como se dice una dirección:

—Aquí. Para un momento.

Obedecí. No había arcén, sólo un respiro de cuneta junto a un tramo de quitamiedos viejo y una cruz apagada. La chica puso la mano en el salpicadero, despacio, como quien bendice. Y dijo:

—Aquí me maté yo.

Giré la cabeza hacia ella. No estaba.

No hubo ruido de puerta, ni aire de fuga, ni agua en la moqueta. Nada. Sólo mi americana, doblada pulcra sobre su asiento. Tardé unos segundos en entender que la respiración que oía era sólo la mía. El Seat seguía al ralentí, terco, como si nada en el mundo hubiese cambiado. Miré por el cristal: el quitamiedos abollado, la marca vieja de un golpe, una cruz rudimentaria con un ramo descolorido. La diadema —una cinta pálida— colgaba del hierro como un gesto.

No recuerdo bien cómo arranqué otra vez. Sé que llegué a Cuatrovientos con las manos entumecidas y me apoyé en la barra del bar con el hambre súbita de los que acaban de llegar vivos. Pedí un café. El camarero —bigote corto, delantal cansado— me miró el color.

—¿Le ha pasado algo? —preguntó con el usted automático de las madrugadas.

—He… He recogido a una chica en Azpiroz —dije—. Bajando me ha dicho… —no supe terminar—. En una curva. Aquí me maté yo.

El hombre dejó la cafetera en su sitio. No se rió. No dijo “déjese de bromas”. No llamó loco a nadie. Se secó las manos en el paño como quien se seca un gesto.

—No es el primero —dijo al fin, con la voz baja de los hechos viejos—. En el sesenta y tantos, una muchacha del internado de San Sebastián se salió en esa curva con un 600. Llovía. Dicen que iba tarde. Dicen tantas cosas. A veces vuelve a pedir paso. Avisa.

No hablaba de fantasmas. Hablaba como se habla del viento, de la nieve, de lo que sucede y pasa. Bebí el café de golpe. Una parte de mí quería reírse; otra dar las gracias.

—Se ha dejado esto —dije, sacando la americana del brazo. En el bolsillo noté algo. Saqué la mano. La diadema. La misma: pálida, húmeda aún.

El camarero la miró, pesó el silencio y, como si ya supiera el trámite, señaló hacia la puerta.

—Si quiere, vuelva. Póngasela en la cruz. Ella sabrá.

Volví. Lloviznaba con más piedad. La carretera tenía ahora coches de gente con prisa de pan y de sueño. Aparqué mal, peligrosamente, con los intermitentes parpadeando como pestañas. Crucé. El quitamiedos frío, la cuneta blanda, el ramo viejo que olía a nada. Colgué la diadema con una torpeza que me sacó una sonrisa. No recé; no supe. Me aparté.

Cuando subí al coche, el asiento del acompañante seguía vacío, con la americana doblada, seca. Dejé el motor un momento en silencio. Me pareció —quizá fue sólo mi deseo— que el cristal del lado de ella se desempañaba desde dentro con la forma leve de una mano.

Al llegar a Pamplona, mi madre no preguntó por qué olía a lluvia el forro de la chaqueta. Me puso en la mesa un plato de sopa y el rosario en la radio acompañó, sin pretenderlo, el resto.

No busqué la noticia en el Diario de Navarra ni pregunté en el internado. En estas cosas, la curiosidad peca de mala educación. De vez en cuando, cuando subo por la vieja carretera hacia San Sebastián —pocas veces ya—, bajo un punto antes de esa curva. La saludo con el volante, como saludan los hombres a las vacas que han conocido de terneras. Y, si es de noche y llueve, dejo en el asiento de al lado una chaqueta doblada, por si acaso.

Por si alguien levanta la mano en la neblina y dice, con voz limpia de internado, que baje la calefacción y que despacio aquí; por si, sin dolor y sin teatro, vuelve a señalar la curva y, antes de desaparecer, deja dicho, como quien deja una dirección en un sobre:

Aquí me maté yo.

El maniquí

La ciudad, a esa hora, olía a pan recién hecho y a la humedad de los soportales. En la plaza mayor un reloj daba las ocho con paciencia de funcionario; un barrendero empujaba su escoba como quien mueve el tiempo, y las palomas, todavía frías, hacían cuentas con el empedrado. Cayetano levantó la persiana de Casa Bernal, Tejidos y Novedades y la dejó vibrando un instante, como un bandoneón que se arrepiente de tocar. Adentro, el polvo se había asentado en las telas como un párpado sobre los ojos. Cayetano encendió la luz de los fluorescentes: un blanco cansado que anulaba de golpe cualquier nostalgia.

Llevaba doce años allí, entre arpilleras y muselinas, hilando mañanas iguales con ovillos distintos. Era un hombre de hablar bajo, de guardar los recibos por orden de fecha, de vigilar que el escaparate no se apagara nunca del todo. Se entretenía plegando con exactitud geométrica los paños, lo cual le ganaba el respeto de las clientas más viejas y el fastidio de las jóvenes que querían prisa. “Cayetano, que me cierran el estanco”, le decían; y él sonreía con una comisura apenas, como disculpándose por existir.

El escaparate, sin embargo, era otra cosa. Allí se permitía una clase de atrevimiento silencioso: combinaba colores con intuición de músico, colocaba los accesorios con la delicadeza de los que nunca tocan a nadie, y sacaba brillo al cristal como si fuera un espejo de boda. En el centro, elevada sobre una base de madera pintada, ella: un maniquí de cuerpo entero, piel pálida con mate de yeso, labios de carmín prudente, ojos grises sin iris. Vestía, según la estación, gabardina, vestido de cuadros, abrigo de paño, chaqueta corta; a veces un sombrerito con velo que parecía traer una noticia de 1954.

No era el más nuevo ni el más caro, pero sí el más exacto, una proporción secreta que nadie supo señalar. Se llamaba, en la etiqueta clavada a la base, Modelo Celia. Para Cayetano nunca fue Celia. “Buenas tardes, señorita”, le dijo una vez, cuando la dejó vestida de azul petróleo con cinturón de hebilla. No se rió de sí mismo. Le pareció correcto saludarla; al fin y al cabo, la exponía cada día a la intemperie de las miradas.

A Cayetano le habrían gustado las mujeres de carne si no le hubiera faltado práctica. Hubo, a los veintitrés, una telefonista de uñas rojas que olía a colonia helada; no volvió porque él tardaba en encontrar las palabras como quien busca una aguja en algodón. A los veintinueve, una cajera del economato que sonreía por costumbre; se dejó invitar a un café y luego a otro, y en el tercero dijo “tengo prisa” como quien cierra una puerta con suavidad. Después, silencio. Ningún dolor grande, ninguna épica: sólo la gimnasia de la resignación.

Con el maniquí no necesitaba hablar. Lo vestía, lo cambiaba de postura mínima —un giro de muñeca, un ligero adelantamiento de la cadera, una curva más franca del cuello—, y la mañana pasaba. Se sorprendía a veces mirándole a los ojos inexistentes y notando que la luz de la calle se posaba en el cristal de tal modo que parecía que aquellos ojos seguían algo más que su propio reflejo. Un día, sin querer, rozó con el dorso de la mano la curva fría de su mejilla al abrochar un botón rebelde. Se disculpó en voz muy baja:

—Perdón.

Nadie respondió. Y sin embargo, mientras colocaba unos guantes de piel en el primer plano, sintió una calma leve que no venía del oficio, una especie de gratitud que no podía tener origen en los objetos.

La ciudad, con su provincianismo acicalado, tenía reglas no escritas: a mediodía se vaciaba de hombres, a las cinco revivían los mostradores, a las siete las señoras de abrigos viejos pedían ver “algo alegre” para un santo. Bernal, el dueño, llevaba mostacho fino y cuentas gruesas; confiaba en Cayetano como se confía en una bisagra. “Tú manda el escaparate”, le decía. “El escaparate es la cara”. A Cayetano le gustaba esa responsabilidad: era lo más parecido a decidir la belleza.

