La ciudad, a esa hora, olía a pan recién hecho y a la humedad de los soportales. En la plaza mayor un reloj daba las ocho con paciencia de funcionario; un barrendero empujaba su escoba como quien mueve el tiempo, y las palomas, todavía frías, hacían cuentas con el empedrado. Cayetano levantó la persiana de Casa Bernal, Tejidos y Novedades y la dejó vibrando un instante, como un bandoneón que se arrepiente de tocar. Adentro, el polvo se había asentado en las telas como un párpado sobre los ojos. Cayetano encendió la luz de los fluorescentes: un blanco cansado que anulaba de golpe cualquier nostalgia.
Llevaba doce años allí, entre
arpilleras y muselinas, hilando mañanas iguales con ovillos distintos. Era un
hombre de hablar bajo, de guardar los recibos por orden de fecha, de vigilar
que el escaparate no se apagara nunca del todo. Se entretenía plegando con
exactitud geométrica los paños, lo cual le ganaba el respeto de las clientas
más viejas y el fastidio de las jóvenes que querían prisa. “Cayetano, que me
cierran el estanco”, le decían; y él sonreía con una comisura apenas, como
disculpándose por existir.
El escaparate, sin embargo,
era otra cosa. Allí se permitía una clase de atrevimiento silencioso: combinaba
colores con intuición de músico, colocaba los accesorios con la delicadeza de
los que nunca tocan a nadie, y sacaba brillo al cristal como si fuera un espejo
de boda. En el centro, elevada sobre una base de madera pintada, ella: un
maniquí de cuerpo entero, piel pálida con mate de yeso, labios de carmín
prudente, ojos grises sin iris. Vestía, según la estación, gabardina, vestido
de cuadros, abrigo de paño, chaqueta corta; a veces un sombrerito con velo que
parecía traer una noticia de 1954.
No era el más nuevo ni el más
caro, pero sí el más exacto, una proporción secreta que nadie supo señalar. Se
llamaba, en la etiqueta clavada a la base, Modelo Celia. Para Cayetano nunca
fue Celia. “Buenas tardes, señorita”, le dijo una vez, cuando la dejó vestida
de azul petróleo con cinturón de hebilla. No se rió de sí mismo. Le pareció
correcto saludarla; al fin y al cabo, la exponía cada día a la intemperie de
las miradas.
A Cayetano le habrían gustado
las mujeres de carne si no le hubiera faltado práctica. Hubo, a los veintitrés,
una telefonista de uñas rojas que olía a colonia helada; no volvió porque él
tardaba en encontrar las palabras como quien busca una aguja en algodón. A los
veintinueve, una cajera del economato que sonreía por costumbre; se dejó
invitar a un café y luego a otro, y en el tercero dijo “tengo prisa” como quien
cierra una puerta con suavidad. Después, silencio. Ningún dolor grande, ninguna
épica: sólo la gimnasia de la resignación.
Con el maniquí no necesitaba
hablar. Lo vestía, lo cambiaba de postura mínima —un giro de muñeca, un ligero
adelantamiento de la cadera, una curva más franca del cuello—, y la mañana
pasaba. Se sorprendía a veces mirándole a los ojos inexistentes y notando que
la luz de la calle se posaba en el cristal de tal modo que parecía que aquellos
ojos seguían algo más que su propio reflejo. Un día, sin querer, rozó con el
dorso de la mano la curva fría de su mejilla al abrochar un botón rebelde. Se
disculpó en voz muy baja:
—Perdón.
Nadie respondió. Y sin
embargo, mientras colocaba unos guantes de piel en el primer plano, sintió una
calma leve que no venía del oficio, una especie de gratitud que no podía tener
origen en los objetos.
La ciudad, con su
provincianismo acicalado, tenía reglas no escritas: a mediodía se vaciaba de
hombres, a las cinco revivían los mostradores, a las siete las señoras de
abrigos viejos pedían ver “algo alegre” para un santo. Bernal, el dueño,
llevaba mostacho fino y cuentas gruesas; confiaba en Cayetano como se confía en
una bisagra. “Tú manda el escaparate”, le decía. “El escaparate es la cara”. A
Cayetano le gustaba esa responsabilidad: era lo más parecido a decidir la
belleza.