Una tarde de noviembre, cuando el cielo tenía el color de las cajas de cartón, un apagón dejó la calle a medias: la mitad de los comercios a oscuras, la otra mitad con luz de generador. Cayetano, que creía en la modestia de los accidentes, encendió el candil que guardaban por si acaso y lo colgó del soporte de latón en el escaparate. La llama, pequeña y tozuda, dibujó sombras nuevas en la piel sin poros del maniquí. Fue entonces cuando vio —o creyó ver— una humedad minúscula brillar en el borde del labio. Se acercó con el gesto profesional de quien retoca un maquillaje. Era nada y, sin embargo, estaba.

—Señorita —susurró con respeto—, si llueve por dentro, avíseme.

No dormía mal Cayetano, pero aquella noche soñó claro. En el sueño, la señorita del escaparate caminaba por la tienda con un andar sin ruido; no tocaba el suelo, aunque sus tacones sonaban con discreción. Pasaba el dedo índice por los tejidos como quien lee en braille, se detenía en la zona de mantillas, escogía una blanca, translúcida, y se cubría la cabeza con gesto de novia sin novio. Se acercaba a él y, sin mover los labios, decía: “Tengo frío”. Él, entonces, le cerraba la gabardina hasta el último botón y… despertaba con la mano cerrando aire.

A la mañana siguiente, como tantas mañanas, desvistió el maniquí de lo de ayer. La gabardina de paño estaba abotonada hasta el último botón. Pensó que sería cosa suya, un automatismo. Cuando deshizo el tercer botón, el cuarto se soltó solo, con una resistencia breve, como si hubiese estado realmente enganchado. Rió para adentro de su bobería. Y, sin embargo, al acercar la prenda al perchero, una fragancia suave, desconocida, se elevó del paño: un olor a piel limpia, a algo humano y cercano que no estaba en los frascos de la sección perfumería.

Los días siguientes repitieron pequeñas anomalías que nadie salvo él podía inventariar. Un doblez en la falda que no había puesto, una arruga nueva en el cuello que sugería un movimiento, un velo ligeramente desplazado del ángulo que él había fijado. El jueves encontró en el borde interior de la base, entre la madera y la pintura, un cabello: ni blanco ni negro, castaño claro, finísimo. Lo tomó con pinzas, como si tuviera vida. Lo guardó en su libreta dentro de un sobre que antes contenía botones de repuesto. Escribió: “CPL. 4/12. Cabello en base.” Le pareció elegante anotarlo con iniciales.

La Navidad caía ese año en la tienda como cae la pelusa: por todas partes, con resignación y brillo. Bernal trajo luces de bombilla y un ángel de alambre que no se sostenía bien. Cayetano preparó el escaparate de fiesta: terciopelo granate, luces mínimas, un guiño de satén en los pliegues, la señorita con abrigo blanco y guantes. Al terminar, se quedó un minuto mirando desde la acera, con las manos en los bolsillos y la sensación rara de haber hecho algo bien. La ciudad pasaba de largo, con prisa de sopa caliente. Un niño se pegó al cristal, puso una mano, dejó el vaho de su asombro, y se fue.

Aquella tarde nevó. La plaza mayor, sucia y bonita, se llenó de personas que no sabían qué hacer con el fenómeno. Algunos se besaron por tener una excusa. A las ocho, cuando cerró, Cayetano se quedó solo con su obra y con ella. La luz se fue apagando por zonas. En la penumbra, el maniquí parecía respirar. No era una ilusión óptica: era un latido de la llama del candil, quizá, que agrandaba y encogía las sombras. Cayetano no tembló; se acercó.

—Señorita —dijo—. Si supiera… Bueno. Feliz Navidad.

Y en ese “si supiera” se le llenó la boca de cosas que no había dicho nunca. De pronto vió —con la claridad del sueño, pero despierto— que podía besar aquella boca de yeso con el mismo respeto con que se besa a la estatua de una virgen cuando nadie mira. Lo pensó. No lo hizo. Se retiró con una torpeza que se le quedó clavada en los hombros como agujetas.

Esa noche soñó otra vez. Esta vez no caminaba ella: se inclinaba. Le tocaba el hombro con dos dedos y decía, sin labios, sin voz: “Gracias por el abrigo.” El miedo de Cayetano no era miedo; era un pudor nuevo, un deseo de no estropear aquello con ruido.

El beso llegó por sí solo. Fue un martes de enero, con la cuesta haciéndose notar en el ánimo y en los precios. A última hora, cayó un cliente y preguntó por una tela que ya no existía; Cayetano buscó, encontró un sustituto, cobró, despidió y volvió a su altar. Había algo torcido en el pañuelo del cuello. Abrió el escaparate, entró entre los focos como entra un actor que no sabe su papel, levantó el codo para arreglar el nudo… y estaba tan cerca que sólo tuvo que inclinarse un poco. A nadie debía explicación. Rozó con sus labios la boca tranquila del maniquí. Fue nada y lo fue todo.

No sintió calor. Sintió una electricidad blanda, como si por fin las cosas complejas se hubieran resignado a ser simples. Retiró la cabeza un centímetro, y entonces ocurrió: el cristal del escaparate devolvió una imagen que no coincidía. Ella tenía, ahora, pupilas. No eran ojos completos; eran puntos de sombra en el gris que le daban dirección a la mirada. Cayetano tragó aire. Apagó con mano firme los focos pequeños, dejó el candil y cerró la puerta de cristal desde dentro. Por un momento no existió la calle.

No hicieron falta palabras. El maniquí —la mujer— bajó un milímetro la barbilla. No podía moverse como se mueve un cuerpo, pero se movía como se mueve un barco en puerto: mínimos cambios, evidencias. La cara no sonrió; se suavizó. Los guantes cayeron con un tacto que no era de tela. Cayetano acercó las manos despacio y sintió la temperatura leve de la piel: no estaba fría ya, tampoco caliente; estaba a favor. La besó de nuevo, más convencido, y en el borde del beso oyó, como se oyen las cosas que uno recuerda en el instante justo de necesitarlas, la frase del sueño: “Tengo frío.” Le subió el cuello del abrigo. Ella —¿cómo decirlo?— descansó.

A partir de esa noche, la tienda cambió sin que nadie lo notara salvo ellos dos. Cayetano llegaba con diez minutos de antelación, abría la puerta, corría la cortina y entraba en el escaparate con el mismo cuidado con el que se entra en un hospital. La mujer —porque ya le costaba llamarla de otro modo— le esperaba en la misma postura con variaciones invisibles: un hombro menos tenso, la línea del cuello más viva, los labios con una humedad que no era de maquillaje. Cuando la vestía, su cuerpo tenía peso. Podía sostenerse, podía ceder si él —casi sin atreverse— le pedía con el brazo un desplazamiento. No hablaban. Algunas tardes, al cerrar, él ponía un disco de boleros en el tocadiscos portátil del probador, y el escaparate se volvía un salón de baile donde nadie bailaba pero todo estaba en su sitio.

El pueblo empezó a decir cosas que eran verdad de otra manera. “Qué bonitos los escaparates de Bernal”, “Hay una chica dentro”, “¿Ha cambiado el maniquí?”, “Tiene algo…”. Algunas clientas, al pagar, miraban de reojo al cristal y se tocaban el pelo sin saber por qué. Bernal sonreía ante la caja: “La cara, Cayetano, la cara. Muy bien.” El barrendero empezó a barrer más lento frente a la tienda.

No hay milagros gratis. Algo —no supo nunca qué— pidió su precio con la educación de las deudas inevitables. Un lunes de marzo, mientras Cayetano ajustaba una cinta en la cintura, notó que sus dedos tardaban en responder. No era cansancio. Era fondo. La noche siguiente, al llegar a casa, el espejo del baño le devolvió una cara más lisa, como si las arrugas pequeñas del entrecejo se hubieran planchado sin consulta. No parecía mejor: parecía menos. Lo apuntó en su libreta con la claridad de quien lleva cuentas: “12/3. Cara más lisa. Dedos lentos.”

Siguió. No podía no seguir. Cada beso en la boca humilde de la mujer le devolvía la paz de los asuntos que han encontrado nombre. Cada día le dejaba a él más quieto. El mundo no notó nada: los trenes llegaban, las hojas del plátano caían, los vendedores ambulantes decían “barato” con tono de misa. Cayetano empezó a hablar menos. Le costaba tomar decisiones que antes eran automáticas: si poner primero el granate o el verde, si cobrar en billetes o monedas. Bernal se lo atribuyó a la primavera.

La última noche —porque todo relato concede al menos una—, llovía con esa insistencia que hace a las ciudades parecerse. Cayetano cerró más tarde por un cliente pesado. Cuando bajó la tranca, el escaparate era una piscina de reflejos. Entró, subió la cortina, y la mujer estaba como siempre: esperándolo. La besó con una ternura cansada. Ella respondió con lo que tenía: un milímetro de vida. Fue entonces cuando sintió, por primera vez, frío. No en los hombros —eso se arregla con abrigo—, en el centro: un frío que no pide jersey, pide inmovilidad.

—No me dejes —oyó, o imaginó— sola.

Sonrió. Las luces del techo parpadearon con mala conexión. La calle estaba vacía. Hubo un relámpago sin trueno, un blanco que convirtió a la mujer en una figura de sal y a él en sombra. A veces las cosas se deciden así. Cayetano sintió cómo se le iba el peso de las rodillas. Apoyó una mano en la base para no caer. No cayó. Se quedó.

A la mañana siguiente, el barrendero fue el primero en verlo. Llamó a Bernal, a la policía, a quien se llama en estas ocasiones sin temblor. No había cadáver. No había Cayetano. En el escaparate, sin embargo, había dos. La mujer —la señorita, la modelo Celia— seguía en su sitio, con ojos grises que aquel día parecían saber. A su lado, un maniquí nuevo —eso dijeron todos—: traje oscuro, camisa blanca, corbata modesta, una mano apoyada con pulso correcto en la base, la otra en el aire, a la altura exacta de un beso interrumpido.

—¿Cuándo lo habéis traído? —preguntó una señora con voz de monaguillo.

—Anoche no estaba —dijo Bernal, con un hilo de incredulidad que tardó años en cortarse.

La ciudad aceptó la novedad con la higiene con que acepta lo que no entiende. Casa Bernal vendió más que nunca aquel mes. Las muchachas se probaban vestidos mirando de reojo al hombre nuevo del escaparate; los novios decían “yo no me visto así ni muerto” con risa nerviosa. El maniquí tenía algo. No era el peinado, no era la postura, no era el corte del traje; era esa forma de estar que tienen los que han aprendido a no moverse.

De Cayetano se dijo lo que se dice para no entrar en sitios donde hace corriente: que si se fue a la capital, que si dejó una carta, que si debía y andaba escondido. Bernal no encontró carta, pero encontró, en la libreta guardada bajo el mostrador, un sobre pequeñísimo con un cabello pegado y varias anotaciones de contable del misterio. Se lo guardó en el bolsillo interior del chaleco y, por la noche, lo dejó en el cajón de la mesilla, al lado del rosario.

A veces —esto sólo lo sé yo—, cuando el reloj da las ocho y el barrendero arrastra su escoba con paciencia nueva, el cristal de Casa Bernal empaña por dentro como si alguien respirara muy cerca. La mujer del escaparate tiene entonces los labios con una humedad que no está en las modas. El hombre a su lado, exacto en su traje oscuro, parece inclinar un milímetro la cabeza hacia ella. No es movimiento: es decisión. Uno creería —si creyera— que los maniquíes también se besan cuando nadie mira y que hay amores que no salen a pasear porque ya encuentran todo en un metro cuadrado de luz.

La ciudad, provinciana y limpia, sigue oliendo a pan por las mañanas. En la plaza mayor el reloj da las horas con la humildad de quien no se cree importante. Las palomas hacen cuentas con el empedrado. Y en el escaparate de Casa Bernal, bajo fluorescentes cansados, dos figuras guardan su turno de belleza con una paciencia que no verán los apurados. De Cayetano ya nadie habla. No hace falta. Está en el lugar donde quiso estar: al otro lado del cristal, justo en la cara. Y ella —llámese Celia o de ningún modo— no tiene frío. Con eso, a veces, basta.

El primer amor de verano

La carretera de Autillo empezaba unos kilómetros antes de empezar de verdad: un hilo recto entre trigales que vibraban como si tuvieran fiebre, el sol sentado en el capó del autobús de Pobes y la voz de mis padres diciendo que ya llegábamos. Veníamos de Pamplona con el maletero lleno de ropa y la promesa de un verano largo. Yo acababa de cumplir los trece y llevaba una inquietud nueva colgada del cuello, como un colgante invisible.

A mano izquierda, los palomares redondos dormían con los ojos abiertos; a la derecha, la llanura se hacía la interesante, enseñando cigüeñas sobre un campanario que juraba haberme visto crecer verano tras verano. En el cruce alguien había pintado con letras chuecas “Autillo” en una flecha de hojalata. 

El aire de la calle, cuando bajé del autobús, fue un golpe blando de horno y polvo. La casa de mi tía, donde vívia ahora también mi abuelo olía a piedra fresca, a armario de sábanas y a cuchara de madera. Teodora, la vecina de mi tía, me dijo “ya está aquí el de la capital” con ese modo de bienvenida que es también un examen. Yo asentí, me miré las piernas todavía demasiado blancas bajo una bermudas negras de algodón que dejaban ver mis tobillos, y fingí que no me temblaban.

Las veía venir desde lejos: primero, el timbre metálico, luego el parpadeo del sol en los radios, y por último ellas. Tres bicis BH pintadas de colores imposibles bajaron por la calle como una bandada sin prisa. Llevaba una una faldita corta y diadema, las piernas morenitas y bien torneadas, otra con el pelo recogido en dos coletas desafiantes, la tercera con un vestido de flores (o quizá eran soles) y unas gafas de espejo que me devolvieron una versión más ruborizada de mí mismo.

—¿Tú eres el de Pamplona? —preguntó la de la diadema, sin freno.

—Sí —dije, y me pareció una palabra corta.

—En las fiestas de San Agustín de Fuentes hay verbenas —anunció la de las coletas, como si me ofreciera un contrato—. ¿Sabes bailar?

—Regular —admití.

—Pues regular no vale —remató la de las gafas—. Aquí hay que bailar bien o mirar mucho.

Rieron las tres, no de mí sino por el gusto de reír en plural. Dieron una vuelta a la plaza mayor, giraron en torno al banco donde Tío Amancio hacía de estatua y, como si hubieran trazado un círculo sobre la tierra, volvieron y me rodearon a mí, el urbanita.

—Yo soy Lola —la de las coletas—. Esta es Marina —la de la diadema—. Y la de las gafas es Celia, pero puedes llamarla “ojo de halcón”.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque lo ve todo —dijo Celia, bajándose las gafas sólo lo justo para que me llegara una mirada limpia—. Y porque sabe cuando un forastero finge que no está nervioso.

No supe qué contestar. A cambio, ellas me regalaron una tarea: la cadena de la BH de Marina se había salido. Puse las manos donde había que ponerlas, como si mi vida entera hubiese sido un ensayo para ese gesto. La cadena encajó con un clic pequeño y yo me quedé con los dedos negros de grasa y un orgullo recién nacido.

—Gracias —dijo Marina—. Te has ganado un paseo.

Salimos de la plaza como se sale del cine después de una película que te ha cambiado un poco sin que te des cuenta. Bajamos por la calleja que daba al rio Valdeginate; cruzamos el puente de piedras, pasamos junto a un corral con ovejas que se apartaron con respeto y llegamos a un camino  que bordea el canal. El aire olía a albahaca y a paja caliente. Las chicharras afinaban la tarde.

—¿En Pamplona hay mar? —preguntó Lola de pronto, ganándome una rueda.