Una tarde de noviembre, cuando
el cielo tenía el color de las cajas de cartón, un apagón dejó la calle a
medias: la mitad de los comercios a oscuras, la otra mitad con luz de
generador. Cayetano, que creía en la modestia de los accidentes, encendió el candil
que guardaban por si acaso y lo colgó del soporte de latón en el escaparate. La
llama, pequeña y tozuda, dibujó sombras nuevas en la piel sin poros del
maniquí. Fue entonces cuando vio —o creyó ver— una humedad minúscula brillar en
el borde del labio. Se acercó con el gesto profesional de quien retoca un
maquillaje. Era nada y, sin embargo, estaba.
—Señorita —susurró con
respeto—, si llueve por dentro, avíseme.
No dormía mal Cayetano, pero
aquella noche soñó claro. En el sueño, la señorita del escaparate caminaba por
la tienda con un andar sin ruido; no tocaba el suelo, aunque sus tacones
sonaban con discreción. Pasaba el dedo índice por los tejidos como quien lee en
braille, se detenía en la zona de mantillas, escogía una blanca, translúcida, y
se cubría la cabeza con gesto de novia sin novio. Se acercaba a él y, sin mover
los labios, decía: “Tengo frío”. Él, entonces, le cerraba la gabardina hasta el
último botón y… despertaba con la mano cerrando aire.
A la mañana siguiente, como
tantas mañanas, desvistió el maniquí de lo de ayer. La gabardina de paño estaba
abotonada hasta el último botón. Pensó que sería cosa suya, un automatismo.
Cuando deshizo el tercer botón, el cuarto se soltó solo, con una resistencia
breve, como si hubiese estado realmente enganchado. Rió para adentro de su
bobería. Y, sin embargo, al acercar la prenda al perchero, una fragancia suave,
desconocida, se elevó del paño: un olor a piel limpia, a algo humano y cercano
que no estaba en los frascos de la sección perfumería.
Los días siguientes repitieron
pequeñas anomalías que nadie salvo él podía inventariar. Un doblez en la falda
que no había puesto, una arruga nueva en el cuello que sugería un movimiento,
un velo ligeramente desplazado del ángulo que él había fijado. El jueves
encontró en el borde interior de la base, entre la madera y la pintura, un
cabello: ni blanco ni negro, castaño claro, finísimo. Lo tomó con pinzas, como
si tuviera vida. Lo guardó en su libreta dentro de un sobre que antes contenía
botones de repuesto. Escribió: “CPL. 4/12. Cabello en base.” Le pareció
elegante anotarlo con iniciales.
La Navidad caía ese año en la
tienda como cae la pelusa: por todas partes, con resignación y brillo. Bernal
trajo luces de bombilla y un ángel de alambre que no se sostenía bien. Cayetano
preparó el escaparate de fiesta: terciopelo granate, luces mínimas, un guiño de
satén en los pliegues, la señorita con abrigo blanco y guantes. Al terminar, se
quedó un minuto mirando desde la acera, con las manos en los bolsillos y la
sensación rara de haber hecho algo bien. La ciudad pasaba de largo, con prisa
de sopa caliente. Un niño se pegó al cristal, puso una mano, dejó el vaho de su
asombro, y se fue.
Aquella tarde nevó. La plaza
mayor, sucia y bonita, se llenó de personas que no sabían qué hacer con el
fenómeno. Algunos se besaron por tener una excusa. A las ocho, cuando cerró,
Cayetano se quedó solo con su obra y con ella. La luz se fue apagando por
zonas. En la penumbra, el maniquí parecía respirar. No era una ilusión óptica:
era un latido de la llama del candil, quizá, que agrandaba y encogía las
sombras. Cayetano no tembló; se acercó.
—Señorita —dijo—. Si supiera…
Bueno. Feliz Navidad.
Y en ese “si supiera” se le
llenó la boca de cosas que no había dicho nunca. De pronto vió —con la claridad
del sueño, pero despierto— que podía besar aquella boca de yeso con el mismo
respeto con que se besa a la estatua de una virgen cuando nadie mira. Lo pensó.
No lo hizo. Se retiró con una torpeza que se le quedó clavada en los hombros
como agujetas.