—Hay sanfermines —respondí, y la tarde se llenó de preguntas que eran deporte: que si los toros son de verdad, que si me dejan salir por la noche, que si en la ciudad hay chicas con el pelo azul.

—Las de aquí lo tenemos castaño —dijo Marina, apartándose un mechón con el dorso de la mano—. Castaño y sudado.

No sé si fue el sol o su modo de decir “aquí”, pero esa palabra me quedó latiendo por debajo de las costillas.

Paramos cerca del puente que hay cerca de Fuentes. Celia sacó de su cestita una botella de gaseosa con La Casera en letras rojas y un chasquido que todavía hoy me quita años. Bebimos a morro, sin ascos de pueblo, pasando la botella de mano en mano como si en el fondo llevara una promesa. Marina se sentó en el pretil y metió los pies en el agua. Me miró —creo— por primera vez como si me viera.

—¿Te vas a quedar todo el verano? —preguntó.

—Creo que sí —dije—. Mis padres dicen que aquí duermo y como mejor.

—Aquí se sueña de otra manera —dijo ella, y el agua pareció estar de acuerdo.

A la hora de la siesta el pueblo se recogió como una tortuga vieja. Los postigos cerraron sus párpados, y en la plaza el polvo se emparejó con el silencio. Nosotros nos refugiamos bajo el soportal de la iglesia de Santa María, donde el fresco era un milagro que no llevaba firma. Hicimos competencias de escupir cáscaras de pipa, reímos por debajo, contamos leyendas sobre brujas y de un pozo que no era pozo, y de repente el tiempo se puso a andar más despacio, como si supiera que no nos hacía falta.

En la verbena de San Agustín, la cuerda de bombillas parecía una constelación domesticada. El conjunto tocaba rancheras y pasodobles con la seriedad de lo importante; las madres vigilaban desde la fila de sillas, los padres hablaban con los brazos cruzados y una cerveza tibia. Yo no sabía bailar, pero Marina me puso las manos donde había que ponerlas: una en su cintura, la otra a la altura del vuelo. Nos movimos poco, lo justo para que el mundo no notara que se nos había encogido a dos metros cuadrados de tierra y música.

—Así —me dijo—. No pises. Siente.

Sentí. El primer beso llegó sin estridencias, detrás del frontón, con el ladrillo caliente en la espalda y el ruido salvaje de nuestros propios corazones haciéndonos de orquesta. No hubo fuegos artificiales: hubo una certeza sencilla, esa de que la vida se abre con un sonido parecido al de una pestaña cuando cae un poco de polvo. Celia y Lola nos encontraron y nos dejaron seguir, con una carcajada que era bendición.

Marina tenía una manera de morderse el labio cuando no estaba segura de algo. Yo aprendí a reconocer en ese gesto un semáforo que no existía. No hablamos de futuro; no sabíamos hablar de lo que todavía no aprendía a tener nombre. Nos bastó con ocupar el presente como quien ocupa una habitación recién pintada: con cuidado de no dejar marcas y la alegría secreta de la novedad.

El verano avanzó con la regularidad de los riegos. En el canal jugábamos a saltarnos el reflejo del sol; en la era aprendí a trillar con el cuerpo —uno aprende cosas así cuando nadie te mira—; los atardeceres traían una frescura que nos regalaba media hora de palabras de más. Hubo celos pequeños, de juego: que si Marina hablaba con un primo de Valladolid, que si a mí me miró la del kiosco. Pero los celos, a esa edad, se curan con un helado y una carrera hasta el palomar más cercano.

La noche antes de volver a Pamplona, mi madre me hizo una cena especial que disfrute con el abuelo. Chorizo en rodajas, queso, pan y melón frío. Yo masticaba el pan como si se me fuera a escapar algo por el paladar. Marina me había citado en el sitio de siempre, el recodo del canal, después de los platos, antes del café. Salí con el corazón en el codo.

La encontré descalza, con la falda cogida entre los dedos, mirando cómo el agua insistía. Nos sentamos, cada uno en su piedra. No hacía falta hacernos promesas; el pueblo entiende de tiempos sin calendario mejor que nosotros.

—El verano que viene volverás —dijo, no como pregunta.

—Sí —mentí, o no.

—La ciudad te cambia —dijo—. Vuelve como te dé la gana, pero vuelve.

Le di un beso que sabía a gaseosa y tarde, a pipa de sal y a la piel del hombro caliente. Ella me dejó guardarme una cinta de su diadema entre los dedos, un talismán barato con efectos secundarios. Nos reímos de nada y de todo y nos fuimos cada uno por su calle, como si supiéramos andar alejándonos sin romper nada.

Al amanecer, la carretera de Autillo a Fuentes nos recibió igual que a la ida: derecha, sin disculpas. En el retrovisor, las cigüeñas pretendían no mirarnos, los palomares se hacían los distraídos. Mi madre preguntó si me había gustado el verano; yo dije que sí, como se dice una palabra grande por primera vez sin que se te note.

En Pamplona, el tráfico, los amigos de barrio, el primer curso del instituto  con su olor a goma y tiza, y la primera lluvia de otoño inventaron la rutina. La cinta de Marina vivió en mi billetero hasta que el cuero aprendió su forma. A veces, en el autobús, la tocaba como si fuera una tecla y el recuerdo sonara entero: el cansancio feliz de un baile mal bailado, el calor de una piedra, el metal de una cadena que encaja, el charco de sombra bajo la bombilla de la verbena.

Volví a Fuentes más veces. Ella estaba algunas, otras ya no; el mundo se movía, porque esa es su educación. Las bicis seguían bajando por la calle con risas de bandada. Yo aprendí a bailar mejor —no mucho— y a mirar menos el suelo. Supe, con los años, que no era Marina sólo quien me había besado aquella noche, sino la llanura entera, con su modo antiguo de decirte las cosas sin apretar. Y supe, sobre todo, que el primer amor de verano es un idioma que no se olvida aunque cambien las palabras.

Aún hoy, cuando una carretera recta me aprieta el pecho y el sol se sienta en el capó, me vuelve una curva de polvo en la boca: la de Fuentes a Autillo a la hora en que el calor afloja, el mundo se calla y, a lo lejos, tres bicis BH anuncian —con campanillas y piernas morenas— que, sin saberlo, estás entrando en la adolescencia como se entra en el río: poco a poco, hasta el cuello, y de pronto, entero.

Segunda oportunidad

Si pudiera volver atrás, si pudiera rehacer mi pasado. Cuántas veces me levantaba cada mañana repitiéndome la misma cantinela. Por mucho empeño que pusiera, por mayor esfuerzo que hiciera en no cometer una y otra vez los mismos errores, al cabo del tiempo me arrepentía de lo hecho y volvía, una y otra vez, a decirme: “Esto dije, esto no debí decir; aquello no hice, aquello debí hacer”.

Pero era imposible volver atrás. El tiempo había teñido de vetas blancas mis sienes, como si quisiera adelantar el invierno de mi vida: un declive lento, más mental que físico —apenas tenía treinta y cinco años— que me sumía en una soledad sin ruido y en una apatía de agua estancada.

Algunas noches me despertaba con la sensación de estar viviendo un largo, angustioso, interminable sueño, sin principio ni fin; un sueño en el que se agitaban, como sombras gigantes, mis temores y mis miedos, sin darme cuenta, tal vez, de que —como en las sombras chinescas— a menudo es mayor el reflejo que vemos en la pared, a la luz de una vela vacilante, que el pequeño objeto que lo proyecta.

Obsesionado con revivir mi pasado, volqué todos mis esfuerzos, mentales y físicos, en ese propósito. Quise creer que, como en ciertas historias de fantasía y ciencia ficción que había devorado desde niño, todo era posible.

“Nuestras acciones —me repetía—, e incluso la ausencia de ellas, generan diferentes líneas vitales paralelas que coexisten en planos contiguos e impermeables. En alguno de esos pliegues habrá un individuo igual que yo que logró enamorar a la mujer de mis sueños; otro —o el mismo con mayor fortuna— eligió otra ocupación y triunfó. Hay actos determinantes capaces de desviar el cauce del río, de abrir vidas paralelas. Si pudiera atravesar la realidad y mirar qué habría sido si…”

Los pensamientos cruzaban cada vez más hondos e insistentes. En el fondo, todo se reducía a una elección mal hecha; a mi elección; a la infelicidad que de ella pendía.

No hallé ninguna puerta física que llevara a ese otro lado. Así que decidí entrar por donde el mundo se ablanda: los sueños.

La disciplina de la noche

Leí manuales de “sueño lúcido” con el fervor de un converso: higiene del sueño, rituales previos, alarmas en mitad de la noche, diarios en la mesilla, ejercicios de visualización. Me acostaba con la habitación en penumbra y, antes de cerrar los ojos, repetía un pequeño conjuro aprendido en un libro barato: “Cuando vea mis manos en el sueño, sabré que sueño”.

Pronto llegaron las primeras señales: el leve tirón en el estómago previo a la caída, la puerta que no conducía a la cocina sino a un pasillo con espejos, el reloj que marcaba horas imposibles. Y, con ellas, el primer regreso: la tarde de la fiesta de graduación.

El salón volvía a encenderse con luz de naranja y humo. La orquesta probaba un lento indeciso. Yo estaba sentado junto a la ventana, girando con los dedos el vaso alto del cubata, fingiendo que miraba la calle, mirándola a ella de reojo. Temía el ridículo como se teme una fiebre: más por la previsión de padecerla que por su daño real. Entonces apareció él —“el maromo”, lo llamé siempre, porque no supe aprender su nombre— y le pidió bailar. Un lento, lentísimo. Se perdieron en el rincón más oscuro. Yo seguí girando el vaso hasta gastarle la banda de sudor.

En el sueño, me levanté. Puse el vaso en la mesa. Caminé hacia ellos, con ese andar elástico del que todavía no extingue la confianza. “¿Bailas?” Nunca sabré si ella me oyó o el sueño cambió de escena para no humillarme. Desperté con el corazón en la boca y una frase en la garganta que no había sabido decir en veinte años.

La segunda noche fue distinta. La música volvió a caer en alfombra, pero ahora el bar olía al mismo perfume que ella llevaba entonces —jazmín y un alcohol barato— y el hielo del vaso tenía el mismo crujido. Supe que no era un simple sueño: mis sentidos estaban calibrados con el recuerdo, como si mi mente realmente hubiese viajado a un sitio remoto donde pasado y deseo comparten mesa. Extendí la mano; ella sonrió con una sorpresa tranquila, como si esperara desde siempre esa invitación. Bailamos. La orquesta dejó de ser un rumor —por una vez— para tocar la melodía exacta. Desperté con la música en el oído y, sobre la mesilla, un detalle imposible: una horquilla dorada, con dos dientes torcidos.

La sostuve entre los dedos con un respeto ridículo. La metí en el cajón. No se desvaneció con la mañana. El mundo, obediente a su lógica, no se desplomó: era una horquilla, nada más. Pero para mí fue un acta notarial. Volví a acostarme con la avidez del niño que encuentra la llave del desván.

Cartografía de lo onírico

El mundo de los sueños es una región vasta aún sin mapa, de orografía caprichosa: tierras oscuras y pantanosas donde la voluntad se hunde; sierras súbitas que obligan a trepar para no olvidar; nieblas donde no se sabe dónde empieza el río y termina el campo; y criaturas que cambian de bando: ángeles que, al doblar la esquina, resultan demonios domésticos; monstruos que, al encender la luz, son percheros. Aprendí a orientarme con tres reglas: no mirar dos veces el mismo reloj, no entrar en habitaciones sin ventana, no pronunciar nombres en voz alta.

Noche tras noche fui perfeccionando el regreso. Ajustaba la hora como quien sintoniza una radio vieja, corregía la distancia con la precisión del que vuelve a un banco público y lo encuentra ocupado por otros. A veces el sueño me traicionaba y, cuando creía volver a la fiesta, me devolvía al pasillo del instituto o al portal de su casa o a la mañana del examen de literatura que improvisé con descaro; otras, me concedía el milagro: poder decir “no te vayas” justo cuando ella recogía el bolso; poder confesar que tenía miedo; poder escuchar que ella también.

De día me convertí en un oficiante silencioso: respiración cuadrada, libreta de sueños, dibujos torpes de plantas de edificios que sólo existen en el sueño. Todo lo apuntaba: letras de canciones, marcas de suelo, el color del mantel. Empecé a traer pruebas: un tiquet amarillento de la barra con el nombre del local que cerró al año siguiente, un alfiler de corbata que jamás compré, un azúcar en sobre con la fecha impresa en violeta y una errata.

La realidad, a cambio, comenzó a ofrecerme grietas. En mitad de una reunión dije “nos vemos mañana” a un compañero que llevaba dos años trasladado. En la calle saludé a un vecino que nunca había vivido allí. Me descubrí tarareando una canción que no había sido publicada aún. La horquilla, sin embargo, seguía en el cajón: la tocaba algunas noches para saber que no me había vuelto loco.

La otra orilla

Quise ir más lejos: no sólo corregir un gesto, sino explorar los mundos paralelos de los que me hablaba en voz baja. Preparé mi cerebro con una obstinación casi cruel: ayuno de pantallas, música repetitiva, té ligero, una lista de preguntas debajo de la almohada. Me dormí con la mente como una brújula enfadada.

La tercera vuelta al salón de la graduación no fue igual. Las paredes respiraban; las lámparas parpadeaban con una luz más fría; ella llevaba, ahora, el pelo suelto, sin horquilla. Cuando me acerqué, se apartó un poco, no con miedo, sino con la cortesía de quien no quiere engaños. “Hoy no —dijo—. Hoy no soy yo.” Detrás de su voz parecía hablar alguien más; o la suma de todas sus voces en todas mis líneas. El maromo, sin nombre, me miró con la cara en blanco y una mueca prestada. El sueño, por primera vez, me dio miedo. Desperté con un ardor en el pecho y un sabor metálico en la lengua.

A la noche siguiente me prometí quedarme en la orilla: mirar sin corregir, aceptar. El sueño, cruel como un buen maestro, me llevó a una escena que no había deseado: la tarde en que mi padre me llamó para decirme “me preocupa un dolor”. Yo —el de entonces— no cogí  el teléfono. En el sueño pude cogerlo. Cogí. Hablé. Le escuché. Al despertar lloré con un alivio agrio, como el de los que llegan tarde a todo. En el jersey, a la altura del hombro, encontré un pelo cano adherido a la lana. Lo recogí con la punta de los dedos. No supe qué hacer con él.

Empecé a sospechar lo que no quería oír: que el sueño no era un cine a la carta, sino un puente; y que los peajes, aunque discretos, existían. Dormía mejor —o peor— que nunca. De día iba perdiendo pequeñas islas: una receta de tortilla que hacía sin pensar; una dirección antigua que siempre recordé; el segundo apellido de un amigo de infancia; la manera exacta de atarme los cordones con un gesto aprendido de mi madre. Ganaba, sí, una calma rara; perdía, sin querer, piezas del puzzle.

Última sesión

La noche decisiva volvía a ser la de la graduación. Lloviznaba bajo techo. La música caía a plomo, a cámara lenta. Todo replicaba el original como si la memoria, por fin, hubiera pulido su espejo. Me acerqué a ella sin ansiedad ni grandilocuencia. Me vio venir y, por primera vez en veinte años, me sostuvo la mirada sin ironía.

—¿Sabes? —le dije—. He venido muchas veces.

—Lo sé —contestó—. Yo también te he esperado muchas veces.

Entonces ocurrió lo que jamás había ocurrido: el sueño dejó de ser sueño. Sentí el calor de su mano con grado exacto; la aspereza de la etiqueta mal cortada en mi camisa; la nota desafinada del trombón. “Vivir de nuevo”, pensé, sin atreverme a cerrar los ojos por miedo a apagarlo.