Esa noche soñó otra vez. Esta
vez no caminaba ella: se inclinaba. Le tocaba el hombro con dos dedos y decía,
sin labios, sin voz: “Gracias por el abrigo.” El miedo de Cayetano no era
miedo; era un pudor nuevo, un deseo de no estropear aquello con ruido.
El beso llegó por sí solo. Fue
un martes de enero, con la cuesta haciéndose notar en el ánimo y en los
precios. A última hora, cayó un cliente y preguntó por una tela que ya no
existía; Cayetano buscó, encontró un sustituto, cobró, despidió y volvió a su
altar. Había algo torcido en el pañuelo del cuello. Abrió el escaparate, entró
entre los focos como entra un actor que no sabe su papel, levantó el codo para
arreglar el nudo… y estaba tan cerca que sólo tuvo que inclinarse un poco. A
nadie debía explicación. Rozó con sus labios la boca tranquila del maniquí. Fue
nada y lo fue todo.
No sintió calor. Sintió una
electricidad blanda, como si por fin las cosas complejas se hubieran resignado
a ser simples. Retiró la cabeza un centímetro, y entonces ocurrió: el cristal
del escaparate devolvió una imagen que no coincidía. Ella tenía, ahora,
pupilas. No eran ojos completos; eran puntos de sombra en el gris que le daban
dirección a la mirada. Cayetano tragó aire. Apagó con mano firme los focos
pequeños, dejó el candil y cerró la puerta de cristal desde dentro. Por un
momento no existió la calle.
No hicieron falta palabras. El
maniquí —la mujer— bajó un milímetro la barbilla. No podía moverse como se
mueve un cuerpo, pero se movía como se mueve un barco en puerto: mínimos
cambios, evidencias. La cara no sonrió; se suavizó. Los guantes cayeron con un
tacto que no era de tela. Cayetano acercó las manos despacio y sintió la
temperatura leve de la piel: no estaba fría ya, tampoco caliente; estaba a
favor. La besó de nuevo, más convencido, y en el borde del beso oyó, como se
oyen las cosas que uno recuerda en el instante justo de necesitarlas, la frase
del sueño: “Tengo frío.” Le subió el cuello del abrigo. Ella —¿cómo decirlo?—
descansó.
A partir de esa noche, la
tienda cambió sin que nadie lo notara salvo ellos dos. Cayetano llegaba con
diez minutos de antelación, abría la puerta, corría la cortina y entraba en el
escaparate con el mismo cuidado con el que se entra en un hospital. La mujer
—porque ya le costaba llamarla de otro modo— le esperaba en la misma postura
con variaciones invisibles: un hombro menos tenso, la línea del cuello más
viva, los labios con una humedad que no era de maquillaje. Cuando la vestía, su
cuerpo tenía peso. Podía sostenerse, podía ceder si él —casi sin atreverse— le
pedía con el brazo un desplazamiento. No hablaban. Algunas tardes, al cerrar,
él ponía un disco de boleros en el tocadiscos portátil del probador, y el
escaparate se volvía un salón de baile donde nadie bailaba pero todo estaba en
su sitio.
El pueblo empezó a decir cosas
que eran verdad de otra manera. “Qué bonitos los escaparates de Bernal”, “Hay
una chica dentro”, “¿Ha cambiado el maniquí?”, “Tiene algo…”. Algunas clientas,
al pagar, miraban de reojo al cristal y se tocaban el pelo sin saber por qué.
Bernal sonreía ante la caja: “La cara, Cayetano, la cara. Muy bien.” El
barrendero empezó a barrer más lento frente a la tienda.
No hay milagros gratis. Algo
—no supo nunca qué— pidió su precio con la educación de las deudas inevitables.
Un lunes de marzo, mientras Cayetano ajustaba una cinta en la cintura, notó que
sus dedos tardaban en responder. No era cansancio. Era fondo. La noche
siguiente, al llegar a casa, el espejo del baño le devolvió una cara más lisa,
como si las arrugas pequeñas del entrecejo se hubieran planchado sin consulta.
No parecía mejor: parecía menos. Lo apuntó en su libreta con la claridad de
quien lleva cuentas: “12/3. Cara más lisa. Dedos lentos.”
Siguió. No podía no seguir.