Bailamos. Cuando terminó el lento, ella sacó del bolso una servilleta con un teléfono que ya no existe. “Llámame mañana”, dijo. “Mañana sí.” Guardé la servilleta en el bolsillo interior de la americana con el gesto de quien ha recibido el breve santo de la vida.

Desperté con el corazón sereno. Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta —la real— y allí estaba: una servilleta doblada dos veces, con un perfume de jazmín y tinta corrida; y un número de siete cifras que no correspondía a ningún prefijo actual. La apoyé en la mesa como prueba y reliquia.

Intenté llamarla, por supuesto. La voz automática contestó que aquel número no existía. El papel, en mi mano, olía aún a la fiesta.

Epílogo: la vía

No supe nunca que había otra vía —me digo a veces—. O quizá sí lo supe y no quise nombrarla: la muerte. Los viejos místicos del desierto hablaban de sueños verdaderos como de pequeños ensayos; los físicos de hoy murmuran que, en un universo infinito, todo ocurre y nos ocurre, repetido y variado, como el burro que no cesa en la noria. Lo que haya de ser será; lo que pueda ser, será. A mí me bastó (me basta) este ir y venir por la cuerda floja de la noche, con la servilleta en el bolsillo y la horquilla en el cajón, sabiendo que el puente no es autopista, que traer una prueba no cambia el mundo, que quizá lo único que cambia es mi manera de habitarlo.

Desde entonces, cuando me asalta la cantinela matinal del “si pudiera”, preparo té, abro la ventana y me siento a escribir los sueños con letra lenta, como se copian salmos en un claustro. Algunas veces vuelvo —no tantas—; otras dejo pasar el tren. Me repito, por higiene: no todo se repara; no todo se repite; no todo conviene.

Y, sin embargo, cada cierto tiempo, de madrugada, oigo sonar muy lejos la canción de aquel lento. Entonces cierro los ojos, pongo las manos frente a mi cara —como me enseñé—, reconozco que sueño, y cruzo. No para cambiar el pasado, no para atraparlo, sino para rozar su gracia y regresar con una brizna nueva de aceptación. Con eso —lo juro— el invierno del pelo se vuelve menos temprano, y la vida, sin reset, se deja vivir como si estrenara mesa y mantel.

La servilleta sigue en su sitio. Nadie la ha visto. Nadie me creería. Yo tampoco me lo creería si no fuera por el perfume obstinado, por el siete torcido de un número que ya no existe y por esta certeza mansa: a veces el sueño no corrige la vida; la reconcilia. Y eso, quizá, era lo único que yo andaba buscando cuando empecé a decirme, al despertar: si pudiera volver atrás… y, al acostarme, en voz más baja: esta noche, con cuidado.

Juegos

1.-El anillo

—¿Qué es esto? ¿De dónde lo has sacado?

El anillo brillaba bajo la luz mortecina de la lamparilla. En la mano húmeda y temblorosa de su madre, el dorado destello parecía un reproche. Richar sintió que todo se derrumbaba de golpe.

Ella lo miró fijamente, con el ceño fruncido, los labios apretados y el rostro enrojecido, no ya por la obesidad o la mala circulación, sino por la rabia. Llevaba años soportando las habladurías, los cuchicheos de las vecinas sobre las malas compañías de su hijo. No quería creerlo, pero sabía que había verdad en cada rumor.

—Este anillo no es tuyo. ¿De quién es? ¿A quién se lo habéis quitado? ¡No me mientas!

Richar bajó la cabeza. El silencio le pesaba como una piedra en el pecho. Pensaba en la noche anterior, en lo que no podía contar, en ese momento que se le antojaba ya remoto pero que lo había cambiado todo. Inventar era más fácil: diría que lo había encontrado junto al campo de fútbol, que Rafa se lo había dado para guardarlo. Cualquier cosa antes de revelar lo que de verdad había pasado.

Su madre esperaba. Recordaba los episodios del verano anterior, cuando tuvo que devolver a otras madres relojes y monedas, tragándose la vergüenza, disculpándose delante de desconocidas. Recordaba la humillación de enfrentarse al padre de Richar, su marido, cuando este se enteró. Él sí levantaba la mano, y ella había tenido que callar. Aquella noche aún le dolía más que los golpes: la certeza de que su hijo, tan pequeño, ya caminaba por una senda torcida.

—Te lo juro que lo encontré —dijo Richar con voz temblorosa—. Esta vez no miento, mamá. Fue junto a las escuelas, te lo prometo.

Cada palabra la acompañaba con un movimiento de cabeza, casi suplicante. Había algo en su tono que no sonaba a simple mentira: una angustia verdadera, un miedo que traspasaba el papel de hijo travieso y lo mostraba como un niño acorralado.

La madre lo observó largo rato, hasta que, agotada, se retiró con el anillo aún en la mano. Murmuró palabras que ni ella misma entendió. No estaba convencida, pero tampoco tenía fuerzas para seguir. Temía lo que sucedería cuando llegara su marido: a él Richar no podría ocultarle nada, la correa del cinturón hacia maravillas.

Durante la comida reinó un silencio pesado. Richar apenas probaba bocado, y ella masticaba con dificultad, con la mente enredada entre la desconfianza y la esperanza de estar equivocada. La radio llenaba la estancia con música y luego con noticias locales. Hasta que la voz del locutor quebró la calma:

—Se ruega colaboración ciudadana. Falta de su domicilio el niño F.P.D. de nueve años de edad… Vestía pantalón corto azul y camisa blanca…

Richar dejó el tenedor sobre el plato. Sintió cómo el sudor le corría por la nuca. La madre, inmóvil, apretó el anillo dentro de su puño cerrado hasta hacerse daño.

Ambos entendieron. Ninguno pronunció palabra.

La comida se quedó fría. Afuera, en la calle,  ladraba un perro, y dentro, el silencio se convirtió en un pacto de miedo. Porque los juegos de los niños, lo sabían ya los dos, a veces terminan en tragedia.

2. Los juegos

Los niños del barrio no están locos ni son demonios. Son niños: fuman valentía en papel de estraza, prueban límites como quien prueba el filo de una navaja. Richar, Juan Carlos, Rafa, Alberto, Manolo: nombres que se gritan de esquina a tapia, que dejan en los labios el sabor de la hierba mordida.

Roban manzanas en el huerto de doña Elvira: uno vigila, dos sacuden, otro recoge. Higos pegajosos, camisetas de franela. En las escuelas sueltan el aire de las ruedas de las bicicletas, cambian cromos, patean una pelota descosida. Se miden con las bandas vecinas a pedradas mal medidas; algún cristal paga la fiesta. Tocan timbres y corren; dejan trapos en barandillas; mean en el interior de los portales como si la ciudad fuera un mapa de retos. Con las chicas ensayan otra valentía: correr tras ellas en el descampado, rozarlas, a veces algo más, pedir un cigarrillo, mirar demasiado y no saber qué hacer con los ojos cuando se ríen.

Y está él: el niño nuevo. Se llama Fernando Pérez Dopico, pero alguien —Juan Carlos, siempre— decide una mañana llamarlo Corki, palabra traída de no se sabe dónde que suena a golpe y a risa. Otras veces jugando con su apellido le llaman "perezoso" o "topico" (de topo). Corki: gordito, blandito, torpe para el balón, con un abrigo heredado y la costumbre de pedir permiso para entrar en juegos ya empezados. El mote se le pega a uno como barro seco.

Empiezan con pequeñas cosas: quitarle el bocadillo y devolvérselo mordido, esconderle el estuche en clase, empujarle en la fila, cantarle al oído “Corki”, darle capones en la nuca cuando escribe lento. Fernando sonríe con torpeza, como se sonríe a los adultos cuando cuentan chistes que no se entienden. “No pasa nada”, dice. Y no pasa. Todavía.

Luego vienen los desplantes calculados: “a ver, Corki, corre por los columpios, que eres el conejo”, “Corki, sujétame la mochila”, “Corki, cruza el patio con los ojos cerrados”. A cada reto, un círculo de niños; a cada risa, un poco menos de alguien.

Richar no es líder ni santo. Va detrás, copia la risa, repite la frase una octava más baja. Sabe que está mal. Sabe, sobre todo, que es fácil seguir la corriente.

3. La casa quemada

Atardecía cuando Rafa habló de la prueba en el patio de las Escuelas. La casa quemada era leyenda: cuatro paredes ahumadas al borde del campo, cerca de los Mogotes, una chimenea sola, un pozo a ras de suelo cubierto con tablas mal puestas, desiguales, bailonas, que apenas tapaban el hueco. Los mayores decían “no entréis”; los niños por aquello de llevar la contraria y jugar con el peligro entraban desde siempre.

—Hoy toca prueba —anunció Rafa, como un entrenador.

—¿A quién? —preguntó Alberto, aunque todos miraron al mismo sitio.

Fernandito. Corki. Con su bolso de deportes donde lleva los libros

—Es fácil —mintió Rafa—. Entrar, pisar las tablas del pozo y salir. Dos minutos. El que lo hace, se queda en el grupo. El que no…

El cielo olía a verano y a vacaciones próximas. Las sombras se alargaban como cuerdas. Un perro ladró dos veces.

A la salida, alcanzaron a Fernando.

—¿Te vienes a jugar? —preguntó Richar, con la voz prestada.

Los ojos de Fernando brillaron como cuando sabe una respuesta y nadie se la pregunta.

—¿De verdad?

—De verdad.

Siguieron el camino de tierra. La casa quemada apareció como un castillo pobre cerca de las vías del tren. Rafa explicó las reglas: nadie entra con él, nadie enciende fósforos, nadie se echa atrás.

—¿Y si me da miedo? —preguntó Fernando

—Si te da miedo, te aguantas —dijo Rafa, encogiéndose de hombros.

No le vendaron los ojos. “Para que veas que no pasa nada”, dijo Juan Carlos. La crueldad, cuando aprende a caminar, ya no necesita vendas.

Fernando avanzó con las manos por delante, tanteando el aire. Dentro olía a humo viejo y a madera mojada. El suelo crujía a capricho. Llegó al pozo. Las tablas —tres, desiguales— lo cubrían a medias: un parche de madera sobre un agujero negro.

—¿Así? —dijo, y puso el pie suave sobre la primera.

—Más —ordenó Rafa desde la sombra—. En medio. Si aguantan, vale.

Fernando dudó. Miró atrás. Vio ojos. Risas. Vio a Richar, que pudo decir basta y no dijo nada. Puso el pie en medio. La tabla gemela se levantó un dedo. El hueco respiró. Nadie entendió bien quién apretó primero ni cómo bastan dos dedos para mover un centro de gravedad. Hubo un empujón mínimo, una broma que buscaba un grito y encontró un golpe.

Las tablas bailaron un palmo. El cuerpo de Fernando osciló como un saco pesado y  cayó al pozo

El ruido fue un ahogo súbito, lejos, abajo. Luego, silencio.

—¡Eh! —gritó Richar—. ¡Corki!

—Shhh —dijo Rafa, con una autoridad que no conocía su edad.

—Hay que sacarlo —dijo Juan Carlos pero lo dijo para adentro.

—Nos van a pillar —contestó Alberto.

—Nos van a matar —dijo Manolo.

—Nadie sabe que estamos aquí —sentenció Rafa, y la frase pesó más que el miedo.

Miraron el hueco. Las tablas se habían recolocado torcidas, dejando un claro negro en el medio. Del fondo subió un olor a agua vieja y a piedra. Nadie se atrevió a apartarlas del todo. Nadie gritó. Todos corrieron del lugar como alma que lleva el diablo. Se fueron. Como se huye de una cosa recién nacida a la que uno ha ayudado a nacer sin querer.

4. Pactos, radios y anillos

Esa noche, el barrio se acostó con las puertas entreabiertas. Alguna madre llamó más veces de lo habitual. La pandilla se disolvió entre  sombras, camino de casa, con el corazón gorjeando en la boca. Rafa sentenció: “Nadie cuenta nada”. Y todos entendieron la gramática del pacto.

A la hora de la cena, la radio trajo la frase que ataba la historia:

“Falta de su domicilio el menor F.P.D., de nueve años…”

Richar dejó la cuchara en el plato. El anillo quemó en el bolsillo, como si tuviera sangre. Recordó el tirón en la muñeca de Fernando cuando, días antes, se lo había arrebatado en un juego de manos y bromas. Recordó el “dámelo” sin fuerza. Recordó no devolverlo. Recordó el brillo bajo la lamparilla. Recordó, sobre todo, que el anillo llevaba iniciales que ahora la radio deletreaba en su cabeza.

La madre de Richar recogió los platos en silencio. No preguntó más por el anillo. A veces, las madres sostienen el mundo por no preguntar.

Pasaron horas largas.  Richar soñó con tablas que se abrían y se cerraban como párpados. A la mañana, corrieron rumores: habían encontrado el bolso de deportes junto al campo de futbol; decían que alguien lo había visto cerca de las vías del tren, junto a un grupo de chicos; otros decían que no.

El tercer día, al amanecer, un guarda de campo ayudado de un par de policías municipales merodearon por el lugar. Y encontraron el cuerpo de Fernandito. Lo sacaron con cuerdas. Hubo sirenas. Hubo mantas. Hubo insultos sin dueño lanzados al aire. Hubo “accidente” en los papeles. Hubo “no se sabe”. Hubo “se investigará”.

Nadie dijo pozo. Nadie dijo tablas. Nadie dijo empujón. Era el pacto.

En la escuela se rezó lo que se reza. En la tienda del barrio se murmuró lo que se murmura. La señora Remigia dijo: “Los juegos se llevan lo suyo”, y nadie se atrevió a pedirle precisión.

Richar pasó el día como quien va por un pasillo estrecho cargando un jarrón. Al atardecer salió con el anillo en la mano. Caminó al regacho por la vereda del campo de fútbol. La casa quemada respiraba. Se asomó al agua turbia y abrió los dedos. El anillo dio una vuelta y desapareció sin ruido, como si volviera al lugar del que nunca debió salir. No sintió alivio. Sintió hueco.

5. Lo que queda

Durante semanas, el barrio respiró a medias. La gente hablaba de accidente. Los chicos, de otra cosa. La palabra Corki se borró de las bocas como se borra una blasfemia delante de un cura. En los recreos, la risa supo menos. En la casa quemada, un vecino —de oficio albañil— fue por su cuenta y clavó tablones nuevos sobre el pozo. Nadie se lo pidió. Nadie se lo agradeció en voz alta.

El pacto se mantuvo. No por valentía, sino por pánico. Alberto dejó de mirar a los ojos. Manolo caminó un mes sin chulería. Juan Carlos cambió de acera al cruzarse con la madre de Fernandito y se pellizcó los muslos por no llorar. Rafa endureció algo por dentro y ningún verano le quitó ya ese gesto.

Richar empezó a tener la boca ardiéndole cada vez que oía “tonto” en un patio. No siempre habló; a veces llegó tarde. A veces llegó. Un día, en clase, paró un capón que iba para otro: puso la mano en el aire y dijo basta con una voz firme que no sabía que era suya. No cambió el mundo; cambió esa mañana.

Los años pasaron. Algunos contaron la historia como se cuenta un calambre: breve, tensa, con una mueca. Dijeron “éramos chavales”. Dijeron “un juego”. Dijeron “se nos fue”. Nadie supo encontrar palabra que sirviera para dejar a Fernando en su sitio.

En ciertas tardes, cuando el sol cae por la esquina del campo y la casa quemada vuelve a respirar, alguien cree ver en el suelo un brillo pequeño, un círculo que late y que no es vidrio. Nadie se agacha. Los mayores aprendieron a no remover el fondo de las cosas. Los niños nuevos pasan en bicicleta y no saben.