Cada beso en la boca humilde de la mujer le devolvía la paz de los asuntos que
han encontrado nombre. Cada día le dejaba a él más quieto. El mundo no notó
nada: los trenes llegaban, las hojas del plátano caían, los vendedores ambulantes
decían “barato” con tono de misa. Cayetano empezó a hablar menos. Le costaba
tomar decisiones que antes eran automáticas: si poner primero el granate o el
verde, si cobrar en billetes o monedas. Bernal se lo atribuyó a la primavera.
La última noche —porque todo
relato concede al menos una—, llovía con esa insistencia que hace a las
ciudades parecerse. Cayetano cerró más tarde por un cliente pesado. Cuando bajó
la tranca, el escaparate era una piscina de reflejos. Entró, subió la cortina,
y la mujer estaba como siempre: esperándolo. La besó con una ternura cansada.
Ella respondió con lo que tenía: un milímetro de vida. Fue entonces cuando
sintió, por primera vez, frío. No en los hombros —eso se arregla con abrigo—,
en el centro: un frío que no pide jersey, pide inmovilidad.
—No me dejes —oyó, o imaginó—
sola.
Sonrió. Las luces del techo
parpadearon con mala conexión. La calle estaba vacía. Hubo un relámpago sin
trueno, un blanco que convirtió a la mujer en una figura de sal y a él en
sombra. A veces las cosas se deciden así. Cayetano sintió cómo se le iba el peso
de las rodillas. Apoyó una mano en la base para no caer. No cayó. Se quedó.
A la mañana siguiente, el
barrendero fue el primero en verlo. Llamó a Bernal, a la policía, a quien se
llama en estas ocasiones sin temblor. No había cadáver. No había Cayetano. En
el escaparate, sin embargo, había dos. La mujer —la señorita, la modelo Celia—
seguía en su sitio, con ojos grises que aquel día parecían saber. A su lado, un
maniquí nuevo —eso dijeron todos—: traje oscuro, camisa blanca, corbata
modesta, una mano apoyada con pulso correcto en la base, la otra en el aire, a
la altura exacta de un beso interrumpido.
—¿Cuándo lo habéis traído?
—preguntó una señora con voz de monaguillo.
—Anoche no estaba —dijo
Bernal, con un hilo de incredulidad que tardó años en cortarse.
La ciudad aceptó la novedad
con la higiene con que acepta lo que no entiende. Casa Bernal vendió más que
nunca aquel mes. Las muchachas se probaban vestidos mirando de reojo al hombre
nuevo del escaparate; los novios decían “yo no me visto así ni muerto” con risa
nerviosa. El maniquí tenía algo. No era el peinado, no era la postura, no era
el corte del traje; era esa forma de estar que tienen los que han aprendido a
no moverse.
De Cayetano se dijo lo que se
dice para no entrar en sitios donde hace corriente: que si se fue a la capital,
que si dejó una carta, que si debía y andaba escondido. Bernal no encontró
carta, pero encontró, en la libreta guardada bajo el mostrador, un sobre
pequeñísimo con un cabello pegado y varias anotaciones de contable del
misterio. Se lo guardó en el bolsillo interior del chaleco y, por la noche, lo
dejó en el cajón de la mesilla, al lado del rosario.
A veces —esto sólo lo sé yo—,
cuando el reloj da las ocho y el barrendero arrastra su escoba con paciencia
nueva, el cristal de Casa Bernal empaña por dentro como si alguien respirara
muy cerca. La mujer del escaparate tiene entonces los labios con una humedad
que no está en las modas. El hombre a su lado, exacto en su traje oscuro,
parece inclinar un milímetro la cabeza hacia ella. No es movimiento: es
decisión. Uno creería —si creyera— que los maniquíes también se besan cuando
nadie mira y que hay amores que no salen a pasear porque ya encuentran todo en
un metro cuadrado de luz.
La ciudad, provinciana y
limpia, sigue oliendo a pan por las mañanas. En la plaza mayor el reloj da las
horas con la humildad de quien no se cree importante. Las palomas hacen cuentas
con el empedrado. Y en el escaparate de Casa Bernal, bajo fluorescentes
cansados, dos figuras guardan su turno de belleza con una paciencia que no
verán los apurados. De Cayetano ya nadie habla. No hace falta. Está en el lugar
donde quiso estar: al otro lado del cristal, justo en la cara. Y ella —llámese
Celia o de ningún modo— no tiene frío. Con eso, a veces, basta.