La radio ya no tiene aquel locutor, pero a veces, muy de noche, parece oírse en todas las cocinas la misma frase:

“Falta de su domicilio el niño…”

Entonces, sin saber por qué, alguna madre apaga la lamparilla y abre la ventana, como si el aire, entrando, pudiera corregir el brillo de un anillo que ya no está. Y algún chaval, en otra casa, se guarda en el bolsillo una canica que no es suya, y no sabe todavía que hay juegos que no se juegan, porque una vez —aquí— pisaron unas tablas y alguien cayó.

Lo terrible no fue el golpe ni la sirena; lo terrible fue la risa antes del golpe, la facilidad con que todas las manos se vuelven una. Y que, cuando el juego se va de las manos, la mano de nadie sea, en realidad, la de todos.

Pamplona. 1986

El súcubo

 En Tierra de Campos la noche no cae: se tumba. Huele a paja templada, a adobe aún con calor, a agua quieta del canal que suspira bajo los chopos. Yo volvía tarde, con el verano pegado a la nuca, y el zumbido de un transformador marcando el ritmo como un bajo obstinado. A la altura de un palomar vencido, el aire cambió: un perfume de hinojo y almendra me abrió la piel como una puerta entreabierta.

Me senté en el talud y cerré los ojos un segundo. Bastó. La llanura entera se me acostó al lado: el trigo rozándome las piernas, el canal respirando, la grava fría recordándome el cuerpo. Y ella llegó sin hacer ruido, como llega el calor a la yema de los dedos.

—Has tardado —susurró.

La voz fue una lengua tibia en el oído. No la miré aún. Empecé por olerla: almendra, heno recién volteado, una sombra de humo dulce. Noté su aliento en la mejilla, los cabellos —o el viento— rozándome la boca. Una mano fría se posó en mi muñeca. No apretó: pesó. El pulso me cambió el compás, y la noche entera se sincronizó a esa métrica lenta.

—No quería venir —mentí, y me tembló la mentira en los labios.

—No venís —rió—: os traemos.

Se acostó a mi flanco con esa habilidad que tienen los cuerpos que conocen el cuerpo ajeno antes del primero roce. No hubo prisa. Me desvistió sin dedos: con aire, con boca, con silencio. El tejido de la camiseta se me pegó a los pezones y de pronto sobró; el cinturón dejó de existir; la tela me obedeció como obedecen las cosas cuando se las pronuncia por su nombre. Su mano siguió en la muñeca, marcando tiempos: ahora; todavía; ya.

El primer contacto fue con el trigo: una barba de espiga abrió un surco mínimo en la rodilla; ese ardor despertó otros. Luego vino su muslo, frío de sombra, deslizándose hasta encontrar mi calor. Me lamió la clavícula con una paciencia antigua, subiendo y bajando como quien prueba el punto de una mermelada. La lengua se le volvió palabra:

—Así.

Le hice caso. Abrí donde pidió, cerré donde enseñó, aflojé el cuello para que su aliento entrara hasta el fondo. Me tomó despacio, con una boca que sabía de agua y miga, de saliva y espera. El zumbido del transformador se volvió quejido y succión; el canal, un gemido largo. Yo enterré los dedos en el polvo y la sentí sonreír con mi temblor. Subió la mano por el pecho, me contó las costillas, jugó con el hueso de la cadera, bajó a recoger lo que ya era suyo.

—Mírame —dijo.

Obedecí. No vi un rostro fijo, sino todos los que alguna vez deseé y no me atreví a nombrar. Boca húmeda, ojos que se cierran a mitad de sonrisa, pómulo que pide mordisco. Era ella y otras, era la suma y la resta, y la constante era el apetito. Me montó lenta, acomodándose como quien se sienta en un hombro conocido. El primer encaje fue un ah que nos pertenecía a los dos. Me miró desde arriba con esa soberbia blanda de quien sabe conducir sin manos. Yo levanté la cadera y la llanura entera se curvó conmigo.

No hubo urgencia: hubo mandato. Se movió en círculos pequeños, midiendo la profundidad, cambiando de eje, subiendo, bajando, apretándome la muñeca para marcar cada golpe. El trigo aplaudía en seco; una cigarra equivocada decidió ser metronomo. La piel se nos volvió fruta en julio: tensa, jugosa, a punto. Se inclinó, me llenó la boca de almendra, me dijo mi nombre como si fuera una grosería dulce. Cuando el ritmo pidió más, apretó: ahora. La agarré por el lomo y el mundo perdió la educación.

—No pares —ordené, y obedeció con una fidelidad que dolía.

Se dejó caer, se levantó, me hizo suyo una y otra vez, hasta que ya no hubo borde posible entre su calor y el mío. El orgasmo nos encontró de costado, con las manos trabadas y el canal diciendo sí en su idioma de hierro. Nos rompimos con gusto, sin pudor, y la noche tardó en volver del todo.

Quedamos tendidos, sudor y polvo, con el cielo negro clavado a dos dedos de la cara. Me besó en el hueso de la mandíbula, un beso agradecido y codicioso a la vez. Su mano volvió a mi muñeca y me bajó las revoluciones como baja el barquero la palanca de la esclusa.

—¿Quién eres? —repetí, ya sin fuerza para la mentira.

—La sed cuando no bebes —dijo—. La que se marcha si amas.

—¿Y si no amo?

—Entonces vuelvo.

Se incorporó. El frío que dejó su ausencia fue un recuerdo, no una queja. Me pasó los dedos por la frente, recogió el sudor como si fuese suyo, me lo llevó a la boca. Sabía a trigo y a sal. Cerré los ojos un instante. Cuando los abrí, sólo quedaban juncos y un perfume como una firma.

Volví al pueblo andando con la ropa desordenada y la piel bien puesta. La plaza yacía: tres sillas solas, una puerta entreabierta, el pan de mañana esperando horno. Mi madre, al verme, olió el aire sin acercarse. Hervió agua, me dejó pan y manteca. No preguntó. Las mujeres de Tierra de Campos no lanzan piedras a la noche si la noche ha hecho su trabajo.

La segunda vez nos encontramos de pie, junto al silo. El viento me subió la camisa y ella aprovechó el hueco. Un dedo frío me hizo sitio en la espalda; la lengua se entretuvo de nuevo en ese hueco donde el deseo y el susto son el mismo músculo. Me tomó contra la pared, con una crueldad dulce que me arrancó sílabas que no sabía que tenían vocales. El hormigón me raspó los riñones, su boca me corrigió el idioma. Cuando terminé, acabó ella, rozándome la oreja con un jadeo que me dejó fama de santo sin serlo.

La tercera vez vino a casa. La cama crujió como un animal viejo que recuerda su torrera. Se sentó sobre mis muslos, me abrió con el peso, me subió como si el verano tuviera medida. Me enseñó a pedir sin hablar. Me enseñó a decir basta con la mano abierta. Me enseñó a amarme un poco para no invocarla por hambre. Luego se rió, mordió mi labio inferior, me dejó una sombra violeta de recuerdo y desapareció como desaparece el viento cuando acaba el turno.

Desde entonces la llanura tiene otros nombres. El trigo ya no es sólo comida: es piel que me rozó; el canal ya no es sólo agua: es boca que me bebió; el palomar vencido se inclinó aquella noche para tapar nuestra falta de vergüenza. Hay madrugadas en que despierto con la muñeca caliente y sé que anduvo cerca. No siempre la dejo pasar. No siempre me conviene. Pero cuando huelo almendra, sé que el verano ha vuelto a poner su mano sobre la mía y que la sed —ése es su otro nombre— reclama su deuda.

Si algún vecino os cuenta que en Tierra de Campos se sueña con mujeres que pesan la piel y ordenan el pulso, no os riáis. Dadle agua, pan, una sombra y una tarde sin oficio. Que camine por la ronda hasta que el cuerpo le devuelva la métrica propia. Si ama, no volverá esa noche. Si no, volverá. Y no pasa nada: en la llanura hay sitio para el trigo y para la sed; para el trabajo y para el sueño; para la paz limpia del día y para esa otra, más turbia y necesaria, que nos desnuda sin pedir permiso y, con una mano en la muñeca, nos enseña a decir sí con todo el cuerpo.